Frankestein con pecas
Luis Barros
El capodastro
– Esto es un capodastro, ¿ves? – le dije, bastante nervioso por su proximidad. Gertrude tenía un perfume muy fresco, como algo del campo, qué sé yo, como de flores. Pero yo, la verdad, nunca había estado en el campo así que tampoco podía estar tan seguro.
– ¿Capoudastrou?
– Capoudastrou no – la corregí. – Capodastro.
– Yes. Esou. Capoudastrou.
No había caso. Era imposible sacarle aquella manía que tenía ella de pronunciar una u después de cada o. Era verdaderamente impousible.
– Capoudastrou coumou en la ouracióun, ¿nou? – me dijo. – Capoudastrou que estás en lous cielous.
– No. Nada que ver – le contesté. – Ahí no va capodastro. Ahí va padre nuestro.
– Ah.
No quedó muy convencida. Me dijo que más tarde le iba a preguntar a su padre porque él sabía un montón. Su padre era misionero de la Baptist Church de Illinois y siempre andaba con una biblia en la mano que parecía una guía telefónica.
– Y esto es un diapasón – le dije a continuación, mientras rebuscaba otra cosa más en el pequeño compartimiento del estuche de la guitarra.
– ¿Un diapasóun?
– Yes – le contesté, arriesgándome en el territorio para mí ignoto de las lenguas extranjeras.
– ¿Y para qué sirve un diapasóun?
– No sé – le contesté.
Los Reyes Magos me habían traído una guitarra con capodastro, diapasón, plectro y un cuaderno de hojas pentagramadas. Y yo no me lo explicaba. ¿De dónde mierda habrían sacado los Reyes la idea de que yo quería una guitarra? Yo en realidad les había pedido zapatos de fútbol, un tablero de damas y una chata con rulemanes.
– Y esta cosa es un plectro – le dije, sosteniendo el artilugio aquel en el aire como quien examina un bicho raro. Capodastro, diapasón, plectro. Esas tres palabras las había escrito en un papel y me las había aprendido de memoria para impresionar a Gertrude.
Saqué la guitarra del estuche con un esfuerzo bárbaro y me la puse sobre las rodillas como lo había visto a hacer a Atahualpa Yupanqui por la televisión. Apoyé la pera sobre la hondonada del costado de la caja e intenté alcanzar las cuerdas con la mano derecha pero no lo lograba. Entonces Gertrude vino en mi auxilio y empezó a tocarlas con un dedo mientras yo, con uno de mi mano izquierda, las apretaba en los trastes aquí y allá, al tuntún, sin tener la más mínima idea de lo que estaba haciendo. El perfume a campo y a flores de Gertrude me mareaba y la norteamericana empezó a cantar algo en su idioma que, por supuesto, yo no entendía pero que sí entendía y que era algo de Illinois, de campous y de floures y de mountañas y de ríous y de nubes en los altous cielous de las praderas. Teníamos seis años y ya estábamos haciendo free jazz, qué lo tiró. Aquella composición nuestra a dos dedos sonaba rarísima y la voz de Gertrude era una mezcla de Judy Garland y de Amalia de la Vega. Ahí mismo decidí que cuando fuera grande iba a ser guitarrista y agradecí a los Reyes Magos que, haciendo honor a la sabiduría que se suponía que tenían, me hubieran traído aquel instrumento y no las estupideces que les había pedido. En un instante cambié radicalmente de opinión. Los Reyes, en realidad, eran unos capos.
Nos fuimos de la mano al comedor y allí vimos al padre de Gertrude con una de las suyas apoyada en la cabeza de mi madre. Estaban sentados en el puf que habíamos ganado en la Rifa Millonaria del Huracán Buceo. Tanto él como ella habían cerrado los ojos. Él murmuraba no sé qué cosas muy santas y muy inspiradas y mi madre estaba toda muy achicadita y muy contrita y yo pensé pero mirala vos, cómo se manda la parte la vieja. Yo la conocía muy bien. De achicadita y de contrita no tenía nada.
Gertrude y yo nos quedamos paraditos ahí donde estábamos y seguimos sin soltarnos la mano. De esa manera nos sosteníamos el uno al otro, porque nos entró tal susto que para qué les voy a contar. De pronto, tanto mi madre como el misionero de Illinois se percataron de nuestra presencia. Mi madre hizo como que se acomodaba el peinado y el misionero hizo como que se estiraba el chaleco y después las mangas de la camisa. Cuando hizo finta de acomodarse también los gemelos, me entró una sospecha que uy, uy, uy. Miré a Gertrude y Gertrude me miró. Qué bien que olía esa chiquilina. Me tranquilizaba.
Para la boda de mi vieja con el padre de Gertrude vino el pastor Shepard en persona con un séquito de diáconos y un coro de negros que revolucionó el Buceo. Yo pensé que se había armado una llamada en aquel templo, pero no podía ser. Faltaba mucho para febrero. Nunca había visto tanta alegría en una iglesia. Le pregunté bajito a Gertrude si los negros no se habrían mandado unas grapas antes de ponerse a cantar.
– ¿Grapas?
– O whisky. Alcohol. Chupe.
– Ah, nou – me contestó Gertrude. – El Señour prouhíbe el alcouhoul.
Decidí no decirle nada a mi madre. Me pregunté qué iba a pasar con las botellas de espinillar que la bandida tenía escondidas detrás de la heladera.
Al fin llegó el momento de la verdad. Gertrude y yo subimos al altar. Acomodé mi pera en la hondonada del costado de la guitarra e hice unos ejercicios con los dedos de la mano como hacían los concertistas de verdad. Gertrude empezó a acariciar las cuerdas y yo a hacer los acordes. Se puso a cantar. Amazing grace, how sweet the sound that saved a wretch like me. Aquello sonaba precioso. No era para menos. Habíamos tenido seis meses para ensayar. Nos aplaudieron como locos y a mi madre se le caían las lágrimas.
Después de que el reverendo Shepard hubiera pronunciado a mi madre y al misionero de Illinois marido y mujer ante la autoridad divina de Dios, Gertrude se acercó al micrófono, juntó sus dos manos debajo del mentón, cerró los ojos y ante el silencio devoto de la feligresía, oró:
– Capoudastrou que estás en lous cielous...
No escuché más nada. La risa se me subió desde la parte más recóndita de la barriga y juro que me la aguanté y que me la recontra aguanté pero la boca se me infló y las lágrimas se me soltaron y al final no pude más y la largué. Aquello sonó como una explosión.
El reverendo Shepard me preguntó en inglés qué era lo que me estaba pasando. Entonces Gertrude se me acercó, me tomó de la mano y nos fuimos por una puerta del costado. Cuando se aseguró de que nadie nos veía, me dijo:
– I love you.
No la entendí. Pero no me importó. Solo sé que por su aroma fresco a campo, como de flores, me sentí transportado a un mundou más bellou y más tranquilou, coun ríous y mountañas bajou los altous cielous de las praderas de Illinois.
El chiste
Fue el primer chiste que escuché en mi vida. Me lo había contado Octavio que era el único de todo el grupo (si me exceptuaba a mí mismo) que caminaba sin muletas o aparatos en las piernas. Los demás chiquilines de la escuela Roosevelt habían salido del Filtro o del Visca en silla de ruedas. Octavio, en cambio, había heredado de la parálisis un andar que se parecía mucho al baile del twist, aunque cada dos por tres se le descoyuntaba el ritmo.Vos venías conversando con él por el pasillo de la escuela y de pronto se caía. Antes de que te dieras cuenta se levantaba y seguía la conversación como si nada. Al final te acostumbrabas. De pronto estaba a tu lado y de pronto no estaba. Parecía el juego aquel de los bebés del ta y no ta, con la salvedad de que ya éramos mayores. Yo tenía cinco años. Él, siete.
Bueno, volviendo a la cuestión del chiste. Cuando Octavio me lo contó yo no entendí nada y seguí sin entender nada aun después de las explicaciones.
El chiste era así:
– ¿Cómo saludás al presidente Roosevelt?
Vos decías no sé. Y él te decía:
– ¿Cómo andás del ano?
Ahí se suponía que uno tenía que reírse porque esa era la esencia de los chistes. Reírse. Si vos no te reías entonces no había chiste. Pero yo no me reía. Entonces Octavio me explicó que Roosevelt se llamaba Franklin Delano.
– ¿Entendés Cacho? Delano. Del ano.
También me explicó quién era Roosevelt. Roosevelt era un presidente.
– ¿Un presidente? ¿Qué es eso?
– Un presidente es un tipo que manda, que manda mucho. En realidad es el que más manda de todos.
– ¿Un mandón?
– Sí, un mandón.
– Pa, mirá vos.
También me explicó que en los Estados Unidos Delano era un nombre tan normal como lo eran Cacho o Juan José entre nosotros y que ano en nuestro idioma castellano quería decir culo, ese orificio por el cual se cagaba.
– ¿Entendés ahora?
– No.
Bueno, más allá de mi imposibilidad de entender chistes, la cuestión es que Octavio y yo nos hicimos inseparables. Comparados con los demás lisiados éramos Batman y Superman. Yo era un Batman al que no le funcionaba la parte derecha del cuerpo y Octavio un Superman que a cada cinco minutos se caía estrepitosamente al suelo, pero al menos íbamos y veníamos a nuestro antojo por aquella casona del Prado. Laurita se había querido unir a nuestro consorcio de dos y trataba de ganar puntos impresionándonos con sus brazos musculosos y sus piques veloces en su silla de ruedas. Pero nosotros la desestimamos porque Octavio y yo éramos como los incas. No necesitábamos ruedas.
Una tarde, poco tiempo después, reinaba flor de conmoción en la casona. Había dos soldados apostados en la escalinata de la entrada que parecían de juguete pero que eran de verdad. Tenían puestas sendas casacas azules con mucho botón dorado, flecos en los hombros y sombreros con penacho rojo. Estaban tan paraditos e inmóviles que pensé que estaban jodidos de polio como nosotros. Marisa Lusiardo, la fundadora de la escuela y su hermana René, que era fisioterapeuta, me tomaron cada una de una mano y me presentaron a un señor muy circunspecto.
– Cachito, este es el presidente. El presidente de nuestro país – me dijo René.
Yo me quedé pensando. ¿Presidente? ¿Presidente? Eso me sonaba a algo. Y me acordé, gracias a Octavio, de cómo se saludaba a un presidente.
– ¿Cómo andás del ano? – le pregunté.
El Penitente
Mi viejo es un nabo. No sé cuántas veces contó lo de la vez aquella que fue en bicicleta al Salto del Penitente. Alcanza con darle dos vasos de whisky y algún par de oídos ávidos y ya se larga a contar la historia. Los tíos se la festejan durante los cumpleaños y también la cuenta con frecuencia cuando don Carlos y don Washington, que viven a la vuelta de la confitería Irisarri, vienen a casa y se sientan con él en la cocina a tomar mate. Y meta risas y meta comentarios. Yo me la sé de memoria y no entiendo por qué ponen esa cara de sorprendidos si ellos también la escucharon como quinientas veces.
La cosa es que allá por el noventa y uno, Mirko, que tenía un taller de chapa y pintura en Sarandí y Ladós, le había ofrecido una bicicleta Lapierre por unos pocos pesos. Se suponía que el velocípedo aquel había participado en alguna edición del Tour de France y que los piñones y los frenos delanteros seguían siendo los originales. Mi viejo se subió enseguida a aquel esperpento, salió del taller saludando a todo el mundo por la calle y se fue a comprar bizcochos a la panadería de Roosevelt y Florencio Sánchez. Munido de una docena de panes con grasa salió velozmente de la ciudad y agarró la ruta 8. Enfiló hacia el este y después de un rato se sentó a descansar debajo de unos talas y a disfrutar del paisaje. De pronto un titirí se le plantó delante, le dijo: – treintidós...treintidós... – y levantó el vuelo nuevamente. Mi viejo lo vio alejarse hacia el cerro Campanero y unos minutos más tarde escuchó voces femeninas hablando en francés. Iba a incorporarse para seguir su camino cuando de pronto por detrás de unos arbustos aparecieron Brigitte y Annie. Brigitte reconoció enseguida la bicicleta.
– Ce vélo c'est de mon père – dijo.
Resulta que un año antes monsieur Fontaine, el padre de Brigitte, cónsul francés en Buenos Aires, había estado de vacaciones en Minas y la había dejado en el taller de Mirko para que se la reparara, pero había tenido que regresar de apuro a la Argentina y nunca la había ido a recoger. Mi viejo entonces le explicó que él la había comprado esa misma mañana y que no conocía la historia. La cuestión es que las francesas no se lo tomaron a pecho y siguieron después los tres camino al Penitente. Al intentar cruzar el arroyo mi viejo se fue con bicicleta y todo al agua y las francesas, que se habían quedado en la orilla, se morían de risa cuando mi padre les iba tirando los panes con grasa uno por uno en un intento de salvarlos de la mojadura. Más tarde fue Brigitte la que se resbaló por una ladera de la sierra y fue mi viejo el que la agarró a tiempo de un manotazo tan desesperado que le arrancó en el envión el soutien y la blusa. Y ahí quedó aquella francesa desnuda, balanceándose en la sierra minuana, aferrada a la mano salvadora de mi viejo, mientras Annie desde arriba aplaudía y exclamaba:
– ¡Oh la la, c'est mervellieux!
De regreso en Minas mi viejo le jugó al 3232 a la quiniela, el número que le había cantado el titirí. Se ganó flor de guita. Con el premio se costeó una soberana boda con Brigitte. Mi madre.
Yo hice ese mismo viaje ayer al Penitente. Me encajé la capucha, me puse los auriculares para escuchar a Jay Z, fijé las coordenadas en el GPS, cacé la Yumbo Gs2 y fui y regresé en menos de una hora. No malgasté el tiempo en comprar panes con grasa, ningún titirí me vino a cantar el número de la grande, no me tiré a rascarme las bolas debajo de unos talas, no me caí en ningún arroyo y no le salvé la vida a ninguna francesa desnuda. En fin. Lo dicho. Mi viejo es un nabo.
El quiosco
Eleuteria era un pedazo de carne atorrante sentenciado desde el vamos a la perdición y al castigo eterno. Tenía dos labios que bien podrían haber sido ciento cuarenta porque aquella belleza de La Mondiola te besaba y era como si el ejército de Nabucodonosor te hubiera noqueado de un chupón. Tenía un quiosco en la plazoleta Viera y allí íbamos los chiquilines a comprarle caramelos Zabala. Cuando el vasco Aguerre se le instaló frente a la puerta de la escuela Paraguay haciéndole la competencia con los chicles Adams, Eleuteria se lo tomó como un insulto y fue hasta la garita a quejarse. El cabo Gutiérrez levantó la vista del Tony, sorbió lo que le quedaba del mate y le contestó que Aguerre tenía permiso municipal. Eleuteria, que no entendía de esas cosas oficiales, se hizo la enojada, pegó media vuelta y fue justo en ese momento que chocó conmigo. Yo venía del lado de Marco Bruto cabeceando la pelota de goma que me habían dejado los Reyes. No los Reyes del 6 de enero sino los Reyes de Plácido Ellauri que se habían ido a vivir a Maldonado. Iba por el cabezazo número veinticinco, todo un récord para mí ya que normalmente no pasaba de los tres o cuatro, cuando me la llevé por delante. La pelota le dio justo en la frente, rebotó contra un Hillman y anduvo un rato yendo y viniendo por Rivera entre los camiones y los ómnibus.
Mientras Eleuteria me puteaba con cierta delicadeza femenina (me dijo chiquilín de porquería, cuando bien pudo endilgarme botija de mierda), rescaté el útil de las garras del tránsito montevideano y cuando regresé a la plazoleta me agarró del cuello de la camisa, clavó sus ojos marrones en mis aterrorizadas pupilas y me preguntó en un susurro:
– ¿Qué preferís? ¿Los chicles Adams del vasco Aguerre o mis caramelos Zabala?
Me tenía sujetado en el aire y mis alpargatas tanteaban desesperadas en el vacío. Yo, que era cliente asiduo de su quiosco, contesté con convicción que los caramelos Zabala me gustaban mucho más que los chicles Adams, que por favor, que cómo iba a comparar, que los caramelos Zabala eran riquísimos, unos rectangulitos duritos que al principio te daban la impresión de que te habías metido una piedra en la boca pero que después, si los dejabas unos minutitos debajo de la lengua empezaban a derretirse y entonces veías lo ricos que eran. Los chicles Adams en cambio, eran un asco, se te pegaban en las paredes de la boca y en las muelas, no tenían gusto a nada y después para peor empezaban a formar esos globitos que te salían por los labios y después paf explotaban y otra vez a mascar, qué asco, qué inmundicia.
Eleuteria aflojó la tenaza con la que me tenía sujetado, me depositó de nuevo sobre la faz de la tierra y mis aterrorizadas pupilas ya no quedaron a la altura de sus ojos sino a la altura de sus pechos. Ahí dejé de pensar en los caramelos Zabala. Pero de pronto sentí que la tenaza aquella me volvía a agarrar y me arrastraba hasta el quiosco, donde me metió y me depositó en una sillita. Eleuteria abrió la ventanita de venta al público y yo quedé sentado detrás de ella. El interior del quiosco era oscuro y fresco. A mi izquierda había una bolsa enorme de caramelos Zabala y a mi frente la carne atorrante de Eleuteria sentenciada desde el vamos, permítaseme reiterarlo, a la perdición y al castigo eterno. Pero era carne oculta detrás de una pollera. Inaccesible.
Yo casi no me podía mover por la falta de espacio pero créanme que solo tenía que inclinarme un poquito hacia adelante para darme de narices con aquella perdición. Sentí algo que se le pareció mucho al miedo pero de pronto escuché la voz de Satanás diciéndome que no fuera cagón, que un poquito de perdición de vez en cuando no le hacía mal a nadie. Aquel empalagoso payaso con cuernitos iba a seguir con la plática pero en ese momento se apareció el mismísimo Jesús a mi izquierda flotando etéreo sobre la bolsa de caramelos Zabala. Para mi sorpresa, el vaporoso paladín no abrió la boca pero hizo un gesto con las manos vueltas hacia arriba como diciendo ...y bueno botija, dale nomás pero ya sabés, sin exagerar.
Y fue así que entonces, sintiéndome más o menos exonerado de culpas, levanté el telón hacia lo desconocido. O sea que, dicho sin tanta metáfora, metí la cabeza debajo de la pollera.
Allá arriba Eleuteria conversaba con los clientes.
– ¿Tiene la última de Radiolandia?
– Sí, doña.
– ¿A cuánto están las pilas para la Spica?
– A veinticinco.
– Un paquete de Nevada, por favor.
– Sírvase.
– Un litro de querosene, por favor.
– No, querosene no vendo, señor. Para eso tiene que ir al almacén.
Yo, mientras tanto, seguía descubriendo regiones ignotas donde había mucho pelo, mucha piel y mucha venita azul. Alicia, aquella rubiecita inglesa pícara y curiosa de los libros, había traspasado un espejo y había descubierto un país de maravillas. Yo, lo que son las cosas, un siglo más tarde y en un continente donde se hablaba un idioma menos complicado, había traspasado una pollera y había llegado al mismo lugar. Ella hablaba con topos y conejos. Yo, no. Yo le hacía cariñitos a lunares y a forúnculos pero no les decía nada. Me había metido hasta los hombros en un universo mágico. No me alcanzaban las manos para tanto misterio develado. No me alcanzaba la boca para tanto manjar desconocido.
De vez en cuando Eleuteria cerraba la ventanita, se daba vuelta, se agachaba y me besaba con los ciento cuarenta labios de Nabucodonosor. Inmediatamente después se incorporaba, volvía a atender el quiosco y yo volvía a meter la cabeza debajo de aquella pollera que ahora me parecía una carpa de circo donde había una orquesta y también payasos que hacían piruetas y que se tiraban desde los trampolines.
De pronto escuché la voz de mi tía Fernanda.
– Eleuteria ¿no vio por casualidad al Negrito?
– ¿Por qué pregunta, doña, ¿se le perdió?
– No. Es que siempre anda por acá cabeceando esa pelota de mierda. Si lo ve, dígale que vaya a su casa, que su padre lo necesita.
Pobre viejo. Estaba en cama con una de sus gripes legendarias y se castigaba con vahos de eucaliptus, cubriéndose con una toalla. Qué curioso. Los dos teníamos la cabeza metida debajo de un trapo.
A las siete de la tarde Eleuteria cerró el quiosco, me dijo se te acabó la fiesta, Negrito y me mandó para mi casa. Durante el camino intenté batir mi propio récord de veinticinco cabezazos corridos pero no pasé del segundo. Un par de veces, inclusive, hasta erré el primero. Un chiquilín me gritó desde un primer piso:
– ¡Chambón!
El ramito de albahaca
Estábamos alineados en el gran hall de entrada. Seis filas de alumnos, una por cada grado, de primero a sexto. Frente a nosotros se elevaba un hombre, Mr Arlington, que parecía un cohete espacial. Una figura muy alta y delgada rematada en un penacho de pelo gris que se asemejaba al humito que despedían aquellos artilugios galácticos antes de despegar.
Amonte me pegó un codazo en el costado y la guaranga de Lariccia me desacomodó la corbata. Yo respondí como siempre tirándole de la cola de caballo. A Amonte, en cambio, lo maté con mi fría indiferencia. No por nada era yo alumno de aquel colegio inglés. Si bien en la clase no aprendía gran cosa, había adoptado por lo menos las maneras lejanas y elegantes de Mr Arlington y los silencios exasperantes de Mrs Barbaredo.
Mr Arlington llegaba al colegio en su Bentley. Mrs Barbaredo, en cambio, llegaba en el carro de su hermano Gorosito, que era verdulero. Este la dejaba en la esquina de Guayaquí y Chucarro y la media cuadra restante la caminaba la dama sacudiéndose hojitas de lechuga de los hombros y algún que otro resto de puerro del pelo.
Se escucharon los primeros acordes del piano del maestro Risso y Mrs Michelakos, la profesora de música, se enderezó, quedó enfrentada a nosotros, elevó ambos brazos, ambas cejas y ambos pechos y nosotros para no ser menos elevamos nuestros torsos, nuestros hombros y nuestros cogotes y arrancamos llenos de fervor con aquello de God save our graaaacious king, long live our nooooble king... Lucíamos amapolas en las solapas y los colores de la Union Jack en el escudo que llevábamos cosido en la manga. Cuando ganados por la emoción y creyéndonos inglesitos de los mares del norte entonamos la frase final ...Goood save the kiiiiing... el petiso Ortiz, que era de sexto, gritó:
– ¡Y se va la segunda!
Una carcajada infantil y desordenada se expandió por el recinto. Suárez, con su túnica gris, sus botas de goma y la sopapa apoyada en el balde, nos miró desde el lado de los baños visiblemente irritado. Las maestras de tercero y cuarto batieron palmas reclamando orden pero Mr Arlington y Mrs Barbaredo no perdieron en ningún momento la compostura.
– Till tomorrow – dijo Mr Arlington con una voz de barítono que hizo temblar los vidrios de los ventanales que daban a Chucarro.
Los alumnos contestamos al unísono lo mismo, pero lo que salió de nuestras pobres gargantas no fue un británico till tomorrow sino más bien un muy uruguayo tinto morro. El saludo se extendió como un eco por aquel hall de techos altísimos.
Momentos después empezamos a salir. Pero primero teníamos que despedirnos de Mrs Barbaredo que estaba cruzada de brazos junto a la puerta. Al pasar por su lado, cada uno de nosotros le dijo:
– Good bye, Mrs Barbaredo.
La hierática dama no le respondió a ninguno. Nunca respondía.
Al día siguiente toqué a la puerta de la dirección. Nadie me contestó pero sabía que Mr Arlington y Mrs Barbaredo estaban sentados detrás de sus escritorios. Golpeé nuevamente y abrí. Dije:
– Good morning.
Mrs Barbaredo no dijo nada, por supuesto y Mr Arlington acusó mi presencia con un leve movimiento de cabeza.
– Esta carta es para su padre, González – me dijo el inglés.
– Se la daré – contesté.
Suspiré al salir. Caminé de vuelta hasta el salón de clase de Miss Oliver con toda la dignidad que me era posible. Sabía que mi viejo se había atrasado otra vez con las mensualidades y que Mr Arlington, con su caligrafía distinguida, se lo recordaba amistosamente pero no tan amistosamente. Entré a la clase y me senté al lado de Amonte. Miss Oliver, a quien en la vida real se la conocía como la nena Olivera me dirigió la palabra apuntándome con un pedacito de tiza entre los dedos:
– Mr González, ¿what is the past tense of to give?
Yo no sabía la respuesta, por supuesto, así que adopté la pose inglesa que había aprendido de Mr Arlington y el silencio solemne y concentrado de Mrs Barbaredo. Agregué además el gesto de rascarme el mentón (aporte de mi propia cosecha) y con eso ya tenía asegurado el éxito. Efectivamente, después de unos cinco o seis segundos de tensión y suspenso, la gila de Martínez Sierra y la petisa Lombardo levantaron la mano y empezaron a chasquear desesperadamente los dedos. Llegó el momento en que Lombardo no pudo aguantarse más y medio trepada al pupitre gritó: – ¡Gave! – y ahí grité yo también apresuradamente: – ¡Gave! – dando la impresión de simultaneidad. Me las sabía todas. No era para menos. Era alumno del Richard Arlington School.
Una semana después estábamos nuevamente alineados en el gran hall de entrada. Eran las cinco de la tarde y reinaba la alegría en el reino porque había nueva reina. Al otro lado del Atlántico en la abadía de Westminster de Londres Elizabeth II había ascendido al trono y los chiquilines estaban bastante nerviosos. Todos conocían las ilustraciones de los libros de historia donde Francis Drake y Walter Raleigh hacían pelota a los barcos franceses, españoles y holandeses en nombre de la reina Elizabeth. Eran los tiempos de capa y espada en los que England era verdaderamente England y mejor que no te metieras con ella porque te pasaba por la quilla por cualquier cosa sin decirte sorry for the inconvenience. Y resulta que ahora la nueva reina también se llamaba Elizabeth. A la mierda. O sea que en cualquier momento podía aparecerse el pirata Morgan por la ventana y degollarnos sin asco. Miré disimuladamente hacia la puerta que daba al recreo buscando una vía de escape. Estaba abierta. Menos mal.
Antes de empezar a cantar el himno, Mrs Michelakos nos recordó que dijéramos queen donde antes decíamos king. Después elevó brazos, cejas y pechos y nosotros arrancamos: ...God saaaave our graaacious queen, God saaave our noooooble queen...God save the queen... Yo aproveché los dos compases de silencio que me brindaba la melodía para insertar un larailaráila bien reo y carnavalero que sonó realmente precioso. Noté que a Mr Arlington se le movió un poquito el penacho gris y Lariccia me miró sorprendida y no se animó a desacomodarme la corbata. Pero el coro de botijas siguió como si nada. ...Send her victorious, happy and glooorious, long to reign ooover us... Y ahí ataqué yo otra vez con otro larailaráila más potente y aparatoso. Los Patos Cabreros hubieran estado orgullosos de mí. Noté que decenas de cabezas de alumnos se volvían y me observaban. Pero el canto continuó y terminó con...God save the queeeen... El acorde final del piano quedó flotando en el aire y el petiso Ortiz gritó: – ¡Tre!
Una hora después me encontraba yo en el despacho de la dirección y miraba de reojo el Bentley de Mr Arlington que estaba estacionado en la vereda. Era de un tono beige que no se podía creer. Un color así solo se veía en las películas. De las de Doris Day con pañuelo en la cabeza y Rock Hudson pescando en el Hudson. Aquel coche era demasiado elegante para el asfalto resquebrajado de Chucarro. Mi viejo me observaba con los ojos cerraditos y eso no auguraba nada bueno. Mrs Barbaredo estaba ubicada detrás de su escritorio con los brazos cruzados y juro que detecté una brizna de zanahoria en el mechón que le caía justo detrás de la oreja. Miss Oliver, sentada en una butaca a mi izquierda, jugaba con un pedacito de tiza pasándoselo de una mano a la otra.
– ¿Por qué hizo eso, González? – me preguntó Mr Arlington. – No entiendo. Usted siempre fue un alumno ejemplar.
Me sujeté las manos por detrás de la espalda y no dije nada pero hice como que quería decir algo.
– ¿Por qué cantó larailaráila? – insistió. – A las bobadas de Ortiz estamos acostumbrados, pero ¿por qué usted?
– El niño está problematizado – aventuró Miss Oliver.
– ¿Problematizado? – inquirió el inglés.
– Figúrese. Hoy fue su último día de escuela con nosotros. El lunes empieza en la escuela Brasil. No es fácil un cambio tan fuerte y justo además a mitad del año lectivo.
– Eso no disculpa que se comporte como un guarango – dijo mi padre.
– No disculpa pero lo explica, señor González – respondió ella.
Hubiera podido besarla.
De pronto se le cayó el pedacito de tiza que tenía entre las manos y yo me apresuré a recogerlo. Fallé dos o tres veces en el intento porque era realmente muy chiquito y se te resbalaba entre los dátiles como si nada. Al fin logré depositar el pedacito de tiza en la palma agradecida de Miss Oliver, me sacudí el polvito blanco y todos se me quedaron observando. Era obvio que esperaban que dijera algo. Entonces adopté mi pose inglesa y mi silencio solemne. Imité la mirada de Churchill. Unos segundos después, todos salvo Mrs Barbaredo, empezaron a hablar al unísono interrumpiéndose los unos a los otros. Mi viejo decía que qué se le iba a hacer, que lo que pasaba era que el colegio le resultaba muy caro y que no era lógico que en la casa se pasara hambre para que el nene pudiera aprender inglés. Mr Arlington argumentaba que el dinero no tenía por qué ser un problema, que el señor González podía pagar las mensualidades atrasadas en cuotas. A lo que mi viejo contestaba qué cuotas ni qué cuotas, no me joda, ¿no ve que me echaron de la textil?, ¿de dónde saco la plata? Miss Oliver afirmaba que no debíamos perder de vista que lo más importante era que el cambio de escuela no afectara mi rendimiento escolar. Y yo a todo eso callado y medio como ausente. A británico no me ganaba nadie.
El lunes siguiente Gorosito me pasó a buscar en el carro. Dijo que le quedaba de camino y así yo me ahorraba la plata del ómnibus. Mi viejo, agradecidísimo. Primero dejamos a Mrs Barbaredo en Guayaquí y Chucarro. Gorosito la ayudó a bajar pero lo hizo mal. Su hermana trastabilló en el cordón de la vereda y empezó a mover furiosamente los dedos de las manos como una titiritera sin títeres. Gorosito la miraba divertido y la entendió porque le sonrió y le dijo: – I love you too, my sister – a lo que Mrs Barbaredo le mostró el dedo medio de la mano derecha augustamente enhiesto. Eso hasta yo lo entendí. Después el verdulero me acercó hasta la escuela Brasil y antes de bajarme del carro me puso un ramito de albahaca en el bolsillo de la túnica. Ahí mismo frente al portón renuncié a mi pose británica, lejana y elegante. Adopté el talante berreta de mis cófrades proletarios de Montevideo, me aseguré de que la moña estuviese derechita, respiré hondo y subí por la escalinata.
El rey de la bicicleta
Fue amor a primera vista. Aquella maravilla mecánica lo deslumbró al instante. Ahí, en el escaparate, se desplegaba ante sus ojos el futuro de la humanidad, con su promesa de aventura y de velocidad. Umberto entró al taller de los Gazzi y salió un rato después zigzagueando por la Via Caldara, pedaleando feliz contra el viento del Adriático. La bicicleta era la palanca de Arquímedes del siglo que comenzaba. El ser humano ya no dependería de la tracción animal. El futuro había llegado a Siderno.
Emprendió inmediatamente la travesía a Bovalino. Dieciocho kilómetros lo separaban de Cinzia, de su blusa blanca y de su corsé y de su falda con cintas. Ya no tendría que caminar bajo el implacable sol de la Calabria ni estaría obligado a viajar apretujado entre los campesinos de la bergamota, sobre el carro de bueyes del signore Brambilla. Ahora era un hombre libre. Era el siglo de las bielas, del manillar, de las ruedas y de los piñones. Un vendaval de progreso se había abatido sobre Italia y Umberto pedaleaba y pedaleaba en la vanguardia de esa maravillosa tremolina. Ya nadie volvió a verlo a pie paseando por las aceras, saludando a las damas con un leve toque del ala de su sombrero, ni sentado frente a su caballete en la escalinata de la iglesia de San Nicolás, pintando óleos. Ahora Umberto era una aparición encorvada sobre dos ruedas que surgía de pronto por una esquina y desaparecía por la Via Cristoforo Colombo rumbo al sur. Cinzia era el final de su camino y el comienzo del amor. Durante el trayecto, los carabinieri del fuerte de San Ilario lo saludaban y los niños y los perros corrían detrás de él. Entraba a Bovalino por la Via Regina Elena. Su amada Cinzia le salía al encuentro al final de la calle. Ante el aplauso de los vecinos, su dama lo cubría con aquellos besos suyos, que eran los más cálidos del meridión. Poco tiempo después, a la entrada del pueblo, cuando Umberto ya había adquirido cierta notoriedad porque algunos de sus cuadros se habían exhibido en Praga y en París, la comisión de fomento del uso de la bicicleta en Calabria dispuso un pasacalle de balcón a balcón que decía: Benvenutto, signore Boccioni!
Pero a pesar de todo, los contadini no estaban muy convencidos. Para ellos, el mundo debía moverse al paso de los bueyes, de las mulas y de las dos piernas que el buen Dios le había dado al hombre para ir de un lado a otro. La bicicleta era el nuevo juguete de los ricos. El pobre, en cambio, tenía que sentir la tierra bajo sus pies. La naturaleza tenía su ritmo ancestral y siempre había sido así. No entendían la velocidad. Pero saludaban a Umberto con deferencia cuando aquel atravesaba los campos. Luego retornaban a sus labores ladeando la cabeza con descreimiento.
“El rey de la bicicleta”, como lo empezaron a llamar en la región, se incorporó al ejército cuando Italia le declaró la guerra al reino austrohúngaro. A comienzos del año dieciséis, en el regimiento de artillería de Chievo, Umberto se subió a un caballo, se cayó y murió dos días después.
Cinzia lo siguió esperando durante casi tres décadas con su falda con cintas y su beso listo para despegarse de su boca y darle la bienvenida. Lo siguió esperando aún después de que el comune hubiera mandado retirar el pasacalle y ya nadie se acordara de él. Y lo siguió esperando cuando Bovalino empezó a llenarse de bicicletas y después de tranvías eléctricos y más tarde de coches a manivela con peras de goma que sonaban como trompetas.
Muchos años más tarde, al final de la segunda guerra, cuando el cadáver del fascismo colgaba de las lámparas del alumbrado público de Milán, Cinzia recorrió durante cinco días, con paso lento y artrítico, los dieciocho kilómetros que la separaban de Siderno y fue a sentarse en la escalinata de la iglesia de San Nicolás. Después de un rato, la plaza que había enfrente empezó a llenarse de gente. Por los altavoces que bordeaban el perímetro, una voz entusiasta interrumpida solo por los carraspidos intermitentes de la electricidad estática, anunciaba la largada del Giro della Calabria. Por la Via Caldara empezaron a llegar. Umbertos y más Umbertos y más Umbertos, todos vestidos con casaquillas de colores, pantalones cortos y un número en la espalda. Se apostaron detrás de una cinta roja, verde y blanca que el sindaco Rossi cortó ceremoniosamente con una tijera ridículamente grande. Ante el aplauso de la multitud, los Umbertos, antes de acelerar y de perderse por la Via dei
Conti nti, desfilaron por delante de Cinzia y la fueron saludando uno por uno, alzando un brazo. Ella les sopló los besos que hacía años que no daba. Seguían siendo los besos más cálidos del meridión.
El Ronson
El Ronson hizo click y supe que ese era el momento de huir. No había un segundo que perder. La cosa que me colgaba y que era tan mía y tan íntima corría peligro. Gateé y en mi desesperación me di de cabeza contra las patas de la mesa. Mi tío se agachó y vi su sonrisa maliciosa entre los pliegues del mantel de hule y los resortes sueltos de la parte de abajo de las sillas. Estiró la mano, accionó la ruedita de aquella maquinita infernal con el dedo pulgar y surgió la llama que yo bien conocía y a la que tanto temía.
– Te voy a quemar el pito – dijo.
Yo me llevé instintivamente las dos manos a la parte delantera del pañal y apreté los muslos dispuesto a resistir hasta las últimas consecuencias.
– Noooooo – grité.
Allá arriba, en aquella parte del mundo donde había un sofá, un tocadiscos y retratos en las paredes, escuché las risas de mis viejos y la de mi tía Petronila.
Cuando empecé a caminar, mi tío ya no me perseguía por la casa amenazándome con el encendedor, pero cuando se llevaba un cigarro a la boca me entraba el pánico nuevamente. No podía soportar la idea de tener que andar por ahí con el pito chamuscado. Y que en vez de pichí me saliera humo. La cuestión es que el tío sacaba el Ronson y me miraba. Y yo lo miraba también y entonces con mis pasitos recién aprendidos me iba alejando de él preventivamente en dirección a la cocina calculando la distancia a la que quedaba la mesa. Y cuando tío se me venía encima blandiendo la llama yo salía corriendo y me zambullía entre aquellas cuatro patas. Más de una vez vino mi madre a sacarme de aquel escondrijo. Me levantaba en brazos, me secaba las lágrimas con un repasador y me preguntaba:
– ¿Pero de verdad pensás que tío te va a quemar el pito?
Yo no entendía la pregunta. ¿Qué le pasaba a mi madre? ¿Era boba o qué?
El día que empecé la jardinera vino tía Petronila a felicitarme porque ahora era ya todo un hombrecito. Mi madre me abrazó muy fuerte. Dos veces me abrazó, cosa que era muy rara. Y mi padre no se agachó para quedar a la altura de mis ojos como lo hacía siempre cada vez que me quería hablar sino que me estrechó la mano desde su imponente altura. Éramos dos hombres hechos y derechos dándose la mano de igual a igual. Me dio ganas de decirle viejo me voy a la jardinera, no al Congo Belga. No es para tanto. Pero lo cierto es que tanta ceremonia me conmovió un poco. Al fin y al cabo había llegado el momento en que el niñito de la casa se había convertido en párvulo, cosa que era muy grave y muy esdrújula. Párvulo escolar. Impresionante. Yo respiré hondo y apreté mi cajita de plástico contra el pecho. Ahí llevaba una manzana y dos galletas marinas. Después salí al jardín donde me esperaba mi tío en su camioneta Fordson. Mi tía Petronila y mis viejos se quedaron en el umbral de la puerta y me hicieron adiós con la mano.
Mi tío me llevó a la jardinera y no dejé que me diera la mano cuando nos acercamos a la puerta de la Sagrada Familia. Una vez allí no entendí lo que estaba pasando. Todos los niños y las niñas lloraban y los adultos los abrazaban y los consolaban. Pa, se murió alguien, pensé. Le volví a tomar la mano a mi tío y me abrí paso entre aquellos jeremías, entré al edificio y me presenté muy serio y muy compuesto ante Verónica, la maestra de la jardinera B. Esta estaba parada frente a la puerta de la clase. Era de Peñarol seguramente porque tenía el pelo mitad negro y mitad rubio. Me miró encantada y me parece que la impresioné con mi aplomo porque me encajó un beso en la mejilla que no me esperaba y que me dejó viendo estrellitas en el cielorraso. Entré al salón con mi tío. Minutos más tarde este volvió a salir y se despidió de Verónica con un movimiento de cabeza mientras expelía el humo de un cigarrillo y cerraba la tapita del Ronson. Me dio una vergüenza bárbara cuando ingresaron los demás chiquilines y Verónica, antes de empezar la clase, me preguntó:
– Peraltita, ¿qué estás haciendo debajo del escritorio?
En la iglesia de Tierra Santa no faltaba nadie. Este Peraltita se casaba. Clotilde estaba preciosa con su vestido blanco de Angenscheidt pero la pobre tenía un tremendo resfrío. Después de mucho evangelio y mucha palabra de Dios y mucho te alabamos Señor, le levanté al fin el velo y cuando vi el moco que le colgaba de la naricita comprendí que la iba a querer para siempre. Nunca más volví a sentir tanta ternura en mi vida. El beso fue cortito y casto tal cual nos había pedido el sacerdote, pero de todos modos me quedó un resto de humedad en el labio superior que me hizo comprender que si éramos capaces de compartir los mocos, entonces seríamos capaces de compartir cualquier cosa. Después caminamos hacia la salida y junto a la puerta se encontraba mi tío que en cuanto me vio sacó el Ronson y lo encendió. Me llevé instintivamente una mano a la entrepierna.
Años más tarde, después de haber traído al mundo dos Peraltitas que corrían por las veredas de La Figurita alborotando el vecindario y ya cuando mi cabellera otrora tan negra y abundante había empezado a ralear, entré a la habitación de aquel hospital. Los pies me pesaban una tonelada. A mi tío le quedaba poco.
– Cáncer de próstata, fijate vos, qué ironía. Justo el lugar adonde no llega el humo – dijo aquel fumador empedernido de toda la vida.
Y se quedó mirando algo en el techo. Yo miré también hacia el mismo lugar pero no vi nada interesante. En la mesita de luz estaban sus sagrados Nevada junto a un vaso de agua, una foto de Petronila y el Ronson. Yo tomé el encendedor, accioné la ruedita y apareció la llama.
– Ya que te vas a hacer cremar, podemos empezar por el pito, ¿no? – le dije.
Mi tío se sonrió y se quedó dormido.
La confesión
Revisé por última vez la lista de mis pecados. Eran quince en total aunque en un principio habían sido dieciocho. Taché tres porque me daban demasiada vergüenza. Uno era que me había estado frotando el pito más de la cuenta porque Benjamín Medina me había asegurado que si me lo frotaba largo y tendido me iba a salir lechita.
– ¿Una lechita como la de la Conaprole? – le había preguntado yo.
– Sí. Pero cuidado que sale disparada.
– ¿Disparada? ¿Cómo?
– Sí. Así mirá: ffffffaaaaaaa... Y después va y se estrella contra la taza del water.
Yo había desistido después de veinte minutos de frota y requete frota. Y ni había salido lechita ni nada. Me empecé a sentir como un imbécil en aquel cuarto de baño y me vino a la cabeza lo que decía el catecismo del pecado de lujuria, que era uno de los pecados capitales y que consistía en tomarle tanto apego a algo que Dios quedaba en segundo lugar. Evidentemente yo estaba poniendo a mi pito en primer lugar. Era un lujurioso.
El segundo que borré fue que en el supermercado de Arenal Grande y Lavalleja había cambiado de lugar el cartoncito del precio de las zanahorias. Lo había puesto donde estaba el de las cebollas y al de las cebollas lo había puesto donde estaba el de las zanahorias. Cuando vi que doña Amparo pagó 2, 25 por las zanahorias me dio una vergüenza terrible porque debería haber pagado 2, 10. No solamente era lujurioso. También era culpable de delitos económicos.
El tercero que borré fue que había visto una bombacha. Pero no una bombacha en el estante de un ropero sino una bombacha en vivo y en directo. Lo que pasó era que estábamos jugando a la generala con Wanda y Shirley y la idiota de Wanda, que tenía berretines de tahúr, hacía tales malabares con el cubilete que de pronto se le cayó y los dados volaron por el dormitorio. Yo me arrodillé para recogerlos y cuando levanté la vista le vi la bombacha. Una bombacha rosada. Inolvidablemente rosada. Sabía que Dios era muy perdonador y todo eso, pero yo ya me estaba pasando de revoluciones.
Arranqué para la iglesia con mi hermano gemelo Zacarías.
– ¿Llevás lista vos? – le pregunté.
– ¿Lista de qué?
– De pecados.
– No.
– ¿Y entonces cómo hacés para acordarte de todos? – quise saber.
– No me acuerdo de todos – respondió Zacarías. – Eso es imposible.
– Pero tenés que acordarte de todos. Si no, cuando Cristo entre en tu alma y vea que tenés ahí alguna porquería que te olvidaste de limpiar, entonces va a agarrar y le va a ir con el cuento al Santo Padre y entonces ahí sí que cagaste porque al viejo le va a entrar la viaraza y después capaz que te manda una plaga de langostas o hace que te salgan úlceras y sarpullidos.
– Ay, mirá cómo tiemblo – contestó mi hermano gemelo e hizo como que se tambaleaba por la vereda.
Yo lo miré y me dio una lástima bárbara porque Zacarías se iba a ir derechito a la perdición. Y encima me complicaba a mí porque imaginate el lío que iba a tener yo cuando llegase a la puerta de los cielos y tuviera que explicarle a San Pedro que yo era yo y que no era él.
Por suerte no había mucha gente haciendo cola frente al confesionario. La mayoría de los fieles iba derechito a sus asientos a la espera del comienzo de la misa, lo que indicaba claramente que no tenía nada de lo que arrepentirse. Qué lo parió, pensé. Mirá que hay gente santa en este país. Y yo, en cambio, con mis quince pecados (bueno, dieciocho), agobiándome el alma. Me sentí tan despreciable como Judas Iscariote pero la verdad es que no tanto como Jorge Oyarbide que el domingo anterior se había inventado un penal tirándose al suelo cuando Maidana había salido a taparle el arco. A ver cómo se iba a justificar el bolsilludo ese frente a San Pedro cuando este se lo echase en cara. Ahí lo quería ver.
Cuando me llegó el turno fui y me arrodillé frente a la ventanita de la derecha y observé que Zacarías fue a arrodillarse frente a la de la izquierda. El padre Ochoa abrió la ventanita y yo le dije:
– En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
– El Señor esté en tu corazón – me contestó él.
Desdoblé el papelito donde tenía la lista de mis pecados y leí el primero.
– Le dije a mi hermano que era un estúpido.
– No solamente me dijo estúpido sino que también me dijo sorete – oí a Zacarías decir desde la otra ventanita.
El padre Ochoa desvió la vista en dirección a mi hermano y después volvió a recostar el oído hacia el lado donde estaba yo. Pasé al segundo pecado.
– Le saqué punta al lápiz y dejé la viruta tirada en el suelo.
– Fueron todos los Staedtler de la caja de lápices de color a los que le sacó punta y quedó tal desastre en el suelo que mi vieja tuvo que estar barriendo como dos horas – me corrigió Zacarías.
El padre Ochoa volvió la vista hacia mi hermano y le hizo un gesto pidiéndole silencio. Yo pasé al tercer pecado.
– Mentí cuando mi tía me preguntó si me había gustado la sopa de sémola que me había servido. Le dije que estaba rica pero la verdad es que era un asco.
– No era una sopa de sémola. Era una polenta que le había quedado medio aguada – aclaró mi hermano.
El padre Ochoa lo amonestó.
– Haz silencio, por favor, niño. Espera tu turno.
¿Por qué sería que los curas nunca te trataban de vos?
Entonces confesé mi cuarto pecado.
– Le eché la lengua a mi mamá cuando no me veía, o sea a traición.
– ¿Y por qué le echaste la lengua? – me preguntó el padre.
Esa pregunta me agarró desprevenido.
– Pa, ya no me acuerdo – dije.
– No solamente le echó la lengua – dijo Zacarías. – También le hizo el pito catalán.
Al padre Ochoa se le acabó la paciencia y le dijo a mi hermano que se fuera y que rezara tres padrenuestros de penitencia por interrumpir el sacramento de la reconciliación con Dios.
Ya solo y sin público pude por suerte contar mis once pecados restantes de un tirón. Para mi sorpresa el padre Ochoa me castigó solamente con un padrenuestro. Dos menos que a Zacarías.
En el momento sublime de la eucaristía, con la hostia en la punta de la lengua, arrodillado sobre el tabique de madera del banco y con los ojos cerrados preguntándome cuál sería la reacción de Jesús cuando viera en mi alma los tres pecados que le había ocultado al padre Ochoa, sentí que Benjamín Medina se arrodillaba a mi lado.
– ¿Y? ¿Te salió lechita? – me preguntó.
– Mno – le contesté yo. Era difícil hablar con la boca llena.
– ¿Te la frotaste bien?
– Msí – dije.
– Qué raro que no te haya salido lechita.
– Mramrísimo – contesté.
Bajé la cabeza y sentí cómo el cuerpo de Cristo se me iba deshaciendo en la saliva y me lo iba tragando pedacito por pedacito. Los católicos éramos antropófagos.
Por el rabillo del ojo vi que Benjamín Medina se rascaba el mentón tratando de encontrar una solución al problema lácteo que me aquejaba. De pronto se animó. Vio la luz.
– La próxima vez que te la frotes, pensá en algo...
Lo miré como instándolo a que completara el pensamiento.
– ...en algo...lindo...lurujioso...
– Lurujioso, no. Lujurioso.
– Eso.
Entonces me puse a pensar en la bombacha rosada de Wanda. En ese momento empezó a sonar el órgano de la iglesia y vi los dados de la generala flotando en los altos vitrales. Me sentí lurujioso y lujurioso, las dos cosas al mismo tiempo y la bombacha rosada de Wanda me llevó al jardín del edén. Y entonces dije hágase la leche y se hizo la leche y vi que era buena. Y no me tuve que andar frotando el pito durante horas como un nabo en el cuarto de baño. Era un crack. Estrujé la lista de los pecados que aún tenía en el bolsillo, hice una pelotita y se la cabeceé a Benjamín Medina. Este la cabeceó a su vez y rebotó en la espalda de doña Amparo pero esta no se dio ni cuenta. Oí que la vieja le estaba comentando al tipo que tenía al lado:
– Es un disparate el precio al que están las zanahorias.
La cruz del sur
“O meu deus onde me metín”, pensó Jesús mientras el Almanzora se acercaba lentamente al muelle. Sacó el reloj de plata del bolsillo del chaleco y verificó la hora: las diez de la mañana. Era el domingo trece de noviembre de mil novecientos veintisiete y el puerto de Montevideo dormía la siesta. Apenas dos estibadores oteaban el horizonte protegiéndose la vista del sol. Uno con una mano y el otro con un periódico. “Esta non pode ser a capital dun país”, reflexionó Jesús. Recordaba el ajetreo del puerto de Vigo y la febril actividad de los muelles de Santos, donde el Almanzora había despachado un par de bultos y había vuelto a zarpar rápidamente para evitar que la fiebre amarilla se le subiera a bordo. Pero aquí, en cambio, parecía que la vida se hubiera tomado un descanso. Con mucha calma, los dos estibadores maniobraron los cabos de amarre y luego llegaron otros dos trayendo una escalera de abordaje. Había olor a carne asada en el aire.
En la aduana un funcionario que estaba tomando mate le miró el pasaporte y lo mantuvo un minuto en el aire para que una mujer que estaba sentada a su lado también lo observara y apuntara algo en un enorme cuaderno que tenía sobre una tarima. Jesús había llegado a su destino.
– Nai miña – suspiró.
Subió con su valija por 25 de mayo y se sentó a descansar en la Plaza Matriz. Derramó un par de lágrimas cuando lo asaltó el recuerdo de su casa de la rua Baldaio de A Coruña. Y le dolió el adeus que le había dado al barrio de su infancia y aquel abrazo sin mucho sentido a la Magdalena, vecina a la que apenas conocía. También volvió a sentir la caricia que el lacón con grelos de la taberna de Benigno le había dejado en las narinas antes de emprender el camino a Pontevedra.
Se acercó a un hombre de túnica gris que tenía una cámara fotográfica montada sobre un trípode. Intentó hablar en castellano pero el hombre lo interrumpió.
– Son de Lugo. ¿E vostede?
– De A Coruña – contestó Jesús.
– ¿Recentemente chegado?
– Sí.
Un rato más tarde Jesús se observó a sí mismo en la foto. Su pelo rubio engominado, su sobretodo beige, sus ojos cansados. Sobre el reverso escribió Aquí estou. Comeza unha nova vida. Quéroche, nai y decidió enviarla por correo en cuanto encontrara una oficina postal.
Ese mismo día a esa misma hora en la cocina de los Villanueva, María del Pilar le había echado demasiada sal al estofado. El mayordomo la miraba consternado. Sabía que ella ocultaba una botella de ron detrás de las ollas grandes de barro. Se había hecho un corte en un dedo picando perejil, no paraba de cantar la fastidiosa seguidilla aragonesa … de Magallón viniste por tu destino a parar en la copa de un verde pino... y se reía por cualquier cosa. Iba y venía rengueando, con un enorme cuchillo en la mano y un repasador al hombro. La familia esperaba en el comedor. El almuerzo de los domingos era legendario en la casona de los Villanueva de la calle Ciudadela. Era el único día en que don Matías hacía acto de presencia ya que el resto de la semana lo pasaba en la estancia de Flores. El vasco Juan Campisteguy llegaba para los postres en su auto oficial, acompañado a veces de mister Scott, el embajador británico.
Eran las cinco y media de la tarde cuando Jesús se sentó de nuevo, pero esta vez en una plaza más grande y con palmeras. Había un enorme edificio en construcción en uno de sus lados y en el medio se erigía un caballo de bronce con un jinete que llevaba un poncho y una espada envainada. Después de un rato le pareció que la brisa le traía una copla aragonesa y cuando volvió la vista vio a una mujer que se le acercaba rengueando y que se sentó a su lado.
– Buenas tardes – le dijo la mujer.
Jesús le respondió el saludo y la mujer siguió cantando, aparentemente ajena a las palomas y al niño lustrabotas que la miraba aburrido desde el otro lado del césped.
– ...esta hermosa paloma vino volando a consolar los tristes desconsolados...¿Nuevecito por aquí?
– ¿Cómo sabe? – preguntó Jesús.
– Tiene la misma mirada de susto y admiración de cada pueblerino que se aparecía por primera vez en Zaragoza, mi ciudad.
Primero un gallego y ahora una aragonesa. Jesús se preguntó en qué país estaba.
– ¿Es que aquí no hay uruguayos? – preguntó.
– No. Uruguayos no hay. Aquí lo que hay es orientales – contestó María del Pilar lanzando una carcajada. – Orientales, ja, ja, imagínese, orientales, ja, ja.
Y le ofreció un trago de ron. Jesús dudó al empinar la botella.
– Beba sin miedo – le dijo. – Es jamaicano.
La conversación siguió en aragonés, gallego y castellano y el tiempo fue pasando. La luna salió y Jesús sacó el reloj de plata del bolsillo del chaleco. A la luz de un farol verificó la hora: las diez de la noche. Una mano aragonesa con un dedo vendado le acariciaba el cuello mientras él entonaba una cantiga de su terruño...a vida dos mariñeiros non ten moito que envidiar, tres días botan en terra e vintaoito no mar... Después se quedó en silencio y antes de que se diera cuenta aquella mujer le dio un beso que le supo a sal, a caribe y a bienvenida. Jesús se sintió feliz y arropado. Por encima de una palmera apareció la cruz del sur titilando en toda su grandeza pero él tenía los ojos y los sentidos puestos en otra cosa.
La parada
Estábamos en la parada de Avenida Italia y Nariño cuando me di cuenta de que los astros se habían detenido. Urano estaba petrificado sobre los eucaliptos de la vereda de enfrente y había pequeños soles suspendidos en el aire. Beatriz me dijo que tenía frío y yo la arropé con mi gabardina Burberry. Una semana antes, Robert Taylor había hecho lo mismo con Vivien Leigh en la llovizna de Londres y media platea del Arizona había suspirado.
– Qué quieto que está todo – dije.
Los ojos de Beatriz flotaban en la oscuridad. Me sentí hipnotizado. Me pregunté qué habría pasado con el resto de su cara y de su cuerpo pero comprendí enseguida que la noche de Carrasco se había tragado todos los contornos del mundo. No había faroles en la calle, el suéter de ella era negro y eran negros aquellos cabellos que le caían sobre la frente. Y era negro el terror de que aquel instante mágico se me escapara de las manos y se me perdiera para siempre.
– ¿Querés ser mi novia? – le pregunté.
Ella dijo que no.
Entonces Urano avanzó dos grados en su órbita y los eucaliptus de la vereda de enfrente se movieron con la brisa. Los pequeños soles avanzaron y tocaron bocina. Robert Taylor le reclamó a Vivien Leigh la gabardina y le dijo jodete y espero que te agarres flor de pulmonía. La platea del Arizona gritaba bien loco, así se trata a esa estúpida.
Di un paso hacia Beatriz decidido a darle un beso, aunque fuera uno de despedida, pero llegó el 7E7 y le hice seña de que parara. En el último momento, cuando estaba ya con un pie en el estribo, me devolvió la gabardina. Menos mal, porque en uno de los bolsillos tenía la plata para pagar el boleto.
Al llegar a Santa Mónica miré hacia atrás por la ventanilla y no vi nada. Había perdido el instante mágico. Pero ya no sentía terror. Lo que sentía ahora era una pena espantosa que me empezaba en la garganta y no me paraba hasta la rodilla. Los ojos flotantes de Beatriz continuaban hipnotizándome y me siguieron hipnotizando hasta que me bajé en Mercedes y Sierra.
Cuarenta años más tarde me mandó un mensaje por Facebook. Urano se detuvo otra vez. Me atoré con el pedazo de queso que tenía en la boca y cuando alcé la vista nuevamente vi que no era solo Urano el que estaba quieto en el cielo holandés. Saturno y la tetera de Bertrand Russell también se habían detenido. Los focos delanteros de las bicicletas se habían petrificado en la nieve. Yo tecleé. Le pregunté si quería ser mi novia. Ella me dijo que sí y yo me zambullí en la laptop, nadé por los mapas de Google y me aparecí en la parada de Avenida Italia y Nariño. Allí estaba ella, magnífica como siempre. Con esos ojos que hipnotizaban. Tenía su laptop sobre la falda.
Éramos dos abuelitos ridículos, lo sé. Yo tenía arrugada hasta la nariz y de la melena de Tarzán de otrora solo me quedaba una pelusita. Beatriz me preguntó si todavía tenía la Blueberry. Le conté que la había usado de colchón durante muchos años en Amsterdam cuando dormía en la calle y que después se la había regalado a Hans De Vries, el borracho más ilustre de la ciudad. Le pregunté a mi vez qué había hecho ella durante las cuatro décadas que habían pasado desde aquella noche en la que el mundo se había detenido.
– Esperarte – me contestó.
En el puente de Waterloo, Robert Taylor y Vivien Leigh se abrazaron bajo la lluvia y la platea del Arizona suspiró de alivio. En ese mismo momento la tetera de Bertrand Russell derramó una lluvia de estrellas sobre la parada de Avenida Italia y Nariño. Un 7E7 se detuvo para que bajara un pasajero y el chofer se me quedó mirando.Yo le hice seña de que siguiera. Después me acerqué a Beatriz y le di un beso de aquellos.
La vestal
La orquesta de Donato Racciatti atacó los primeros acordes de Hasta siempre, amor y Olga Del Grossi encaró el micrófono. A tres metros de la tarima Bernardo cruzó la sala y se acercó hasta la vestal romana que estaba sentada al lado de doña Antonella. La doña lo vio venir y su olfato infalible detectó enseguida el hedor a tabaco negro que delataba a los burreros.
– A este solo le faltan los prismáticos colgándole del pescuezo y el programa de las carreras en el bolsillo de atrás del pantalón – murmuró.
La vestal romana, que quería dejar de ser vestal, movió levemente la cabeza en señal de asentimiento cuando Bernardo la invitó a bailar el tango. Doña Antonella elevó los ojos al cielorraso implorando la salvación para su hija pero no pudo impedir que Bernardo la tomara por la cintura y se la llevara a pasear por el salón al ritmo del dos por cuatro.
Después de Hasta siempre, amor vinieron Tu corazón y Andate con la otra. Bernardo y la vestal se florearon en el salón del Layva con sus cortes y sus quebradas y cuando emprendieron una apasionada carrerita, las demás parejas se hicieron a un lado y aplaudieron. A doña Antonella le pareció escuchar el galope de los matungos al doblar el codo cuando los zapatos de Bernardo taconearon en el piso y se preguntó cuánta plata se habría tirado aquel atorrante aquella tarde en Maroñas. ¿Habría ido bien tempranito a ayudar a abrir el portón, como lo hacía Gardel?
Dos milongas después la vestal regresó sudorosa a su asiento con las mejillas encendidas y abanicándose la cara con una mano enguantada. Bernardo se fue al mostrador y se tomó una Doble Uruguaya. Desde allí le mandó miraditas que doña Antonella hubiera querido cortar en el aire con una tijera de podar.
Una nochecita lo vio venir por Feliciano Rodríguez, caminando como si la calle fuera toda de él. Le rogó al Altísimo que al llegar a Rosell y Rius no la reconociese y que pasase de largo. Pero no. No le dio tiempo a la pobre doña Antonella de levantar el termo, el mate y la silla. No pudo desaparecer a tiempo por la puerta de la lechería. Bernardo la saludó y le dijo, haciéndose el gracioso:
– Epa, no se me asuste doña que no es a usted a quien vengo a ver sino a su hija.
A todo esto la vestal había asomado su augusta nariz por entre los abalorios colgantes de la entrada. Bernardo se quitó la gorra e hizo finta de que se iba a persignar. La bella le tendió una mano nívea. Él la tomó ávidamente y se pusieron a conversar al lado de la ventana.
Después vinieron tardes y más tardes de manito y de besitos castos en el parque de Los Aliados, en el murito de la parroquia de San Ignacio y en la confitería del Lion d'Or. Siempre bajo la mirada ígnea e inclemente de doña Antonella.
Pero de a poco la vieja italiana empezó a tomarle cariño a aquel presunto burrero. Ya no le molestaba tanto el hedor a tabaco negro y notó que cuando el muchacho hablaba de deportes se refería siempre al fútbol. Nunca mencionaba a los caballos. Quizás se hubiera equivocado.
– ¿Hay planes de casorio? – le preguntó una tarde a su hija.
– Sí – contestó la vestal.
– ¿Para cuándo?
– Para cuando acierte la tripleta, dijo.
Lluvia
Llovía y llovía.
– Mamá, tía Belinda dice que nos vamos a convertir en sapos.
– Tiene razón – me contestó.
El cabo Barrios se estaba impacientando.
– ¡Una valija por persona! – gritó. – Y a apurarse si no quieren tener que salir de aquí a nado.
Yo no tenía una valija. Lo que tenía era el portafolios de la escuela. Ahí metí lo estrictamente indispensable: el Vauxhall Victor, el Silva Spyder y el Maxwell Roadster que había perdido una ruedita pero yo no lo iba a abandonar así como así porque era el único de los matchboxes que tenía puertas que se podían abrir. A ver, a ver... ah, metí también el cuaderno de clase y el texto único de cuarto año. Después le pregunté a mi madre:
– ¿Llevo también La Hormiguita Viajera?
– No – dijo.
Menos mal. Me salió un suspiro de alivio que debe haberse escuchado hasta en Baygorria.
Mi mamá estaba en la cocina abriendo y cerrando cajones. Tía Belinda andaba por el corredor secándose las lágrimas con un pañuelito.
Yo me quedé parado en el comedor mirando la vitrola. Me le acerqué, le acaricié la manivela y abrí el compartimiento donde estaban los discos. Les dije adiós a Caruso, a Gardel y a Al Jolson.
Me entró una duda.
– Mamá, ¿nos llevamos los goles de Maracaná?
– No.
Otro suspiro de alivio. No sé para qué teníamos ese disco. No se escuchaba nada. Era puro ruido. Con un poco de imaginación podía ser que escucharas gooool, pero eso era todo porque había un tipo que se había puesto a freír un huevo mientras Solé relataba el partido.
En la vereda nos encontramos con los Collazo, los Fraga y los Amarillo. Iban todos con paraguas. No sabía que había tantos paraguas en Paso de los Toros. Mi mamá me había encajado un cucurucho de papel de diario en la cabeza y ella iba con aquel pañuelo de seda puro colorinche que se ponía durante el verano cuando íbamos a chapotear al Salsipuedes. Tía Belinda se cubría con una sombrillita rosada de esas que usaban las mamas viejas en carnaval.
En las esquinas había camiones del ejército y los soldados entraban y salían de las casas, llevando chiquilines en brazos y empujando viejecitos en sillas de ruedas.
Me acerqué a Isabel Collazo que era tan linda pero tan linda que a mí me daban ganas de llorar. Seguro que era por la fama de su belleza por lo que nos llamaban isabelinos. No encontraba otra explicación. Tenía tres años más que yo y era muy alta. Por eso cuando le hablaba, no tenía más remedio que dirigirme a su clavícula. Esa clavícula me volvía loco. Si el resto del Uruguay se hubiera fijado mejor en su clavícula, entonces capaz que nos hubieran llamado claviculinos.
– ¿Adónde vamos, Isabel? – le pregunté.
– Nos evacúan a Trinidad y después seguimos a Montevideo.
Pa, pensé. Venía brava la mano.
Éramos como quinientas personas apretujadas en aquel galpón con techo de zinc. El ruido de la lluvia, que en otras circunstancias me hubiera encantado, se había convertido en un martirio. Me asomé a la puerta. Miré hacia arriba. Solo vi gris. Miré hacia abajo. Barro. Miré hacia el costado. Isabel. Se frotaba los brazos y se los volvía a frotar. Se los frotaba tanto que tuve miedo de que se le prendieran fuego. Unos goterones del techito de la puerta le cayeron sobre la clavícula, rebotaron y me salpicaron la cara. Yo estaba en la gloria.
– ¿Te parece que alguna vez podremos volver a casa? – le pregunté.
– Cuando escampe – contestó.
Cuando escampó, mi madre, mi tía y yo nos asomamos a la calle Sarandí y nos alegramos de ver que la puerta verde de nuestra casa seguía ahí. Gallofero, el perro de Abellán, nos reconoció y nos vino a saludar con tanta alegría que tumbó a tía Belinda. Cuando la vi revolcada en el barro no me pude contener y me tiré a su lado a las risas, mientras mi madre procuraba insertar la llave en la cerradura.
– Tenías razón, tía. Nos convertimos en sapos – le dije.
– Croac, croac – me contestó ella.
Pelotitas de moco
Avanza Abbadie por la punta derecha y Cococho sale a marcarlo decía la radio. Yo la había bautizado CX9 La Bartola y transmitía las veinticuatro horas del día. Pedrito Bermúdez, o sea quien les habla, era el relator. Con la boca prendida a un micrófono invisible le contaba al mundo las peripecias futbolísticas de los dedos de mi mano izquierda. Corrían el medio y el índice por la colcha y llegaban hasta el reborde de la sábana. Allí el medio se mandaba flor de volea. Abbadie la volea de izquierda, señoras y señores y la pelota va a entraaaar..... Pero de pronto esa misma mano izquierda estiraba su pulgar dramáticamente y volaba sobre la frazada con gracia exquisita. Gran atajada de Roberto Sosa, señoras y señores. El score se mantiene cero a cero.
Otras veces mi mano era un pingo de Maroñas. O mejor dicho era varios pingos de Maroñas. Corría apasionantes carreras contra sí misma mientras Pedrito Bermúdez, ahora convertido en Fortunato, relataba que Anadino viene en punta por los palos... a medio cuerpo lo sigue Mimado y en tercer puesto se ubica Sestao...uy, uy, uy, señoras y señores, qué desastre, Sestao rueda y Perdomo vuela por los aires y mi mano izquierda pegaba terroríficas volteretas sobre la colcha y terminaba cayéndose por un costado de la cama. Pero no se alarmen, señoras y señores, porque parece ser que nuestro querido Ever se está reincorporando sobre la pista aunque se está moviendo con bastante dificultad... Y la mano caminaba medio cangüeca utilizando su dedo índice y el medio. Apoyaba sus uñitas muy cuidadosamente entre los flecos de la frazada y la radio proclamaba que está todo bien, señoras y señores, no hay que lamentar desgracias y en las tribunas del hipódromo se escuchaba un gran suspiro de alivio.
Lo más lindo era cuando había boxeo. La Bartola tenía un puesto inmejorable junto al ring para que Pedrito Bermúdez no se perdiera ninguna incidencia. En el rincón de la izquierda, señoras y señores, Dogomaaar Martíneeez...y mi mano izquierda hacía unas reverencias medio ridículas, debo reconocerlo y en el otro rincón Kid Gavilááán...y mi mano izquierda se aparecía por el otro lado de la cama o sea por el lado de la ventana dando unos saltitos que parecían de rana. Los combates eran a muerte...Dogomar lanza un gancho de derecha, Kid Gavilán está grogui señoras y señores y cae a la lona... y mi mano daba vueltas sobre sí misma y caí desplomada sobre el dorso... hay nocaut, señoras y señores, hay nocaut y los asistentes se llevan a Kid Gavilán desmayado a los vestuarios...y entonces mi mano se arrastraba trabajosamente y desaparecía por debajo de las cobijas.
Una tarde apagué la radio para escuchar lo que el médico le estaba diciendo a mi madre en la habitación de al lado. Con mis oídos de Superman pude seguir la conversación. Mi vieja estaba preocupadísima porque yo hacía dos meses que estaba inmóvil en cama. Enyesado de cuerpo entero a excepción del brazo izquierdo. Y porque tenía todavía para un año más.
– Imagínese, doctor, lo terrible que es eso para un niño de apenas ocho años.
El médico se puso de acuerdo con ella en que tendrían que procurarme algún tipo de entretenimiento.
Unos días más tarde me trajeron un televisor Black Diamond. Ya no estaba solo en la habitación. Primero llegaba Ivonne a mirar Chez Elles y después venía Alba a aprender las recetas de Gori Salaverry de Reilly. Cuando empezaba Patrulla de Caminos se formaba una multitud. Venían Jorge, Cristina, Chiquita y el Pepe Cardona. Se me sentaban en la cama, en el suelo y donde se pudiera. Pero lo peor era cuando daban El Llanero Solitario. Ahí mi vieja tenía que abrir la ventana porque los vecinos tampoco se la querían perder.
A mi mano izquierda eso no le gustaba nada. Se aburría. No tenía nada que hacer. Colgaba como una boba a un lado de la colcha y solo se ponía en movimiento para subir hasta la nariz, hurgarla y sacarle pelotitas de moco. Después las disparaba de un tinguiñazo contra la pared. Pasaban raudas por encima de las cabezas de los televidentes pero estos no se daban ni cuenta. Hasta que una noche de Estrenos Estelares, aquel famoso programa patrocinado por Telas Glen, me salió mal el tinguiñazo y la pelotita de moco fue a dar contra la pantalla del televisor. En vez de rebotar, quedó pegada justo en el medio de la sonrisa de Doris Day.
– ¿Qué es esa mancha verde? – preguntó Alba.
– Debe de ser sarro – contestó Chiquita.
A Rock Hudson no le importó. Igual agarró a la rubia por los hombros y le encajó flor de beso.
Tocadisquitis
Paf, caía el de abajo. El brazo se elevaba, parecía que titubeaba, temblequeaba un poquito, pegaba un tirón a la izquierda y permanecía en el aire unos segundos. Luego bajaba dulcemente hasta el borde del disco. Entonces escuchabas un shhh shhh y Brenda Lee empezaba a bailar con la escoba. Los cuatro discos restantes esperaban su turno. Iban cayendo uno por uno y el brazo iba y venía. Antonio Prieto te preguntaba si te acordabas de Granada al pie del Albaicín y Eydie Gormé te decía que ella no pretendía ser tu dueña, que ella no era nada, que no tenía vanidad. Después venía Nat King Cole siguiendo a Adelita por tierra y por mar. Al fin llegaba el momento sublime del último disco. Cuando empezaba aquel tarantantán me agarraba fuerte de la silla. Si no, la emoción me tiraba al piso. Era la voz de Julio Sosa, sí señor, cómo no. Surgía mágicamente de la telita vibradora del parlante y volaba compadrita por aquel comedor con olor a cebolla. Se ponía a milonguear con el nitrógeno, el oxígeno, el polvito que me salía del pulóver y las volutas de flit. El vozarrón del cantor de Las Piedras te preguntaba que quién había sido el raro bicho que te había dicho, che pebete, que se había acabado el tiempo del firulete. Y vos le contestabas a todo pulmón que por más que roncaran los merengues y las congas siempre sería buen tiempo pa' la milonga. Después sobrevenía el inevitable fin con aquello de que era el compás criollo y se acabó y efectivamente se acababa. Así que yo paradito en la silla volvía a depositar los cinco discos y repetía la operación. Una y otra vez la repetía. Era feliz.
– Un caso clarísimo de tocadisquitis crónica – diagnosticó Quique. – Hay que encontrar una cura.
Mi tío estaba preocupado. Así que me tomó en sus brazos, se aseguró de que no tenía los pañales cagados, me sacó a la vereda y me puso una pelota delante.
– Pateá – me ordenó.
Yo pateé pero le erré a propósito. Ya había visto por ahí a cantidad de botijas como yo pateando pelotas. Y los mayores aplaudiendo. Viva, viva. Daba vergüenza ajena.
Se puso a mi lado, me agarró de una mano y me dijo otra vez:
– Pateá.
Puse el pie arriba de la pelota.
– Pateá.
Pasó un heladero.
– Quero lado futilla – dije.
– Pero primero tenés que patear.
– Bueno.
Pateé. Pero le pateé el tobillo. Qué le iba a hacer. No era un niño normal. Sufría de tocadisquitis.
Zanguayo
Dudé si empezar por el lado de Payán o por el lado de Manuel Haedo y al final me decidí por Payán. Le di la primera patada a la pelota, se fue por el empedrado pegando saltitos y rebotó contra el muro del jardín de las Condiotti. Emprendí una carrerita, la agarré de volea y la mandé justito hasta la otra esquina donde estaba la casa de la viuda de Ramos, que era una de Bello y Reboratti. La pelota quedó picando en la vereda y yo la alcancé un minuto después bajando por Llambí a toda velocidad. Me creía Ghiggia escapándose de Rodolfo Pini por la raya de la Olímpica. La viuda se asomó y me miró desde lo alto de la escalera. Sabiéndome observado la bajé con el pecho, la dejé caer sobre mi rodilla, la mantuve un instante en esa posición, la volví a elevar con un sutil movimiento de la rótula, le pegué un frentazo y salí disparado hacia el lado de Muñoz. Me imaginé a la viuda aplaudiendo mi destreza. Pero era pura imaginación mía nomás porque en vez de aplausos escuché un portazo.
Crucé Muñoz y me acerqué al muro de la escuela Noruega. Allí estaba Estela, ah mi Estela, mi Dulcinea, mi Rocinanta, mi Luisa Lane, mi todo. Lo de Rocinanta no le gustaba mucho. Le parecía que la trataba de yegua. Pero bueno, ella también me decía mi potrillo, ¿no? Se había acercado al enorme ombú y desde allá me mandaba besos que yo correspondía pegándole cabezazos cortitos a la pelota. Nuestro amor era un amor de compartir chocolatines y de leer, de mucho leer. Nos tirábamos en el césped del jardín de su casa con una revista del Pato Donald o con una edición del Quijote o con una Billiken. O con lo que fuera, con tal de que tuviera un texto que nos interesara. Nos reíamos como locos cuando nos topábamos con alguna palabra que no conocíamos.
Después de esas sesiones de amor, césped y lectura me volvía a mi casa con vocabulario enriquecido y le decía a mi hermano:
– Che, Ignacio, a veces el coccinélido en la cicera no se puede alufrar.
Le tiré un beso con la pelota debajo del brazo y seguí mi camino. Fui dribleando los árboles de la vereda y al llegar a 26 de Marzo dudé si cruzar. Esa era la frontera de mi país. Al otro lado de la calle empezaba otro. Empezaba un país donde no se escuchaba el cotorreo de la vieja Flavia ni la música de Radio Imparcial, sino el suave susurrar de la brisa entre los plátanos. Un país de señoritas de lentes de sol llevando perritos lanudos de la correa, niños vestidos con remeras azules impecables y veteranos que no iban rascándose la entrepierna como el viejo Tolo o el turco Resnik sino que caminaban derechitos como lores británicos, con corbatas exquisitamente anudadas. Pero me dije a mí mismo Gonzalito, no te achiques. Y crucé. De pique nomás pateé la pelota en dirección a Berro y me fui corriendo detrás de ella por la mitad de la calle, como dejando claro que ahí mandaba yo. Antes de llegar al cruce, un taxista se bajó, la agarró y se me quedó esperando. Cuando quedé frente a él me preguntó si estaba estudiando para suicida y agregó que si quería pelotear que lo hiciera en otro lado pero no en la calle. Que no fuera gil. Yo le contesté:
– No soy un bambarria y el burujo es la toponimia de mi reconcomio.
El taxista hizo un amague como que me iba a patear pero al final lo que pateó fue la pelota. El esférico se elevó por los aires y me fui corriendo detrás de él. Me horroricé cuando me di cuenta de que iba a caer sobre dos abuelitas que caminaban hacia la rambla. Para evitar el viejicidio me mandé una palomita que ni Aníbal Paz. Cacé la pelota en el aire y caí frente a ellas de manera poco elegante. Las abuelitas se pegaron flor de susto. Yo me levanté, me sacudí el polvo y me disculpé.
Llegué a la playa, me senté en la arena y me puse a observar el horizonte. Cuando cayó el sol pegué la vuelta y al cruzar 26 de Marzo reingresé a mi país. Volví a casa con la pelota bajo el brazo, como un zanguayo. Pero como un zanguayo a medio mogate, eso sí, que quede claro.
Cejas de ruso
Iveco tenía la sede en Turín pero el capo máximo de la empresa, il signore Giordano, había decidido que el ágape se realizaría en el Castello di Lomatola, un hotel de lujo a tres kilómetros del centro de Caserta. Yo había intentado hacer negocios directamente con él pero Giordano siempre me derivaba a gerentes de escalafón inferior y al final me tuve que conformar con firmar un contrato de compraventa de quince trolebuses para Cooptrol al precio que figuraba en la lista. Pero lo que yo quería era una rebaja y esta solo la podía negociar directamente con Giordano. Tal vez en el Castello se me daría la oportunidad de abordarlo.
Durante el viaje de Turín a Caserta, Gómez me importunó constantemente con que teníamos que conseguir no solo una rebaja sino también mejores condiciones de pago. Cooptrol no era una empresa de Wall Street. No le sobraba la guita. Pero tampoco podía seguir funcionando con trolebuses de la Edad Media. O renovaba el parque de vehículos o se fundía. El año anterior habíamos estado en Moscú pero no habíamos tenido suerte y eso que nos avalaba el Banco República. Las cosas en la Unión Soviética venían bien, las tratativas estaban bastante adelantadas y yo andaba con un envión que para qué les voy a contar con tanto vodka a cada rato en las reuniones de ejecutivos. El día que se redondeó el acuerdo, el tovarich Nekrásov me dijo que había que celebrarlo y me sirvió una krasnaya. Yo, de puro embalado que venía, me la mandé de un saque. Después no sé lo que pasó. Me parece que me puse a bailar el yáblochko arriba del escritorio, pero no me acuerdo bien. De lo que sí me acuerdo es de que Gómez entró a la oficina con cara de preocupado y se me acercó. Me dijo que había llegado un télex de Montevideo en el que se decía que Sanguinetti no iba a venir a Moscú. Que iba a tener que ser yo mismo el que firmara la compra de los trolebuses. Le informé de eso a Nekrásov y Nekrásov descolgó un teléfono y se puso a hablar con alguien. Cuando colgó, me miró y empezó a ladear la cabeza de un lado para el otro. Yo pensaba que a él también le estaba haciendo efecto la krasnaya, pero no. Lo que sucedía es que me estaba diciendo que no. Me estaba diciendo que niet, niet, niet.
– Gromyko dice que si no Sanguinetti, entonces no venta trolebuses – me dijo el tovarich. Hablaba bien el castellano. Pero con cierta economía de palabras.
Me volví hacia Gómez y le dije:
– No Sanguinetti, no trolebuses.
– Deben de ser las cejas – contestó Gómez.
– ¿Eh?
– Y sí. ¿No viste que Sanguinetti tiene cejas de ruso? Debe de ser por eso que Gromyko lo quiere a él y solo a él.
Gómez sabía pila de política internacional. Con él aprendías mucho.
En Roma hubo que cambiar de tren. Teníamos una espera de dos horas y Gómez aprovechó para salir a buscar un teléfono en la Piazza del Cinquecento. Los de la estación estaban todos estropeados. Mi colega quería llamar a Cooptrol para ponerlos al tanto de lo que estábamos haciendo. Yo me quedé en el andén y encendí un cigarrillo. Una mujer de lentes negros e impermeable, se detuvo y se me quedó mirando. La observé a través del humo. De pronto llegó un hombre. La agarró de las solapas, la sacudió y le dio un bofetón. Ahí se me subió el uruguayo a la cabeza. Di un paso adelante y le pegué una piña. El hombre cayó de espaldas con tremendo aspaviento. No era para tanto. Yo no era Cassius Clay. Mis piñas eran más bulla que otra cosa. Pero el tipo, para mi sorpresa, quedó desmayado en el suelo y solo cuando alguien gritó desde no sé dónde: – ¡Cut! – , el desmayado se levantó como si nada, se acercó nuevamente a la mujer y le preguntó encolerizado que quién mierda era yo. Ella se alzó de hombros y entonces el loco se me acercó y me gritó a la cara que lo que yo había hecho no estaba en el guión. Yo le aguanté la mirada, le pegué otra pitada al cigarrillo, fruncí el ceño y me quedé pensando que evidentemente todos los italianos estaban locos. Un muchacho corrió hacia mí y me pidió que lo hiciera de nuevo. – ¿Hacer qué? –, le pregunté. Y entonces la voz que había gritado ¡Cut!, gritó ahora: – I like it, I like it! One more time, please! – . Volví la vista. La voz provenía de un tipo con megáfono que estaba parado al principio del andén. Tuve que repetir la escena de la piña otras tres veces y al final la mujer se me acercó, se sacó los lentes, me sonrió y me dio un beso. Justo en ese momento, un fotógrafo, que era parte del equipo que los acompañaba, nos sacó una instantánea con una Polaroid y me la dio. A todo esto, el tipo del megáfono vino también hacia mí muy sonriente y muy contento y me felicitó por la escena. Dijo que no la había planeado de esa manera, pero que no importaba porque de todos modos había quedado fantástica. Entonces me palmeó el hombro y me dio un billete de cien dólares.
Después de un rato volvió Gómez y me vio parado en el andén con una foto en una mano y un billete de cien dólares en la otra.
– ¿Qué estuviste haciendo? – me preguntó.
– Cine – le contesté.
Me parecía ridículo vestirme de smoking para el ágape del Castello pero bueno, había que hacerlo por Cooptrol. Gómez también se sacrificó y ahí estábamos los dos, vestidos de pingüinos, mirándonos en el espejo del Gran Salón donde ya se estaban sentando a la mesa los compradores de Iveco de cinco continentes. El gran signore Giordano era el único que lucía un smoking que se veía que no era alquilado. Comparados con él, el resto éramos una manga de payasos. No teníamos esa presencia, esa prestancia. Quise ubicarme en la mesa cerca suyo, pero cada comensal tenía su sitio asignado de antemano con un letrerito. No me quedaba más remedio que abordarlo en aquel preciso momento. Durante los aperitivos. Porque sabía por experiencia que después de empezada la cena ya no se podría hablar de negocios.
Caminé hacia él con toda la confianza que me fue posible y le estreché la mano. Me dio la suya un poco como con desgano. Opté por hablarle en italiano-uruguayo-inglés, sonriente y distendido, como si fuéramos amigos de toda la vida.
– Today, signore Giordano, we abbiamo comprato quince trolebuses. Quince.
Abrí y cerré el puño tres veces.
– Lei è amico dall' Uruguay, vero? – continué. – We like a discount, ¿eh?, ja, ja. Please, signore Giordano. Say, quince, quindici, fifteen per cento?
– Difficile, difficile – me respondió Giordano, amable pero lejano. Enseguida se volvió hacia una mujer rubia que requirió su atención y entrechocó su vaso de vino con el de ella. Me estaba dando salida. Entonces, no sé por qué, tal vez por hacer algo con las manos de puro nervioso que estaba, extraje del bolsillo del saco la instantánea que me habían sacado esa tarde en Roma con la actriz de cine. Me la quedé mirando. Giordano también la miró y de pronto se le iluminó la cara, me agarró de un hombro y me preguntó sorprendido:
– You and Claudia Cardinale? Ma come mai?
Yo no entendía nada. ¿Claudia Cardinale? ¿Pero qué Claudia Cardinale? ¿De qué estaba hablando el coso ese? No comprendía, pero de lo que sí me daba cuenta era de que por algún milagro inesperado tenía de pronto toda la atención de Giordano. Ahora era yo el que tenía el control de la situación. Tenía que improvisar algo. Y rápido.
– Sí, eh, ...Claudia... is a great fan of Uruguay and Cooptrol...eh...she likes number quattro...Aduana to Punta Rieles...
Le pinté un cuadro de Claudia Cardinale haciendo una campaña publicitaria de los trolebuses Iveco de Cooptrol que eran los mejores del mundo, el pelo al viento, sacando la cabeza por la ventanilla en el cruce de Ocho de Octubre y Comercio y todo el mundo saludándola desde la vereda, niños, jóvenes y ancianos, ciao Claudia, ciao Claudia, ciao...
Giordano estaba encantado.
Me palmeó la espalda y me dijo:
– ¿Quindici per cento discount? Mmm...¿perché no?... forse, forse...quizás, quizás...
Un año después, en una tarde calurosa y melancólica del verano del noventa y dos, el escribano Martínez Moya firmó el acta de disolución y Cooptrol pasó a mejor vida. Gómez lloraba y yo me hacía el fuerte pero me angustiaba al pensar que ya no iban a circular trolebuses por Montevideo. El gobierno de Lacalle había cancelado la compra que le habíamos hecho a Iveco y los vehículos que aún quedaban se iban a rematar. Gómez y yo nos abrazamos con los compañeros en la sede social y después salimos a Rivera. Allí, frente al cementerio, paramos un sesenta que iba a la Aduana y nos subimos lenta y ceremoniosamente. Era el último viaje de un vehículo nuestro. Nos bajamos en Dieciocho y Yaguarón. Antes de que el trolebús volviera a arrancar, Gómez le palmeó el chasis como despidiendo a un viejo amigo y yo le hice adiós con la mano. Nos miramos entristecidos y nos metimos en el Trocadero como si fuéramos zombis, así nomás, porque sí, sin ni siquiera fijarnos en lo que daban. Nos sentamos en la oscuridad, silenciosos, sumidos en nuestro desconcierto. Recuerdo que la única vez que levanté la vista hacia la pantalla vi a un tipo que agarraba a una mujer de las solapas de su impermeable, la sacudía y le daba un bofetón y después venía otro tipo y le pegaba a este una piña y lo dejaba frito sobre el andén de una estación de trenes. Otra película imbécil. Como tantas.
Diagonal Fabini
Estaba loco por Ágatha y un día no me aguanté más. Bajé por Uruguay, agarré la Diagonal Fabini y la esperé a la salida del Banco. Como Ágatha trabajaba en el comité de política monetaria, en una oficina que daba a Cerrito, me era imposible verla desde el lugar en el que yo estaba. Pero cerré los ojos y me la imaginé enrollándose el rulito de la sien derecha, tratando de convencer a los miembros del directorio que la tan mentada estabilidad de precios que aquella institución pregonaba, no se podía lograr a expensas de la contención de salarios que eran ya prácticamente de hambre. Era economista y había estudiado en Harvard. Llegó a conocer a Paul Samuelson durante una conferencia que este había dado en Wall Street. Cuando empezó la ronda de preguntas, Ágatha cazó el micrófono con las dos manos y no hubo cristo que se lo sacara. La economía no es la palabra de Dios, le gritó la valiente uruguaya. La economía la hacen los hombres. Y debe estar al servicio de ellos. No a la inversa. Después de quince minutos de diatriba, dos voluminosos agentes de seguridad le quitaron el micrófono a la fuerza.
Abrí los ojos nuevamente y la vi salir. Pegué una carrerita y la alcancé justo debajo de la bandera.
– Ahora no tengo tiempo – me espetó mientras bajaba a toda prisa la escalera que daba a Florida. Iba con su paso de ejecutiva elegante y un fajo de legajos apretados contra el pecho. Yo traté de mantenerme a la par y de repente tuve que frenar en seco porque se detuvo, me enfrentó y me dijo:
– Benigno, soy lesbiana, ¿ta? Así que ahorrate tiempo y esfuerzo. Perdoname si te dí a entender otra cosa. Dame treinta y cinco pesos.
– ¿Eh?
– Tengo que pagar el estacionamiento. Me quedé sin cambio.
Al día siguiente me planté otra vez frente al Banco a esperarla. Seguía loco por Ágatha. Bordeé el edificio y elevé la mirada hacia las ventanas que daban a Cerrito. Allí, apoyada contra el vidrio de una de las del segundo piso, identifiqué su espalda preciosa. Una mano jugaba con un rulo de la sien derecha. La otra mano subía y bajaba. De pronto empezó a ir y venir a lo largo de la ventana. Escuché un eructo a mis espaldas. Me volví y vi a un borracho sentado en la escalinata del teatro Odeón. Al igual que yo, seguía sus movimientos con la cabeza. Así estuvimos un rato los dos. Como si estuviéramos mirando un partido de tenis. Después volví a la Diagonal Fabini y me ubiqué debajo de la bandera.
A las seis en punto salió y pasó por mi lado ignorándome totalmente. Me sentí de aire. Cuando creí que me moría ahí mismo de pena, vi que se detuvo. Volvió sobre sus pasos. Me miró. Luego volvió a alejarse y volvió a detenerse. Se llevó una mano a la sien derecha y empezó a hacer un rulito con el pelo. Se dio vuelta y se me acercó por segunda vez. Despacito. Cautelosamente.
– ¿Benigno?
– Benigna – le contesté.
Se llevó la mano izquierda a la boca. La derecha seguía ocupada con el rulo.
– Te volviste loco – me dijo.
– Loca – la corregí.
Pegó media vuelta y empezó a bajar la escalera hacia la calle Florida. Intenté seguirla pero los tacos altos me jugaron una mala pasada y trastabillé. Para peor, se me desacomodó la peluca.
– ¡Me debés treinta y cinco pesos! – alcancé a gritarle.
El Balear
El invierno del ochenta y cinco me sorprendió en Madrid a la espera de un concierto que Olga Manzano y Manuel Picón iban a dar en el teatro Alcalá Palace y que iba a ser grabado por TV2. Yo iba a figurar como invitado. Daniel Petruchelli, por suerte, me había dado cobijo en su piso de la Plaza de Cascorro. Con las últimas pesetas que me quedaban me iba por las mañanas a los ensayos en Pozuelo y por las noches al café El Balear en Lavapiés.
Los ensayos de Pozuelo comenzaban muy temprano en el subsuelo de la casa de los Picón con una orquesta en la que tocaban los maestros Ricardo Lacuán, Nelson Cedrés y Coco Domínguez. A media mañana Olga se aparecía con una bandeja de refuerzos de jamón y queso y recién ahí se me despertaban las ganas de cantar. Con esas proteínas y un caldo de gallina a media tarde iba aguantando la parada. Porque tenías que tener calorías suficientes para enfrentar la helada que bajaba de la sierra del Guadarrama. Si no, estabas sonado.
Las noches, como dije, las pasaba en el Balear. Primero porque por las noches no podía pegar el ojo y tenía la necesidad de salir a la calle. Y segundo porque aquel café me encantaba. No tenía música ambiental. Pero escuchabas, en cambio, la otra música, la de verdad. La de las voces acumuladas flotando en el aire como un pizzicato de Sarasate. La de las cucharitas chocando contra las tazas y la de los terrones de azúcar cayendo plop plop en el café. La de los mozos gritando una de churros y dos de porras por encima del bisbiseo general. La de las hojas de los periódicos que se doblaban y se desdoblaban sobre las mesas. La de los gluglús de las cervezas y el shiis de las espumas subiendo hasta el borde del vaso. Una música que no necesitaba parlantes de alta fidelidad ni control de graves y agudos. Al arrullo de esa melodía me sumergía en las novelas de Pushkin y me iba en trineo por las estepas rusas con Piotr y con María, de guerra en guerra. Me moría de frío con ellos en los calabozos de Pugachov y después bailábamos un vals vienés en la corte de Catalina la Grande. Y así entre besos, bayonetas y cosacos prolongaba mi carajillo todo lo que podía.
De vez en cuando en un rincón montaban una especie de podio al que se subían artistas empuñando una guitarra, una mandolina o un arpa. Una noche, después de la actuación de un dúo de irlandeses, se me ocurrió ofrecer mis servicios. Yo era músico de la calle, pero qué mierda. Me estaba aburriendo en Madrid. Y todavía tenía que esperar una semana para cantar en el concierto de Olga y Manuel.
Me acerqué a la barra y dije que cantaba. Dora, que era la dueña, me miró y me dijo:
– Todo el mundo canta.
Le festejé el chiste y pensé ta, lo dejo ahí, no insisto. Me iba a dar la vuelta y volverme al piso de la Plaza de Cascorro cuando agregó:
– Mira tío. Tráeme una cinta. La escucho y te digo lo que pienso, ¿vale?
– Vale.
La noche siguiente pedí mi carajillo en la barra y le di a Dora la cinta que me había pedido. A eso de las tres de la mañana, cuando me iba, me la devolvió y me dijo:
– Esta cinta no me sirve, hijo. En ella tocas tú con otros músicos. Se escucha una flauta y a veces un acordeón. Si tú quieres cantar aquí en este bar tengo que saber cómo suenas tú solito, ¿me entiendes?
Comprendí que era una manera elegante de decirme que no.
– Por supuesto. Como tú digas – contesté.
Y tal vez porque le di lástima agregó:
– Mira, chaval. Dime dónde es tu próxima actuación y entonces yo voy y te veo y decido, ¿qué te parece?
Se estaba pasando de amabilidad, pensé. Con decirme que no, ya alcanzaba. Pero bueno. Me había preguntado dónde iba a tener mi próxima actuación.
– En el teatro Alcalá Palace – le contesté.
Le pareció graciosísimo.
– Pero no te va a servir que vengas a verme porque no actúo solo – agregué. – Me acompaña una orquesta de ocho músicos. Y la actuación la va a grabar la televisión.
Me observó detenidamente tratando de dilucidar si yo estaba mal de la cabeza o le estaba tomando el pelo. Luego se dio un golpe en la frente con la palma de la mano como si recién acabara de darse cuenta de algo y exclamó:
– Ah, discúlpame. No te había reconocido, tonta de mí. Pero si eres Julio Iglesias, claro.
– Claro – me reí.
Pagué mi carajillo y me fui.
El evangelio según Bonilla
Como no tenía guita para comprar el libro de Evangelio Bonilla iba a leerlo a la Biblioteca Nacional. Al subir la escalinata me parecía entrar en un templo de los tiempos de Nabucodonosor.
Eso tenía Montevideo. Que era una ciudad con edificios concebidos para impresionarte. Vos venías bajando por Cerrito y al cruzar Zabala te topabas con la mole del Banco República. Entonces te palpabas los veinte pesos locos que llevabas en el bolsillo y te sentías, por comparación, el más menesteroso de los orientales. Lo mismo te sucedía con los cuernos monumentales que Frenedo Siri le había erigido a Batlle Berres. Te hacían mirar hacia arriba aunque te encegueciera el sol y te imaginabas al líder de la lista quince sentado a la diestra del Todopoderoso. Y ni que hablar del Estadio, que parecía que te aventurabas en el coliseo romano. O el Clínicas, aquel mastodonte de vidrio y de cemento.
Pero cuando llegaba al punto más alto de la escalinata de la Biblioteca Nacional ya se me había ido el susto y me venían cosquillas de alegría porque iba a leer el libro de Bonilla. Desde allá arriba echaba una última mirada al Sportman al otro lado de la calle y le hacía adiós con la mano a Flavia, que se iba a laburar a Casa Waldorf. A la una de la tarde le daban un rato libre y entonces nos tomábamos un café durante el cual discutíamos qué nombre les íbamos a poner a los hijos que íbamos a tener cuando nos casáramos. Yo, fiel a mi obsesión, optaba por Aquiles, Eneas o Artemisa, pero ella, hija de genoveses, insistía con Pascualina o Pascualino. Nunca nos casamos. Pero supe que tuvo un hijo años después al que le puso Cristóforo.
Yo entraba en el templo y me iba al pasillo donde estaban los archivos. Allí abría el cajoncito correspondiente a la B y buscaba la tarjeta de Bonilla, Evangelio, Historia de Grecia. Había miles de tarjetas. Las revisaba una por una con los dedos índice y medio. Como las tarjetas eran de un cartón muy gastado, a veces se pegoteaban entre ellas. Pero al final siempre encontraba la que buscaba y con ella me acercaba al mostrador donde un tipo vestido con una túnica beige me hacía llenar un formulario. El formulario subía al noveno cielo en un ascensor de metal que hacía el mismo ruido del tren de carga que pasaba los miércoles por el Paso Molino. Allí lo recibía Apolo, disimulando muy mal su condición divina con un disfraz de empleado municipal de bajo escalafón. La deidad, que se hacía el viejo reumático y medio cegato, daba con el libro en cuestión, lo depositaba en el ascensor y lo mandaba a la planta baja donde habitábamos los mortales. Entonces el tipo de la túnica beige lo depositaba en mis manos y me pedía a cambio, a modo de ofrenda, mi cédula de identidad.
En cinco o seis tardes el evangelio según Bonilla me cambió la vida. En él se contaba la buena nueva de que había habido un tiempo en Grecia en el que los hombres se entendían. Un tiempo en el que había habido un loco al que le habían ordenado suicidarse con cicuta y que dijo ta, pero primero tengo que pagarle al vecino un gallo que le debo. Donde otro loco andaba por la calle con una lámpara encendida buscando un hombre honesto mientras que en una pista de atletismo un fondista corría detrás de una tortuga pero no la alcanzaba nunca. Donde las mujeres se proclamaban amor mutuo a puro verso y a pura teta y los hombres se sentaban a filosofar y a darse besitos a la sombra de los olivos. Donde había un galeno que juraba no abandonar nunca a sus enfermos y un barbudo taciturno que decía que la materia se componía de átomos. Un mundo de locos, de bacanales muy conversadas, de teatro, de música y de deportes, donde la cosa pública se decidía entre todos. Estos anormales, pensé, habían vivido hacía veinticinco siglos y ya se las sabían casi todas. Entonces ¿qué había pasado con la humanidad desde aquel entonces? ¿Qué había sucedido con el homo sapiens?
Después de una hora o dos salía de la Biblioteca Nacional con los ojos cargados de historia. Desde la cumbre de la escalinata observaba el tránsito de Dieciocho de Julio y me sentía Aristóteles parado en el Acrópolis. La verdad es que poco me faltaba para elevar los brazos al cielo de Tristán Narvaja y proclamar:
– ¡El ignorante afirma, el sabio duda y reflexiona! – dicho en griego, que hubiera sonado bárbaro si lo hubiese sabido hablar.
Esa máxima del sabio me reconfortaba porque eso era justamente lo que yo hacía todo el tiempo: dudar y reflexionar.
Ese año, gracias a Bonilla, pasé Historia Universal con sobresaliente. En las demás materias soné como arpa vieja. Pero qué me importaba. Mentalmente yo me había ido a vivir al Olimpo y allí me había hecho un lugarcito en una cueva. Era justamente la cueva de Platón pero yo no me había dado cuenta. Por suerte el loco me permitió quedarme.
– Págame diez talentos cada dos lunas por el alojamiento – me dijo.
Ahí sí que me cagó porque yo no sabía si ese era un precio normal o si me estaba afanando. Saqué un par de pesos uruguayos y se los dí.
– ¿Qué es esto? – me preguntó.
– Talentos del Uruguay. Les llamamos pesos. El Uruguay es una república.
Le gustó eso de “república”.
– Tengo los derechos de autor – me dijo.
– Sí. Ya sé.
El galán
Volví a los diecisiete después de vivir un siglo y me encontré con un galán de patilla corta y dos granos en el entrecejo. El galán venía subiendo la cuesta de Solferino tocando una cosa en la guitarra que quería parecerse a una chamarrita pero que sonaba como un rock de Mick Jagger. Yo lo campaneaba desde la vereda de enfrente y no sabía si decirle o no decirle. Llegó hasta la casa de Roberto Tuala y este salió a recibirlo y le pasó un mate. El galán, a su vez, le pasó la guitarra y entonces el Tuala, que de lunes a viernes era zorro gris o sea inspector de tránsito, la afinó y le sacó unos acordes decentes. Aquello ya no sonaba como una chamarrita de los Rolling Stones. Era una cadencia con cierto gustito a Mario Núñez. Y yo allá parado en la esquina de Solferino y Juan de Dios Peza observando la escena y preguntándome si decirle o no decirle. Se sentaron en un par de cajones de madera y charlaron largo y tendido. El Tuala era comunista y sabía mucho de la lucha de clases pero el galán no se tomaba nada en serio y le respondía que la única lucha de clases que él conocía eran las trifulcas del Don Bosco en las que ganaban siempre los de primero de Carpintería. Le era difícil al zorro gris ganarlo para la causa porque el galán estaba para la chacota. Vi a Tuala desmoralizarse, dejar la guitarra y ponerse a cambiar la yerba del mate con gesto sombrío. El galán se apiadó de él, le pasó el brazo por los hombros y le dijo:
– Roberto, no te gastés, soy pequeñoburgués, tengo la mentalidad estrecha, qué le vas a hacer.
– ¿Y qué querés? ¿Que te felicite?
Un rato más tarde el galán se fue con su guitarra al San Ramón y se acercó al mostrador donde Miranda ya le tenía servido el clericó. Rasgueó el acorde de do mayor y Miranda arrancó con acaricia mi ensueño el suave murmullo de tu palpitar.
– Suspirar, Miranda, suspirar – dijo Otegui desde la punta de la barra mientras se mandaba otro saque de Mac Pay.
Yo me quedé parado al lado de la puerta y volví a preguntarme si le decía o si no le decía. Pero el galán había retomado el tango donde Miranda lo había dejado y ahora cantaba sintiéndose Gardel. A falta de Rosita Moreno clavó sus ojos en una enorme bolsa de yute que contenía yerba mate. Miranda, medio emocionado, refregó el mármol con un repasador, se lo puso al hombro y tomó la posta en la parte del recitado donde dice el día que me quieras no habrá más que armonía, será clara la aurora y alegre el matorral.
– Manantial, Miranda, manatial – corrigió Otegui desde el fondo, con la vista puesta en el gordo con barba del reclame de Doble Uruguaya.
El galán arpegió un fondo para el verseado del barista. Pretendía sonar tangueril y romántico pero lo que le salió fue un lamento borincano. Pobre galán, pensé. Cómo decirle que dejara la guitarra, que se olvidara de ella, que se dedicara a otras cosas. Que no siguiera, que no tenía condiciones, que no fuera cabeza dura.
Lo seguí a una distancia prudencial por la vereda de Propios hacia el lado de Avenida Italia. Antes de llegar a Barroso se metió en la peluquería Adolfo's que hasta el sesenta y seis se había llamado Adolfo. – Hola Adolfos, ¿todo biens? – pasó a ser desde entonces el saludo de rigor de los vecinos. Yo crucé a la vereda de enfrente y lo vi desde allí ponerse a tocar la guitarra por debajo de la manta blanca con la que Adolfo lo había cubierto. De vez en cuando colegía que el peluquero cantaba con él a juzgar por el movimiento de su boca y ciertos pasitos de baile que efectuaba detrás del sillón. La puerta de la entrada se abrió un par de veces y me llegó una breve ráfaga de lo que estaban cantando. No me lo podía creer. Me llevé las manos a la cabeza. Estaban cantando y dale, dale los peñaroles. Me quería morir. Llegó un tipo, abrió la puerta, se detuvo brevemente en el umbral, dio media vuelta y salió disparado.
Un rato más tarde el galán salió a la calle y yo decidí abordarlo. Pero la pregunta me seguía atormentando. ¿Le decía o no le decía? Y sí. Tenía que decírselo. Sino ¿para qué mierda había vuelto yo a los diecisiete después de vivir un siglo?
Lo vi entrar en la parrillada de Cubillas y ponerse a cantar otra vez con los mozos. Después se acercó a una mesa donde estaban sentados el Pardo y el Boniato, que tenían un bazar a tres cuadras. El Luis, que ya lo tenía muy pero que muy junado le encajó un chinchulín en la boca para que abreviara la serenata.
Más tarde alcancé al galán en la bajadita de Irlanda. Me miró medio raro. Yo me puse renervioso y de idiota que soy le hice la pregunta que me había estado haciendo casi todo el día. Pero esta vez en voz alta.
– ¿Te digo o no te digo? – fue lo que me salió de la boca. Qué pedazo de imbécil.
– ¿Qué? – me preguntó, juntando esos dos granos del entrecejo que yo conocía tan bien y que me habían roto tanto las pelotas durante tantos años.
Respiré hondo. Una. Dos veces. Tres. Y decidí decírselo todo de un tirón. De ese modo me sacaba de encima el agobio de cinco décadas de yugo y de locura y podía empezar a ocuparme de otras cosas. Lo tenía que hacer por él. Por mí. Por los dos. Me vi mentalmente tomando carrerita como quien va a ejecutar un penal y le dije:
– Tirá la guitarra a la mierda.
Me miró como un psiquiatra que está por firmar la autorización para encerrar a alguien en el Vilardebó. Después se me acercó y me estudió la cara. Se concentró en los dos puntitos rojos que yo tenía en el entrecejo y al mismo tiempo se palpó los dos granos que tenía él en el mismo sitio. Y ahí le largué el resto del discurso que le tenía preparado.
– Esa guitarra te va a llevar a hacer el ridículo por todo el mundo. Te vas a morir de hambre y de frío. Las canciones te van a perseguir con una saña increíble. No vas a poder descifrar signos por no ser sabio competente. Vas a ser de repente tan frágil como un segundo. Te va a perseguir la policía. Vas a mendigar moneditas en las esquinas. Vas a vivir con una camisa, un sobretodo del ejército de salvación y un par de bolsas de plástico en los pies. Vas a estar solo como un niño frente a Dios y vas a tener mil amores que no te van a durar más que una noche y a veces menos que eso. Y al final te vas a morir enfermo de canciones. Las canciones matan.
– ¿Eso es lo peor que me puede pasar? – me preguntó.
– No. Lo peor que te puede pasar es que a pesar de todo sobrevivas y que vuelvas a los diecisiete después de vivir un siglo, que te enfrentes a vos mismo y que no les des pelota a tus propios consejos.
Me observó con esos ojos de tarado que me eran tan familiares. Hizo un acorde de sol, tarareó la primera frase de la canción de Violeta y me preguntó cuál era el acorde siguiente.
– Mi menor – le contesté.
Me regaló una sonrisa luminosa que me hizo entender el secreto de por qué hasta Margaret Thatcher se había enamorado de mí.
– ¿Así que entonces me voy a morir de canciones? – me preguntó.
Le dije que sí con la cabeza.
– ¡Pa! – exclamó el galán.
Y se fue contentísimo a los saltitos por la vereda.
El quinquenio de Oro
Juancito Oro cumplía cinco años y mi madre vino, me sonrió y me dio una caja.
– Este es el regalo para Juancito – me dijo. – Vas a ver qué contento se va a poner.
Era una caja chica y liviana envuelta en papel plateado. Tenía una moña azul pegada con cinta Scotch y el dibujito del Bazar Mitre. La sacudí un poco.
– ¿Qué es? – le pregunté.
Mi madre alzó las cejas con un gesto de complicidad que no entendí, se sonrió otra vez como una naba, se dio media vuelta y se fue a la cocina.
Cuando llegamos a lo de los Oro, mi viejo y el de Juancito empezaron a putearse.
– Guacho, ¿cómo andás?
– Yo bien, ¿y vos, maricón?
– Qué gusto de verte, sorete.
– Vo, hijo de puta, qué lindo que tenés el jardín.
– La concha de tu madre, che, ¿cómo hacés para mantenerte tan bien?
Cuando pensé que se iban a agarrar a las trompadas ahí nomás, se abrazaron y se besaron las mejillas. Yo no entendía nada. Una vez yo había cometido el error de decirle andá a la concha de tu madre a Favale, durante un partido de fútbol en el campito de Thiebaud. El loco, presa de la indignación, me había corrido hasta la esquina de Mentana y Propios. Allí salté a la plataforma de un ciento setenta y tres y me salvé de una muerte segura.
Mi madre me agarró de la mano y entramos. El mago Fulbert estaba en plena función. Tenía una varita mágica en una mano y en la otra una bolsa de tela negra bordada de estrellitas blancas. Los chiquilines estaban sentados en el suelo, en silencio. No se escuchaba ni el vuelo de una mosca aunque había moscas por todas partes. Las tías de Juancito las espantaban con servilletas, pero aquellos macaquitos voladores no podían resistir la tentación de las tortas y de las masitas.
El mago Fulbert pidió a los chiquilines que inspeccionaran la bolsa de las estrellitas para que se convenciesen de que allí no había nada. Se armó una cola de botijas y cada uno fue metiendo la mano. De pronto mi madre me dio un empujoncito. Me dijo andá y meté la mano vos también.
– Abracadabra de la Rapuzada, mostrad a estos niños que aquí no hay nada – dijo el mago Fulbert con ademanes pomposos y un acento que quería ser francés.
Yo metí la mano en la bolsa y palpé algo redondo. Era evidente que tenía doble fondo.
– Abracadabra del Medioevo ¿será posible que aquí haya un huevo? Zucundún, zucundún – exclamó el nigromante, pensando que los chiquilines éramos bobos y que no escuchábamos la radio.
Y sacó a relucir un huevo, sí, un huevo, desde las oscuras profundidades de la bolsa.
Los botijas prorrumpimos en un ooooohhhhh no muy convincente. Pero bueno, había que conformarse. Éramos gente del Buceo. Plata para contratar a Mandrake no había.
Aún tenía que darle el regalo a Juancito. Así que me le acerqué y se lo di. Lo sacudió y me preguntó qué era. Le dije que no sabía. Ahí nomás le sacó el papel y lo abrió. Era una casita de madera con dos ventanitas y una puerta. Arriba de la puerta había un cartel que decía Casa del Ratoncito Pérez. Juancito me miró con cara de qué mierda es esto y yo lo miré con cara de lo mismo. Y ahí estábamos los dos, el del quinquenio y el del sexenio tratando de dirimir el misterio. Entonces vino mi madre y le explicó a Juancito que cuando se le cayera un diente tenía que meterlo en la casita y al otro día, milagro, milagro, el ratoncito Pérez le iba a dejar plata.
– Genial – dijo Juancito.
Sonrió para mostrarnos un agujero negro que tenía en el medio de la boca, sacó el diente suelto del bolsillo del pantalón y lo metió en la casita.
Al despedirnos, mi viejo y el de Juancito empezaron a putearse otra vez. Yo temí que las cosas pasaran a mayores.
– Che, cretino, a ver cuándo nos vemos de vuelta.
– Cuando quieras. Si no fueras tan cagón te retaba a un partido de bochas.
– Andá, gil de mierda, ¿sabés el miedo que te tengo?
– Bueno, pajero, que te vaya bien, vo.
– Chau, belinún.
Y se abrazaron.
Caminamos de vuelta a casa.
– Este Oro es fenómeno – dijo mi padre mientras se fumaba un cigarrillo.
– ¿Cómo va a ser fenómeno si te puteó todo, papá? Y vos también lo puteaste.
Mi padre se rió.
– Sí, es verdad, ja, ja.
Me entraron celos. Celos del padre de Juancito. Había algo que no entendía. Yo quería hablar también ese lenguaje de camaradería y de buena onda.
Cuando entró a mi dormitorio a arroparme y desearme buenos sueños, lo agarré del pescuezo, le dí un beso en la mejilla y le dije:
– Hasta mañana, pelotudo.
El regreso
Llegué a la escuela con un cagazo bárbaro. Volvía después de dos años de ausencia. El portón de metal me parecía la entrada al otro mundo. Lo empujé un poquito, apreté la barriga y agachándome por debajo del candado me escurrí entre los fierros. El chirrido que pegaron aquellas rejas me dejaron medio sordo y en ese momento vi llegar a Bervejillo trayendo un enorme manojo de llaves. Metió una en el candado y abrió aquel portal del infierno. Pero yo ya estaba del lado de adentro.
– Mirá que sos flaquito, che – me dijo. – Cualquier rendijita te alcanza para colarte, ¿eh?
Me revolvió el pelo con una de sus manazas peludas.
– ¿Sos siempre tan tempranero vos?
Me encogí de hombros. Yo la verdad es que mucha noción del tiempo no tenía. Lo único que sabía era que cuando había empezado la cadena Andebu mi madre había venido corriendo por el pasillo y me había hecho el nudo de la corbata mientras yo ladeaba la cabeza porque no le aguantaba el aliento a ajo. Después me había acompañado hasta la parada del 88 y me había preguntado como cien veces si me acordaba de dónde tenía que bajarme.
– Después de la farmacia Morini – le contesté por enésima vez.
– Cualquier cosa le preguntás al guarda.
– Sí, mamá.
Pero miré al guarda subrepticiamente y tragué saliva. Era el ruso Vladimir, que el domingo anterior se había tomado todo el whisky del club Aldea y después se había puesto a hacer malabarismos con las bochas. Una le había caído en un dedo del pie y se lo había roto.
– Claro, cualquier cosa, pregunto – mentí.
Dos años sin haber ido a la escuela. La pucha. Bervejillo iba delante mío abriendo los locales. Había un piano en el hall de la entrada y una bandera británica colgando del techo.
– Sos de quinto, ¿no? – me preguntó Bervejillo.
– Sí.
Me señaló una puerta a la izquierda con un gesto de pasá y acomodate. Caminé hasta esa puerta como los condenados al cadalso aunque todavía no sabía bien cómo caminaban los condenados al cadalso. Me asomé y miré. Por la ventana del fondo del salón entraba un sol precioso. Fui hasta el último pupitre y allí deposité mi portafolio. Vanessa me había dicho que me sentase lo más cerca posible del pizarrón pero yo quería hacer todo lo contrario. Vanessa había sido mi maestra particular durante los dos años que había tenido que permanecer en cama y estaba harto de ella, del médico, de la fisioterapeuta y de todos los coroneles y coronelas que me ordenaban hacer esto o lo otro y me decían que tuviera cuidado de aquello o de aquello otro. Yo iba a ser un revolucionario, un subversivo, un hinchapelotas.
De pronto se apareció ella. Silvia Rodríguez. Una luz cegadora, un disparo de nieve. Un destello del paraíso. Un dibujito hecho a dos manos por Walt Disney y Salvador Dalí. Yo la recordaba del cincuenta y ocho cuando ambos éramos apenas nenitos de ocho años. La recordaba muy pero muy bien porque cada vez que la veía me entraba un dolor en la barriga que me hacía salir corriendo para el baño. Pero entonces éramos niños. Ahora éramos alumnos de quinto.
No me vio. Se detuvo un instante en el umbral de la puerta y después se dirigió al primer pupitre a la derecha del pizarrón y allí depositó sus cuadernos. Se sentó dándome la espalda. Qué espalda.
Yo me incorporé y caminé hacia ella. Me paré a su lado.
– Hola – dije – estoy de vuelta.
Se volvió y me miró.
– ¿De vuelta?
– Sí. Estuve dos años sin venir a clase.
– Ah – dijo Silvia y se me quedó mirando con sus ojos incandescentes. Yo me sentí como un chileno, es decir que la tierra empezó a temblar debajo de mis pies y entonces tragué saliva y pensé que tenía que decirle algo. Algo importante, algo transcendente.
– Quisiera ser como la canción que te guste más – le dije.
Fue lo primero que se me vino a la mente. Era una frase de una canción de Mario Clavell. Radio Carve la pasaba cada quince minutos.
– La canción que me gusta más es El Burrito Cordobés – me contestó.
– ¿Eh?
– El Burrito Cordobés. Esa es la canción que me gusta más – me explicó.
– Ah.
“Voy a tener que aprender a rebuznar”, pensé.
Me volví a mi asiento, cabizbajo.
Al regresar a casa mi madre me preguntó cómo me había ido en la escuela.
– Mal – le respondí. – Me trataron de burro.
El tercer oficial
El Alraigo llegó al puerto de San Francisco en la bruma de la madrugada con las luces de banda encendidas. La sirena horadó la niebla con su nota grave mientras en la sala de máquinas el tercer oficial vigilaba el suministro de combustible del generador. El muchacho, casi calvo pero con cola de caballo, cebó su enésimo mate y controló el registro de voltios y la diferencia de potencial. En la mano libre sostenía un ejemplar de la revista Rolling Stone. Estaba abierta en la página donde se anunciaba un concierto de John Mayall en la sala The Fillmore para ese mismo día a las veinte y treinta horas. El Tarta no quería perdérselo. No podía. Hacía muchos años, en la primavera del sesenta y ocho, cuando le sobraba el pelo en la frente y le abundaban los granos en la cara, había comprado en Casa Praos el long play A Hard Road con la guita que había juntado ayudando a abrir las puertas de los automóviles que llegaban al Folle Ylla. El bigote recién le había empezado a salir y andaba con los pantalones andrajosos que le había dejado el Humberto y las sandalias Skippy azules que habían sido de Emilia y a las que les faltaban las hebillas. El disco, que tenía en la carátula las cabezas melenudas de John Mayall y sus tres músicos, fue a parar debajo de su cama, envuelto en papel de estraza para preservarlo del polvo y de la curiosidad del gato. Los domingos se lo ponía debajo del brazo y se lo llevaba al Contrarreloj, que era el bar del Heber, cuidador del haras La Serapia. El veterano lo saludaba desde el mostrador y lo dejaba pasar al salón de atrás donde estaba el Emerson. El Tarta sacaba el disco del sobre, lo agarraba delicadamente por los bordes con las palmas abiertas, lo ponía en el aparato y empezaba a escuchar. Oh, oh, oh, you don't love me, yes I know. No entendía inglés, nunca lo entendió, pero qué más daba, cantaba o, o, o, iudounlavmi, iesainou y aquellas parrafadas le salían al pelo, de un tirón, sin interrupciones, con la fluidez propia de un Américo Torres. John Mayall le curaba los miedos.
La niebla había empezado a disiparse y pudo distinguir en la distancia la mole amarronada del Golden Gate. Bajó a tierra con la matera al hombro y en la avenida Columbus se subió a un ómnibus. Se enfrentó al chofer y le dijo:
– John Mayall.
El chofer, un afroamericano panzón, se lo quedó mirando. Luego de unos segundos le contestó:
– Ray Charles. Nice to meet you.
El Tarta lo miró seriamente y después frunció el ceño y repitió:
– John Mayall.
El chofer iba a decirle que no rompiera más con las presentaciones, que se subiera y que pagara el boleto o que de lo contrario se bajara y se dejara de joder. Pero justo escuchó a uno de los pasajeros dirigirse al Tarta y preguntarle:
– ¿John Mayall? ¿Going to The Fillmore?
El Tarta observó a su interlocutor, un pelirrojo de rulitos y contestó:
– John Mayall.
– Yeah, you're on the right bus, my friend.
El Tarta pagó el boleto y se sentó al lado del pelirrojo. Cuando el ómnibus llegó a la esquina de Gearly Boulevard y la calle Fillmore, este le dijo: – Get off here – y le señaló el edificio ocre de la sala de conciertos. El Tarta le agradeció con un gesto de la cabeza y quiso decirle algo pero no le salió nada. La labia se le había trancado como siempre y el ómnibus había vuelto a arrancar. Se bajó recién dos cuadras más adelante.
Un rato después llegó a la sala de conciertos, se plantó frente a la marquesina y cantó bajito o, o, o, iudounlavmi, iesainou. A continuación cebó un par de mates, fue hasta la boletería, respiró hondo y le dijo a la rubia con lentes que estaba detrás del vidrio:
– John Mayall.
La música transcurrió durante dos horas entre el hielo seco del escenario, las luces de colores y los recuerdos del salón de atrás del Contrarreloj. Sintió que el corazón le dijo bien, Tarta, hasta aquí llegamos y de ahora en adelante si nos morimos ya no nos importa porque nadie puede quitarnos lo bailado. Él le contestó no exageres vo, que no es para tanto y tuvo que interrumpir el diálogo porque una francesa al verlo tomando mate le pidió por señas que se lo pasara. Antes de que él pudiera reaccionar, la damisela se lo arrancó de las manos, se llevó la bombilla a los labios, sorbió con toda la fuerza de sus pulmones y se quemó hasta las trompas de falopio. Cuando la gala abrió la boca y empezó a abanicarse los labios frenéticamente, el Tarta, para aliviarla, no tuvo más remedio que besarla.
– Il était la meilleure nuit de ma vie – le dijo ella dos horas más tarde bajo un árbol del parque Lafayette, después de haber hecho el amor al amparo de la niebla. El Tarta la besó tiernamente en la frente, se puso la matera al hombro y antes de irse le dijo:
- John Mayall.
- Bien sur, mon chérie.
El sol ya estaba asomando la cabeza por el lado de Berkeley cuando el Tarta volvió al puerto. Por detrás de la silueta del vigilante distinguió los contornos del Alraigo que a media tarde zarparía hacia Panamá. El agente le pidió que se identificara y el Tarta intentó explicarle con ademanes que era tercer oficial de un buque español. No pudo. Abrió la boca y no le salió ni una sola palabra. Entonces bajó los hombros desmoralizado y le dijo:
– John Mayall.
El uniformado frunció el ceño, se rascó el mentón y lo dejó pasar.
El tripulante del Bismarck
Llegamos tardísimo. Culpa de mi viejo que justo esa tarde se había echado a dormir una siesta y no había habido forma de despertarlo a tiempo. Yo me había tomado la molestia de ir a comprar las entradas una semana antes. Los campeones de América se iban a enfrentar con el Real Madrid. Y mi viejo durmiendo. Increíble. Hubo que sacudirlo y como no se despertaba, mi hermana le pasó una plumita por la nariz. Abrió un ojo y después el otro. Lo miramos desde los pies de la cama y medio en sueños todavía, nos dijo:
– Che, apúrense que vamos a llegar tarde.
Mi hermana ya tenía puesto el montgomery marrón y yo el saco marinero de la primera guerra mundial que mi vieja me había obligado a ponerme con aquello de “sí, ya sé, es verdad, está viejito pero abriga una barbaridad, ¿no?”. Le había puesto un par de coderas de cuero, le había cosido un forro nuevo y me había dicho que me quedaba muy bien. Pero la verdad es que cada vez que yo me ponía aquella reliquia me sentía como un tripulante del Bismarck. Listo para irme a pique.
Mi viejo volvió a cruzar las manos por debajo de la cabeza, cerró los ojos, roncó dos o tres veces más, se despertó después medio sobresaltado, nos volvió a mirar, recogió los lentes que estaban sobre la mesita de luz, se los puso, nos enfocó otra vez y preguntó:
– ¿Qué están haciendo ahí parados, chiquilines? Tenemos que ir al estadio. Vamos, vamos, muevan el orto.
Caminamos por Neyra todo derechito. Había un sol manya que iluminaba el mundo y los vecinos nos saludaban al pasar. Hacía cinco años que los uruguayos no obtenían un título mundial de nada y nos parecía que íbamos a ser testigos de algo histórico. Porque éramos bárbaros, ¿no? Éramos democráticos, treintaitrésicos, suizoamericanos, juliosósicos y penillanúricos. Además teníamos marselleses, panes con grasa, hogar constituido, candombe y Amalia de la Vega. Suficiente para merecernos el premio Nobel al país. Por lo menos.
Antes de cruzar Larrañaga, una monjita que estaba sentada en el muro del colegio de Nuestra Señora de Luján nos vio pasar y nos dio una banderita de Peñarol. Mi viejo se sorprendió e hizo finta de sacar unas monedas del bolsillo para retribuirle la gentileza pero la novia de Cristo le dijo que no, no, no, señor, por favor. Mi viejo, muy marxista y ateo, se encogió de hombros y le dijo que bueno, que muchas gracias. A modo de respuesta la monjita le dijo:
– Que Dios lo bendiga.
Me pareció escuchar a mi viejo responderle muy bajito “que te recontra”, pero no estoy seguro. Lo que sí le escuché fue lo que dijo después de que cruzamos la calle y encaramos la bajadita en dirección a Maipú:
– Pa' lo que le sirve a Cristo una novia como esa.
– Por lo menos es hincha de Peñarol – reflexionó mi hermana, que siempre veía el lado positivo de las cosas.
– Y una ayudita del cielo siempre le puede venir bien al pardo Abbadie o al Boniato – tercié yo. – No te olvides de que esas mujeres tienen línea directa con el cielo – agregué como si supiera mucho de teología.
Entramos por Atilio Narancio y tanta quietud en la calle me empezó a preocupar. Yo había esperado bullicio, banderas, barras con tamboriles, puestos de chorizos y maniceros. Pero ni gente había. Subimos en silencio el repechito de césped de la Amsterdam. No había cola en la entrada. Los porteros conversaban entre ellos alegres y distendidos porque evidentemente no tenían nada que hacer. Me pregunté si no nos habríamos equivocado de día. Si efectivamente era el miércoles 12 de octubre de 1966. Pero bueno, mostramos nuestras entradas y subimos por la escalera de cemento. Y cuando llegamos a la tribuna nos encontramos con que estaba repleta. A la mierda. Por los comentarios que escuché de los vendedores de cocacola parecía ser que el estadio ya se había llenado a las diez de la mañana. Nos miramos entre los tres y resolvimos afrontar la situación lo mejor que se pudiera. Fuimos trepando entre la gente, apoyándonos en hombros y cabezas hasta que llegamos a la estratósfera y se nos acabó el mundo. Allá quedamos de pie en la última grada de la Amsterdam, al lado del placard, donde si estirabas la mano le podías rascar la panza a las nubes. Y ni siquiera tuvimos tiempo de recobrar el aliento porque justo salieron los equipos a la cancha y la muchedumbre estalló.
Yo nunca antes había visto un partido de fútbol desde la cima del mundo, pero estaba orgulloso de haber llegado hasta allí sin picos, palos, cuerdas y tanques de oxígeno. Éramos, sin saberlo, una familia de alpinistas. Entonces, con los cirros y los cúmulos de Montevideo rozándonos el marote, mi hermana agitó la banderita de Peñarol que nos había dado la monjita, el juez dio el pitazo inicial y la pelota echó a rodar.
Treinta y nueve minutos hubo que esperar para que ocurriera el milagro. Treinta y nueve minutos de mantener a raya al soroche. Todo empezó cuando Spencer sacó un óbol del lado de la América. Se la dio a Abbadie, este se la devolvió y Spencer que no che, que agarrala vos y se la pateó otra vez. Entonces el pardo se la cruzó y aquella hermosa flecha ecuatoriana salió disparada hacia el arco de la Colombes. Como una cuchillada negra y amarilla horadó la carne blanca del Real a una velocidad espeluznante. No dribleó a nadie, no chocó con nadie y nadie se le cruzó. Pasó por entre aquellos macaquitos albos como un tornado y los dejó desparramados sobre la gramilla. Ni el arquero lo vio venir. Cuando Betancort quiso reaccionar Alberto ya había metido la pelota en el arco, le había saltado por arriba y había salido corriendo a abrazarse con Rocha.
A mí se me caían las lágrimas. Porque aquello, señoras y señores, era la pura belleza. Y que no me jodieran con que estaba exagerando. Porque la belleza, señoras y señores, no estaba solamente en la música de Beethoven o en la prosa de Cervantes o en la sonrisita jodona de la Mona Lisa. No, señoras y señores, no. La belleza también estaba en ese gol que acababa de meter Spencer. Así fue que embebido de lirismo alcé los brazos al cielo y les juro que en una nube que pasaba por arriba del Hospital de Clínicas vi a San Pedro saltar de alegría con un puño en alto. En el otro sostenía el teléfono con el que se acababa de comunicar con la monjita de Neyra y Larrañaga. Mi hermana hizo flamear la banderita todo lo más que pudo.
El segundo vino en el segundo tiempo cuando Spencer recibió una pelota desde la derecha frente al área penal de la Amsterdam. La recibió mal. Demasiado adelantado. Entonces vi a San Pedro atender nuevamente el teléfono y decir que sí con la cabeza. Y de cierto, de cierto os digo que Spencer le pegó a esa pelota con el taco de su pierna derecha, esta pasó por encima de él, hizo una comba imposible y fue a meterse en el arco mientras Betancort la miraba tranquilamente como preguntándose qué era esa cosa redonda que se le colaba por debajo del travesaño.
Volvimos por Neyra y al cruzar Larrañaga mi hermana plantó la banderita de Peñarol en el pastito detrás del muro donde habíamos encontrado sentada a la monjita en el camino de ida. Se la quedó mirando solemnemente como un soldado frente a la enseña patria, hasta que mi padre, impaciente, la tomó de la mano y le dijo que vamos, che, que mamá nos estaba esperando en casa con el café con leche. Mientras se alejaban los dos para el lado de Chacabuco, yo, con mi saco marinero del Bismarck, me cuadré ante la banderita y le hice la venia. Le agradecí por habernos mantenido a flote durante la batalla contra las hordas ibéricas.
Y me fui detrás de mi viejo y mi hermana convencido de que con viento a favor y conexión telefónica privilegiada con las alturas, acabaríamos llegando a muy buen puerto.
El velorio
Miré hacia el lado del dormitorio. Desde donde yo estaba, apretado contra la pared del corredor, lo único que veía eran dos narinas asomándose por encima de las cobijas. “No puede ser que estén velando una nariz”, pensé.
– ¿Conocías a la difunta? – me preguntó Gutiérrez con cara de circunstancia, poniéndome una mano en el hombro. Gutiérrez era tío de Jorge y cobrador de la UTE.
– No.
Gutiérrez se me quedó mirando en espera de una explicación.
– Soy amigo de Jorge. Vine por él. No conocí a su madre.
El corredor estaba abarrotado. Gutiérrez tuvo que apretarse contra mí cuando pasó un tipo maniobrando una bandeja con tazas de café por encima de las cabezas de los circunstantes. Tuve la impresión de que Gutiérrez murmuró una puteada pero no, no podía ser. Era un velorio.
Entré al dormitorio y comprobé que además de la nariz había un cuerpo por debajo de las cobijas. Jorge estaba de pie al lado de la cama. Su padre, junto a él, recibía las condolencias sentado en una butaca. Cuando llegó mi turno, le di la mano y le dije:
– Descanse en paz.
Jorge me corrigió, hablando bien bajito.
– No, loco. Lo que tenés que decirle es “le acompaño en el sentimiento”.
– ¿Eh?
– “Descanse en paz” es una cosa que se le desea a un muerto, vo. En este caso lo que tenés que decirle a mi padre es “le acompaño en el sentimiento” o “mi más sentido pésame”.
– O también puede ser “le acompaño en su dolor” – opinó el padre.
– Ah – contesté yo.
No sabía que existía tal gama de posibilidades. Pero de todos modos quise ser original.
– Siento mucho su perdición – le dije.
El padre me miró con cara de disgusto. No entendí por qué.
Luego volví la vista hacia la nariz y me pregunté si tendría que darle un beso. Había gente que lo había hecho. Dudé. Entonces me acordé del sabio consejo que una vez me había dado mi abuelo: “cuando a Roma fueres haz lo que vieres”. Así que procedí a plantar mis labios en aquella napia. Se trataba de la madre de mi amigo. Era lo menos que podía hacer. Después del beso me incorporé, moví los labios como si estuviera rezando algo y di dos pasos hacia atrás. Entonces escuché la voz de Gutiérrez puteando bajito a mis espaldas y el estruendo de una taza de café que se hacía añicos contra el piso. Sentí su mano sujetándome la nuca.
– ¿Qué hacés, animal? – me susurró al oído con un aliento asqueroso a Bracafé.
Me di vuelta y quedé enfrentado a sus solapas manchadas de marrón claro y a su corbata carmesí con motivos de goterones castaños que descendían lentamente. Arte en movimiento. Cafeína sicodélica tipo Jimi Hendrix. Yo todavía llevaba la túnica de la escuela. Mi madre me había dicho que después de clase me la dejara puesta para ir al velorio.
– Es la única ropa decente que tenés – me había explicado.
Gutiérrez se arrodilló para recoger los pedazos de taza y yo salí del dormitorio. Crucé el corredor empujando como pude y llegué a la cocina. Allí había solo mujeres que fumaban y se reían. Remoloneé un poco para ver si ligaba algo, no sé, un refuerzo o un chocolatín, hasta que de pronto se apareció Jorge. Le vi cara de triste y quise animarlo con algún comentario positivo.
– Linda nariz tenía tu vieja – le dije.
Y me quedé pensando. Me entró como una duda.
– ¿Ahora que sos huérfano che, te van a mandar al huerfanato? – le pregunté.
– No. Pero no se dice huerfanato. Se dice orfanato – me explicó.
– No. Huerfanato. Si sos huérfano vas al huerfanato. Sino serías órfano.
La lógica era algo que se me daba muy bien. Pero parece que Jorge no me entendió porque me siguió mirando con los mismos ojos tristes de antes. La pucha. Me entró una ternura mezclada con dolor que ni te cuento. ¿Cómo podía alegrarle la vida? Si seguía con esos ojos tristes me iba a entristecer también a mí.
– ¿Vamos a jugar a la bolita? – propuse.
Y saqué dos bochones del bolsillo de la túnica. Pero Jorge dijo que no con la cabeza.
Una de las mujeres le alcanzó un vaso de Fanta y después me alcanzó otro a mí. Bebimos en silencio procurando ahogar nuestras penas. Las penas eran de él pero eso era lo de menos porque yo era muy solidario. Sentí que estábamos hermanados. Él no tenía madre y yo no tenía padre. Pensé que si después de un tiempo su padre se llegaba a encachilar con mi madre capaz que formábamos una familia y todo. Andá a saber vos las vueltas que podía dar la vida.
Cuando levanté la vista del vaso vi a Gutiérrez parado en el umbral de la puerta de la cocina con las solapas manchadas de marrón. Tenía tremenda cara de perro.
– ¿Estaba rico el café? – le preguntó una de las mujeres.
Las otras soltaron una carcajada que levantó murmullos de reprobación en el resto de la casa.
La bolilla
– Los numidios atacaban Cartago, pero por el tratado de paz que había firmado con Roma, la ciudad no podía defenderse más que con caballería ligera y un par de elefantes – dije con la lengua pegajosa de amor. Levanté la mirada y vi que Belinda había cerrado los ojos. El cuaderno reposaba sobre su pecho y subía y bajaba lentamente al compás de su respiración.
– Despertate, guaranga – susurré. – Se supone que me tenés que tomar la bolilla. No te duermas.
– No me duermo. ¿Quién dice que duermo? – preguntó con un hilito de voz.
– Pero tenés que leer el cuaderno. O por lo menos hacer como que lo leés.
Sin abrir los ojos tanteó en busca del cuaderno y se lo llevó a la cara.
– Página ocho – le indiqué.
– Bueno, dale, seguí – me contestó.
– Entonces en el año 149 Publio Cornelio Escipión Emiliano atacó la ciudad – dije y tuve que hacer una pausa porque era trabajoso ocuparme de aquellos labios pélvicos y al mismo tiempo hablar de la tercera guerra púnica. El flujo vaginal se me había metido hasta por la nariz y en el marote se me había formado un matute de pretores e infantes libios que ni te cuento. Pero tenía que seguir. Los romanos iban por la victoria y Belinda iba por el clímax.
El oído lo tenía alerta a la conversación que estaba teniendo lugar al otro lado de la puerta del comedor. La madre de Belinda le estaba contando a la tía Antonia que su hija me estaba tomando las bolillas para el examen de historia.
– Son unos noviecitos ejemplares – la oí decir. – Si vieras cómo cuidan el uno del otro.
Pero si hubiera abierto la puerta de imprevisto se hubiera encontrado al noviecito ejemplar con la cabeza metida entre las piernas abiertas de su hijita ejemplar, despatarrados ambos en el sofá.
– La tercera guerra púnica consolidó el antiguo sueño de Catón el viejo, de ver a Cartago destruida y sus ciudadanos vendidos como esclavos.
Paré un instante para retomar el aliento pero justo en ese momento me ligué un rodillazo de Belinda y casi me muero del susto cuando la vi contorsionarse, tirar el cuaderno al techo, lanzar un gritito sofocado y después murmurar unas palabras rarísimas que no eran ni púnicas ni romanas pero que tenían muchas aaaaaes y muchas ooooes.
– ¿Está todo bien ahí? – preguntó la madre de Belinda desde el otro lado de la puerta.
Yo me limpié la boca con la manga del pulóver y contesté:
– Sí señora, claro.
Belinda volvió a la vida, se subió la bombacha, se acomodó la pollera, me agarró del mentón, me miró fijamente a los ojos y me dijo:
– Un siglo después el emperador Augusto convirtió a Cartago en colonia y sus trescientos cincuenta quinquerremes pasaron a servir como navíos mercantes en las rutas del Mare Nostrum.
– Así es, mi amor, así es – le contesté.
La maldición de Tutankamón
A mí me parecía que la jeringa aquella tenía como cincuenta metros de largo. Doña Tamara, la viejita amorosa de la casita de Florencio Varela a quien todos reverenciaban, la elevó a la altura de sus ojos y con los párpados semicerrados calibró no sé qué cosa. Yo, desde el quicio de la puerta del baño miré aquel líquido nefasto subir y bajar entre las rayitas negras y rojas del vidrio y le prometí a Dios que si me libraba de la inyección le iba a rezar un Credo en suahili o me iba a ir a Roma en monopatín.
De pronto la aguja que coronaba aquella jeringa disparó una gotita, plin, y esta se perdió en el aire en una graciosa comba. Entonces los ojos de doña Tamara me buscaron por la habitación y ese fue el momento en el que yo abandoné el quicio de la puerta y me zambullí debajo de la cama. Doña Tamara vino, se sentó en el acolchado y comenzaron las negociaciones.
– ¿Querés estar sano y contento vos?
Yo quería estar jodido y amargado.
– ¿Querés curarte del asma?
Y sí. Más bien. Frutos no me quería poner de nueve en los babys del Misterio porque cada dos por tres me quedaba sin fuelles.
– ¿Te gustaría tener un futbolito?
Paré la oreja.
– Hacemos una cosa, José. Vos te dejás dar la inyección y yo te regalo un futbolito.
Se ve que mis tácticas dilatorias empezaban a dar frutos. Con eso de esconderme debajo de la cama y no querer salir me había ligado una vez un ticholo, otra vez un sacapuntas y otra una revista del Pato Donald. ¿Pero un futbolito? Pa. Eso era como sacarse la grande.
Pero no podía ceder así como así.
– ¿Por qué tiene que ser siempre una inyección? ¿Por qué no una pastilla o un jarabe? – pregunté con la mejilla apoyada en el parqué.
– Porque lo que vos tenés solo se cura con corticoides de aplicación intramuscular.
Yo no entendía alemán. Así que le contesté en un idioma que se le parecía:
– ¿Estás mishiguene vos?
– Dale, portate como el hombrecito que sos – me dijo. – Vení a la cocina, te doy la inyección y te llevás el futbolito para tu casa.
Vi sus chancletas negras de vieja alejarse en dirección a la puerta y yo asomé la cabeza por debajo de la cama. Coraje, José, coraje, me dije a mí mismo. Tenés nombre de prócer, carajo, José, hacelo valer. ¿O te pensás acaso que Artigas le iba a tener miedo a una inyección? Pero por favor.
Una vez en la cocina, doña Tamara empuñó aquella jeringa de media cuadra de largo y se acercó ominosamente a mi nalga desnuda. Sentí el pinchazo y las lágrimas empezaron a brotar. Fueron como diez litros de lágrimas.
Después remojó una gasa en alcohol y me la frotó en el punto donde mi honor había sido horadado. Yo me sorbí los mocos, me subí el pantalón y me fui rengueando hasta el refrigerador en cuya puerta apoyé un codo con gesto doliente.
Doña Tamara se me acercó, me acarició la cabeza y me tomó de la mano. Con ternura me llevó hasta una silla sobre la cual me depositó. Salté como un resorte cuando la nalga dañada tocó la madera, pero ella me puso las manos sobre los hombros y me dijo:
– Tranquilo, tranquilo.
Salió un momento y volvió después trayendo un futbolito que no era un futbolito sino una reliquia de los tiempos de los faraones. Era un rectángulo de madera con jugadores clavados sobre la superficie. No estaban sujetos a un palo que vos podías manejar desde los costados, como los futbolitos que yo conocía y que eran propiamente futbolitos. No. Aquello ni pelota tenía. Había que jugar con una bolita a la que hacías avanzar a los tinguiñazos.
Doña Tamara lo depositó sobre la mesa y se lo quedó mirando. Me pareció que se iba a poner a llorar.
– ¿Te gusta? – me preguntó.
Yo le iba a contestar que prefería los corticoides de aplicación intramuscular, pero antes de que pudiera abrir la boca, agregó:
– Era de Víctor.
Yo hice un gesto con la cara como preguntando “¿eh?”
– Mi hijo – aclaró. – El único que tuve.
Hice otro gesto con la cara como diciendo “ah”.
Caminé por Florencio Varela hasta Anzani y llegué a casa con una nalga derrotada y los ojos vergonzosamente colorados, pero contento de que el asma no me iba a molestar por lo menos hasta la semana siguiente. Me fui a mi dormitorio, puse el invento aquel en el suelo y empecé a jugar con una bolita que saqué del bolsillo.
El primer partido que jugué contra mí mismo terminó en un empate. Entonces jugué la revancha y volví a empatar. Ya un poco preocupado jugué la final dispuesto a salir del impasse, pero no hubo caso. El dos a dos aquel me dejó rascándome la cabeza. Permanecí no sé cuánto rato sentado en posición de loto frente al futbolito. Me pregunté si el artilugio aquel no estaría embrujado. O maldito. En la Billiken había leído que sucedían cosas muy raras con los objetos que se habían encontrado en las tumbas egipcias.
Por el rabillo del ojo vi a mi madre observándome, apoyada en el marco de la puerta. Me sentí obligado a dar una explicación.
– Esta cosa me la dio doña Tamara – expliqué.
– ¡Qué vieja divina! – dijo ella.
– Sí – corroboré.
Detrás de ella asomó la jeta el Pepito Cardona. Sin decir palabra se sentó frente a mí y jugamos un partido. Empatamos. Jugamos la revancha y volvimos a empatar. Demasiada casualidad, deduje. Bajé los brazos, me rasqué el mentón, me quedé mirando el futbolito y el Pepito no entendió nada cuando le dije:
– Está clarísimo. La maldición de Tutankamón.
La Pereyra
El Turco me lo había advertido como mil veces pero yo era hijo de vascos, qué querés y cuando algo se me metía en la cabeza ya no me lo sacaban ni con un taladro eléctrico. Y además la Pereyra me gustaba. Yo sentía un tilín tilín que para qué te voy a contar cada vez que la veía y era un tilín tilín que me recorría el bajo vientre y me ponía de muy buen humor.
Pero debo admitir que las razones del Turco eran muy claras y muy lógicas. La Pereyra no tenía antecedentes penales, me decía, pero que afanaba, afanaba. Aquellas manitas suyas tan níveas y aquellos deditos finos de impecable manicura eran famosos en La Figurita por sus actividades antirreglamentarias. Si a la Chonga le faltaba un tenedor en la casa no tenía que llamar a Sherlock Holmes para acordarse de que la Pereyra había estado aquella mañana tomando un té con ella en la cocina y se había recostado sospechosamente en el armario con las manos ocultas tras la espalda. Y si el ferretero notaba la ausencia de un martillo, se acordaba enseguida de que la Pereyra había estado esa tarde husmeando entre los estantes buscando, según había dicho, tornillos de cabeza hexagonal marca Philips, lo cual le había sonado ligeramente sospechoso.
Pero el amor es el amor así nomás, tautológico y medio nabo y nadie se lo puede explicar. Vos te enamorás de una delincuente y ya está, sonaste para toda la vida, aunque después vengan los sicólogos a explicarte que esto o que lo otro, que tu conducta está marcada por ciertos traumas de la infancia o ciertas carencias que al final hacen que te agarres un metejón con la chorra más chorra que pisó la treinta y tres.
Yo la vi venir por la bajadita de General Flores y empezó el tilín tilín. Se me acercó, me preguntó Vasco cómo andás y me pidió un cigarrillo. Yo le dije que no porque era menor de edad.
– Solo tenés quince años – argumenté sin mirarla a los ojos, desviando la vista hacia la esquina de Garibaldi como si aquella esquina fuera una esquina muy interesante.
– Vos también tenés quince años – me contestó y me quedé sin palabras. Era un alegato irrefutable.
– Tenés que dedicarte a la abogacía – le dije. – Sabés esgrimir razones.
Se trepó al murito y se sentó al lado mío. Fumamos los Oxibithué, ella poniendo cara de Ava Gardner y yo la de James Dean mirando los campos de algodón de Arkansas, aunque en realidad lo que estaba mirando eran las coronas fúnebres de la florería Herrera. Ella exhalaba el humo hacia arriba haciendo flor de teatro y yo lo expulsaba por la nariz con la cabeza gacha y un codo apoyado en el muslo, sin darle importancia a la cosa, como hacían los conocedores. Después de un rato se me ocurrió una idea bárbara. – Vení – le dije y cruzamos hasta la florería. Allí le compré un ramo de rosas. Se quedó tan contenta que me dio un beso en la boca y me dio una bronca bárbara no tener más plata para comprarle otro inmediatamente. Cuando cruzamos Concepción Arenal me puso un clavel en el ojal de la solapa.
– ¿De dónde sacaste ese clavel? – le pregunté.
– ¿Preferís una violeta o un crisantemo entonces?
Y sacó un montón de flores de no sé dónde. No tenía bolsillos en el vestido que llevaba. Solo mangas largas holgadas.
Más adelante cuando llegamos a Domingo Aramburú me dijo que tenía frío y yo le puse mi saco sobre los hombros sintiéndome el galán más mentado del planeta. Soplaba un vientito medio jodido desde el lado del Palacio Legislativo pero hice de tripas corazón. Al fin y al cabo me estaba dando el lujo de ir por la vereda acompañado nada menos que de la Pereyra. Y la Pereyra llevaba mi saco del liceo puesto sobre sus hombros con clavel en el ojal incluido. O sea que se cubría con una parte de mí. Además en la florería me había dado un beso en la boca a cambio de un ramo de rosas de morondanga. Qué fácil y qué barato que era el amor. Yo no podía más de tanta felicidad. Estaba agobiado.
Sin darnos cuenta llegamos al Palacio Legislativo. Allí la Pereyra se me desprendió de pronto de la mano y empezó a subir la escalinata. No tuve más remedio que seguirla. Pasamos por entre la guardia y un blandengue que estaba detrás de la puerta nos indicó el camino hacia la tribuna. Nos sentamos allá arriba mientras en el hemiciclo se discutía acerca de la reforma de no sé qué. De pronto, sin decir agua va, la Pereyra me metió la mano entre las piernas y empezó a acariciarme el muñeco. Mi espíritu se elevó entonces hasta los mármoles de las columnas y se fue de paseo por el salón de los pasos perdidos. Desde las alturas vi a Duvimioso Terra conferenciando con José Batlle y Ordóñez y escuché a Eugenio Gómez decirle a Frugoni que el futuro era comunista. Esas voces pretéritas empezaron a mezclarse con las que llegaban desde el hemiciclo proclamando que la reforma era un desastre para el país y otras que afirmaban que la reforma era lo más grande que había. A todo esto yo estaba despatarrado sobre la silla y veía doble. La Pereyra mientras tanto mantenía la vista firme en el foro como una ciudadana interesada y conciente.
De pronto se levantó, me dijo: – Esperame un momento – y salió por una de las puertas de la tribuna.
De a poco recobré el aliento y esperé a que mi corazón aminorara la marcha.
Llegué a casa medio congelado porque la Pereyra no volvió y se me había llevado el saco. Fui hasta mi habitación frotándome los brazos y decidí fumarme un cigarrillo. Pero mis Oxibithué, al igual que mi saco, habían desaparecido. También había desaparecido la billetera que llevaba en el bolsillo de atrás del pantalón donde tenía el carné de socio de Goes. Pensé en la Pereyra con ternura y comprensión. Sí. Ta. Era chorra. Pero era también un encanto de personita y además la única chiquilina que me hacía sentir el tilín tilín. Dijera lo que dijera el Turco. El amor era ciego, nabo y perdonavidas, qué se le iba hacer.
Me fui a acostar con una sonrisa en los labios y el recuerdo de una tarde inolvidable en compañía de la Pereyra. Me saqué los zapatos y los pantalones y recién cuando me tendí en la cama me di cuenta de que también me faltaban los calzoncillos.
Lilián
Oía el nombre y ya se me paraba. Mi dios, qué vergüenza. Esas dos sílabas me turbaban la vista y me aceleraban el corazón. Pero por sobre todas las cosas me levantaban una carpa de circo fenomenal entre las piernas. Aquello parecía el galgo del capó del Ford del 48. Mi cuerpo adquiría entonces la forma de una escuadra, de un ángulo recto y a veces hasta la de un obtuso. Mi cerebro, que era un torturador egresado de la Escuela de las Américas, me repetía cruelmente ...Lilián, Lilián y después alargaba la segunda sílaba...Liliáááán, Liliáááán...y yo le rogaba o más bien le imploraba que parara, que no siguiera. Pero el alumno de Mengele no tenía piedad. Continuaba mentándome a Lilián mientras yo subía por Cuareim hasta Colonia con la revista Lunes tapándome la parte delantera del pantalón, como al descuido.
Apreté el 4b del portero eléctrico y una voz metálica contestó:
– ¿Sí?
Yo hablé desde una cierta distancia porque el galgo del Ford no me permitía acercarme a la pared.
– ¿Está Lilián?
– ¿Quién es?
– Yo.
Se produjo un largo silencio.
– Ya baja.
– Gracias.
La vi acercándose por el hall del edificio con sus rulitos rubios y su piel moruna y todos sus huesos y sus ojos celestes y sus aretes enormes y sus sandalias. El galgo del Ford se empezó a achicar y a achicar y se escondió detrás de un pliegue del calzoncillo. Siempre le pasaba eso. Su solidez se acrecentaba con el mero sonido de su nombre pero cesaba ante su presencia soberana. Entonces se convertía en un enanito temeroso. Desde su escondite con orillo de BVD entonó una canción de mariachis y me hizo soltar una lagrimita.
– ¿Estás llorando, mi amor?
Yo, abrumado por tanta belleza y tanta frescura no atiné a responder. Le dí un besito casto en la mejilla y ella me apretó la nariz. En las profundidades de mi entrepierna el mariachi cantaba ojalá que te vaya bonito. Y el cerebro enmudeció. O casi.
Nos sentamos en la rambla y ella recostó su cabeza en mi falda. Una mujer que estaba sentada en la arena gritó ¡Lilián, Lilián! a una niña que jugaba más allá con un balde y una pala. Repitió ¡Lilián, Lilián! y yo sentí que el mariachi se despertaba. La niña no respondía. Probablemente no la escuchara debido al viento y al ruido del mar. ¡Lilián, Lilián! Noté que la cabeza de Lilián, mi Lilián, se elevaba porque el galgo con vocación de mariachi estaba cobrando envergadura. De pronto abrió los ojos muy grandes y me miró. Mientras tanto la mujer se desgañitaba ¡Lilián, Lilián! y el galgo ya era una torre de Babel. Qué vergüenza. Al fin la niña escuchó a su madre y fue hacia ella. La cabeza de Lilián a todo esto quedó atrapada entre el galgo y mi estómago. Tuve miedo de que no se pudiera zafar. Me pregunté si tendría que llamar a los bomberos. Pero inesperadamente Lilián volvió a apretarme la nariz y me di cuenta de que se había dado cuenta de la urgencia de mi turgencia. El galgo avergonzado volvió a replegarse lentamente y la cabeza de Lilián pudo al fin liberarse de su incómodo aprieto.
– Tenemos que hacer algo con respecto a eso – dijo.
Yo tragué saliva y de puro nervioso le pregunté con respecto a qué.
– Bobito – contestó.
La despedí frente a la puerta del edificio de su casa y después volví a bajar por Cuareim. Antes de llegar a Cerro Largo el torturador de la Escuela de las Américas empezó a susurrarme ¡Lilián, Lilián! y el galgo del capó del Ford del 48 volvió a la vida.
Bananas verdes
El avión iba a despegar a las catorce y cuarenta y ocho y como ya eran las catorce y cincuenta y dos me empecé a incomodar. Por aquel tiempo yo me daba ínfulas de caballero británico y por eso estaba obsesionado con la cuestión de la puntualidad. Pero la señora Hamilton, en cambio, hojeaba tranquilamente el folleto turístico que nos había dado el gurí del faro de Colonia a voluntad cuando habíamos subido a la cúpula para ver los contornos de Buenos Aires. Aquellos cuatro minutos de retraso no la afectaban en lo más mínimo.
Los parlantes anunciaron la demora con disculpas en castellano y en inglés. A través de las paredes de vidrio vi a un tipo en la pista de despegue subido a una escalera. Tenía la cabeza metida en uno de los motores del avión. Otro tipo, desde abajo, le alcanzaba herramientas. El piloto, mientras tanto, tomaba mate con un brazo por afuera de la ventanilla.
Volví a consultar mi reloj. Las catorce y cincuenta y cinco. Siete minutos de retraso. La señora Hamilton me miró de reojo.
– ¿Qué le pasa, Pérez?
– La comitiva nos espera en Aeroparque a las quince y treinta.
– No se preocupe tanto, Pérez. Y no exagere. A un secretario de embajada, a una mucama y a una muchacha de quince años no se les puede llamar una comitiva. No es para tanto. Si tienen que esperar, que esperen. No se va a acabar el mundo.
Le recordé a la doña que McCoy me había dado órdenes explícitas. Había que estar en Aeroparque a la hora indicada o sino habría una difficult situation con las authorities. Pero la Hamilton se alzó de hombros. Ella había querido darse primero una vueltita por el casco viejo de la ciudad y cuando se le metía algo en el marote era peor que mi novia Casilda. Las mujeres irlandesas eran más cabezas duras que las de Los Nogales, créanme. Ahora tenía pruebas fehacientes. Solo iba a estar esa one time en aquella ciudad del Uruguay, me había dicho, y no quería desaprovecharla. Y había agregado que McCoy se podía ir al soberano carajo.
Me acomodé el sombrero hongo que acentuaba mi look de señor fino londinense y la corbata con nudo como la de Patrick Macnee, el de la serie Los Vengadores. Con eso y con un thank you very much my lady que me mandaba de vez en cuando, me sentía el príncipe de Gales.
En eso cayó el Fideo. Llevaba los diarios de la mañana bajo el brazo y voceaba mataron a Mitrione, mataron a Mitrione... Me vio, me palmeó el hombro, me sacó el sombrero, se lo colocó sobre la pelada y se puso a cantar el cuplé de la murga con la que habíamos competido durante el carnaval pasado en el concurso del club Sarandí. Me quise morir. La señora Hamilton lo miraba divertida. Al final me devolvió el sombrero y me dijo que no me olvidara de llevárselo de vuelta a la Melona, que lo necesitaba para la obra de teatro que iban a dar los botijas de la escuela Juan Manuel Blanes la semana siguiente.
Volví a consultar mi reloj. Las quince pasaditas. Me entré a desesperar. Pero justo en ese momento vi con alivio que los mecánicos se habían retirado y que el piloto había dejado el mate y se había puesto la gorra. El avión ronroneaba y el ronroneo iba subiendo de volumen. Un humito blanco empezó a salir de los motores. Los parlantes anunciaron la salida del vuelo 371 de Arco con destino a Buenos Aires. La señora Hamilton se incorporó y yo me fui detrás de ella. El funcionario de aduanas que estaba parado junto a la salida dio un paso al costado y la saludó con una venia. A mí me puso una mano en el pecho y me dijo:
– Y vos, ¿adónde te creés que vas, piojito? Mostrame el pasaporte.
– Soy oficial de enlace de la cancillería irlandesa – le aclaré. – Viajo con licencia diplomática.
Mentira. Era cabo de segunda de la Prefectura Naval y me habían dado la changa de escoltar a la señora Hamilton durante su visita a Colonia y de acompañarla en el vuelo hasta Aeroparque. Y todo eso porque en el cuartel se había corrido la bola de que yo sabía algo de inglés. En realidad había estudiado dos semanas con Pelusa en el cincuenta y nueve. Fue antes de que se casara y se fuera a vivir a Dolores. Pero eso sí, desde entonces me empecé a creer Winston Churchill porque sabía decir algún par de cosas que impresionaban al pobrerío. La Mirta fue la primera que empezó a llamarme míster y yo, de campeoncito, empecé a tomar té en vez de mate.
– Dale. Pasaporte. Pa-sa-por-te – me repitió el funcionario.
Yo lo miré con la sonrisa sardónica de Patrick Macnee, ya saben, ya les dije, el de Los Vengadores. Y la señora Hamilton, que no era precisamente Emma Peel sino más bien una veterana con algunas carnes fofas, volvió sobre sus pasos y lo agarró fuertemente del mentón.
– ¿Algún problema, baby?
– ¿Ustú cunuce u estu tipu? – preguntó el funcionario con cierta dificultad. Era férrea la mano de la irlandesa.
Aproveché la ocasión para seguir mi camino hacia la pista de despegue. Cuando la señora Hamilton lo soltó, consulté otra vez mi reloj, volví sobre mis pasos, miré al funcionario a los ojos y le dije que eran las quince y siete minutos y que no tenía tiempo para pasaportes y revisaciones.
– Órdenes de McCoy – le especifiqué con cierto cansancio. – Hay que estar en Aeroparque a las quince y treinta.
Cuando ya estábamos subiendo al avión, el funcionario nos gritó:
– ¡McCoy se puede ir al soberano carajo!
La señora Hamilton se dio vuelta y le contestó:
– ¡Totalmente de acuerdo!
A las quince y cuarenta aterrizamos en Aeroparque y cuando descendíamos del avión vimos cómo no, yes sir, a la mucama, al secretario de la embajada y a la hija quinceañera de la Hamilton al pie de la escalerilla, saludándonos con la mano. Consulté mi reloj y me pregunté si McCoy me iba a perdonar esos diez minutos de retraso. La Hamilton bajó a la pista y me tiró un beso. Después subió con su comitiva a una limusina que la estaba esperando. Yo volví a meterme en el avión y por hacer algo me asomé a la cabina del piloto. El loco estaba cebando mate y cuando me vio, me convidó con uno. Acepté. A la mierda el té. Ya era hora de volver a las raíces.
Su cara me resultaba vagamente conocida.
– Todavía tengo la marca en el tobillo – me dijo de repente, mientras revolvía la yerba con la bombilla.
– ¿Eh?
– De la patada que me diste en el partido, Pérez.
Pa. Sabía mi nombre.
– ¿Qué partido?
– Artesanos contra Sarandí.
Me puse a mirar por el parabrisas tratando de recordar. Ah... ah... sí, era cierto... el domingo pasado me habían puesto de cuatro en el Sarandí. Pero yo no quería. Yo era golero. El Tostadas, que se creía el mejor director técnico del mundo, me había mandado a la punta derecha a marcar al once del Artesanos.
– ¿Vos sos el once del Artesanos? – le pregunté, con cierto temor.
Me alcanzó el mate y no me dijo nada.
Fue entonces que me acordé del codazo que el loco me había propinado después de aquella intervención mía un tanto excesiva, debo reconocerlo. Pero es que me había hecho dos driblings seguidos y con eso había herido mi sensibilidad.
– Todavía tengo el moretón en las costillas – dije.
– Donde las dan las toman – me contestó el piloto, muy sentencioso.
Ah, conque ahora estábamos para los aforismos, pensé. ¿A papá mono con bananas verdes?
– Errar es humano, perdonar es divino – le espeté.
Los pasajeros iban subiendo y se iban ubicando en sus asientos. Yo seguí al lado del piloto.
– ¿Te importa que me quede aquí? – le pregunté.
– No. Pero no me toques el panel.
– Gracias – dije.
– Cortala – me contestó.
– Agradecer y saberlo demostrar es agradecer dos veces.
Ah, tololo. Lo había matado con esa.
Me miró y me amagó con volver a meterme un codazo.
Aterrizamos en Colonia y ahí estaba otra vez el oficial de aduanas. Suspiré y caminé hacia él sacando todo el pechito que podía. A mi lado venía el piloto con su mate y su termo. El oficial le hizo una venia y lo dejó pasar. A mí, en cambio, me detuvo agarrándome de la corbata.
– Ah, pero mirá vos a quién tenemos acá. Pero si se trata nada menos que del oficial de enlace de la cancillería irlandesa. ¿Así que ahora querés reingresar al territorio nacional, piojito? Y decime, ¿dónde está ahora el McCoy ese que tanto te protege, eh? A ver, mostrame el pasaporte. Pa-sa-por-te.
Vi que el piloto se detenía y volvía sobre sus pasos. Clavó sus ojos en los del oficial de aduanas y sin dejar de mirarlo, me preguntó:
– ¿Algún problema, Pérez?
Con un ademán brusco y muy resuelto me desprendí de la mano que me sujetaba la corbata.
– Ninguno, señor McCoy – le contesté.
El piloto y el oficial se siguieron mirando a los ojos como si fueran a matarse y yo aproveché el momento para escurrirme por un costado. Decidí que antes de ir a la Prefectura iba a pasar por lo de la Melona a devolverle el sombrero hongo. Ya no necesitaba el look de caballero londinense y los botijas de la Juan Manuel Blanes iban a quedar chochos de la vida.
Clorpromazina
Desenvolví el refuerzo e hice una pelotita con el papel de estraza. Estaba sentado en un banco a la orilla de la Fondamenta della Latte frente al Hotel Pezzana pero no pude contener aquellos berretines de futbolista que tenía y que ni el doctor Testa me había podido curar. La pateé con un pie y luego con el otro. La mantuve en el aire no sé cuánto rato hasta que me acordé de que me tenía que tomar la pastilla. Me la mandé con un trago de agua mineral. Menos mal, porque Aníbal ya había empezado a cantarme La Cucaracha. Aníbal era un tipo que no existía, me decía el doctor Testa, lo cual era una lástima porque cantaba muy bien. Con la pastilla lo mantenía yo a raya. Sino me perseguía con la guitarra por toda Venecia y no me dejaba en paz. Pero cantaba bien, eso había que reconocérselo. Me comí el refuerzo y empezaron a llegar limusinas al hotel. De ellas se bajaron mujeres flacas muy flacas, pero bellas muy bellas. Alguna gente se agrupaba y las aplaudía. Yo me sacudí las migas que me habían caído en la rodilla y vi que por el canal llegaba una lancha con banderolas blancas, rojas y verdes. Otra de esas mujeres flacas muy flacas pero bellas muy bellas, saltó de la lancha a la orilla, se encaminó al hotel y en la escalinata de entrada fue abordada por una nube de fotógrafos y de periodistas. Dije para mis adentros uatdefac, cosa que había aprendido de los turistas. Y ya me aprestaba a volver a la Casa della Salute cuando otra de esas mujeres flacas muy flacas pero bellas muy bellas se sentó al lado mío y me dijo:
– Nonno, questo non mi piace.
Eso de nonno no me cayó muy bien. Yo tenía apenas setenta y dos años.
– Cosa non ti piace? – le pregunté.
Hizo un gesto con las manos como abarcando todo.
– Ah – dije yo. – Todo. Claro.
– Sono Miss Uruguay – me dijo.
Yo me acordaba todavía de algo del Uruguay. No mucho. Las pichicatas del doctor Testa me habían borrado mucha cosa. Me acordaba del Cotorra Míguez haciendo monerías con la pelota frente al rincón de la Amsterdam y la América. ¿En qué año habría sido eso? Andá a saber. También me acordaba de Pepino con su frac y sus zapatillas blancas depositando un ramo de flores frente a la iglesia del Cordón. Y de los labios recargados de rouge de la tía Eugenia cuyos besos yo esquivaba a toda costa pero que a veces no podía.
La miré de refilón. Miss Uruguay era casi una niña. Tenía los párpados plateados y pestañas que parecían bichos peludos. Aníbal amagó con sacar la guitarra y empezar a cantar La Cucaracha. Le hice un gesto con la mano indicándole que se borrara, que ahora no era el momento. Mexicano hinchapelotas.
– ¿Sei Miss Uruguay? Congratulazioni – le dije.
Resopló a través de unos labios que lanzaban destellos dorados. Y me contó mezclando el castellano con el italiano que estaba arrepentida de haber venido a Venecia porque...bueno, no, no, en realidad no estaba arrepentida de haber venido, no, no, no era eso, fíjese usted que es un viaje bárbaro, genial, todo pago, hotel de primera, luces, pasarela, televisión...pero a mí, no sé, en el fondo no me gusta nada todo esto, a las misses nos toman por bobas, usted lo sabrá muy bien, pero bueno, de qué me estoy quejando por Dios si yo lo que siempre quise, lo que siempre anhelé era llegar hasta aquí, a Venecia a participar del concurso de Miss Universo representando a mi país...pero sin embargo, ya lo ve, no sé, no estoy contenta...bueno, pero parece que me quejo de llena, soy un poco insoportable, ¿no?...
Yo le ofrecí una de mis pastillas.
– ¿Son de menta? – me preguntó.
– Son de clorpromazina.
– ¿Son ricas?
– Son horribles. Pero mantienen a raya a los mexicanos.
Lanzó una carcajada. Yo no sabía de qué se reía.
– Tengo una idea. Venga conmigo – me dijo, tomándome de la mano.
Yo tenía que volver a la Casa della Salute. Pero me dejé llevar. Subimos por la escalinata del hotel ante los flashes de los fotógrafos. Miss Uruguay me abrazaba como si yo fuera Brad Pitt. De pronto se encontraba a mi derecha apoyándose en mi hombro y un minuto más tarde estaba a mi izquierda apoyándose en el otro y después fue y elevó una de sus rodillas hasta posarla sobre mi estómago y me obligó a que le pusiera una mano en el muslo. Los flashes nos enceguecían.
– É il tuo padre? – gritó alguien.
– Oppure il tuo nonno? – gritó otro.
Era la segunda vez esa noche que me trataban de nonno. Ya me disponía a agarrar a alguien a las piñas cuando vi que Miss Uruguay les hacía el gesto de vaffanculo con la mano. Le contestaron con risas.
En el vestíbulo del hotel nos topamos con dos tipos enormes vestidos de negro que nos pidieron los nombres y los buscaron en una lista. A Miss Uruguay le pusieron una cinta alrededor del cuello. De esta colgaba una tarjeta de identificación. A mí me querían echar. Me pareció bien. Tenía que volver a la Casa della Salute.
– Un momento, un momento – intervino Miss Uruguay. – ¿Por qué no puede el señor pasar conmigo?, ¿eh?, ¿por qué, eh, por qué?, bueno, ta, lo cierto es que por un lado se comprende, porque está claro que el señor no figura como invitado, pero no hay que ser tan rígido, ¿no?, porque ¿qué es esto?, la CIA o la KGB, ¿eh?, sí, ya sé que ustedes hacen su trabajo lo mejor que pueden y yo los felicito por ello porque en este mundo hace falta gente seria y responsable pero me parece también que se están comportando como unos estúpidos, lo cual les pido que no se lo tomen como un insulto personal, por favor, porque una cosa es criticar un determinado comportamiento y otra muy distinta meterse con la calidad de la persona en sí...
Los dos tipos vestidos de negro la miraban impávidos. Uno se limitó a hacerle un gesto con el brazo indicándole que ingresara al salón y el otro me puso una mano sobre el pecho y me dijo:
– Vai via, nonno.
Era la tercera vez que me trataban de nonno. Ahora sí había llegado la hora de defender mi honor. Pero justo en ese momento vi que Aníbal se subía al podio de la orquesta y empezaba a cantar La Cucaracha. Salí corriendo despavorido pero el mexicano maldito se vino detrás mío.
Llegamos a la Casa della Salute justo antes de la hora a la cual le había prometido al doctor Testa que iba a regresar. Menos mal. Me crucé con él en el pasillo. Aníbal seguía cantando La Cucaracha como si nada y el doctor me preguntó cómo me había ido en mi primer salida autorizada de la Casa sin acompañante y lo que había hecho y por dónde había andado. Le contesté que había estado con Miss Uruguay.
– ¿Miss Uruguay? Mmm.
Vi que Testa se dirigía a Sartori, el enfermero de turno y le decía bajito, creyendo que yo no lo escuchaba:
– A este me le dobla la dosis de clorpromazina.
Aníbal y yo, mientras tanto, levantamos la vista y vimos a Miss Uruguay en el televisor que estaba fijo en lo alto de una pared. Estaba de bikini y tenía una banda cruzada sobre el pecho. El presentador le pasó el micrófono. El mexicano dejó de cantar, por suerte y así la pudimos escuchar:
– Estoy muy halagada de representar a mi país en este torneo tan prestigioso pero no puedo hablar de orgullo porque el orgullo es otra cosa, porque si hablo de orgullo entonces hablo de algún mérito personal como si el hecho de ser bonita no fuera otra cosa que una mera casualidad en la que intervienen ciertos cromosomas sobre los cuales no tenemos el más mínimo control, pero digo a la vez que ser bonita no es algo de lo que una tenga que avergonzarse como si fuera una mácula, una tara o un defecto porque, en fin, la pregunta es qué es la belleza y qué es importante e interesante en esta vida desde un punto de vista filosófico, o sea para qué sirve la belleza y cuáles son los cánones que la definen...
– Uatdefac – dijo Aníbal.
Asentí con la cabeza.
El Infierno
Bajamos juntos la escalera al infierno. Desde las profundidades nos llegaba la musiquita de la guitarra de Yocasta y un vaho de hachís que le arrancó a Nerea una sonrisa inmediata y a mí una picazón en la nariz. Wahed venía subiendo y tuvimos que apretarnos contra la pared.
– Marhaban.
– Marhaban.
En aquel infierno mandaba Baldomero pero delegaba los cubatas, los bloody marys y los daiquiris en Nicolasa, la de las manos tatuadas y piercings en las orejas. Baldomero permanecía en la oficina de la planta baja donde recibía bellas damas que a veces venían por amor a su barriga de tabernero y a veces por mil quinientas pesetas. Su despacho tenía vistas a la Calle de la Fe. Los ratos perdidos los pasaba discutiendo de política con doña Próspera, que desde un primer piso de la acera de enfrente, le gritaba muy convencida y muy católica que con Franco se vivía mejor.
Mientras tanto en el subsuelo, Yocasta cantaba que había una jeringuilla en el lavabo, pongamos que hablo de Madrid y el porro pasaba de boca en boca. Era una lucecita intermitente que iba dando vueltas por la semioscuridad del pub. La cosa era darle solo una pitada cuando te llegaba el turno pero Nerea aspiraba tan profundamente que sus pulmones se dilataban una barbaridad y yo tenía miedo de que alzara el vuelo y chocase contra el cielorraso. El abajo firmante, en cambio, pitaba por cumplido y se rascaba la nariz.
Cuando Yocasta llegó a la parte de la canción en la que decía que la muerte viajaba en ambulancias blancas, surgieron cuatro ángeles vengadores por la boca de la escalera. Iban impecablemente peinados, llevaban el suéter anudado sobre los hombros y empuñaban bates de béisbol. Despedían un hálito insoportable a agua de colonia y whisky barato.
– ¡Todo el mundo a cantar Cara al Sol! – gritaron.
Los bates de béisbol se balanceaban ominosamente en la penumbra y la concurrencia los observaba silenciosa y sonriente, sumida en su sopor de marihuana. A mí la picazón en la nariz se me fue enseguida. Yocasta dejó la guitarra a un lado y les gritó a aquellos ángeles que allí la que cantaba era ella y que aquella mierda de canción fascista no figuraba en su repertorio. Los enfrentó elevando sus dos pechitos corajudos. Pero los ángeles vengadores le dieron un empujón y Yocasta se fue al suelo con pechitos y todo. Ahí, estimados lectores, se me subió el uruguayo a la cabeza. Yo, en la vida civil era conocido como Gervasio Varela pero en el mundo de los superhéroes era ni más ni menos que Oriental Man y mi grito de batalla era ¡con libertad ni ofendo ni temo! Así que me levanté colérico de la butaca y agarré de los pelos al que había empujado a Yocasta. Me ligué un batazo en el costado y un arañazo en la nuca proveniente de Nerea que me había agarrado del cuello de la camisa y empujado hacia atrás, salvándome de un segundo y posiblemente de un tercero y un cuarto batazo. Observé que la concurrencia había salido del trance y que aprovechando que los ángeles estaban muy ocupados conmigo, escapaba del infierno escaleras arriba. Nicolasa, mientras tanto, defendía la dignidad de la democracia de España con una botella de Bacardí. Pero ni con la destreza de D'Artagnan podía contra cuatro bates de béisbol. Era una partida de esgrima muy desigual. A mí me arrastraron a empujones hasta el baño y cuando cerraron la puerta con el pasador estaba seguro de que me iban a violar. Me resigné y pensé que me lo tenía merecido por haberme metido en el infierno a sabiendas. De pronto uno de los ángeles me puso el bate de béisbol debajo de la quijada y me dijo:
– ¡Canta!
– ¿Cara al sol? – pregunté yo con los dientes obligadamente apretados.
La mirada del ángel me dio a entender que sí.
Yo no sabía la letra. Ni la música sabía. Pero eso de cara al sol me sonaba a algo.
– La dulce fieeesta de las cooosas más senciiillas... – canté y el ángel no quedó conforme y me apretó el bate aun con más fuerza. Yo continué, presa de la desesperación:
– Y la paz en la gramiiilla ¡¡de cara al sooool!!
De pronto se abrió la puerta del baño. El pasador saltó por los aires y ahí estaban Baldomero y Wahed repartiendo trompadas a diestra y siniestra mientras que yo, Oriental Man, adoptaba una actitud de contrariedad hacia ellos, como diciendo para qué se meten, che, ¿no ven que tengo la situación controlada? Nicolasa repartió varios y certeros botellazos de Bacardí y los ángeles arrojaron los bates y escaparon del infierno escaleras arriba.
En la madrugada, cuando Nerea y yo salimos de vuelta al aire fresco y folclórico de Lavapiés, vimos la silueta de doña Próspera recortada en una ventana. Pobre, pensé. Seguro que con Franco vivía mejor. El gran líder nunca hubiera permitido que el pub El Infierno se le instalase frente a su casa.
Cuando llegamos a la esquina de la Calle de la Primavera, Nerea sacó unas pelas del monedero y le compró unos gramos a Wahed. A mí me volvió a picar la nariz.
– Maa salama – dijo Nerea.
– Maa salama – le contestó Wahed.
Gervasio Varela, alias Oriental Man, se preguntó cómo se diría con libertad no ofendo ni temo en árabe.
El Majestic
Daban cuatro. La primera era Ultimátum a la Tierra. El Arrapiezo dijo que no podía ser, que si era ultimátum tenían que darla al final.
– ¿Pero qué estás diciendo? – le pregunté.
– La propia palabra te lo dice: ultimátum.
El Arrapiezo me agotaba. Le pedí a Pánico que le explicara lo que quería decir ultimátum.
– Ultimátum es una advertencia, vo - le dijo. - Viene del latín. Por ejemplo: te lo digo por última vez o sino te matum.
El Arrapiezo se rascó detrás de la oreja y se metió un chicle en la boca. Pero no quedó muy convencido.
– Yo también me sé palabras difíciles – dijo.
– ¿Sí? ¿Como cuál?
– Disyuntiva.
Y para que quedara claro, agregó:
– Dis-yun-ti-va.
Pa. Quedamos impresionadísimos.
Seguí leyendo el programa que estaba empotrado en la pared, detrás del vidrio.
– La segunda es El Hombre del Traje Blanco.
– Mirá vos. Una de bochas – dijo el Arrapiezo.
Lo miré sin entenderlo. No podía seguirle el tren del razonamiento. Se le descarrilaba con frecuencia. Ante nuestras miradas interrogatorias se sintió obligado a explicarse:
– ¿De qué color se visten los jugadores de bochas, eh? – preguntó.
– De blanco – contestó Pánico.
– Ahí tenés –. E hizo un gesto con las cejas como diciendo ¿ves?, ¿entendés ahora, gil?
Opté por la callada. Otra opción no tenía.
– La tercera se llama La Mosca – continué.
– Pa, esa seguro que es de cobóis, loco – saltó el Arrapiezo y desenfundó una pistola imaginaria. Se la puso en el pecho a Pánico y le dijo:
– Joe, dame la mosca o te mato.
Pánico se lo quedó mirando, medio consternado.
– No, Arrapiezo. En realidad es una película de insecticidas – le explicó.
El Arrapiezo hizo un globito con el chicle.
– La cuarta es La Novia del Gorila – dije.
El Arrapiezo se rascó el mentón. Estaba pensando. Se podía sentir el suspenso en el aire del Buceo. Al final dijo:
– Yo la conocí.
Nos lo quedamos mirando.
– Mónica. Andaba con Rocamora.
Rocamora era el back derecho del Misterio. No lo pasaba nadie. Era una mole de pelo y músculo que hacía temblar la tierra cuando salía a marcar a los delanteros contrarios.
Pánico perdió la paciencia y le dijo:
– Animal, ¿cómo te podés llegar a imaginar que van a hacer una película acerca de la Mónica esa?
– Cualquier mina que se atreva a andar con el gorila de Rocamora se merece una película – contestó el Arrapiezo.
No le faltaba razón. A veces el tren no se le descarrilaba.
Entramos y era otro mundo. Afuera quedaba Avenida Italia con su solazo abrasador y sus ómnibus interdepartamentales y sus caimanes de la Cutcsa envenando el aire. Adentro Marlene Dietrich sonreía desde la pared y James Dean te miraba de cotelete con un jopo que nosotros queríamos imitar y no podíamos. Además hacía un fresquito precioso. Pero era otro mundo hasta por ahí nomás porque conocíamos al acomodador, que era Burmaz, que siempre estaba de lentes negros y también a la limpiadora, que era Graciela, hija de Figuerola. Figuerola laburaba en el municipio y por un par de pesos locos te vendía libretas de conducir, carnés de salud, pasaportes sirios o de lo que quisieras y green cards para laburar en los Estados Unidos. Lo llamaban el mago Figuerola.
Graciela se nos vino encima pasando un lampazo por el piso como de tres metros de largo y nosotros lo esquivamos en el último momento. Vimos una mesita con po acaramelado y cajitas de maní con chocolate y un cartel que decía abonar en boletería. Se nos hizo agua la boca pero la guita no nos daba más que para las entradas. Nos detuvimos a mirar aquellos manjares y el Arrapiezo dijo que tenía una idea. Fue hasta la boletería y le dijo a la mujer que la atendía:
– Los menores pagan menos, ¿no?
– No, nene. Los menores pagan lo mismo que los mayores.
– ¿Y si vemos dos películas en vez de cuatro? ¿Nos hace rebaja?
Silencio.
– Mire, le voy a ser sincero – continuó el Arrapiezo. – La plata no nos alcanza para las entradas y para el po, ¿comprende? Es una cosa o la otra. Imagínese la disyuntiva.
Vimos a Burmaz acercarse ominosamente a preguntar qué pasaba. El Arrapiezo le explicó la disyuntiva y Burmaz agarró una bolsita de po y se la dio.
– Ahora dejate de joder, pagá las entradas y pasen que va a empezar la primera.
– Aún da buenos criollos el tiempo – dije.
– Sí, pero Burmaz es yugoslavo – me corrigió Pánico.
El monstruo
Mi madre me tomó de la mano, me llevó hasta la mitad de la calle y allí nos detuvimos. Por detrás de nosotros pasó un tipo en bicicleta y después un Simca azul y atrás de este un ciento sesenta y nueve. Por delante, en dirección contraria, vimos una carreta de verdura traqueteando pegadita a la vereda y un camión cargado de hinchas de Fénix que nos rozó las narices y nos tocó bocina. Yo me pregunté si mi madre no se habría vuelto loca. Toda la vida hinchándome con que tuviera cuidado al cruzar la calle y ahora había que verla, sí señor, tan pancha, paradita en el medio de aquella avenida. Miraba plácidamente para el lado de José María Guerra y yo, alarmado, empecé a tratar de que aflojara el garfio con que me tenía agarrada la mano. ¿Quién entendía a las madres? Yo, no.
De pronto, en la esquina de Carreras Nacionales se empezaron a dibujar difusamente los contornos de un monstruo. Avanzaba hacia nosotros por el medio de la calle casi sin hacer ruido y yo pensé la cagamos fobalclú. En el Capitol había visto a King Kong hacer bosta a todos los automóviles de Nueva York con un par de pisadas horripilantes y era evidente que para destrozar los monopatines y los carritos a rulemanes de Maroñas le hubiera bastado con un tinguiñazo. Me miré la muñeca de la mano derecha y lamenté no tener el relojito aquel con el que Jimmy Olsen llamaba a Superman en caso de emergencia. También pensé en salir corriendo pero mi madre no me soltaba. Cuando ya no podía más de pánico y los esfínteres amenazaban con descargar todo el Lactolate que me había tomado esa mañana, mi madre estiró el brazo de la manera en que lo hacía para parar los ómnibus y aquel monstruo se detuvo. Ahí noté que el mastodonte era de madera. Tenía un número nueve en la parte de adelante y debajo de este había un tipo que llevaba gorra y que sujetaba una palanca. Tragué un litro de saliva cuando mi madre me aupó y nos subimos.
– Este es uno de los pocos tranvías que quedan – me dijo cuando nos sentamos.
Yo agarré el lado de la ventanilla y suspiré. El monstruo era al fin de cuentas una cosa muy parecida a un ómnibus pero en realidad no era un ómnibus. Bueno sí, era un ómnibus. Pero un ómnibus tranquilo. Un ómnibus que no pegaba vueltas imprevistas cada dos por tres y que te llevaba derechito y despacio por la calle. Me hizo acordar a mi abuelo Jesús que nunca se apuraba por nada. Por la ventanilla entraba olor a agua estancada y eso era una fiesta para mis narinas. Por primera vez presté atención a las casas del barrio. A los puentecitos de hormigón sobre las acequias. Y a algún cuidador que paseaba a algún pingo que ya estaba en edad de retirarse y que iba a participar del premio remate de ese domingo. Y a doña Amparo que vendía sandías en la esquina de Possolo y que siempre me convidaba con un cacho.
En la parada de Camino Corrales se subió Chaplin. Me di cuenta porque caminaba como un patito y el bastón se le enganchó y casi se cae. Yo lo conocía de las películas de Cinur en los cumpleaños y siempre le pasaban esas cosas. Se sentó al otro lado del pasillo, se sacó los cordones de los zapatos y empezó a comérselos como si fuesen fideos. A su lado se encontraba Felisberto Hernández, me explicó mi madre, que apuntaba no sé qué cosas en una libreta y de vez en cuando miraba al techo con un dedo metido en la boca. De pronto un reflejo de sol me dio en los ojos. Provenía de la peinada engominada de Carlitos Gardel, a quien yo conocía muy bien de los discos de Tía Lala, que dos asientos más adelante le cantaba, cuándo no, un tango a Mona Maris, que se hacía la estrecha frunciendo unos labios pequeñitos y rojos muy rojos, más rojos que los malvones rojos cuando son bien rojos. Un minuto después mi madre me dio un leve codazo para indicarme la presencia de Florencio Sánchez que estaba escribiendo un alegato anarquista con las rodillas vueltas hacia el pasillo y que justo fueron a chocar con las de José Piendibene. A este lo reconocí enseguida porque era la figurita número dieciocho del álbum Viejas Glorias del Fútbol. Venía dribleando a los muchachos de la Troupe Ateniense que estaban alborotando el tranvía. Cantaban no me pidas un beso, no me hagas pecar, tengo mucha vergüenza, si lo supiera mamá. El resto de los pasajeros se puso a tararear con ellos y la naba de mi madre, que se apuntaba a todas, empezó a batir palmas. Yo no sabía dónde meterme. Tierra tragame, pensé.
Nos bajamos en Larrañaga y otra vez quedamos en medio de la calle. El monstruo se alejó lentamente por la avenida y recién ahí noté los rieles sobre los que se deslizaba. Rieles que yo había visto antes en el pavimento de otras calles de Montevideo pero que hasta ese momento no sabía para que servían. Ahora sí sabía para qué servían.
El parénquima
Formaban un arco voltaico en el baldío de la esquina de Goes y Bulevar Artigas. Una semicircunferencia eléctrica de cinco mujeres con párpados azules y cinturones plateados. La del centro, la más alejada de la vereda, me llamó la atención enseguida. Era el único punto opaco en aquel carnaval de colores, bolsos de cuero colorado y taconeos impacientes. Una mujer sin peinado extravagante, sin aretes en las orejas, sin ojos ávidos y con un gesto de estar ahí como por casualidad. Yo venía del Liberty, de ver Los Fantasmas Se Divierten y pasé agarrándome la boca. Tenía un dolor de muelas espantoso. Me sentí halagado cuando me hicieron proposiciones deshonestas y mucho más cuando me llamaron churro y churrasco, adjetivos que me quedaban grandes. Porque yo no era Rodolfo Bebán. Tenía un metro sesenta de estatura, una nariz quebrada y tres pelos pinchos en el marote.
Me detuve y la miré. Las otras cuatro se disputaron mi atención pero yo la miraba a ella, solo a ella. Pero ella a mí no. Después de unos instantes me desconcerté y me pregunté si aquella mujer sería realmente del oficio. Capaz que estaba ahí por estar, yo qué sé, pasando el rato, tomando el fresco, mirando las estrellas. Ya estaba por seguir mi camino cuando al fin me miró y se señaló a sí misma como preguntándose “¿a mí? ¿me elegís a mí?”. Yo le dije que sí con la cabeza. Me dio la impresión de que no se quería convencer. Al fin se alzó de hombros y se me acercó. Como con desgano. Se me quedó mirando. Yo le pregunté:
– ¿Adónde vamos?
– No sé – me contestó.
– ¿Goes?
– Ta.
Se sacó los vaqueros, se sentó en la cama y se quedó mirando un cuadro que estaba colgado en la pared.
– Barradas – dijo. – El tango.
No entendí.
– ¿Qué te pasa? ¿Querés escuchar música? – le pregunté.
Señaló el cuadro y me miró con los mismos ojos desganados con los que me había mirado en el baldío de Bulevar Artigas.
– Ese cuadro – dijo. – Es una reproducción de un cuadro de Barradas. Se llama El tango.
– Ah.
Miré y vi una mujer sentada a la mesa de un café.
– ¿Barradas? – pregunté yo.
Asintió con la cabeza.
– Mirá vos.
No quise ser menos.
– ILDU – le dije.
Volvió la cabeza y me miró.
Señalé la colcha de lana de la cama.
Levantó el reborde y lo palpó.
– No. No es lana – dijo. – Es poliamida.
“A esta mina no le gano una”, pensé.
Sentí un ramalazo del maldito dolor de muelas. Me llevé la mano a la boca.
– Ibuprofén – me dijo ella.
¿Se estaba refiriendo a otro cuadro? Recorrí con la vista las paredes de la habitación. Solo vi manchas de humedad y un cartelito con indicaciones de cómo salir rajando en caso de incendio.
– ¿Estamos jugando a las palabras? – le pregunté. – ¿Tengo que adivinar lo que quiere decir ibupro... ¿Cómo era?
– Ibuprofén. Es un antiinflamatorio no esteroidal. ¿Tenés dolor de muelas, no?
– Pero ¿qué sos vos? ¿Médica? – le pregunté.
– Sí.
Se sacó la bombacha, pegó media vuelta, se puso en cuatro patas y me ofreció la retaguardia. Era una retaguardia muy interesante pero yo ahora tenía otras cosas en la cabeza.
– ¿Qué es eso de que el Ibuprofén no es asteroidal? – le pregunté.
– Esteroidal. Con E – me corrigió. – Los esteroides son hormonas lipofílicas.
– ¿Lipofílicas?
Pensé en mandarla a cagar. Traté de concentrarme en la retaguardia que se me ofrecía porque si no me iba a volver loco.
– Ni siquiera arreglamos el precio – le dije yo.
– Pagame lo acostumbrado – me contestó.
– ¿Qué es lo acostumbrado ? – pregunté, haciéndome el inocente. Yo sabía muy bien lo que cobraban las putas.
Ella seguía en cuatro patas.
– No sé – me contestó.
Saqué los Nevada y le ofrecí uno. Aceptó, se sentó a mi lado y se puso a hacer aritos con el humo. Vimos cómo flotaban y desaparecían en el techo de la habitación.
Dio otra chupadita al cigarro y agregó:
– Algún día se va a prohibir esto. La nicotina te jode el parénquima y es la causa del adenocarcinoma.
– Claro. Totalmente de acuerdo – contesté.
Creí recordar que Parénquima era una alazana de tres años que el domingo anterior había ganado la cuarta en Maroñas con la monta de Walter Báez. Pero no estaba seguro. Adenocarcinoma, en cambio, no me sonaba a nada.
– Decime una cosa: ¿qué hace una médica como vos en una amueblada como esta con un tipo como yo?
– Me echaron de la mutualista y me cerraron el consultorio. No me dejan trabajar. Me encajaron una B en el certificado de fe democrática. Parece ser que se enteraron de que firmé un manifiesto contra la guerra de Vietnam en el setenta y uno. Yo ya ni me acordaba.
– Ah.
Me incorporé y le dije:
– Che, facultativa, ¿qué te parece si dejamos este asunto para otro día? Es que además de la muela me duele también el parénquima, ¿sabés? ¿Nos vamos a tomar un café al Mburucuyá?
El pugilista
Dos años de flexiones, de pera loca, de saltar la soga y de levantar pesas. Yo todo lo que quería, fijate vos, era meterle una buena piña a alguien. Ta, era verdad que ya les había metido como quinientas piñas al Gurí y al Néstor que eran los sparrings del Basáñez, pero eso no contaba porque los locos se ponían protector de cabeza. Yo quería dar golpes de veras, sentir que el guante chocaba contra una jeta de carne y hueso, contra un mentón con pelusita, contra una buena ñata. Seguí saltando, un, dos, tres. Después volteretas para los costados, una para la derecha, otra para la izquierda. Sesenta y ocho kilos clavados. Era un wélter y vamo' arriba. Iba a debutar el miércoles en el Palacio Peñarol en la categoría novicios. Y te juro que no iba a parar hasta noquear algún día al campeón del mundo.
– Cavernícola va a pelear dentro de un rato, Angélica – dijo doña Domeka. – Me muero de los nervios. Mire si me lo matan.
Angélica siguió picando ajo.
– ¿Dejó el violín? – preguntó.
– Ya no le interesa. Después de tres años de estudios y de toda la guita que me gasté pagándole las clases con el profesor Alvarado, ahora dice que se da cuenta de que la música no es lo suyo.
– Pero ya hace como dos años que va al Basáñez, ¿no?
– Sí. Pero nunca pensé que se lo iba a tomar tan en serio.
Angélica empanó las milanesas y doña Domeka sintonizó la CX40.
– Y ahora la tercera pelea del programa, estimados oyentes. Encuentro de novicios. En un rincón, representando a Peñarol tenemos a Vicente, el Tata, García y en el otro rincón al debutante Cavernícola Oliver representando a Basáñez. Según los datos que me proporciona aquí mi asistente, lo de Cavernícola no es un apodo sino el nombre real del novel pugilista. Cosa curiosa, ¿no?, bueno, ja, ja, estimados oyentes, paso a contarles que ambos contrincantes se encuentran en estos momentos realizando ejercicios de calentamiento y que pronto se va a dar inicio al encuentro.
No le tengo miedo al Tata. No le tengo miedo a nada. Al fin voy a poder encajar piñas de verdad. Suena la campana y aquí vamos. Camino decidido hacia el centro del ring, muevo la cabeza para aquí y para allá, mover siempre la cabeza, mover siempre la cabeza, no ofrecer blanco fácil, pruebo con izquierda, mi guante choca contra el guante del Tata, pruebo otra vez, después prueba él, detengo con derecha, amago por aquí, el Tata me amaga por el otro lado, retrocedo unos pasos, él también, bailamos un poquito, me voy contra las cuerdas, el Tata se aproxima, amaga sacar el derechazo, yo mantengo la distancia y de pronto la platea del Palacio Peñarol se pone a cantar que se besen, que se besen.
– Los púgiles se tantean y continúan tanteándose, estimados oyentes. Se nota lógicamente la falta de experiencia de combate, pero esperábamos más iniciativa por parte del Tata García que ya tiene algunas lides en su haber. Oliver sumamente cauteloso, parece que busca el momento adecuado para lanzar sus golpes, pero hasta ahora hay poca acción en el ring, estimados oyentes. El público reacciona con cantos sarcásticos, el juez se cruza de brazos como preguntándose ¿y estos dos cuándo van a empezar? Tome Norteña negra de oro, quinientas calorías por botella.
Doña Domeka se lleva un pedazo de milanesa a la boca sin sacarle la vista al aparato de radio.
– Le quedaron muy ricas, Angélica.
– No es mérito mío – repondió aquella. – Es la rueda que vende don Lucio. Es de excelente calidad.
– No se haga la modesta.
– ¿Por qué le puso Cavernícola al botija?
– No le puse. Fue mi marido alemán, que en paz descanse, el que lo llevó al registro civil y lo quiso inscribir como Karl Fred Nikola, que era el nombre de un tío al que quería mucho. Se ve que el funcionario lo entendió mal.
No sé que estoy haciendo aquí tendido. Alguien me enfoca una linternita en los ojos. Primero uno, después el otro. Me preguntan si sé cómo me llamo, si sé qué día es hoy. Hasta hace un instante estaba pegando saltitos contra las cuerdas y vi al Tata que se me venía encima. No entiendo nada. Lo más absurdo de todo es que de repente se aparece mi vieja apartando con los codos a todo el mundo y me levanta de los pelos. Me arrastra fuera del ring y me empuja dentro de un taxi. Tengo un mareo bárbaro. Escucho que me dice:
– Cuando lleguemos a casa te me comés una de las milanesas de Angélica, te vas a dormir y mañana temprano te quiero fresco, bañado y peinadito. Tenés clase de violín a las diez.
El sobretodo
Me levanté furibundo de la silla y le pegué sin querer a la mesa. La caldera se tambaleó, el azucarero tembló y el té amenazó con desbordarse de las tazas. Pero a mí no me importó. Fui hasta el perchero con dos pasos decididos, agarré mi sobretodo y empecé a forcejear para ponérmelo. Susana se acercó y me ayudó con una de las mangas.
– Dejá. No te molestes. Puedo solo – dije con una voz aún más dolida que la de Lucho Gatica.
Susana se cruzó de brazos y se quedó detrás mío observando mis contorsiones. Yo seguí luchando con el maldito sobretodo. La manga derecha la tenía puesta pero la izquierda todavía no. Tanteaba furiosamente con el brazo de ese lado pero no daba con el agujero correspondiente. Al final lo encontré pero el sobretodo se me empezó a resbalar por la espalda por lo que la manga derecha también descendió hasta el codo. Me quedé trancado con el sobretodo a la altura de la región lumbar. Entonces hice unos movimientos convulsivos con la espalda con la intención de que el sobretodo subiera de un tirón hasta el cuello. Parecía que estaba bailando el twist, lo sé y me dio una vergüenza bárbara. Estaba haciendo el ridículo. Yo lo que quería era impresionar a Susana con mi ira y mi rabia y mi furia y todos los demás sinónimos de bronca del diccionario. Pero el tiro me estaba saliendo por la culata. Así que me di vuelta y la enfrenté. La manga derecha amenazó con salírseme del todo y estiré el brazo de ese lado para superar ese percance. Pero mucho no lo pude estirar ya que el brazo del otro lado, o sea el izquierdo, había quedado atrapado en el codo. Quedé por ende medio torcido con el brazo derecho elevado en un ángulo de sesenta y cinco grados y el brazo izquierdo en un ángulo de yo qué sé, de cualquier cosa.
Estaba decidido a todo. Iba a abrir la boca para espetarle a Susana unos buenos improperios, unos excelentes insultos o mejor aun algún comentario irónico e hiriente, cargado de cinismo y acidez. La macana es que cuando quise remarcar mis palabras con un ademán del brazo, no pude porque el sobretodo se me había convertido en una camisa de fuerza. Así que pegué un grito tarzanesco como para despertar a todas las bestias de la selva y con movimientos frenéticos me liberé del sobretodo, lo tiré al suelo y lo pisoteé. Después me puse a bailar un malambo arriba de él. Cuando terminé, miré a Susana, echando fuego por los ojos y jadeando como Jack Palance.
– Todavía tenés que pagar la tercera cuota de ese sobretodo – dijo ella sin descruzarse de brazos.
Sí. Tenía razón. Me faltaba una cuota de trescientos cincuenta pesos de El Mago. Pero eso no venía al caso. El caso era, el caso era, el caso era... Bueno, el caso era que me había olvidado de por qué me había enojado. Lo cual me enfureció todavía más. Así que adopté la técnica actoral de Stanislavski y recogí el sobretodo con calma chicha, lo palmoteé como para quitarle el polvo, lo estiré con impasibilidad de mayordomo británico y le soplé las solapas. Después tomé la tetera y lo rocié de manzanilla de arriba a abajo asegurándome de empapar bien el forro para que se estropeara del todo. Acto seguido caminé hasta la puerta de calle dispuesto a hacer un mutis por el foro que fuera sensacional e inolvidable, pero estaba trancada. Me mandé unos forcejeos infructuosos. Así era yo. Todo lo que hacía era infructuoso.
– Tiene puesto el pasador, Fructuoso – oí que me dijo Susana que seguía de brazos cruzados.
Apoyé la frente en la puerta, suspiré hondo y descorrí el pasador. Pero seguía sin abrirse. Le pegué una patada. Infructuosa.
– La cuña – dijo Susana.
Ah, la cuña. Habíamos puesto una cuña de madera en la rendija de abajo para que la maldita puerta cerrara bien porque una de las bisagras estaba salida. Me agaché, agarré la cuña, la inspeccioné acercándomela a los ojos como si fuera un insecto raro y la deposité stanislavskiamente en la mesita de mármol que no era de mármol. La llamábamos así porque se parecía a la de Pablo Mármol, el vecino de Pedro Picapiedra.
Al fin salí a la calle. Antes de cerrar la puerta detrás mío Susana me tiró el sobretodo a la vereda. Lo levanté y lo escurrí como si fuera un trapo de piso. Decidí ponérmelo sobre los hombros e irme al Aldea. Fermín me iba a entender. Era mi mejor amigo.
– ¿Otra vez te entró la furia, Fructuoso? – me preguntó Fermín ni bien me vio acercarme al mostrador.
Me pasó una mano por los hombros y me dijo:
– Solo Susana te aguanta.
Volví a casa como a las dos de la madrugada y Susana había cerrado la puerta con llave como siempre. Y como siempre, me tuve que trepar por el cerco de los jazmines. Colgué el sobretodo en la cuerda de secar la ropa y me tiré en el colchón del galpón. Antes de quedarme dormido me tanteé el bolsillo del pantalón y verifiqué que tenía los trescientos cincuenta pesos de la cuota que faltaba. Mañana mismo pasaría por El Mago a pagar.
La confitería
Desplegué la mesita de madera en la esquina de Colonia y Convención y dispuse sobre ella los chocolatines Águila, los caramelos Zabala, los candes suizos y los ticholos del Brasil. El cabo Almeyda me había dicho que me dejaba laburar a cambio de que le diera el diez por ciento de la recaudación del día. Como yo no entendía bien qué era eso del diez por ciento me dijo que multiplicara la guita que hubiera ganado por cien y que después la dividiera por diez. Ahí sí que me perdí. Yo no había hecho la escuela. Le dije que ta, que sí, que de acuerdo. Me daba vergüenza quedar como un ignorante.
Por la ventana de la confitería de enfrente vi al rubio. Me saludó otra vez. Me saludaba cada vez que alzaba el vaso de cerveza. Yo le correspondía moviendo la cabeza, qué iba a hacer. El rubio estaba sentado junto a una mujer que era tan linda que parecía una cartulina recortada del catálogo del London París. El flaco de gorra blanca que estaba detrás del mostrador de los pasteles y de las masas prendió la radio y se empezó a escuchar una voz finita que hablaba en una lengua que me era desconocida y que se parecía a la del Tata cuando tiraba la bronca. La voz de la radio recibía aplausos y ovaciones mientras que a la del Tata en Pajas Blancas no le dábamos ni cinco de pelota. Pero todo el mundo en aquella confitería parecía estar pendiente de la voz. El flaco de gorra blanca estiró el brazo derecho de repente y lo dejó así estirado un rato largo, larguísimo. Pensé pobrecito, alguien le habría puesto cemento en el desodorante. La voz de la radio se fue haciendo cada vez más y más aguda y más gritona. Igualita a la del Tata cuando quería cagar y no podía. Hasta a mí me empezó a poner nervioso.
En eso pasó una señora y me compró un caramelo Zabala. Uno solo. Me dio un vintén y yo me quedé mirando la moneda. Según el cabo Almeyda tendría que multiplicarla por cien y después dividirla por diez. Cómo mierda se haría eso. Era brava la vida del comerciante.
De pronto la voz de la radio de la confitería pegó un último grito desgarrador y las multitudes del éter se pusieron a rugir ensordecedoras. Como las del talud de la Colombes el domingo anterior cuando Atilio García la había bajado con el pecho, se le había ido por la izquierda a Prado y se la había colocado suavecita en el ángulo a Macchiarello.
La radio empezó a emitir música, una música como de cuartel con mucha trompeta y mucho tambor y ahí empezaron las pedradas. Los muchachos del Rodó se desplegaron en abanico por la calle y se pusieron a destrozar las vidrieras de la confitería. En medio de aquella lluvia de proyectiles un estudiante me tiró un real sobre la mesa y se me llevó un chocolatín. Las ventas iban bien. Mientras zumbaban las pedradas, el rubio asomó la jeta por la ventana con mucha cautela, alzó el vaso de cerveza y me saludó. Yo le correspondí con la cabeza. El flaco de la gorra blanca, valiente y osado, salió a la calle con el brazo derecho todavía estirado y vociferaba que indifrunguen negrunguen y que unheimlich soronguen del carajen y que yo qué sé.
Desde el lado de Dieciocho llegó la milicada y los estudiantes empezaron a dispersarse. Cuando la batalla fue derivando hacia el lado de Mercedes y la calma retornó, vi a un zorro gris doblar la esquina. El gordo se me plantó delante, me dijo que era Fernández, inspector del municipio y que me dejaba laburar a cambio del diez por ciento de la recaudación del día.
– Sí, ya sé – contesté yo con cara de entendido. – Multiplico por cien y después divido por diez.
No me contestó. Me miró de arriba a abajo con aire circunspecto y después hizo como que examinaba la mesita. “Ojalá que no me la patee”, pensaba yo. Al final se acomodó el saco, apuntó algo en una libretita y se fue a inspeccionar un Chrysler que estaba estacionado en la acera de enfrente.
A todo esto el flaco de la gorra blanca se puso a barrer los vidrios rotos. El rubio y el figurín del London París cruzaron la calle y al pasar por donde yo estaba, el rubio me miró, elevó su vaso de cerveza y me dijo:
– ¡Prost!
La belleza que lo acompañaba lo tironeó del saco y se lo llevó medio tambaleando hasta el hotel de la esquina. Los vi desaparecer por debajo del cartel de la entrada.
A las cinco de la tarde vi venir al cabo Almeyda por la derecha y al inspector Fernández por la izquierda. Plegué la mesa y salí corriendo atrás de un ciento cuarenta y tres. Lo corrí hasta Rondeau para ahorrarme el boleto y frente al Emporio me detuve a recuperar el aliento. Me apoyé contra un árbol y traté de calcular mentalmente cuál sería el diez por ciento de tres caramelos Zabala, dos chocolatines Águila y un ticholo. La cuenta no me salía. “Indifrunguen del carajen”, murmuré.
Los electrones
En el año setenta y uno la Rambla Costanera de San José de Carrasco no estaba asfaltada y el 7E7 rojo luchaba por su vida contra los baches. Lo vi parar en la esquina de General Alvear y quedar peligrosamente escorado mientras Correa se bajaba por la puerta de atrás. Toby lo reconoció enseguida y corrió hacia él ladrando alegremente. El ómnibus se puso otra vez en marcha con un rechinar de fierros y de engranajes y entonces puse la vista en lontananza y dije muchachos por el río Paraná viene navegando un piojo con un hachazo en el ojo y una flor en el ojal. Los muchachos desolados tiraron las cartas sobre la mesa y yo recogí los porotitos, dije esta vuelta la pago yo y le hice seña a Manolo de que sirviera más cerveza. Por el ventanal del club vi al 7E7 rojo volver a detenerse en la esquina de Benito Lamas. Después arrancó y desapareció en el agujero que nosotros habíamos bautizado como la laguna Merim. De alguna manera reapareció por el otro extremo y siguió rumbo a Lagomar.
Correa y Toby entraron, se acercaron a la mesa y el Arlequín arrimó una silla.
– No hubo suerte, muchachos – nos dijo Correa, apesadumbrado.
Lo habíamos mandado a Montevideo con un par de mangos que habíamos juntado entre todos para que le comprase marihuana al hijo del doctor Torrens. Se suponía que Torrens había estado recientemente en Nueva York y que había vuelto con mercadería de la buena. Nosotros no es que estuviéramos para la pichicata pero siempre nos había llamado la atención las caras de los yanquis en Vietnam. En el liceo nos deteníamos a mirar las fotos de la guerra en el hall de entrada. Aquellas bestias mataban niños y mujeres, arrasaban aldeas y le prendían fuego a todo lo que tenían delante pero cuando vos les mirabas las caras de cerca te dabas cuenta de que estaban en otra, en otra dimensión, en otra realidad. Y eso era por la marihuana. Esa pichicata los hacía indiferentes a las barbaridades que ellos mismos cometían. A nosotros nos picaba la curiosidad.
– Pero tengo una alternativa – nos dijo Correa como para consolarnos. – Y es una alternativa mucho más barata.
Entonces sacó una banana del bolsillo y la depositó sobre la mesa. El Arlequín se rascó la cabeza y Gregorio, Lerena y yo nos lo quedamos mirando. Después miramos la banana. No entendíamos.
Correa decidió darnos una lección práctica y procedió a pelar el fruto. Separó un cacho de cáscara con suma gracia y ductilidad y con el Zippo que sacó del bolsillo delantero de la campera lo encendió por uno de los extremos. Después empezó a fumarlo por el otro y se recostó contra el respaldo de la silla con un gesto de abandono y de goce espiritual. Toby lo miró con las orejas paraditas y Lerena, que no podía creer lo que estaba viendo, le dijo anormal, devolvenos la guita y dejate de romper las pelotas.
Al otro día me encontré con Abelardo Torrens en el Submarino Peral y le conté que Correa se había fumado una banana en el club de San José de Carrasco.
– Sí – me dijo Abelardo, para mi sorpresa. – Es la nueva ondita en Nueva York. Yo le pasé el dato. Me quiso comprar marihuana pero le expliqué que mi viejo solo había traído unos gramitos de morondanga que no alcanzaban para nada.
Revolví el café y lo miré.
– Mirá, Pulpo, la banana tiene mucho potasio, ¿sabés? – continuó. – El fuego lo desestabiliza y lo oxida y los electrones que se desprenden te van directamente al cerebro y te activan el lóbulo occipital que es donde ocurre toda la joda.
El loco era hijo de médico y se suponía que algo de química sabía, pero lo que me estaba contando me parecía un soberano disparate. Yo no tenía tiempo para la pavada. Suspiré, tomé un sorbito de café y me sequé los labios con una servilleta de papel.
– Y si te fumás una lechuga, ¿qué pasa? – atiné a decir.
– No me tomás en serio – me contestó.
No le dije andá a cagar directamente pero le tarareé la melodía que el estimado público conoce de sobra.
– Dale. Dame las llaves – le dije.
Me las dio.
Eran las llaves del consultorio del viejo. El doctor Torrens vivía con su familia en Malvín pero atendía a sus pacientes en una casona de la calle Juan Paullier que los sábados y los domingos se convertía en el nidito de amor de la Pelusa y del abajo firmante.
Cuando llegué, ella ya estaba esperándome, apoyada en un árbol de la vereda de enfrente. Metí la llave en la cerradura de la puerta pero vi que me hizo seña de que me le acercara. Tuve una premonición. Sentí un dolor en la barriga. Crucé la calle y cuando le iba a dar un beso me habló con la boca escondida detrás de la bufanda y mirando para los costados. Había aparecido alguien en su vida, me dijo. Un tipo que tenía una fábrica de salchichones y que la quería ver todos los días. No como yo, que solo la tenía de novia los fines de semana. Me quedé mudo y solo atiné a preguntarle qué edad tenía el dueño de la fábrica esa de salchichones. Cuarenta y siete, me contestó, esquivándome la mirada. Le dije que podría ser su abuelo. Asintió con la cabeza y me quedé mirando la vereda. No te enojes, Pulpo, me dijo. No, qué me voy a enojar, contesté. Bueno, chau. Chau, Pelusa.
Caminé por Paullier hasta Palmar. Odiaba a Cattivelli, a los hermanos Otonello y a todos los salchichones, salamines y morcillas del mundo. Los chacinados me habían arruinado el amor. Y ahora ¿qué iba a hacer? ¿Tirar un choripán al piso y pisotearlo a modo de venganza?
Llegué a Rivera con un esfuerzo bárbaro porque cada pierna me pesaba cien kilos. En el almacén de la esquina vi bananas y compré una. ¿Una sola?, me preguntó la mujer que estaba detrás del mostrador. Sí, una sola.
Después me tomé un 7E7 rojo a Lagomar y me senté en el asiento de atrás del todo donde empecé a fumarme la cáscara. Cuando me bajé en Calcagno y la Rambla me puse a cantar bajo el cielo azul de mis montañaaas hay allá una falda acurrucaaadaaa... y empecé a correr entre las dunas. Luego me descamisé frente al mar, agarré un palo y escribí en la arena Pelusa, andá a la concha de tu madre. Más tarde me senté en la laguna Merim y ahí me quedé no sé cuánto rato medio dormido hasta que un Volkswagen me empezó a tocar bocina.
Dicen los muchachos que llegué muy contento al club y que nadie entendió nada cuando les dije que me disculparan, que la risa boba que no me podía sacar de encima era culpa de los electrones del potasio.
Los seis árboles
Cerré un ojo y logré enhebrar la aguja. Después hice un nudo en la punta del hilo. Mi madre movió la cabeza afirmativamente. A continuación introduje la aguja por uno de los agujeros del botón.
– ¿Ves? No es tan difícil – me dijo.
Ya estaba agarrando la onda. Me iba a vivir a Buenos Aires y tenía que estar preparado para todo. Un hombre no podía largarse a conquistar el mundo así como así sin haber aprendido antes a pegar un botón.
Pero todavía me faltaba saber cómo se freía un huevo. En eso la especialista era mi abuela.
– Primero tienes que esperar a que el aceite esté bien caliente, ¿comprendes? Después partes la cáscara en el borde de la sartén. Así, mira. Luego separas las dos mitades y dejas caer el contenido sobre el aceite. A ver, prueba tú.
Probé e hice un desastre. Después probé de nuevo. Otro desastre. Mi abuela me miró desconsolada y después de un silencio, me dijo:
– También los puedes hervir, Miguel.
Me alcé de hombros pero no me desanimé. Hubiera sido ridículo postergar la aventura de conquistar el mundo por tan poquita cosa. Así que observé con desdén los tres huevos que quedaban en la cajita de plástico transparente y me fui a sentar en el comedor. Me acomodé en el sillón de mimbre y me puse a mirar el bargueño con sus licores de anís, su carreta de Belloni de marfil, sus vasos de whisky y su enciclopedia Barsa. También miré las fotos de la primera comunión en blanco y negro y los dos banderines de Peñarol y de Bohemios junto a un abanico desplegado que tío Ernesto había traído de Sevilla. Se suponía que iba a extrañar todas esas cosas.
Salí a la calle a pegar una última recorrida al barrio. Nadie me daba ni cinco de pelota pero yo saludaba a todo el mundo con gesto melancólico. La abuelita Samara inclinó levemente la cabeza cuando pasé y siguió barriendo el zaguán. Me detuve un instante para ver la partida de ajedrez que don Lázaro y don Edison estaban jugando en el murito de la casa del gallego Yáñez y después conté los árboles de la vereda. Conté seis hasta la esquina de Monte Caseros. Cuando me estaba reprochando a mí mismo que eso de contar árboles era una pelotudez vi al turco Rafat sentado en su silla de tijera. Estaba como siempre mirando fijamente algo que él solamente podía ver. Era hombre de pocas palabras y cuando hablaba era muy sentencioso. Decían en el barrio que era de Aiguá y que en su mocedad había sabido ser zapatero. Parecía un Martín Fierro fernandino con sus bombachas, sus botas de cuero negro y su infaltable mate. Iba a acercarme a saludarlo cuando vi a Katia saliendo del almacén de don Evaristo. A la mierda. Qué le iba a decir. ¿Que me iba? ¿Así nomás? ¿Sin comerla ni beberla?
– Miguel – me dijo alegremente, cuando me vio.
Me mostró la bolsita de papel de estraza que llevaba.
– Yerba – me indicó. – Vení a casa. La vieja está haciendo tortas fritas.
– Katia. Te tengo que decir algo.
– Decime todo lo que quieras, bizcochito.
– Me voy a Buenos Aires.
– ¿Y?
Ante mi silencio y mis ojos preocupados y culpables, agregó:
– ¿Te vas en el sentido de...irte? ¿Cómo quien se va para...quedarse...allá?
– Enseguida que encuentre laburo te vengo a buscar y te venís conmigo.
– Taitunga taraitaitunga – respondió ella.
De pronto me miró muy seria, me puso la palma de la mano en el pecho y me apartó. Dio unos pasos por el corredor que llevaba a la puerta de su casa. Antes de desaparecer del todo por detrás del ceibo blanco se volvió y me hizo adiós con la mano.
Yo me quedé parado en la vereda con los manos metidas en los bolsillos empezándole a agarrar el gustito al sufrimiento. Eso era parte del asunto, ¿no? Porque cuando te ibas sacrificabas todo. Dejabas atrás la patria, los amores, el bargueño y los seis árboles hasta la esquina de Monte Caseros. Y todo lo que vos habías sido hasta ese momento. Borrón y cuenta nueva. Otro capítulo. Un segundo bautismo.
Pero lo cierto es que no me podía mover. Parecía que la suela de las alpargatas habían echado raíces en las baldosas de la vereda y yo intentaba levantar las gambas y no podía. Y de repente, para peor, se me llenaron los ojos de lágrimas. Mi cerebro le preguntó a mi corazón “qué te pasa la concha de tu madre” y este le contestó “no me putees que toda la culpa es tuya” y cuando quise intervenir para calmar los ánimos escuché la voz del turco Rafat que me preguntaba:
– ¿Qué te pasa que andás hablando solo?
Lo miré sorprendidísimo porque Rafat raramente abría la boca. Me apoyé contra un árbol y le acepté un mate.
– Me voy a Buenos Aires, don Rafat.
Don Rafat no me miraba. Tenía la vista puesta en otra cosa. Podía ser el Chevrolet celeste del Coco, las hortensias de Angélica o el hoyo de la bolita del Microbio.
– Ya aprendí a valerme por mí mismo. Sé pegar un botón, freír un huevo (bueno, más o menos) y me llevo cien pesos para que me duren hasta que encuentre laburo.
Y seguí hablando como media hora. Pero ya ni me acuerdo de lo que le dije. La cosa es que no podía parar. Quería convencerme a mí mismo de algo y también convencerlo a él pero no sabía exactamente de qué. Después de un rato largo, larguísimo, me quedé sin aliento y no dije más nada. De pronto el turco Rafat se puso de pie, plegó la silla, recogió la caldera y me puso una mano en el hombro. Yo sentí que me iba a decir algo solemne, algo profundo y telúrico como los tatas que aconsejan al hijo que se va pa' la ciudad.
– Miguel. Tené esto siempre presente. El hombre no debe ser vejiga – sentenció.
Penas de músico
Tomé una decisión drástica. Me encaré con la guitarra y le dije:
- Te saqué del ropero cuando todavía estabas colgada y nadie en vos cantaba nada ni hacía tus cuerdas vibrar.
Y de puro cruel, ya que justo ese día había apagón y de eso ella no tenía ninguna culpa, agregué con tono hiriente:
- Y la lámpara del cuarto que mi dolor ha sentido, con su luz no ha querido mi noche triste alumbrar.
Era una bombilla Philips de veinticinco vatios que hacía varios días que estaba parpadeando. La saqué de la veladora y la tiré al tacho. A la guitarra la puse de almohada y me tiré en la catrera con la firme intención de dejarme morir. Después de un rato me entró a doler el pescuezo. Normalmente usaba de almohada el viejo smoking de los tiempos en que yo también tallaba. Con la guitarra, en cambio, era bravo encontrar una manera de encajar bien la cabeza. Soñé con serpientes. Largas, transparentes. Mataba una y aparecía otra mayor.
- Vo, levantate, loco – sentí que me decía Cabanillas.
Me refregué los ojos, bostecé y me apoyé en los codos.
- ¿Qué pasa? - pregunté.
Por lo visto en aquel conventillo uno no podía dejarse morir tranquilo.
- Teléfono. Juana.
Fui hasta el aparato. Estaba clavado a la pared al lado de la puerta de la cocina.
- Hola, Juana. ¿Por qué no me llamás al celular?
- Es más caro.
Mujeres.
- ¿Qué querés?
- Mañana por la mañana te espero a tomar el té. ¿Seguís teniendo ganas de verme la punta del pie?
“La punta del pie, la rodilla, la pantorrilla y el peroné”, pensé. Pero no se lo dije. Lo que sí hice fue aprovechar y reprocharle:
- De amores te requerí y vos me dijiste no, ¿te acordás?
- Pero ahora te diría que sí, si hay compromiso matrimonial.
Mujeres.
Cabanillas era músico como yo. Pero no sabía leer partituras. Ni el diario sabía leer. Yo por lo menos sabía que el acorde de re tenía dos sostenidos, que eran el fa y el do pero él no sabía ni siquiera eso. Tocaba de oído.
- Che, Cabanillas, me pasé toda la vida escribiendo canciones y ¿para qué, eh?
- Nadie es profeta en su tierra.
- ¿Y eso qué tiene que ver?
- Mirá lo que le pasó a Violeta Parra. Se moría de hambre en Chile y se fue a Francia y ahí la aclamaron y se hizo famosa. O pensá en Gardel que era de Tacuarembó y triunfó en Buenos Aires. Y qué te voy a decir de Caruso.
- ¿Qué me vas a decir de Caruso?
- Que nadie daba ni cinco por él en Nápoles y adquirió fama universal solo cuando fue a cantar al Scala de Milán.
- Entonces según vos yo me tendría que ir a vivir a Sebastopol para que me fuera mejor.
- Podrías probar.
A continuación cazó el bandoneón y se mandó una improvisación sobre Madame Ivonne que me hizo saltar las lágrimas. Cuando Cabanillas tocaba se me arreglaba el mundo. Ya no me importaba el hambre que tenía o los huesos jodidos por el reuma o los bolsillos vacíos de todo menos de pelusa. Ya no me pesaban los sesenta y cinco años de vida ni los ojos gastados de escribir miles y miles de puntitos minúsculos en papel pentagramado ni las quinientas carpetas en las que guardaba las canciones de la juventud, de la madurez y de la chochez. El bandoneón de Cabanillas era mágico. Era un fuelle desinflado en aquella habitación sin revoque en las paredes, sí, pero la música que destilaba era la miel de los ríos de la tierra prometida. Yo suspiré, me volví a recostar en la catrera con los brazos cruzados por debajo de la cabeza y me quedé mirando las alturas. Por cierto al techo no le iría nada mal una mano de pintura.
Me aparecí en lo de Juana, borracho pero con Flores. Toqué timbre, se apareció ella, nos miró y no le gustó nada.
- Juana, Flores. Flores, Juana – dije yo.
Flores hizo una reverencia un poco exagerada y casi se va al suelo. Lo agarré a tiempo.
- ¿Y este quién es? - preguntó Juana.
- No sé. Lo acabo de conocer en el cafetín de la esquina. Solo me dijo que era sabiondo y suicida y que estudiaba filosofía.
- Sí y seguro que también dados y timba.
Así era Juana. Una poesía cruel. Pero yo la quería con locura. De otra manera no la podía querer porque si hubiera estado cuerdo nunca me le hubiera acercado. Pero estábamos los dos demasiado viejos para detenernos en esas minucias. Ella me quería. Yo la quería. Y ya está.
Tomamos el té con escones, manteca y mermelada de zapallo.
- Ayer cuando llamaste por teléfono estaba decidido a dejarme morir – le confesé.
Sus ojos azules muy grandes se abrieron.
- Tengo una pena inaudita - agregué. - Me di cuenta de que como compositor no sirvo para nada.
- Pero Lucho, cuando te escucho, yo me emociono pero mucho, mucho, mucho – me contestó ella tratando de levantarme el ánimo.
Esa noche en El Peringundín anuncié que iba a interpretar una de mis nuevas creaciones y los muchachos del público reaccionaron como siempre. Unos dijeron – Cagamos – y otros exclamaron – Rajemos, muchachos - . Pero no me amilané. Entoné la Balada Desconsolada que había escrito la semana anterior y di lo mejor de mí. Coseché unos cuantos aplausos y volví al conventillo. Juana me estaba esperando tendida en la catrera. Ahí se me subió la bilirrubina y fui a cerrar la ventana porque llovía café.
Piedras de Afilar
Ella tenía experiencia. Yo, no. Ella se las sabía todas. Yo no sabía nada.
– Se mete por aquí – me indicó.
– ¿Y por dónde se saca?
– No seas guarango.
Se lo metió y a mí me pareció bien. Bueno, en realidad me pareció bárbaro. Aquello era calentito, acogedor. Era lo que yo quería, lo que siempre había querido. Estaba cómodo, feliz. Encajábamos bien, estábamos hechos el uno para el otro. Éramos las dos piezas que le faltaban al rompecabezas del amor. La pasión unida que jamás sería vencida. Dos medias naranjas que al fin se habían encontrado. El pan y la cebolla. Todos los clichés juntos en aquella cama, en aquella tarde invernal que se suponía que era de siesta y que terminó siendo de descubrimiento y de te adoros y de nunca me faltes y de nunca te voy a faltar.
– ¿Con Ignacio también fue así? – pregunté desde el monte de los olivos, lánguido de paz después de la guerra.
– No sé quién es Ignacio.
Me reí por lo bajito.
– Qué Ignacio va a ser. Ignacio de Loyola – dije.
– No es santo de mi devoción.
A preguntas bobas contestaciones bobas.
– ¿Cuándo dejaste de ser virgen?
– ¿Querés decir que cuándo dejé de ser idiota?
– ¿Cuándo dejaste de ser idiota?
– No fue con Ignacio. Ignacio fue el... – se puso a pensar un rato. – ...¿Tercero?... o ¿el cuarto?.... No sé.
– Ya me lo imaginaba.
– El primero fue Rodríguez.
– ¿Rodríguez?
– Rodríguez. Pero fue un desastre. Era mi primera vez y yo era muy joven, ta, pero tampoco era naba así que le dije que cogíamos con condón o si no olvidate, papito. Después resultó que era alérgico al látex pero él en ese momento no lo sabía. Le quedó la minga hinchada, toda colorada. Parecía una longaniza. Imaginate vos, yo estaba ahí tendida en aquella cama capitoné de lujo del hotel y él corriendo a los saltitos por toda la habitación gritando ¡cómo le explico esto a la Rodriga!¡Cómo le explico esto!
– ¿Y el segundo?
– Segundo.
– Sí. El segundo.
– Te estoy diciendo que el segundo fue Segundo. ¿Lo conocés a Segundo?
– Esperá un segundo.
– No seas nabo. ¿Es que nunca vas a dejar de ser nabo?
– ¿Y el tercero? ¿Quién fue el tercero?
Me dijo que ya bastaba. Que no tenía más ganas de contarme la historia completa de su vida sentimental porque su vida sentimental había empezado realmente el día que me había conocido. Pa, otro cliché más, pensé. Pero qué importaba, si ella misma era un cliché. Era la chica hippy de los años sesenta, toda liberada de arriba a abajo, con minifalda, sin sutién, sin perfume, con sandalias, anarquista, atea, feminista y peinada a lo afro. En los mitines cantaba a desalambrar, a desalambrar que la tierra era nuestra, mía y de aquel. Yo la acompañaba a la guitarra porque con aquello de que aborrecía lo convencional y burgués no se dejaba crecer las uñas y así no podía rasguear el instrumento.
Éramos una especie de dúo obligado en aquellas luchas. Más conocidos que la ruda en las ollas populares, las huelgas y los mitines. Pero un dúo que se quedaba en eso, entiéndanme, o sea en cantar. Hasta aquella tarde en Piedras de Afilar en que nos metimos en aquel cuartucho que nos habían dado los de la comisión para esperar y afinar. Ella se tiró en una cama que debía haber sido de Lavalleja y me dijo que iba a dormirse una siesta. Se puso boca abajo. Los brazos le quedaron a los costados y de pronto empezó a abrir y cerrar las manos. Yo creí que le había pasado algo, que no podía moverse o que le había venido un ataque, yo qué sé y que abría y cerraba las manos para pedir ayuda. Así que, alarmado, me le acerqué, la tomé por los hombros y la di vuelta.
– Desalambrame – me dijo – soy tuya.
Yo, que la conocía muy pero muy bien, le contesté:
– Sí, pero también sos de Pedro, de María, de Juan y de José – respondí.
– De María no. No se me da por ahí.
Sentí cómo la cara se me ponía colorada.
– Si no te reís, te voy a confesar algo – le dije. – Yo... hasta ahora... nunca co...gí.
– No me río.
– Entonces te lo confieso. Nunca cogí.
La presentación de aquella noche nos salió fenomenal. Yo la acompañé como nunca. Ella cantaba y yo me la imaginaba corriendo alada por los campos de Canelones con una tenaza de acero desalambrando los yugos de la gente oprimida, las cadenas de los esclavos y los grilletes de los presos. El delegado del sindicato de no sé qué nos entregó un ramo de flores en nombre del comité de lucha de no me acuerdo qué y yo estaba como en las nubes ajeno a todo, orgulloso de mí mismo por haber dejado al fin de ser virgen, o sea idiota. Ella me había desalambrado.
De vuelta a Montevideo en el ómnibus de la COT miré por la ventanilla y me reí para mis adentros imaginandome la cara que iba a poner Segundo cuando le dijera:
– Che, Segundo, ¿sabías que fuiste el segundo?
Rockefeller
Garrido me dijo mandame veinte resmas de las chiquitas y treinta de las grandes. Apunté el pedido en la libreta negra y Maciel pasó por delante mío con una bandeja enorme de panes con grasa recién saliditos del horno. La vieja Galao amasaba en el fondo y esparcía harina sobre una tarima. Era el día de mi cumpleaños número veinticinco y ahí estaba yo en aquella panadería del Paso Molino vendiendo bolsas de polietileno de Uruplast.
– Che, Garrido – dije. – Tenemos bolsas nuevas con autocierre y otras que vienen con solapa adhesiva. ¿Te pueden interesar?
– Tal vez. Mandame unas muestras. Así las vicho.
– Ta.
Me despedí y caminé hasta la siguiente panadería. El Porvenir. Traspasé los flequitos de la entrada y me acerqué al mostrador donde una morocha que no conocía me preguntó qué era lo que deseaba.
– Uruplast – le contesté. – Soy corredor de bolsas de polietileno. ¿Está Alberto?
No tuvo que contestarme porque el loco se apareció por la puerta que daba a los hornos. Con él me llegó una oleada cálida de pan fresco.
– ¿Qué hacés, Platelminto? – me saludó.
– Aquí andamos. En la brega, como siempre. ¿Te mando lo de costumbre?
– Lo de costumbre, che – dijo Alberto. – Ah, y hacé que le agreguen al logotipo se aceptan pedidos por teléfono. El número ya lo sabés.
– ¿Mismo color?
– Mismo color.
Apunté todo en la libreta, me la metí en el bolsillo de atrás del pantalón y cuando iba a salir, Alberto me lanzó una bola de fraile. La cacé en el aire y me fui caminando por la sombrita de los árboles de Carlos de la Vega. Tenía azúcar en la boca, dos pedidos para morfar lo suficiente por unos cuantos días y veinticinco abriles que no sabía si festejar o lamentar.
Llegué a Agraciada e iba a entrar en La Estrella cuando vi a Mirtha vendiendo pastelitos de dulce de membrillo en la vereda. Los hacía ella misma en la cocina volcán de don Claudio, el que preparaba las busecas de los domingos del Olivol.
– Vas a vender más pastelitos si los presentás en bolsas de polietileno – le dije con mi mejor estilo de vendedor. – La presentación es todo – agregué muy convincentemente.
– Y vos te ahorrarías una pila de saliva si dijeses menos pavadas – me contestó ella.
– Sos muy buena cocinera, Mirtha, pero como mujer de negocios sos un desastre.
Se acercó un tipo y le compró un pastelito. Se lo puso a comer ahí nomás y se pasó un pañuelo por las comisuras de los labios. Después se sacudió las migas de las manos y siguió su camino.
– ¿Ves? – dije yo. – Si presentaras tus pastelitos en bolsas de polietileno, el tipo ese se lo podría haber llevado consigo y comérselo más tarde cuando le conviniera. Y capaz que te hubiera comprado dos o tres más. Trabajando de esta manera perdés plata, Mirtha.
Me sorprendí de mis propias palabras. ¿Quién era yo para hablarle así? ¿Rockefeller?
– ¿Y vos quién te creés que sos, Rockefeller? – me preguntó.
Don Ibáñez, el dueño de La Estrella, me hizo el pedido acostumbrado de bolsas y después se sentó a tomar un café conmigo en una mesita que estaba junto a la vidriera. Sin comerla ni beberla me preguntó si yo estaba contento trabajando para Uruplast. No supe qué contestarle. Yo no tenía la costumbre de hacerme planteos metafísicos. Yo era de Salto.
– Si querés, podés venir a trabajar conmigo. Pero no aquí en la panadería. Tengo también una fábrica de harina de pescado en Pajas Blancas. Me hace falta un gerente de producción.
A través de la vidriera miré hacia Agraciada, hacia la espalda de Mirtha, hacia un milico que pasaba, hacia un ciento veinticinco cargado de gente y hacia una vieja sentada en el césped del parque Bellán que le daba de comer a un bebé con una cucharita. El cerebro, mientras tanto, esa maquinita inquieta que a veces me importunaba, estaba haciendo cálculos. ¿Harina de pescado? ¿Gerencia de producción? ¿Qué quería decir todo eso? Yo de lo único que sabía era de micrones, resmas, logotipos y polímeros y hasta por ahí nomás, créanme. Lo suficiente como para no quedar como un nabo cuando algún cliente me preguntaba algo acerca de las bolsas de Uruplast.
Don Ibáñez interpretó mi silencio como una estratagema inteligente.
– Vas a ganar buena guita – me dijo, como si ese fuera un argumento que prefería haberse guardado para más adelante.
Yo le daba golpecitos a la libreta con la bic.
– Necesito un tipo de confianza, Platelminto. Y a vos te conozco de hace años. Pensátelo.
Esa noche en Aires Puros, en mi bungalow con techo de zinc, brindé a la salud de mis veinticinco pirulos con un clarete de Fallabrino que era un asco y después me lo pensé. Pero no me lo pensé más de quince minutos, la verdad, porque mis cinco neuronas quedaban de cama si les exigía demasiado. Para ayudarlas me recosté en el sofá de Casa América que todavía estaba pagando y me imaginé a mí mismo volviendo a la casa de mis viejos en Saucedo como el hijo pródigo que había triunfado en Montevideo. El Platelminto se había convertido en gerente de producción de una fábrica de harina de pescado, qué me dice, qué me cuenta don José. Y está haciendo la guita loca, ¿vio?, quién lo hubiera dicho.
El domingo siguiente don Ibáñez pasó a buscarme en su colachata blanco. Ni siquiera se molestó en bajarse y tocar el timbre. Pegó un par de bocinazos. Se ve que no quería ensuciarse los zapatos en una calle tan atorrante como Ipiranga. Fui hasta el coche ajustándome el nudo de la corbata y me llevó hasta la fábrica de harina de pescado. Quería darme una idea del laburo que me esperaba si es que decidía aceptarlo.
Ya cuando agarramos Camino Tomkinson empezó el olor a pescado podrido. Sentí que los pulmones se me convertían en branquias y que la vejiga se me volvía natatoria. Me miré las manos para asegurarme de que no me habían salido escamas.
– ¿Y este olor? ¿Cómo se puede aguantar este olor? – pregunté.
– ¿Qué olor? – me preguntó don Ibáñez.
El colachata se detuvo frente a lo que parecía ser un galpón abandonado. Don Ibáñez se bajó y descorrió una puerta de metal. Lo acompañé y entramos en un local enorme donde había tolvas, trituradores, calderas y tuberías de todos los tamaños y de todos los colores. Varios obreros caminaban entre las instalaciones, vestidos con overoles, cascos y botas de goma. Me pregunté por qué no llevaban también un palillo prendido en la nariz.
– Aquí se trabaja sin interrupción todos los días de la semana – me dijo don Ibáñez. Y agregó:
– Seguime.
Subimos por una escalera adosada a la pared y entramos en una habitación pipí cucú toda revestida de madera, bellamente alfombrada y adornada con plantas.
– Esta sería tu oficina – me indicó don Ibáñez.
Me senté en un sillón giratorio de piel y pegué una vuelta de trescientos sesenta grados. Cuando quedé nuevamente enfrentado a don Ibáñez, este me dijo el sueldo que me iba a pagar y me salió un silbido que horadó las murallas de Constantinopla. Pero el hedor en el aire seguía siendo insoportable. Por mucha madera, mucha alfombra y mucha planta que hubiera en aquella oficina.
– ¿Tenés alguna pregunta? – inquirió Ibáñez.
– Sí. Dígame, ¿para qué sirve la harina de pescado?
– Es comida para pollos.
Decidí ahí mismo tirar a la basura el pucherito de gallina que había cocinado la noche anterior.
La semana siguiente frente a la puerta de La Estrella volví a toparme con Mirtha. Seguía sentada en la vereda con su mesita y su montañita de pasteles de dulce de membrillo.
– Qué hacés, Platelminto – me saludó, mientras los resguardaba de las moscas con un repasador a cuadros. – Me dijo don Ibáñez que no agarraste viaje con eso del laburo que te ofreció.
Me dio una vergüenza bárbara. No supe qué decirle. Me sentí un nabo. Me daba cuenta de que había rechazado una posibilidad seria de zafar de la pobreza. “Platelminto”, pensé para mis adentros, “nunca vas a ser Rockefeller”.
– Nunca vas a ser Rockefeller – me dijo ella.
Wunderbar
Me despertó el teléfono. En vez de ignorarlo, aparté las cobijas y contesté bostezando:
– ¿Ja? Guten morgen.
– ¿Luis? ¿Bist du Luis?
Era la voz inconfundible de Brigitte. Se me pasaron los bostezos. Adopté inmediatamente mi voz de Américo Torres versión teutona.
– Sí, soy yo.
– Paso por tu casa a desayunar. ¿Qué te parece?
– Me parece excelente – contesté, quitándome una lagañita del ojo izquierdo.
– ¿En quince minutos?
– Quince minutos.
– Also dann bis gleich.
– Bis gleich – dije, imaginándome la cara de dificultad que hubiera puesto Américo Torres para decir eso.
Fui hasta la ventana que daba a la Weberstraße y la abrí. Me encegueció un solazo tropical que no sé qué voltereta habría pegado para ir a parar a aquel cielo del septentrión. Los castaños estaban alegres y también lo estaba Zarifah que jugaba en la vereda y le hablaba a su muñeca en alemán y en bereber. Fui hasta la cocina, hice café, saqué de la heladera manteca y queso y puse un pan de centeno sobre la mesa. También puse a hervir dos huevos. En eso sonó el timbre. Brigitte no podía ser. Era demasiado pronto. Abrí la puerta. Era un tipo que vendía números de rifa a beneficio de los expresidiarios de la cárcel de Siegburg. Yo estaba descalzo y en calzoncillos y además no tenía un mango. Estaba en Bonn tocando en la calle, parando en aquella casa de mi amigo Pablo y la solidaridad no me daba para tanto. Le dije que me disculpara, que no le iba a comprar ningún número de rifa. El tipo se indignó. Dijo que ese día nadie, pero absolutamente nadie, le había comprado un número de rifa. Que entonces qué iba a pasar con los pobres expresidiarios ¿eh?, dígame usted, a ver dígame usted. Claro, a usted qué le importa ¿verdad? Total. Que se arreglen solos. Pegó media vuelta y se fue refunfuñando. Yo a todo esto estaba sujetando la puerta con un pie. Cuando me adelanté para decirle que no se lo tomara tan a pecho sentí que la puerta se cerraba detrás mío. No se podía abrir desde afuera sin llave. Ahí quedé. En calzoncillos, en la calle y en una ciudad que en aquel entonces era la capital de la Bundesrepublik. Zarifah me miró y después miró a su muñeca.
– Du trägst Windeln auch – me dijo. O sea:
– Vos también estás en pañales.
Me senté en el cordón de la vereda achicándome todo lo posible para pasar desapercibido. Brigitte no podía demorar. Quince minutos, había dicho. Y Gott sei Dank pronto apareció el Volkswagen azul que había sido testigo de varias y fieras batallas que nos habían inflamado de sublime entusiasmo. Me incorporé y subí al coche. Antes de que Brigitte pudiera abrir la boca, le dije:
– Vamos a la embajada argentina.
– ¿Dónde está?
– No sé – le contesté. – Pero agarrá por la Adenaueralle. Ahí están todas.
Recorrimos aquella ancha avenida hasta dar con un edificio que enarbolaba la bandera del solcito y de las dos franjas celestes. Brigitte, aferrada al volante, seguía sin entender nada. Y sin preguntar nada. Su amante a su lado en calzoncillos y ella estacionada frente a una embajada sudamericana. Pero ninguna pregunta. Wunderbar.
Me puse a pensar cómo mierda iba a hacer para salir del coche y entrar al edificio sin llamar la atención. Ahí fue cuando Dios se apiadó de mí. Su alteza me mandó una delegación de la república de Togo, que ataviada con ropajes folklóricos y hombres con el torso desnudo se venía acercando por la vereda. Me sumé a la comparsa y en cuanto pude zafé. Subí corriendo la escalinata de la embajada argentina, entré por una puerta giratoria y fui a dar a un gran hall de piso de mármol. Dos tipos bien fornidos y mejor trajeados venían caminando en mi dirección y yo de puro pánico me metí por la primera puerta que encontré a mi izquierda. Resultó ser el acceso a una escalera de servicio. Subí hasta el primer piso, empujé una mampara de vidrio y me encontré ante un pasillo. Al fondo vi a Pablo. Pablo me vio y se acercó.
– ¿Pero qué...?
No le dejé terminar la pregunta.
– Dame las llaves de la casa. Te lo explico todo después.
Me las dio y yo lo abracé. Un uruguayo en calzoncillos y un argentino elegante de traje y corbata. Un abrazo de hermandad rioplatense.
Me volví por donde había venido y me subí en el coche de Brigitte. Me llevó de vuelta a casa de Pablo y allí nos despedimos. Ella tenía que irse a trabajar. Le pedí perdón por el desayuno frustrado. Salí del coche y pasé corriendo al lado de Zarifah que le estaba cantando una nana a la muñeca.
Al entrar en la casa una nube de humo que provenía de la cocina me golpeó en la cara. El agua donde se habían estado cocinando los huevos se había evaporado y el fondo de la olla se había pegoteado con el metal de la hornalla eléctrica. Aquello era una masa informe, un desastre. Desfice el entuerto como pude y me apoyé desconsolado contra la pared. En eso sonó el timbre. Fui a abrir. Era Zarifah. Me extendió un lote de rifa y el número de una cuenta bancaria en la que debía depositar cinco marcos.
– ¿Qué es esto? – le pregunté.
– Me lo dejó un señor para ti. Dijo que los expre...expre...
– ¿Expresidiarios?
– Sí. Que los expre...expre...bueno, esos, se iban a poner contentos.
Dije que sí con la cabeza.
Iba a cerrar cuando me miró y me preguntó:
– ¿Te vas a quedar así todo el día en pañales?
Cádiz y Tomás Gomensoro
A las cinco de la tarde temblaba la cal de las paredes de La Blanqueada. Los conductores de la Cutcsa metían el embriague con cierto respeto y las beatas del Pallotti se persignaban y bajaban la cabeza. A las cinco de la tarde en Cádiz y Tomás Gomensoro los paraísos se engalanaban de clorofila y había palabras de amor resquebrajando el aire de la siesta. A las cinco de la tarde se descorrían los entresijos de la pasión y temblaban las voces del vecindario. El colchón de la pieza del fondo del apartamento número 5 del 2816 de aquella calle empedrada, vibraba de resortes desordenados y sudores felices. Mi tía Margot interrumpía la lectura de su Radiolandia, se llevaba la mano a la frente y miraba la lámpara del techo que se balanceaba ominosamente porque en el piso de arriba se estaba consumando otra vez el chachachá de las cinco de la tarde. Yo levantaba la vista del tablero de ajedrez y escuchaba embelesado aquellos gritos furiosos de verano y de mercurio disparado. Cómo podía haber tanto amor en aquellos enviones de aquelarre, me preguntaba. Cómo era posible que aquel entrechocar de caderas produjese tanta marea en la laguna adormecida de Montevideo. A las cinco de la tarde Alejandro y Angélica se despedazaban a caricias detrás de aquella puerta entornada. Quince minutos después volverían sus hijas de la escuela así que había que apurar la jugada y desprenderse de toda la furia desatada que llevaban en el corazón. Era el momento en que las hormonas les pedían a gritos que las dejasen echarse a volar y ellos accedían al pedido, ávidos, descalzos y muertos de risa. Los bramidos se desaforaban y se perpetuaban en el oxígeno del barrio, atravesando obstáculos y oídos que no daban crédito a aquel carnaval de dos. Muchos años antes, también a las cinco de la tarde pero aquella vez en Sevilla, Federico García Lorca lamentaba la muerte de un torero. Presenciaba la lucha entre una paloma y un leopardo tal cual lo hacían ahora los vecinos de La Blanqueada. El cabo Carballo, parado en la vereda, libreta en mano, iba tomando nota de las barbaridades que salían disparadas hacia las nubes como flechas de fuego. A las cinco de la tarde, anote usted, cabo, siempre a las cinco de la tarde, le indicó doña Remigia. A las cinco de la tarde se ponen a copular como desesperados.
– ¿Se ponen a qué?
– A copular.
El cabo Carballo movió afirmativamente la cabeza, murmuró ajá y le pasó la lengua a la punta del lápiz. Se puso a apuntar lo que iba escuchando. Escribió te quiero, cogeme, cogeme, animal, cogeme, matame, Alejandro, destrozame, dale, destrozame, pedazo de bestia. Aníbal, Ricky y el Ojitos lo miraban por encima del hombro y le iban corrigiendo alguna que otra falta de ortografía. Doña Remigia seguía de brazos cruzados mirando las baldosas de la vereda con olímpica concentración. La indignación la consumía. Había hecho la denuncia en la novena porque así no se podía seguir. Hacer el amor, sí. Pero aquel quilombo, no. O las cosas privadas sucedían en silencio y recato o no sucedían. Había niños en La Blanqueada que no tenían por qué escuchar aquellas obcenidades. Y también había jubilados sentados a la puerta de sus casas y pajaritos en las ramas de los árboles que enmudecían cuando empezaba el cuplé de aquel matrimonio. Y después había que verlos a Angélica y a Alejandro salir de la mano tan modositos y doblar la esquina de Canstatt como si nada, saludando al pasar con aquella inocencia de revista de chistes, como si fueran Lorenzo y Pepita.
A las cinco y cuarto de la tarde empezó a amainar el temporal del piso de arriba y mi tía Margot comprobó aliviada que la lámpara del techo había resistido una vez más. Yo volví a observar el tablero de ajedrez, me di jaque y me defendí enseguida adelantando un peón para cubrir al rey. Conocía todos mis trucos. Observé a través de la cortina de la ventana que las dos hijas de Angélica y Alejandro volvían de la escuela con sus moñitas impecables y sus guardapolvos más blancos que el marfil. A las cinco y cuarto de la tarde los choferes de la Cutcsa volvieron a apretar el embrague sin complejos y las beatas del Pallotti rogaron a Dios que nunca las sedujera el pecado de la carne.
Cuando el cabo Carballo cerró la libreta y se disponía a volver a la novena para pasar el informe a máquina, doña Remigia cayó sobre el pavimento y no se levantó más. Los pajaritos de los árboles volvieron a callar pero esa vez fue por respeto. Angélica y Alejandro se asomaron a la ventana de su apartamento y la vieron tendida en la calle como una mancha negra. Aníbal, Ricky y el Ojitos se quedaron petrificados. A las cinco y cuarto de la tarde me levanté del tablero de ajedrez, caminé hasta la estantería del comedor, recogí el cancionero de Federico y volví a leer La Cogida y La Muerte.
El Arno
Caía el sol sobre el Arno y yo dejaba que la cúpula dorada de la iglesia de Santa María dei Fiori y la torre del Duomo se me metieran en la sangre. Recostado sobre el Ponte Vecchio me convertí en uno con el paisaje, con aquellas calles y con aquellos palacios de Florencia. Por ese mismo puente habrían pasado muchas veces Lorenzo de Medici, Michelangelo, Leonardo da Vinci y Botticelli. Habrían hablado de proyectos, de La Pietà, del retrato de la mujer de Francesco del Giocondo que Leonardo estaba pintando y de los primeros bocetos de Sandro para el Nacimiento de Venus. Había un hilo misterioso y frágil que me unía a esos personajes. Yo también era un hombre, también tenía corazón, manos y ojos. Me reconfortaba pensar que, como aquellos colosos, pertenecía a la especie del homo sapiens y que por lo tanto era capaz de aprender y de inventar.
Ahora el sol se hundía irremediablemente en el Arno y sus últimos rayos rebotaban contra la superficie del agua disparando chijetazos de luz. Yo me metí las manos en los bolsillos donde tenía diez mil liras y el pasaje de ómnibus a Lucca para la mañana siguiente. Una mujer de solera estampada, sombrero de paja y lentes negros se ubicó a mi lado y me dijo en italiano, con un acento que no pude identificar, que lo de Nápoles era todo una patraña, una mentira. Una mentira gorda. Se me quedó mirando como esperando una respuesta. Encendió un cigarrillo y estiró el pescuezo echando el humo hacia arriba. Obligado por las circunstancias le pregunté entonces qué era eso de que lo de Nápoles era una patraña, una mentira.
– “Ver Nápoles y después morir”. No es verdad. Ayer vi Nápoles y no me morí. Aquí estoy. Viva. Como siempre – me contestó.
Yo lancé una carcajada.
Me miró muy seria.
Apoyó los codos en el pretil y se quedó mirando el horizonte. Yo hice finta de que me iba.
– Quedate – me dijo, con un tono entre perentorio y suplicante.
Me quedé.
– Llegué flotando en una concha a Pafos un día en el que llovían flores. Iba desnuda – me dijo.
Cagamos, pensé, pero no abrí la boca. ¿Qué habría fumado la muchacha?
– La primavera me estaba esperando en la orilla con un cinturón de rosas y una guirnalda de mirto alrededor del cuello. Me extendió un manto rojo.
Venía brava la cosa.
– Siempre me dijeron que yo era hermosa. Pero un día Diego Velázquez me dio un espejo y me lo puso frente a los ojos.
– ¿Y lo que viste no te gustó? – dije, por decir algo, por seguirle la conversación.
Volvió a pegar una pitada al cigarrillo y volvió a estirar el cuello hacia arriba para exhalar el humo.
– No vi nada.
Una pareja se detuvo detrás nuestro. Oímos los clics de las cámaras fotográficas. Aquella puesta de sol merecía la eternidad de una instantánea.
– Es muy jodido ser eterna – me dijo de pronto, bajando el volumen de la voz. Y agregó: – ¿Vos sos eterno?
– A veces me eternizo bajo la ducha cuando el agua sale calentita. Estoy horas masacrándome con el champú.
– ¿No podés hablar en serio?
– Estoy hablando en serio.
Entonces se encaramó en el pretil y se tiró al río. Sucedió tan rápido que no atiné a hacer nada. Escuché el choque de su cuerpo contra el agua y vi su sombrero de paja flotando en la superficie del Arno. Yo no sabía nadar pero algo dentro de mí me obligó a que intentara algo para salvarla. Así que yo también me encaramé en el pretil y me iba a tirar cuando sentí que alguien me sujetaba de los hombros por detrás. Un instante después me encontraba tirado en el suelo y dos policías me arrastraban hasta un patrullero y me metían en el asiento de atrás. Yo no entendía nada. Quería gritarles a los agentes que una muchacha se había tirado al río. Que había que rescatarla. Entonces vi que el que estaba sentado al lado del que conducía, tomaba un micrófono del panel de mandos y decía:
– Pronto, ¿Commissariato San Giovanni?, aquí habla el agente Mancini. Traemos detenido. Intento de suicidio.
– Es el tercero esta semana – comentó el que conducía. – Esto parece una epidemia.
– Por lo menos a este no lo tuvimos que sacar del agua como a los otros dos anteriores – le respondió Mancini, volviendo a poner el micrófono en su lugar.
El bizco
Aída recibió el papelito que le había mandado Carlota Pérez.
A las chiquilinas de la clase les encantaba esa pavada de enviarse bolitas de papel con mensajes secretos. No sé por qué pero aquello siempre empezaba en el fondo del salón y terminaba en la fila de adelante. Las manitas femeninas, blancas e inocentes, colgaban lánguidas en el pasillo entre los pupitres y hacían circular aquellos mensajes esféricos con una destreza que ni los globetrotters. Pero los chiquilines, en cambio, éramos unos giles. Si el ñato Álvarez, que se sentaba en la segunda fila, quería decirle algo al Oso Sotelo que estaba del lado de la ventana, le gritaba:
– Che, vo, loco, prestame el sacapuntas – y se enteraba todo el Uruguay.
Hablar claro y quedar como un idiota era cosa de varones. Escribir mensajes secretos era cosa de mujeres.
Aída desenvolvió la pelotita de papel y la leyó. Sentado a su lado yo también la leí aunque ella no se dio cuenta. En él Carlota le hacía una pregunta, una pregunta crucial: ¿qué chiquilín de la clase te gusta más?
Vi con mi ojo izquierdo que Aída escribió El Bizco. No sé cómo no me morí ahí mismo de un infarto. Yo era estrábico, ta, pero se ve que mi corazón funcionaba como un rifle porque seguí ahí nomás sentadito en mi lugar, respirando y todo.
El papelito emprendió el viaje de regreso hasta Carlota Pérez y yo estaba en las nubes. En ese momento el profesor Ferrari, con su tiza en la mano y su corbata moñita, me dijo dígame García ¿cómo averiguamos el peso atómico de un elemento? Yo, un poco por sacármelo de encima y otro poco por hacerme el gracioso, le contesté que poniéndolo en la balanza. Ferrari me dijo muy bien, García, muy bien. Quedé asombradísimo. Era un crack para la química y no me había dado cuenta. Entonces Aída me miró como felicitándome y mi ojo derecho, de puro contento, se puso a dar la vuelta al mundo.
El bululú
El albardán salmantino le había dicho que siguiera el Camino de la Fuente. Luego de una legua divisó la alquería. Se cruzó con un gañán que llevaba un barreño.
– ¿Este caserío tiene nombre, zagal?
El mancebo se alzó de hombros y se acomodó el sayo como si ese gesto lo ayudara a pensar. Calibró al forastero con su par de ojillos quemados por la aridez de Castilla. Tenía la nariz azotada por la viruela.
– Villares – le contestó.
– ¿Villares?
– Villares de la Reina.
El bululú echó un vistazo al poblado. Le pareció demasiado nombre para tal villorrio.
El mancebo se sintió obligado a aclarar.
– La reina Berenguela vive aquí. Tiene palacio – dijo.
– ¿Y Alfonso?
– Pues viene y va. Mucho cornetín y confalón, mucha loriga y fanfarria y luego, hala, toma el camino de Cantalapiedra y si te he visto no me acuerdo. El papa, ¿sabe usía?, no les permite estar juntos, pobrecillos. Tienen una rapaza, Leonor, enfermica la pobre.
El bululú sacó un maravedí del zurrón y se lo dio. El mancebo se lo agradeció con una genuflexión.
– Dios se lo pague – le dijo.
Entonces el bululú volvió a abrir el zurrón y con garbo de nigromante sacó de este una barba de franela y un cayado de relumbrón. Golpeó con el báculo en el suelo y se produjo una explosión. Una lluvia de estrellitas multicolores lo envolvió casi por completo. Luego con la cara vuelta hacia el cielo y revelando un pescuezo surcado de venas como arterias, dijo ampulosamente:
– En el principio ya existía el verbo y el verbo estaba conmigo y el verbo era yo.
El mancebo huyó despavorido en dirección a la iglesia. Oyó a sus espaldas todavía el tremebundo vocejón del bululú:
– Sométete a mí y resiste al diablo, oh zagal.
Mientras el mancebo se alejaba monte abajo, el bululú sonrió y tuvo que contener un estornudo al guardar la sal china en la escarcela.
Cuando llegó a la Plaza Mayor ya se había congregado mucha gente. El misacantano Rui López había hecho sonar las campanas previniendo a la población y Basilio, el paje de cámara de la reina, se había apostado junto a la tasca de Jacinto sin apearse del pollino pues debía llevar aviso a palacio lo más pronto posible de todo lo que viere. El mancebo de la nariz con viruela se sorprendió al ver al forastero nuevamente tal y como lo había encontrado hacía un rato en el Camino de la Fuente, vestido con saya a media pierna y calzas de piel de conejo ajustadas en las pantorrillas con correas entrecruzadas. ¿Cómo era posible? ¿No se había convertido aquel hombre con magias y estruendos en el Dios altisonante y terrorífico de la Biblia?
El bululú dejó caer el zurrón en el medio de la Plaza y elevó los brazos al cielo. Los aldeanos callaron expectantes. Aquel rincón de la meseta castellana se llenó entonces de presagios y en el umbral del campanario se posaron las cornejas.
El bululú lucía ahora una toca con pluma de pavo y en la hora que siguió entonó serenatas de amor con acompañamiento de salterio, se batió en duelos de tizona con ogros malvados, murió y resucitó con mucha sangre y alharaca, hizo malabarismos imposibles y provocó risas y llantos con poesías de juglar y cantigas de clerecía. Ante los ojos atónitos de los allí reunidos fueron surgiendo del zurrón yelmos dorios, mantos romanos, atabales, campanillas y fuegos chinos que producían humaredas asombrosas. Al final hubo hurras y vivas y Jacinto lo invitó a su tasca donde le sirvió gachas con col, ajo y garbanzos, pan de alforfón e hipocrás en bota de piel de cabra. Basilio los observaba a través del vano de la puerta y sin apearse del pollino partió a toda prisa a palacio.
Regresó a la tasca cuando ya la manduca había terminado. El sol se batía en retirada y el bululú y Jacinto entonaban cantigas de amor abrazados como hermanos en un vaho de hipocrás y cebada malteada. Basilio se les plantó delante, se aclaró la garganta y se irguió dándose aire de solemnidad. Les manifestó que doña Berenguela, su majestad apostólica y cristianísima de Castilla, ordenaba que el bululú se presentase inmediatamente ante ella.
– Pero primero bebe algo con nosotros – le contestó este.
Cuando Basilio se sentó a la mesa el bululú salió de la tasca, montó en el pollino del paje y puso rumbo a Cantalapiedra. Pero antes de salir de Villares vio al zagal de la nariz de viruela encendiendo una vela frente a una imagen de piedra de San Nicolás.
– Es por la infanta Leonor – le explicó. – Le queda muy poco a la pobre.
El bululú se quedó pensativo. Detuvo al pollino y le aflojó el tiro para que el animal eligiera el rumbo que quisiera. Sabía que pondría rumbo a palacio.
En mayo nació Constanza. Berenguela y la corte se regocijaron y cantaron alabanzas y dieron gracias por la misericordia del Señor. Cuando Alfonso regresó al pueblo después de la derrota de Alarcos, dos años después, el cura Rui López le dio la buena nueva. La gloria del Señor era grande. Leonor ya no estaba. Ahora estaba Constanza. Entonces Alfonso se apeó del caballo y se quedó mirando a la pequeña.
– Constanza – la llamó.
La niña lo ignoró.
– La cría solo responde al mote de Bulula – le aclaró Rui López.
El busto
Doblé la esquina de la Blankenburg, entré en la Zwartelaan y me lo encontré de sopetón. Había pasado por esa esquina ya como novecientas mil veces desde que me había ido a vivir a Haaksbergen y, qué quieren que les diga, esa esquina era una esquina como cualquier otra esquina. No tenía nada de particular. Pero de repente ahí estaba don José Gervasio, el mismísimo don José Gervasio mirándome fijamente con toda su dignidad y todo su bronce y frené la bicicleta y casi me caigo. Me le acerqué sigilosamente y lo miré de frente y muy de cerquita como para cerciorarme de que era realmente él. Era. Tenía la nariz aguileña de las estampas de los libros de la escuela y sus ojos estaban fijos en algún punto del horizonte donde los principios federales y republicanos confluían con los paisajes de las Provincias Unidas. En la acera de enfrente no se encontraba el Ayuí con sus aguas serenas sino el taller de reparación de bicicletas de Ewout. Pero era él sin duda. O mejor dicho su busto. Su medio cuerpo sobre un pedestal de granito en la Plaza de los Castaños. Geertje pasó con su bolsa roja de la compra y me mostró las naranjas que había conseguido esa mañana en la frutería de Albert.
– Son del Urgay – me dijo.
– Uruguay – la corregí.
– ¿Qué es el Urgay?
– Urgay, no. Uruguay. Es un país.
– ¿De musulmanes?
– Sí.
– Bueno. No importa. Estas naranjas están riquísimas. ¿Quieres una?
– No, gracias. Alá me lo prohíbe.
Entré al bar El Turco que estaba en la misma Plaza de los Castaños y tanteé mi camino entre los vapores de las pipas de agua y los magníficos aromas de kebab y de baklava. Le pregunté a Aslan si sabía por qué habían puesto un busto de Artigas en la plaza. Aslan era el dueño del establecimiento. El loco era de Turquestán. De Turquestán y Camino Maldonado, barrio Vista Linda. Él y yo éramos los únicos dos montevideanos en aquel pueblito perdido en el este de Holanda. Aslan me miró como si le hubiera preguntado cuál era el sentido de la vida. Le tuve que repetir la pregunta. Entonces levantó la vista del tablero de backgammon, sacudió el cubilete con los dados y lo dejó momentáneamente suspendido en el aire.
– ¿Qué tomaste, Chicle? ¿Ya andás borracho? ¿No es un poco temprano para eso? – me preguntó.
– Hay un busto de Artigas ahí enfrente.
Tiró los dados y avanzó una ficha.
– ¿Artigas?
– Artigas.
Caminamos hasta el busto. Aslan lo miró, frunció el ceño y se agachó hasta quedar frente al prócer.
– ¡Inanilmaz! – exclamó.
– No te hagás el turco, turco – le contesté.
De pronto vimos una comitiva viniendo por la Blankenburg. Eran unas treinta personas. Al frente iba el doctor Maurer, presidente del Círculo de las Artes de la provincia de Twente. El grupo se detuvo frente al busto de don José Gervasio y Maurer me saludó con la mano. Yo también lo saludé. También estaban Yolanda que era poetisa y Gerda que era escritora. Se odiaban mutuamente. Saskia, la fotógrafa oficial del municipio, me tomó una instantánea apenas me vio y me preguntó si estaba al tanto de la obra de Maas Abt. No entendí a qué venía esa pregunta. Maas Abt era un clérigo del siglo diecisiete que había escrito unos poemas insufribles acerca de las virtudes del matrimonio y que se suponía que había nacido o que había vivido en el pueblo. Antes de que le pudiera contestar, Saskia se acercó al busto, se hincó frente a él y empezó a fotografiarlo. El doctor Maurer saludó a los presentes y se mandó un discurso de unos veinte minutos, ensalzando la obra magnífica de Maas Abt y felicitando al gobierno municipal de Haaksbergen por la decisión de haberle dedicado un busto.
Vi que Geertje estaba parada en la acera de enfrente chupando una naranja.
Aslan me miró, se alzó de hombros y se volvió al bar.
Al día siguiente fui a recoger a mi hijo a la salida de la escuela San Bonifacio y me sorprendí al ver una bandera uruguaya flameando en el patio del recreo. Geertje estaba pasando un trapo humedecido por los ventanales y debe haber notado mi cara de desconcierto porque me aclaró:
– Es una bandera de Urgay. El país de las naranjas.
– Ah.
En el hall de entrada había un grupo de escolares reunido frente a un pedestal cubierto por un paño. Annette, la directora del colegio, anunció que Haaksbergen iba a ser ese año ciudad hermana de Durazno, la capital de una provincia del Uruguay y que el embajador se encontraba presente entre nosotros para descubrir un busto dedicado al héroe máximo de aquel país: don José Gervasio Artigas. El diplomático caminó hasta el pedestal con esa cadencia lentona que tiene la gente importante y pronunció unas palabras alusivas en inglés. Después descorrió el paño y se quedó tan perplejo como yo. El busto tenía un sombrero negro de ala ancha. Parecía un clérigo holandés del siglo diecisiete.
El Fatigas
Él
Siempre pedía la sopa de cebolla. Era lo más barato que había en el Fatigas. La gordita del flequillo me la servía y después se me quedaba mirando desde el mostrador. Yo no sé qué podía tener de interesante un músico de la calle tomándose una sopa. ¿Sería acaso mi saco de pana raído y la costura abierta de uno de los hombros? ¿Mi barba de tres o cuatro días y la guitarra apoyada contra la mesa con sus pegatinas de Londres y de Lisboa? ¿O sería el ruidito que hacían las monedas en mis bolsillos? Entre cucharada y cucharada levantaba la vista y allí estaba ella escrutándome con sus ojos de asombro. La gordita soplaba de vez en cuando por el calor, supongo, y entonces el flequillo se le movía y eso a mí me causaba mucha gracia. Entonces me reía y ella también se reía. Y volvía a soplar y el flequillo se le volvía a alborotar y yo volvía a reírme y ella también. Y así estábamos un rato, como dos gansos a los que no se les ocurría nada mejor que hacer. Yo me demoraba a propósito con la sopa y me mandaba ávidamente los pedazos de pan que venían incluidos en el precio. Era mi comida del día. Con esa sopa y con ese pan tenía que aguantar toda una tarde de serenatas a todo pulmón en las callejuelas centenarias de Donosti.
Ella
Y ahí estaba el chaval ese otra vez. Mira tú, que me daba una pena que no veas. Me recordaba a Urki que se había ido un día por esos caminos de Dios y nunca más se había sabido de él. Amama había dicho que se había unido a la ETA, pero para mí que no. Urki era un soñador y los de la ETA de soñadores no tenían nada. El chaval de la calle tenía sus mismos ojos. Ojos que estaban mirando algo que solo ellos veían. Yo soplaba de puro acalorada y se me movía el flequillo. En aquel bar no había aire acondicionado y el chaval me miraba y se reía. Me encantaba que me mirara y que se riera. Porque allí nadie se daba cuenta de que yo existía. Para los parroquianos yo no era otra cosa que la mano que ponía sobre la barra las cañas y las raciones de grelos, de berenjenas y de chipirones. Quizás a él le sucedía lo mismo. La gente le vería cantar en la calle pero en realidad no le veía.
Él
Esa tarde, como lo había estado haciendo diariamente durante tres semanas, volví al Fatigas a tomarme mi sopa de cebolla. Iba a ser la última. Me iba a ir de Donosti. Decidí que me ubicaría frente al Puente de la Reina, en el camino que bordeaba el río Urumea y que allí me subiría a un camión de los que hacían la ruta de Biarritz. Entre cucharada y cucharada notaba que la gordita del flequillo me miraba, como siempre, pero tanto ella como yo estábamos tristes. Yo no sabía si ella se había dado cuenta de que aquella sería mi última sopa de cebolla. Me pareció que sí. La gordita no soplaba y por lo tanto no se le alborotaba el flequillo. Entonces yo no tenía nada de lo que reírme y no hacía otra cosa que mirar por la ventana que daba a la calle Legazpi. De pronto la gordita se me acercó y sin decirme nada, me levantó delicadamente por los hombros, me quitó el saco y desapareció con él por una puerta que había detrás del mostrador. Yo volví a sentarme y continué tomando mi sopa, pero lo cierto es que me sentí un poco desorientado. Cuando hube terminado, la gordita regresó y me puso el saco nuevamente. Noté que había reparado la costura del hombro. Había utilizado para ello un hilo blanco que se notaba demasiado y unas puntadas un poco toscas, la verdad, pero bueno. No me dio ni tiempo de darle las gracias. Pegó la vuelta y volvió enseguida a la barra donde dos parroquianos de boina y de bastón le estaban reclamando a viva voz un par de cañas y una ración de patatas bravas.
Ella
Me di cuenta enseguida de que el chaval se iba a ir de Donosti esa misma tarde. ¿Sería que era medio vidente yo para esas cosas? No sé. Me había dado una punzada en la tripa, ¿me entendéis? Como la vez aquella en que Urki había vuelto de la fuente con la vasija llena de agua y se había quedado mirando las cumbres del Aizkorri como un tontuelo. Ahí supe que se marcharía y que lo haría muy pronto. Los nómadas tienen algo en los ojos que los delata. A mí me dan mucha pena, pero los comprendo. Pues volviendo al caso, no sé lo que me pasó y por qué hice lo que hice, pero lo cierto es que me acerqué al chaval y sin decirle nada le quité su chaqueta de pana y me la traje a la pieza de atrás. Allí rebusqué hilo, aguja y dedal en el costurero de Amama y le cosí la manga que estaba suelta. Me entró de pronto un llanto de la hostia que no me dejaba ver las puntadas que daba. Las daba con una rabia terrible, fíjate tú, una rabia que no sé de dónde me salía. Supongo que las mujeres tenemos esas cosas. En fin, aquella labor de costura resultó al final una chapuza de padre y señor mío. Pero regresé al bar y ayudé al chaval a ponerse la chaqueta nuevamente. Y ahí me quedé parada como una tonta de capirote sin saber qué hacer. Me pareció que el chaval iba a decirme algo pero justo en ese momento don Eustaquio y don Aleixo me reclamaron desde la barra y tuve que volver a currar.
Él
Salí a la calle y me quedé dudando durante unos instantes. Podía caminar hacia la derecha por Legazpi y salir al Urumea como tenía planeado y parar un camión frente al Puente de la Reina. O caminar hacia la izquierda hasta el Paseo de la Concha. Allí se encontraban los grandes hoteles de los que partían coches constantemente para el lado de Irún. Eran coches conducidos por turistas con lentes de sol y buen humor. Hacia allí me fui. Mis planes habían sido otros, pero bueno, a veces se puede improvisar y ver qué pasa, ¿no? Al llegar, quedé enfrentado al mar. En aquella frescura de azul, gaviotas y aire salado recordé de pronto a la gordita del flequillo, soplando y riéndose. El corazón me dio un vuelco. No entendía lo que me pasaba pero eso no me preocupaba demasiado ya que tenía muchos años de experiencia en eso de no entender las cosas que me pasaban. Regresé por Legazpi hasta la puerta del Fatigas y ahí me quedé plantado como una estatua sin animarme a entrar. Miré por el vidrio pero no la vi. Los dos viejos conversaban apoyados en la barra. Esperé un rato y luego bajé la cabeza y me fui caminando para el lado del Urumea. Tuve una suerte bárbara. No fue necesario ir hasta el Puente de la Reina. Ahí nomás, al fin de la calle, a una cuadra del Fatigas, se detuvo un camión. Un brazo gordo y peludo emergió desde las alturas de la ventanilla del conductor y me hizo seña de que subiera.
Ella
Pues mira tú por dónde, os juro que me entró una cosa en el corazón que no os lo podría explicar. Me dije a mí misma que no, jolines, que no, que ese mal rollo no me iba a pasar a mí dos veces. Que había dejado que mi hermano Urki desapareciese de mi vida así como así sin haber hecho nada para evitarlo. Que vamos, que hubiera podido al menos haber tenido unas palabras con él, ¿no? Para ayudarlo, para entenderlo. ¿Y ahora iba a dejar yo que ese chaval desapareciese también de mi vida? Me dije a mí misma Begoña, haz algo, tía, que mira que después te vas a quedar aquí tú solita con un fardo en el alma que no veas. Me metí en el lavabo a tratar de poner en orden mis pensamientos. Tenía el coco trastornado de pena y de confusión. No sé cuánto tiempo habré estado allí. Pero de a poco fui cogiendo coraje y salí del Fatigas. Caminé por Legazpi hasta el Paseo de la Concha. Desde allí salían coches para Francia. Llegué a la playa pero no lo vi por ninguna parte. El aire salado y el ruido de las olas me calmaron un poco y me dije a mí misma Begoña mira que eres tonta y retorné al bar. Antes de entrar, lo vi al final de la calle, hacia el lado del Urumea. Estaba subiéndose a un camión. Le hice adiós con la mano pero no me vio. Me soplé el flequillo y empujé la puerta. Don Eustaquio me vio entrar, se volvió hacia mí y me dijo:
– Maja, ¿qué te debo?
Quise contestarle que esta maja tenía un nombre y que ese nombre era Begoña. Pero no se lo dije.
– Trescientas pesetas – le contesté.
Gudmornin, Felipe
Sarita me vio y vino corriendo con sus zapatitos blancos. Cuando la levanté en brazos me dijo gudmornin, Felipe.
– Ah, muy bien – le contesté. – Estuviste practicando. Very well.
– Ies.
Detrás de ella, Pablito y el Corcho esperaban el turno para los arrumacos. Yo no tenía hijos y había jurado que nunca iba a tenerlos pero aquellos tres botijas me socavaban las convicciones. María Elena, que estaba parada de brazos cruzados frente a la puerta del corredor, me hizo señas de que me acercara.
– Vino Lundberg y me dijo que tal vez el lunes tendría noticias – me informó.
– A ver, vos, Corcho...
– Mai neim is Corcho.
– Excellent.
– ¿Cómo se dice Corcho en inglés? – interrumpió Sarita.
– Corcho es un nombre. No se traduce – le expliqué. – Igual que Sarita, tu nombre. En Suecia te vas a seguir llamando Sarita.
– Ah – suspiró, no muy convencida.
María Elena entró al dormitorio con el café y los panes con dulce de leche.
– Cork – dijo. – Corcho es cork. Lo miré en el diccionario.
– ¿Cork? – exclamó Corcho. Y se quedó rumiando el vocablo. – Cork....Cork... pa, bárbaro, mató mil.
– Gudmornin, míster Cork – le dijo Sarita.
– Gudmornin, miss Sarita – le contestó el Corcho.
– ¿En Suecia hablan inglés? – preguntó Pablito.
– No.
– ¿Y entonces para qué lo aprendemos?
Un rato después terminó la lección. Los chiquilines se fueron a dormir y María Elena me dijo que mejor no me acompañaba hasta la parada del colectivo porque había un Ford Falcon en la esquina de Cucha Cucha y Gaona.
– ¿Tiene chapas? – le pregunté.
– No sé – me contestó. – Pero ver un Ford Falcon estacionado ya me pone mal. De todos modos Lundberg me dijo que no saliera mucho a la calle. Solo lo indispensable.
Caminé hasta Cucha Cucha y Gaona y lo vi. Tenía chapa pero andá a saber. Mientras esperaba el colectivo lo miraba de reojo y me imaginé a mí mismo sacando una metralleta de entre los libros de inglés. Después caminaba muy tranquilamente hasta el medio de la calle, disparaba una volea al aire y me ponía a gritar ¡manga de asesinos!
María Elena y yo habíamos sido noviecitos en Fraile Muerto. O no. No me acuerdo bien. Había habido, eso sí, mucha manito. De eso estoy seguro. Tenía manitos más blancas que la nieve. Casi transparentes. Con unas venas azules que sobresalían. Después de cualquier apretoncito aquella piel quedaba coloradísima. Y mientras yo chamuyaba no sé qué estupideces, veía fascinado cómo la mancha colorada se iba disipando de a poquito hasta desaparecer del todo. Ahí era donde yo me daba cuenta de que ya podía proceder al siguiente apretón. Pero me parece que nunca pasamos de la manito y de los apretones.
Ella se hizo maestra y yo me fui a Montevideo a hacer el profesorado de inglés. Revalidé mi título en la Argentina y me fui a trabajar al International House de Villa Crespo. Ella se casó con Miguel y tuvo tres hijos. Cuando Miguel cayó preso, María Elena huyó a Buenos Aires con los chiquilines.
Llegué el lunes a su departamento de la calle Pujol con mis libros de inglés y no había nadie. Toqué el timbre como veinte veces y nada. Entonces corrí hasta Gaona y me tomé un taxi a la embajada sueca. Cuando llegué vi a Lundberg discutiendo con cinco tipos armados con metralletas y a María Luisa detrás de él sujetando a los botijas. Lundberg quería abrir el portón de la embajada pero los matones le cortaban el paso. Yo llegué caminando muy tranquilamente, pasé por entre el tumulto sin que nadie me notara y apreté el botón del portero eléctrico. Una voz me contestó:
– Hallå.
Yo le dije:
- Det är kallt ute – que quería decir que hacía frío. No venía a cuento pero me acordaba de esa frase por haberla escuchado muchas veces en las películas de Bergman. La voz se estaba impacientando y entonces le grité:
- ¡Skit! - que era lo que exclamaba Max von Sydow cada vez que algo le salía mal.
La voz entonces empezó también a gritar y yo con la frente apoyada en el portón pensaba avivate, Lundberg, avivate y por suerte el sueco se avivó y empezó a gritar. Pronto se estableció un diálogo entre este y la voz del portero eléctrico y empezó a salir gente de la embajada. Abrieron el portón. Lundberg, María Luisa y los chiquilines se abrieron paso a codazos entre los matones y entraron. Yo quedé afuera, solo, enfrentándolos. ”La quedé”, pensé y tragué saliva. Sonreí como si me las supiera todas, saqué una lapicera fuente de entre mis libros de inglés e hice como que les disparaba una ráfaga de tinta. Les grité:
- ¡Manga de asesinos!
Se me vinieron encima y me apuntaron a la cabeza. ”Adiós, mundo cruel”, mascullé entre dientes. Pero de pronto el portón se abrió unos centímetros y por el resquicio surgió una mano nívea con venas azules que sobresalían. Me agarró de la corbata y tironeó. Caí sobre el pedregullo del lado de adentro. Entonces vi los zapatitos blancos de Sarita corriendo hacia mí. Antes de que me pudiera incorporar del todo, la chiquilina se me tiró en los brazos y me dijo:
- Gudmornin, Felipe.
Kaspar
Por esta Frauengasse tiene que haber pasado Kaspar Hauser alguna vez, pensé y se tiene que haber sentido igualito que yo. Me lo imaginé chiquito, contrahecho, extraviado en un mundo que no era el suyo, hablando un idioma que solo él entendía y con un miedo en el alma de proporciones bíblicas. Hay como una hermandad entre las almas perdidas, ¿no? Toqué las paredes de la Nassauerhaus y me imaginé las manos de Kaspar apoyadas sobre aquellos mismos ladrillos. Y me figuré también el sudor frío que habría sentido en la nuca. Yo, sudor frío no sentía, la verdad. Lo que sentía era sudor nomás porque hacía un calor de la gran siete. Pero sí un susto parecido. Iba a ponerme a cantar milongas camperas en aquella ciudad de Baviera con sus bebedores de cerveza de pantalón corto y pluma en el sombrero y muchachas con delantales de lino y gargantilla con camafeo. ¿Qué cara me iban a poner?
Saqué la guitarra y empecé: No me pregunten quién soy, ni si me habían conocido, los sueños que había querido, crecerán aunque no estoy... De pronto vi que Kaspar Hauser se me acercaba y que empezaba a rebuscar algo en los bolsillos de su chaleco. Sacó una moneda de diez peniques, le pegó un mordisco y la dejó caer en el sombrero que yo había puesto en el suelo. ...Ya no vivo pero voy en lo que andaba soñando y otros que siguen peleando harán nacer otras rosas... Se quedó paradito mirándome y me escuchaba como si comprendiera algo. Nos estábamos comunicando. Sus ojos azules se me metieron dentro del cuerpo y sé que a través mío vio penillanuras, cuchillas, ceibos, un cielo azul que viajaba, un pintor de nubes y un río camino con sabor a mieles ruanas. ...En el nombre de esas cosas todos me estarán nombrando...
Kaspar se puso de pronto a entonar una canción en un idioma que quería parecerse al alemán y yo me callé. Seguí tocando la guitarra. Se veía que el muchacho tenía buen oído porque encajó la melodía perfectamente en el tono de la menor en el que yo venía arpegiando. Creo que le escuché decir... quiero ser como mi padre, quiero ser un caballero... Después empezó a divagar y a irse por las ramas de los árboles de Nuremberg o al menos así me lo parecía y luego de algunas estrofas volvía a aquello que yo sí de verdad le entendía ...quiero ser como mi padre, quiero ser un caballero... La gente empezó a arrimarse a ver aquel espectáculo inusual de un jorobado de levita azul, sombrero de copa y corbata de lazo cantando a todo pulmón acompañado por un barbudo calzado con ojotas que entre acorde y acorde sorbía agua caliente de una calabaza de la que salía una cánula de metal.Me entré a asustar porque nunca había actuado para tanto público reunido. Por suerte poco después llegó el momento culminante. Kaspar hizo un alto, elevó los brazos al cielo y bajó la voz. Después la fue subiendo despaciiiito, despaciiiito. Yo, inspirado por aquel crescendo, me afirmé en el brazo de la guitarra y arpegié un mi mayor séptimo. Y entonces Kaspar terminó con un ...quiero ser un caballeeeeeerooooooo... que resonó en las nubes y provocó el aplauso de la multitud. Las monedas empezaron a llover y me dije para mis adentros mamita linda me hice millonario. Aquello era un aguacero de níquel y de plata. Kaspar se me acercó y me dio un abrazo. Yo le metí un puñado de monedas en el bolsillo del chaleco pero él las volvió a sacar y las depositó en mi sombrero. Me dijo algo a manera de despedida que no entendí. Se quitó el sombrero de copa, me hizo una reverencia y siguió su camino. Recién ahí vi el cartel que llevaba colgado a la espalda. Decía Droguería Kaspar Hauser, Krugstraße 17, abierta las veinticuatro horas del día.
La cédula
No me podía decidir entre Elvira y Martha. Elvira tenía ese yo qué sé pero Martha tenía un no sé cómo explicarlo. La cuestión era peliaguda. Paré el ciento setenta y tres y me subí. En el cruce de Centenario y Propios decidí que Martha era la mujer de mi vida. Un punguista se sentó a mi lado y me revisó el bolsillo izquierdo del pantalón. Eso no me preocupó en lo más mínimo porque de todos modos en ese bolsillo yo no llevaba nunca nada. Lo dejé hacer. Por la ventanilla vi pasar los árboles desnudos de agosto y me vi a mí mismo junto a Martha, los dos desnudos en agosto y en setiembre y en todos los meses del año. Sí. Me había decidido por Martha. Era sencilla, comprensiva y odiaba a Leo Dan. ¿Qué más se le podía pedir a una mujer? Era la compañera perfecta, mi alma gemela. En ese momento sentí que el punguista pugnaba por sacarme los gemelos del puño de la camisa. Entonces estiré el brazo e hice como que le iba a pegar una piña. El loco me miró con los ojos del malo de las películas de Chaplin pero no me achiqué. Así que optó por levantarse y bajarse en Ocho de Octubre. Por la ventanilla vi que me hizo un gesto con el dedo como que me lo iba a meter en el orto. El orto. Ah, el orto. Por Dios, no había otro orto como el de Elvira. No tenía comparación. Si me iba con Martha me tenía que despedir de ese orto para siempre. Ese orto era un ancla en tierra. Era una promesa de algo estable, fijo, inamovible. Algo a lo que agarrarse ante los bandazos de la vida. Por eso fue que cuando el ciento setenta y tres cruzó Asilo decidí que me iba a quedar con Elvira. Y no solo por el orto, entiéndanme. Eso sería muy prosaico, superficial y chabacano. No. Era por otra cosa. Bueno, no sé. Capaz que sí, que era por eso. En la bocacalle de Morelli vi que se había armado un picado entre un grupo de botijas y ahí sentí una punzada en el riñón. Pegué un saltito en el asiento y la vieja que se me había sentado al lado volvió a darme con el codo. Pensé en Martha. Ella también tenía esas cosas. Cuando menos te lo esperabas te pegaba un sopapo o te tiraba de los pelos. Sobre todo cuando andábamos en eso de meter mano en el Princess. Pero la vieja del codazo estaba ahora largando espuma por la boca y de pronto le pegó una patada al respaldo del asiento de adelante. Después se quedó tan tranquila. Como si no pasara nada. Pensé que si me iba con Elvira iba a extrañar los sacudones que de tanto en tanto me daba Martha. Después de cada beso me ligaba un arañón y la verdad era que me encantaba. Elvira en cambio era muy tranquila y sus caricitas eran muy leeeentaaas. El problema era que le gustaba Leo Dan. La vieja gritó de repente y el brazo que daba al pasillo se le disparó como si tuviera vida propia. Después se puso de pie, caminó hacia la puerta de salida muy elegante y muy desenvuelta y bajó del ómnibus de un salto. Se perdió Cardal abajo pateando el aire. Sí. Ya no tenía ninguna duda. Martha era la mujer de mi vida. Suspiré aliviado porque ahora ya sabía lo que tenía que hacer. En Avenida Italia subieron los milicos y todo el mundo a bajar del ómnibus. Nos pusieron contra el muro de la casa de los Lombardi y nos fueron cacheando uno por uno. Vi por la ventana del living que Lombardi estaba leyendo el diario y cuando me vio se sacó la pipa de la boca y me saludó con la cabeza. Ah. Ahí fue que me acordé de los ojos de Elvira. Cómo podía haberme olvidado de los ojos, de aquellos ojos. No, no era solo el orto. Ta claro. No, no era solo eso. Elvira era leeentaaa, sí, ya sé, pero tenía una ternura como para llenar un estadio y además te hablaba bajiiiito y muy tranquiiiilo y vos te sonreías y te quedabas dormidito y te sentías tan feliz como Adán antes de que se fuera todo al carajo por culpa de la manzana. Y después te miraba con aquellos ojos y todo, todo se arreglaba. Ta. Me decidí por Elvira. Ahora lo tenía claro. El milico me miró la cédula con la linterna, lo que me pareció bastante al pedo porque eran las cuatro de la tarde. Después me metió a los empujones en una chanchita que estaba estacionada frente al quiosco de Calabrese. Qué contenta que se iba a poner Elvira cuando le dijera que ella había sido la agraciada con el premio gordo de la lotería que era yo. Me puse refeliz. Se me habían disipado las dudas. En realidad se me había disipado todo porque me habían encapuchado y no veía nada. El milico me dijo que confesase que era comunista, que la célula me había delatado. ¿Qué célula? Cédula. Ah, cédula, cédula, no le había entendido. Fidel, te llamás Fidel. Confesá. Yo lo que quería confesar era que ahora sí al fin me había decidido. Había optado por Martha. Martha comprendía todo, cambiaba de canal cuando aparecía Leo Dan, escuchaba todo lo que yo le decía como si fueran cosas inteligentes y de vez en cuando me pegaba un guantazo para amenizar la velada. Si eso no era la felicidad, entonces ¿qué era la felicidad? Fidel Bolaños, me llamo. Fíjese bien, ¿vio? Me parece que usted me confunde con Fidel Castro. Pero sos comunista vos, se te nota, se te nota. Mirá por esta vez te salvaste. Pero cambiate ese nombre porque la próxima vez no te va a salir tan barata. Me pegaron una patada y me dejaron en Burgues y Propios. Tuve que caminar hasta General Flores otra vez para tomarme el ciento setenta y tres. Llegué a la parada y me puse a pensar. Elvira o Martha. Martha o Elvira. Saqué la cédula de identidad del bolsillo de atrás del pantalón. Estaba a la miseria por el mal trato que le habían dado los milicos. Había quedado doblada y casi partida al medio. Elvira o Martha. Martha o Elvira. Iba a tener que sacar una cédula nueva. Elvira o Martha. Martha o Elvira. Y por joder, ya que de todos modos estaba estropeada, saqué la bic y debajo de Fidel Bolaños, oriental, nacido el dos de febrero de mil novecientos cincuenta y cuatro, escribí: estado civil bígamo.
La estola de armiño
Estaba en el país de los millonarios. El viaje en colectivo costaba un millón y un pan francés un millón doscientos mil. Andaba con tantos millones en el bolsillo que no me lo podía creer. La empresa Hurlingham, de Córdoba y Gallo, me había pagado por adelantado la traducción del manual de instrucciones del horno microondas Sanyo que recién había salido al mercado. Tenía un mes para entregarla. Vivía en Flores, en una casa abandonada que Carlotto me había dejado ocupar. Había sido de unos tíos suyos que hacía años que habían pasado a mejor vida. Convivía con Rosita, una rata enorme y bigotuda que recogía los restos de yerba que yo dejaba por el piso y con quien había entablado una verdadera amistad. Una canilla en el patio me proporcionaba agua marrón que yo convertía en potable luego de hervirla en un horno de alcohol y que también me servía para higienizar el water, que no tenía cadena. El colchón del dormitorio no tenía cobijas pero eso era lo de menos. Era enero y hacía un calor de la masita.
Los millones de la traducción se me fueron esfumando de a poco y el hambre empezó a rondar aquella casa abandonada de la calle Páez. Rosita se seguía conformando con los granitos de yerba que yo le dejaba caer como al descuido para que no se ofendiera. Pero a mí se me habían metido veinte bagres en la barriga y me picaban sin piedad.
Subí al primer piso del edificio de la Hurlingham y le entregué a Mastache el manuscrito. Mientras lo hojeaba llamó por teléfono a Navarro que era quien estaba más al tanto de las cuestiones técnicas. Si Navarro entendía lo que yo había traducido del inglés y lograba que el Sanyo hiciera lo que se suponía que tenía que hacer, entonces estaba todo bien. Con el auricular al oído, Mastache me dijo que Navarro me preguntaba que si me parecía bien pasar por su casa esa misma noche a las ocho. Prepararía una lasaña en el horno microondas siguiendo las instrucciones que yo había traducido. Me pareció bien.
– Le parece bien – le dijo Mastache a Navarro.
Navarro vivía en una casa de Vicente López con torrecita, balcón y un jardín con un enorme lapacho rosado. Avancé por un caminito de baldosas rojas flanqueado por macetas con malvones y geranios y toqué el timbre. Me recibió una mujer que hacía juego con la casa. Si bien no tenía torrecita sino una cabellera castaña que le llegaba hasta la cintura, ni balcón sino una delantera con vistas a otro mundo y ni lapacho sino una sonrisa con unos labios rosados que lanzaban destellitos de luz, era evidente que esa mujer y la casa eran una y la misma cosa. Yo me debo de haber quedado con la boca abierta como diez minutos. Al final atiné a decir:
– Me espera Navarro a las ocho.
– Bien.
Se hizo a un lado para dejarme pasar.
Aquello me quedaba grande. Nunca había estado en la casa de Marilyn Monroe pero me parecía que estaba en la casa de Marilyn Monroe. Cómo era posible tanto sol en Vicente López a las ocho de la noche, cómo era posible tanta palmera en tanto rincón coqueto, tanta estatuita indefinida sobre tanta mesita de hierro forjado, tanto olor a bienestar. Extrañé a Rosita. A esa hora estaría pasando el hocico por el piso del dormitorio de la casa abandonada de Flores y no encontraría mis granitos desperdigados de yerba. La vida podía ser muy injusta. Estaba traicionando a mi mejor amiga.
– Hay whisky sobre la mesa – me dijo la mujer desde la cocina.
Whisky. Yo no tomaba whisky. Tomaba grapa. Muy de vez en cuando. Vi sobre la mesa una botella de Chivas Regal, un cubo con hielo y dos vasos anchos con franjas doradas. Pero yo era de Villa Española y en el Habana servían la grapa en vasitos de plástico. Miré a mi alrededor. De aquel living salían pasillos en todas las direcciones y había una escalera de mármol que ascendía hasta el cielo. Me imaginé que en cualquier momento se iba a aparecer Marilyn Monroe allá arriba con una estola de armiño. Iba a alzar una cadera y me iba a decir:
– Come to my arms, yorugua.
El whisky me cayó bien. Me pregunté dónde mierda andaría Navarro. Vi que la mujer de la cocina manipulaba el horno microondas y que consultaba el manual de instrucciones que yo había traducido. Me mandé otro whisky y volviéndome creyente de repente, le pedí a Dios que el Sanyo no empezara a largar chispas y que no explotara. La mujer abrió y cerró la puerta del horno varias veces, tocó aquí, apretó allá, consultando siempre el manual y el horno hizo piiii y después hizo poooo y se prendió una lucecita por aquí y se apagó otra por allá y yo me mandé otro whisky. Vi aquella cabellera que llegaba hasta la cintura y aquella pollera negra ajustada hasta los tobillos y volví a mandarme otro whisky y mi Dios, Marilyn se apareció allá arriba en la escalera de mármol con la estola de armiño, alzó una cadera y me dijo:
– La lasaña está en el horno.
Volví de mi ensueño y vi delante mío a un par de labios rosados que largaban destellitos de luz y que me decían:
– ¿Me está escuchando?
– Sí – contesté yo. O contestó el whisky. No sé.
– Según su manual estará lista en una hora. A doscientos grados. Novecientos vatios de potencia.
Miré hacia las alturas y constaté que Marilyn había desaparecido. Pero tenía enfrente mío a una delantera con vistas a otro mundo y una cabellera castaña tan hermosa y tan larga que no tenía nada que envidiarle a los bigotes de Rosita.
– ¿Who needs Marilyn? – dije. O dijo el whisky. No sé. “¿Pa' que mierda estoy hablando en inglés ahora?”, me pregunté. O se preguntó el whisky.
La mujer se sentó a mi lado.
Se produjo un silencio. Desde la cocina llegaba el zumbido del microondas. “Padre nuestro que estás en los cielos, santificame la lasaña”, rezaba yo entre dientes.
– ¿Y Navarro? – pregunté.
La mujer me extendió la mano y yo, me temo, se la agarré con demasiada avidez.
– Mucho gusto – me dijo.
Yo me la quedé mirando a los ojos y me costó caer en la cuenta. Al final reaccioné y le dije:
– ¿Navarro? ¿Usted es Navarro?
– Gwendolyn Navarro.
– Iván Zuculini.
– Ya sabía – dijo Gwendolyn.
A veces es bravo decir algo que realmente no sobre, decía Benedetti y cuánta razón tenía. Así que no dije nada pero me empecé a desnudar. El whisky me había convertido en el rey del striptease. La remera y el pantalón vaquero volaron por los aires y cuando me puse a bailar una rumba amagando con sacarme el calzoncillo, que me lo saco, que no me lo saco, Navarro extendió un brazo en el aire haciéndome la señal de stop y desapareció escaleras arriba. Yo me desparramé en el sofá sintiéndome el Zuculini más imbécil del mundo. De pronto apareció Marilyn Monroe allá arriba en las alturas con una estola de armiño. Alzó una cadera y me dijo:
– Come to my arms, yorugua.
No sé en cuál beso andábamos, si el cuadragésimo o el quincuagésimo, cuando el Sanyo emitió un pitido y bajamos a comer. Sin que Gwendolyn se diera cuenta me metí unos pedacitos de lasaña en el bolsillo para llevarle a Rosita. Tenía que cambiarle la dieta. La pobre se estaba volviendo verde de tanta yerba.
La luz roja
– ¡Baja presión de aceite en el motor uno! – gritó el capitán Rebollo y el copiloto despertó de su siesta sobresaltado. De un manotazo tiró al suelo el diario que estaba sobre el panel y vio la luz roja que se prendía y se apagaba.
Rodríguez, el ingeniero de vuelo, sentado detrás de ellos, controló los indicadores.
– Flujo y temperatura normales – dijo.
– ¿Temperatura de salida de turbina? – preguntó Rebollo.
– Normal – contestó Rodríguez.
– ¿Presión de entrada a la bomba?
– Normal.
Rebollo y el copiloto se quedaron mirando, como hipnotizados, la luz roja que se prendía y se apagaba. Se reflejaba en la mejilla izquierda de Rodríguez como un aviso luminoso de publicidad, mientras este seguía controlando los indicadores. Después de un silencio, dijo:
– No veo nada que indique que haya baja presión de aceite en el motor uno.
Rebollo seguía mirando la luz. Probó a golpearla. Después la golpeó otra vez con el puño cerrado. Seguía prendiéndose y apagándose.
– ¿Qué hacemos? – preguntó.
Silencio. El copiloto y el ingeniero de vuelo sabían que la responsabilidad de tomar decisiones le correspondía a él.
– No voy a correr riesgos. Lo apagamos – decidió.
Estaban a una hora de vuelo de la isla de Sal. Pidieron permiso de aterrizaje.
– ¿Avisamos que venimos solo con tres motores? – preguntó el copiloto.
– No – contestó Rebollo. – Podemos aterrizar sin problemas con un motor de menos.
El técnico del aeropuerto revisó el motor uno. No le encontró ninguna avería. Rebollo le pidió que controlara la luz indicadora del panel de la cabina de mando pero ahí tampoco encontró ningún desperfecto. Los cables estaban en su lugar y el interruptor y la resistencia funcionaban bien. El capitán miró al copiloto y el copiloto miró a Rodríguez. Los tres se alzaron de hombros casi al mismo tiempo.
Despegaron sin problemas y cuando el copiloto recogió el diario con la foto del gol de Victorino ante Brasil y empezó nuevamente a cabecear de sueño, irrumpió un tipo petiso y gordo en la cabina y apuntó a todo el mundo con un rifle.
– ¡Gaza! – gritó.
Rebollo se volvió y lo miró.
– No. Gaza, no – le aclaró. – Madrid.
– ¡Gaza! ¡Gaza! – volvió a gritar el gordo.
– ¿Y este de dónde salió? – preguntó al final Rodríguez, saliendo de su estupor.
– Se nos debe haber colado en el aeropuerto de Sal – respondió el copiloto.
– ¡No talk, no talk! – gritó el gordo.
– Hablá en portugués que te entendemos – dijo Rebollo. – ¿Você é de Cabo Verde?
El petiso gordo demoró en contestarle. Muy como contra su voluntad indicó que sí con la cabeza.
– Somos um avião de carga. Vamos a Madrid – le explicó Rebollo.
El petiso gordo volvió a gritar:
– ¡Gaza!
– ¿Que se te perdeu em Gaza? – terció Rodríguez. – Madrid é muito mais bonito.
Y observándole la barriga, agregó:
– E a comida é excelente.
El copiloto volvió a observar la foto del gol de Victorino ante Brasil. Agachadito. Cabeceando la pelota a la altura de las rodillas del back.
De pronto la luz roja empezó a prenderse y a apagarse.
El gordo gritó:
– ¿O que é isso?
- ¡Um míssil! ¡Um míssil! ¡Eles estão disparando! - exclamó Rebollo.
El gordo no sabía qué hacer. Apuntaba a uno, después apuntaba a otro y después miraba desesperado por la ventanilla. El copiloto seguía observando la foto de Victorino en el diario. De pronto se dio vuelta en el asiento, se abalanzó agachado contra el gordo y le metió un cabezazo entre las piernas. Golazo uruguayo.
Llegaron a Madrid. En la terminal de cargas de Barajas el inspector de aduanas le dijo a Rebollo que no podía ingresar el rifle que traía.
- Lástima – dijo Rebollo. - Bueno, quédeselo.
- ¿Y ese señor? - preguntó el inspector, señalando al petiso gordo.
- Un amigo. Está en tránsito. Va a Gaza.
La otra Mercedes
Acciono el tornillo de enfoque y ahí están el citoplasma, el núcleo y la membrana. A ver, a ver, por aquí deben de andar también el aparato de Golgi, la mitocondria y el lisosoma. Sí, sí, ya los veo. Levanto la vista del microscopio y Suárez me está mirando con esos ojos. Con esos ojos. Soy toda ósmosis para esos ojos y mi citoesqueleto se vuelve un sistema endomembranoso que estalla de cloroplastos. Aflojá, Mercedes, aflojá, me dice la otra Mercedes. Está parada al lado mío de brazos cruzados y mueve la cabeza con desánimo. Yo procuro concentrarme otra vez en la célula eucariota pero Suárez iscariote no me deja. Me masajeo los ojos, me incorporo y me voy al baño. Siento la mirada de Suárez radiografiándome el ilíaco y sé que voy dejando por el pasillo un rastro de estrógeno que no se puede creer. Y tan bien que estaba yo en Guichón antes de venirme a Montevideo a matricularme en la facultad de química. Tan feliz que estaba yo en mi casita de Felicia Froste entre Orden y Progreso. Orden y Progreso, fíjense bien. Como la bandera del Brasil. Pero ahora estoy entre el Caos y Suárez. La otra Mercedes me mira mientras me lavo la cara frente al espejo y me dice que la Felicia Froste que daba nombre a mi calle había tenido diez hijos con Guichón y que este era el duodécimo de los dieciséis que había procreado su padre francés. Que con mi virginidad estaba mancillando el buen nombre de mi pueblo. Que los guichonenses seguían muy fielmente aquel mandamiento bíblico de ser fecundos y de multiplicarse. Yo le respondo que la prudencia, la fortaleza y la templanza también son mandamientos bíblicos. Me seco con la toallita de papel del dispensador que está fijo en la pared y la otra Mercedes vuelve a decirme aflojá, Mercedes, aflojá. Volvemos las dos al laboratorio y Suárez me pregunta ¿estás bien, Mercedes? Yo no le contesto con palabras pero sí con un sí de la cabeza que no es realmente un sí de verdad sino más bien un mmmm, mua, más o menos. Sonamos. Suárez viene y se sienta a mi lado. Se inclina, acerca su cara a mi cara y justo en el momento crucial en el que las cilias del epitelio bronquiolar de mis belfos se arremolinan para recibir el chasquido febril del ósculo, desvía sus ojos de los míos y los posa sobre el ocular del microscopio. Acciona el tornillo de enfoque y sin levantar la vista me pregunta si quiero ir a ver a Darnauchans el sábado que viene. Da un recital en el teatro de la Alianza.
– Me encanta la química de Darnauchans – le digo después del recital, mientras sorbo un cortado, sentados a una de las mesas de Las Delicias.
– No, por favor Mercedes, no. No hablemos de química – bromea Suárez.
La otra Mercedes me observa impacientemente desde una de las ventanas que da a San José. Me hace señas obscenas con los dedos de las manos. Pasa el índice de la derecha por el círculo que forman el pulgar y el índice de la izquierda. Guaranga. Menos mal que solo yo la veo.
– En serio, Suárez. La poesía y la música son tan macroelementos como el carbono, el oxígeno, el hidrógeno y el nitrógeno.
– Mercedes...
– Ta. Acepto que me digas que no, que más bien son oligoelementos. Pero pensá en los átomos. ¿No hay música en el núcleo? ¿No hay poesía en el equilibrio de las órbitas electrónicas?
– Mercedes...
– Darnauchans dice: conocerse, claro está, que necesita su tiempo, con años que albañilean y años de derrumbamiento. Y yo digo igualito que la química orgánica, ¿no? Porque tenés elementos que albañilean y forman compuestos estables, pero también tenés aquellos compuestos que se derrumban. Como el sodio ante el agua, por ejemplo.
– Mercedes...
No sé lo que me quiere decir Suárez. Algo me quiere decir. Pero yo no quiero que me lo diga. Me mira con esos ojos. Esos ojos. Mi infundíbulo pelviano se me inunda de endometrio y tengo miedo de que se me note y de que se me empiece a salir por las orejas. Tengo miedo de inundar el bar de endometrio. Por detrás de él veo a la otra Mercedes. Me saca la lengua.
– Mercedes...
Miro mi cortado. Todavía me queda un poco en el fondo del vaso.
– Mercedes...
– ¿Sabías, Suárez, que en el café hay fosfatos, sulfatos de calcio, magnesio, potasio y sodio?
Suárez no contesta. Mira hacia la calle. La otra Mercedes también. Yo revuelvo el resto del cortado con la cucharita. Y me quedo mirando la cucharita. Suárez me vuelve a mirar con esos ojos. Esos ojos. Va a decir algo pero yo me le adelanto. Le muestro la cucharita.
– Che, Suárez, para lograr la estructura cristalina que hace posible esta cucharita hubo que calentar el hierro y el carbono a setecientos veintisiete grados centígrados, ¿sabías?
No sé lo que estoy diciendo. La verdad es que estoy un poco confusa. Yo vine a Montevideo a estudiar. No vine a que un Suárez me descuajeringase la vida. Si hubiera sabido, me hubiera quedado en Guichón. La otra Mercedes se acerca a nuestra mesa y se me sienta a mi lado. Me dice aflojá, Mercedes, aflojá. Suárez saca un cigarrillo y se pone a fumar. Me ofrece uno. No, gracias, le digo.
Llegamos a la puerta de la pensión de la calle Guayabos. Está oscurísimo. Hay un farol de porquería en la esquina pero la luz no llega hasta aquí. Si logro meterme en el zaguán antes de que Suárez intente algo, estoy salvada. Porque doña Pura tiene prohibida las visitas masculinas. Por suerte no le puedo ver los ojos en esta penumbra. Menos mal. Me siento fuerte. Suárez no dice nada, no hace nada. Está paradito ahí nomás como un zombi. Fenómeno. Saco la llave de mi monedero y la meto en la cerradura. Antes de abrir me doy vuelta para despedirme de él. En ese momento veo a la otra Mercedes en la vereda de enfrente. Cruza la calle a la carrera, me agarra de los pelos y me empuja hacia él. Caigo arriba de Suárez. No entiendo nada. No sé qué hacemos los dos ahí en la oscuridad tirados en el pastito. Escucho a Suárez decirme algo. Pero no lo quiero escuchar. De pronto me siento feliz, muy feliz. Demasiado feliz. Como un compuesto heterocíclico que encontró su carbono. Como la amorolfina acumulando alegremente ignosterol en la membrana citoplasmática. Qué lindo que es el mundo. Soy Mercedes y soy Felicia Froste y soy orden y soy progreso y soy guichonense y soy célula y soy todo.
No sé cuánto tiempo pasa. Vuelvo en mí y me veo sentada a horcajadas sobre Suárez. Entonces este me dice con un hilito de voz:
– Aflojá, Mercedes, aflojá.
La guaranga de la otra Mercedes está saltando a nuestro lado con los brazos en alto como un hincha de fútbol festejando un gol.
La sucursal del mundo
A Roberto lo había conocido en la Casa dello Studente de Roma cuando yo juntaba moneditas cantando en la piazza Navona. Me había dicho que si alguna vez pasaba por Génova que lo fuera a visitar. Me había dejado su número de teléfono. Así que lo llamé cuando me aparecí por allí dos años más tarde. Ya se había recibido de psicólogo y estaba laburando en una oficina de ayuda a los drogadictos. Me llamó la atención su acento ligur. Había perdido el tonito de canzonetta de los romanos. Él, en cambio, reconoció enseguida mi acento uruguayo.
– ¡Ah, Luigi! – exclamó, apenas hube balbuceado buona sera, ¿sei Roberto?
Quedamos en encontrarnos en la caffetteria Buonafede a las cinco de la tarde. Una hora antes me instalé frente al Palazzo di Giustizia, saqué la guitarra y encanté a los transeúntes con El Loco Antonio, Zamba Por Vos y otras perlas no menos resplandecientes de mi repertorio zitarrosiano. De esa manera junté unas liras extras que me darían el lujo de decirle a Roberto pago io cuando nos llegara la cuenta de los cafés que nos íbamos a tomar. Pero fue decirle pago io y el loco se mandó una sonrisita como de no me hagás reír, cara cagada, mientras sacaba la billetera y dejaba mil quinientas liras sobre el mostrador. Después me pasó el brazo por el hombro y me dijo que me llevaba a cenar a lo de Orazia, su madre, que vivía con su nuevo marido, don Palmiro, en el barrio de Sampierdarena.
– L'ho detto che venivi – me explicó.
Y también me explicó que la pobre se había quedado preocupada.
– ¿Un uruguaiano? ¿Abita nella selva?
– Si. E vive nudo – le había contestado él.
Noté que Orazia se quedó medio perpleja cuando me vio entrar vestido y sin aros colgándome de las orejas y ni siquiera un hueso atravesado en la nariz. Le extendí la mano y le dije buona sera y ella me la agarró con cierto recelo. Don Palmiro estaba apoltronado junto a la ventana y apenas levantó la vista del Corriere della Sera. Orazia había dispuesto una mesa preciosa con mantel blanco y un florero en el centro. Nos indicó que nos sentáramos. Don Palmiro dobló el diario, lo dejó sobre la poltrona y se acercó. Me preguntó si Abbadie seguía jugando al fútbol. Tomé un sorbo de Martini Bianco y le dije que no, que estaba retirado.
– ¿Lei conosce l'Uruguay? – le pregunté.
– Abbadie – me contestó. – Giocava ne'll Genova. Qui. Da noi. Era bravissimo.
Y ahí se le habían acabado los conocimientos geográficos. No insistí.
Desde el corredor que daba a la cocina se apareció Orazia con una fuente humeante en los brazos. La depositó sobre la mesa y me regaló una sonrisa de oreja a oreja. Con la cara encima de la olla me habló entre los vapores, como una pitonisa del oráculo de Delfos. Me dijo que la sopa que me ofrecía estaba hecha con un tipo de fideos típicos de Génova. En ninguna otra parte de Italia existía ese tipo de fideos. Sumergió el cucharón en la fuente y me sirvió. Yo observé lo que me había puesto en el plato y me pareció que se parecía a algo que conocía. Escuché a Orazia decirme entre tierna y pomposa:
– Questi si chiamano capelli d'angelo.
– ¡Ah, claro! – dije, entusiasmado. – Cabellos de ángel. Por supuesto. En Uruguay son muy comunes. Pero no sabía que eran genoveses.
– ¿Cosa sta dicendo lui? – le preguntó Orazia a Roberto. La parrafada, sin darme cuenta, me había salido en castellano.
– ¿Cosa stai dicendo? – me preguntó Roberto.
Y les expliqué. Cuando terminé, me dió lástima ver la cara decepcionada de Orazia. Me había preparado la sopa con todo el cariño del mundo. Había querido sorprenderme.
Traté de arreglar las cosas mandándomela con unas ganas bárbaras y diciendo a cada tanto buonissima, sta buonissima. Me tomé inclusive un segundo plato. Mirando por encima de la cuchara pude ver, grazie a Dio, que Orazia se había vuelto a animar. Después recogió la fuente y los platos y se fue a la cocina. Al ratito reapareció trayendo una torta en una bandeja y mostrándonos la sonrisa de antes, de oreja a oreja. La torta estaba cubierta por una campana de vidrio. La depositó sobre la mesa y volví a sentir la incómoda sensación de que aquello se parecía a algo que ya conocía. Destapó la campana y dijo solemnemente:
– Questa torta si chiama Pasqualina. Si mangia soltanto a Genova. È una esclusività. Spinacio e uova. L'ho fatto specialmente per te, Luigi.
– Sí, claro. Me encanta. Mi vieja también la hace los fines de semana – exclamé, entusiasmado. Y enseguida me arrepentí. Miré a Orazia. Había fruncido el entrecejo. Tragué saliva y le expliqué en italiano que la torta pascualina era muy conocida en el Uruguay. Al punto tal que había quien pensaba que era autóctona del país. Noté que Roberto se remecía el cabello y que don Palmiro me miraba pensativo. Como Abbadie calculando antes de levantar un corner.
Orazia se sentó y respiró hondo. Se puso a pensar.
– ¿Come si chiama il tuo paese? – me preguntó finalmente, achicando los ojitos.
– Uruguay.
– ¿Avete un presidente?
– Si.
– ¿Come si chiama?
– Sanguinetti.
Se llevó las manos a la cabeza y gritó que no podía ser, que era imposible, que no, que no y que no.
– ¿Perché no?
– ¡Perché Sanguinetti é un cognome genovese!¡Voi, uruguaiani, avete un presidente genovese!
No supe qué contestarle.
Roberto se pasó la servilleta por la boca. Don Palmiro miraba fijamente la botella del Cinque Terre.
– Mi sembra che l'Uruguay sia una succursale di Genova – dijo Orazia, bastante desorientada.
– Non, signora – le contesté. – L'Uruguay è una succursale del mondo.
Me miró con cierta tristeza y se fue a la cocina. Cuando volvió con un pan dulce, es decir con un pandolce natalizio yo, que no era Alberto Candeau pero podía mandarme la parte como el que más, me hice el sorprendido y me salió bastante bien. Pregunté qué era eso tan raro y Orazia se animó de vuelta y me habló entonces de nueces, arándanos, pasas de uva y cáscara de limón. Mirá vos.
Cuando el sol empezó a hundirse suavemente en el Mediterráneo, Don Palmiro llenó todas las copas de vino y brindamos a la salud de Abbadie. Después el viejo se me acercó, me puso la mano en el hombro y manifestó ser de la muy sincera opinión de que Abbadie debería ser el presidente del Uruguay y no el Sanguinetti ese.
– Lui sapeva organizzare la squadra di calcio. Era un'organizzatore nato. I calciatori sanno tutto di organizzazione. Invece questo Sanguinetti ¿gioca al calcio?
– No.
– Ecco.
Frankestein con pecas
Con los ojos nos estaba diciendo que nos habíamos equivocado. Que el hospital Maciel quedaba a seis cuadras más allá, en la calle Washington. Pero con la boca nos preguntó qué se les ofrece caballeros. En realidad éramos un caballero y una caballera, pero bueno. El conserje tuvo que esperar un rato a que le contestara porque cuando me atacaba el tartamudeo había que tener paciencia. Después de varios amagues logré decirle que queríamos una habitación para dos personas.
– ¿Una noche?
Más bien. Una noche nada más, gracias. El Radisson no era de los más baratos. Habíamos tenido que ahorrar medio año. Yo seis meses sin probar el cuadril en mi pensión de la calle Paysandú y ella en la residencial de la Unión apartando monedas y guardándolas en aquel monederito que había pertenecido a Maricastaña. Pero lo habíamos logrado.
El conserje nos dio la tarjeta de la habitación y nos metimos en el ascensor. Avanzamos por el pasillo del último piso. Una princesa en su silla de ruedas y un príncipe azul muy venido a menos empujándola con su mano izquierda.
Nos costó una eternidad desnudarnos. Yo tenía todavía los pantalones puestos y ella ni siquiera se había quitado el cardigan cuando tuvimos que recurrir por primera vez a la botella de oxígeno. Aquello no pintaba bien. En los chateos por Facebook, en cambio, todo había resultado tan fácil...
– Tengo Ela.
– Y yo polio.
– Apenas puedo hablar. Disartria.
– Yo, tartamudez.
– Tengo tres nietos.
– Yo cuatro. Uno en Australia.
Después de varios meses y de mucho pensar y repensar la cosa, la verdad es que quería pasar a los hechos. ¿Pero cómo se puede pasar a los hechos cuando estás deshecho? Por suerte ella me había ayudado a allanar el camino. Un buen día dejó de llamarme Óscar. Me convirtió consecutivamente en cariño, cariñito, chingolito y cuchicuchi. Yo, envalentonado, la apostrofé a mi vez de bomboncita, pochola, tesoro y curruquita. De ahí a declararnos el amor apasionadamente hubo poco trecho.
Me saqué la máscara de oxígeno y me la quedé mirando. La pucha. Qué linda que era. Tenía pecas. Muchas pecas. Me las puse a contar. Manías mías. Contaba todo. Las botellas de vino de la vitrina del Tabaré, las piedras del empedrado del Mercado de la Abundancia, los escalones de la entrada de la Amsterdam y los panes con grasa apilados en el mostrador de La Scala. Sesenta y ocho. Conté sesenta y ocho pecas. Y yo no sé qué pasó mientras contaba pero algo evidentemente había pasado porque de pronto dejamos de ser Óscar y Celeste a medio vestir para convertirnos en Adán y Eva desnudos en el paraíso. Dos cuerpos inertes que de repente empezaron a funcionar bien de bien. El motorcito del amor hacía rrrrrrrr, rrrrrrrrrr, rrrrrrrr y aunque a veces pateaba el embrague les aseguro que aquellos dos modelos del siglo pasado con el chasis a la miseria, andaban que daba gusto.
Una hora más tarde nos pusimos las máscaras de oxígeno y nos quedamos dormidos de la mano.
A la mañana siguiente bajamos a tomar el desayuno y ahí tuvimos nuestra primera pelea de enamorados. Quedaba solo una porción de manteca sobre la mesa y los dos nos abalanzamos sobre ella. A pesar de su Ela, las manos de Celeste eran mucho más veloces que las mías. Miré con envidia cómo untaba su pancito, mientras yo me tenía que contentar con untar el mío con un resto de mermelada de porquería.
– Esclerótica – le dije, con ojos sangrantes de odio.
– Poliomielítico – me respondió ella, masticando el pancito.
– Amiotrófica – le retruqué.
– Escoliósico – me dijo, casi con indiferencia.
Entonces busqué y rebusqué en mis adentros algo horrible para decirle. Y se lo dije:
– Frankestein con pecas.
Celeste bajó la mirada, sus hombros se convulsionaron y empezó a derramar lágrimas sobre lo que quedaba de su café con leche. Pasó el mozo del hotel y se la quedó mirando. Varias cabezas se volvieron hacia nosotros. El mozo me preguntó si estaba todo bien. Sí, sí, está todo bien, le contesté. Entonces Celeste largó la carcajada, una carcajada complicada e interrumpida y le hizo señas al mozo de que nos trajera otra porción de manteca.
– Sesenta y ocho – le dije. – Tenés sesenta y ocho pecas a un lado y otro de la nariz.
– ¿Y los lunares de la espalda? ¿Me contaste los lunares de la espalda?
No. La verdad que no. Pero me quedé contento. Tenía algo para contar en la próxima cita.
A la salida nos despidió el conserje. Nos dijo automáticamente lo que seguramente le diría a todo el mundo:
– Gracias por haber elegido el Radisson.
– Sí. Nos resulta cómodo, ¿sabe? – contesté. – Porque en caso de urgencia podemos ir al Maciel, que queda por aquí cerca – agregué de un tirón, sin tartamudear, sorprendido de mí mismo.
Scrabble
Jill Carter estaba enojada. Pero yo insistí:
– Esa palabra no existe. Te la inventaste.
– El inglés es mi idioma – me aclaró por veintésima vez. – Vos no me vas a explicar a mí qué palabra está bien y qué palabra está mal.
El tablero del scrabble se había convertido en un campo de batalla en el que la rubia Albión defendía sus fueros ante los gauchos artiguistas. Volví a leer la palabra que había originado la discordia. Tenía cinco letras y empezaba con pe: pooch. Jill me quería convencer de que aquel invento significaba perro. Mirá que llamarle pooch a un perro. Mi blonda contrincante se había inventado la palabra para sacarme quince puntos de ventaja. Así eran los ingleses: tramposos.
Me rasqué el mentón como me imaginé que hubiera hecho don José Gervasio Artigas. Entonces coloqué una ese al final de pooch. Si pooch valía doce puntos, el plural poochs valía trece. Levanté la vista y miré a Jill con sonrisa de ganador. Me sentí el Capablanca del scrabble.
– No – dijo Jill. – Está mal. El plural de pooch es pooches y no poochs.
¿Cómo se diría andá a cagar en inglés?, pensé. No sabía.
– El plural de chair es chairs, ¿no? – contesté. – El plural de door es doors, ¿no? El plural de beatle es beatles, ¿no? Se le agrega una ese al sustantivo y ahí tenés el plural. No me parece demasiado complicado, Jill, no me jodas.
Luego de un silencio durante el cual tomé un trago de vino, agregué con tono definitorio:
– Poochs. Trece puntos.
– Pooches.
– Poochs.
– Pooches.
– Poochs.
– ¿Todos los uruguayos son tan estúpidos como vos? – me preguntó Jill con su tonito ligeramente cockney. Cómo me irritaba ese tonito.
Esa noche no hubo besos a la luz de la luna de Amsterdam. No hubo velas aromáticas de bambú ni de orquídeas de Madagascar. No hubo condones sacados de la cajita con gesto lento y libidinoso, ni sutienes volando por la habitación. Tampoco hubo suspiros en cockney y en montevideano. Hubo sí, en cambio, caras largas como de tres metros, silencios que pedían a gritos que alguien dijera algo, por favor, cualquier cosa y un mirar largo y tendido a las vigas del techo y a la máquina de café y a las figuritas árabes de la alfombra. El Uruguay y Gran Bretaña habían roto las relaciones. Me levanté de la mesa y caminé hacia la estantería. Cuando llegué a la estantería me pregunté para qué mierda había caminado hasta la estantería. Mientras tanto, Jill se masajeaba las sienes y el gato se le enroscaba entre las piernas maullando por comida. Caminé hasta la puerta, me ajusté la bufanda y de espaldas a ella, le dije:
– En castellano decimos perros y no perroes. Sillas y no sillaes.
Abrí la puerta y tuve que salir corriendo cuando escuché que se me abalanzaba por detrás con intenciones poco amistosas. Bajé la escalera rápidamente y cuando llegué a la vereda, abrió la ventana, apoyó los codos en el marco y me gritó desde allá arriba:
– ¿Cuál es el plural de camión en tu idioma?
Un poco de castellano sabía, la británica.
No contesté. Ella misma me dio la respuesta:
– El plural de camión es camiones, ¿verdad? Y no camións.
Me miró con esos ojitos suyos sobradores y me hizo un gesto con las manos como diciendo “ahí tenés, gil”.
– Pero camión es una palabra de verdad – argüí. – No es un invento. Como el pooch ese que te sacaste de la manga.
Me tiró un puñado de pistachos por la cabeza. Cacé uno con la boca. Me encantaban los pistachos.
Al día siguiente me le presenté con un perrito que me había procurado en la feria de Waterlooplein. Jill Carter lo tomó en sus brazos y se fue con él escaleras arriba. Yo subí detrás de ellos.
– Se llama Pooch – le dije.
Jill Carter lo apretó contra su mejilla y me contestó:
– Te ganaste doce puntos.
– Trece – la corregí. – Porque viene en plural.
Y le mostré un segundo pooch que me había escondido debajo de la campera.
– How lovely – dijo ella con su tonito ligeramente cockney. Cómo me encantaba ese tonito.
– One pooch, two poochs – le dije tiernamente.
– Un camión, dos camións – me dijo ella.
Un sutién voló por la habitación, un condón salió lento y libidinoso de la cajita y una vela de orquídeas de Madagascar ardió hasta la medianoche. En la cocina, un gato y dos perros jugaban al scrabble. Los dos poochs, bueno ta, lo reconozco, los dos pooches, se peleaban por una te y el gato perseguía una eme del lavavajillas al refrigerador.