Cuentos para Beatriz

Luis Barros

 

Colet

 

El cuarto era muy oscuro y tenía las paredes pintadas de verde. Desde mi cama no podía ver la puerta pero sí una ventana triste que daba a Cufré y que tenía una persiana siempre baja. Durante el día solo dejaba pasar seis o siete rayitas horizontales de sol y por la noche era un rectángulo negro. Yo no me podía mover. Venía la pelirroja, tremenda animal que seguro que vivía en una jaula de Villa Dolores, me daba vuelta en la cama, me daba una inyección, le daba palmadas a la almohada y después venía el calvo y me metía un termómetro ya saben dónde. Mi abuela dormitaba en la silla y cuando quedábamos solos, me hablaba. Era bravo seguirle el tren de la conversación y al final de cada parrafada me preguntaba:

– Pero ¿y a vos te parece?

Yo hubiera querido decirle que sí con la cabeza pero no podía. Así que levantaba las cejas en señal de asentimiento sin estar seguro de que efectivamente las había levantado. Mi abuela iba del precio de las papas a los aires que se daba la Zulema con sus trajecitos nuevos del London París, pero ¿y a vos te parece?, y de la jubilación que no le salía al mal olor de Wilfredo, que nunca se bañaba ese hombre y lo que pasaba era que en este país todo el mundo estaba para la joda, meta mate y asado nomás y en la escuelita de Maroñas no tenían ni para tiza, pero ¿y a vos te parece?

Tres o cuatro veces al día me llevaban al pulmón de acero. Mi abuela se traía ella misma la silla de la habitación y se sentaba al lado mío. Y me cantaba. Muy, muy bajito, pero me cantaba. Y yo la escuchaba embobado porque tenía una voz muy dulce, muy contralto, muy qué sé yo, muy abuela. María lavaba, San José tendía y el niño lloraba del frío que hacía. Señora Santa Ana ¿por qué llora el niño?, por una manzana que se le ha perdido. Me entraba un sopor que era una delicia. Y mientras me adormecía, el monstruo mecánico que me tenía engullido en sus fauces me iba reponiendo el oxígeno con sus shúúúús y sháááás.

Después volvía el calvo y yo pensaba “soné otra vez”, pero a veces era falsa la alarma porque lo que hacía era levantarme en brazos y llevarme a la piscina. Aquello era como los rápidos del Niágara. El agua circulaba a toda velocidad y metía un estruendo terrible. El calvo me sentaba en medio de aquel maremoto y después venía mi abuela y me sujetaba por las axilas. Las olas me golpeaban en el pecho y yo, asustado, pensaba qué macana no ser Johnny Weissmuller. El loco se hubiera escapado a brazada limpia.

Luego pasé unos días en una carpa de oxígeno. El mundo se me convirtió en algo borroso. Allá afuera se movían cosas y se percibían ruidos pero yo no podía traspasar el velo de plástico. En realidad yo no podía traspasar nada. Ni tocarme la nariz podía. A mi izquierda había dos agujeros redondos y por ellos de vez en cuando surgían dos manos enguantadas que me tocaban por aquí y por allá y a veces hasta me daban una inyección, por lo que deducía que la pelirroja se había escapado otra vez del zoológico. Una tarde, esas manos enguantadas me metieron una pajita en la boca. Yo, duro e inmóvil como estaba, no tuve otra alternativa que sorber. Cerré un ojo para leer la etiqueta de la botella. Decía Colet, leche chocolatada. Eso fue lo que me curó.

Al día siguiente el calvo me sacó de la carpa de oxígeno y me puso de pie. Yo me tambaleé un poquito. Cuando se aseguró de que mi leve humanidad era capaz de mantener la vertical de alguna manera, me subió un brazo, después el otro, los soltó súbitamente, me miró pensativo, se alejó de mí unos pasos y me preguntó:

– ¿Te animás a caminar hasta acá?

Y caminé. O algo que se le parecía. La pierna derecha se arrastraba. Pero qué importaba. Me movía. Gracias, Colet.

Mientras esperábamos el taxi que nos iba a llevar de vuelta a casa, mi abuela conversaba con la pelirroja. Yo, sentado en mi silla de ruedas, observaba los árboles, embobado por el juego de la luz del sol entre las ramas. Unos chiquilines jugaban al fútbol con una chapita de Pepsi. Uno, de túnica y moña, era un crack. “Algún día voy a ser mejor que vos”, pensé. Y otra cosa que pensé fue que nunca más iba a dejar que me metieran en una habitación que tuviera las paredes pintadas de verde.

Después del huevo

La profesora Enríquez tuvo que interrumpir la clase cuando por la ventana que daba a Berro irrumpió un huevo en vuelo rasante que le rozó los bucles a Monteverde y fue a estrellarse contra el pizarrón. Mientras la clara empezaba a dibujar una especie de hélade imprecisa sobre el fondo negro, la profesora se quitó los lentes, se incorporó y cerró los postigos. Grasso y Arenas, que se sentaban juntos, se miraron mutuamente, mudos por el susto y Ruiz, que tenía fama de astuto dijo que seguro que el que había tirado el proyectil era el nabo de Sergio, el hijo del panadero. La profesora Enríquez mandó a Bianchi a pedirle a Blanquita que subiera con balde y jabón para limpiar el desaguisado y después, con ese ademán de campeoncita que todos le conocíamos, dijo:

– Sigamos la clase - y – a ver, Nogueira, ¿quién tenía derecho a voto en la democracia ateniense?

En las clases de historia yo estaba pero no estaba. Lo mío eran las matemáticas y la física. Que me dieran fórmulas y ecuaciones y yo me encontraba en mi salsa, me entraba la alegría, el cerebro se me escapaba del cráneo y se iba por ahí a comerse el mundo. Pero Grecia me aburría. Hasta el día del huevo. Ahí sí que empecé a poner atención. Fue como un reloj despertador que me despejó la modorra y de pronto vi columnas corintias en el baldío de Comodoro Coe y estatuas de Apolo en el parque de Los Aliados. Mi historia griega particular se dividió desde entonces en el período de antes del huevo y el de después del huevo.

El martes siguiente, la profesora Enríquez retomó la cuestión de la democracia ateniense. Era una mujer chiquita, de pelo cortito. Hablaba bajo y despacio y nos inspiraba respeto y un poco de

temor porque uno de sus pechos era de dunlopillo. Se sentaba detrás del escritorio, cruzaba las piernas y la que quedaba en el aire se balanceaba y se balanceaba. En el pizarrón todavía se percibía un rastro incierto de la clara del huevo. Unas rayitas amarillentas que casi no se veían pero que en realidad se veían. Yo fijé la mirada en una que estaba muy abajo, casi tocando la saliente donde se ponían las tizas y me figuré que, como estaba ubicada al sur, bien podía ser el contorno de la costa norte de Creta. La profesora hablaba ahora de Pericles y de magistrados, concejos y tribunales. Y yo me imaginaba a mí mismo levantando la mano en la asamblea votando que sí o que no, vestido de túnica blanca y calzando sandalias. Y conversaba con Sócrates, aunque el que realmente conversaba era él, hombre muy apto para la labia, aunque no tan obsesivo como Demóstenes, que andaba diciendo no sé qué cosas por los muelles del Pireo con la boca toda llena de piedras. Pero lo que más me gustaba era irme a tomar unos vinos a casa de Demócrito porque ese barbudo extravagante no creía en los dioses, pero sí en los átomos y en la autocreación de la materia.

– Pero ¿quién te creés que sos? - me acuerdo que le dije una vez – ¿Fidel Castro?

Fue en ese momento que escuché la voz de la profesora, llegándome como el eco lejano de un futuro de veinticinco siglos.

– A ver, Bermúdez, ¿quién tenía derecho a voto en la democracia ateniense?

– Esa pregunta ya se la contesté yo la clase pasada - interrumpió Nogueira.

– Ya sé -, dijo Enríquez – pero ahora quiero que la conteste Bermúdez.

Yo me acomodé la corbata, adopté una pose que a mí me parecía muy helena y contesté que tenían derecho a voto todos los ciudadanos, menos los esclavos y las mujeres. Tomá pa' vos.

Esa misma mañana Ferrari, el profesor de química, mientras peroraba acerca del oxígeno y del carbono, pasó distraídamente un dedito por la costa norte de Creta y después se lo llevó a la boca. Hubo risitas entre el alumnado pero yo me indigné por el atropello geográfico al Mar Egeo. Y me imaginé a Temístocles al mando de cien trirremes atenienses bogando a toda prisa hacia Creta para reparar la costa que el bestia de Ferrari había destruido. Cuando sonó la campana y todo cristo salió rajando al recreo, yo me quedé solo en el salón y me acerqué al pizarrón a inspeccionar los restos de huevo. Sí, no había dudas. Ahí estaban la península del Ática y el istmo de Corinto. Además había un perfil con rulitos y ése no podía ser otro que Epaminondas. Y la costa norte de Creta o lo que quedaba de ella.

El ajedrez de marfil

Era un hermoso tablero de ajedrez con sus correspondientes piezas de marfil. Se sacaba muy raramente del mueble vitrina porque el viejo no encontraba en todo Pocitos un contendiente que valiera la pena. Muy de vez en cuando caía de visita Gabarain y entonces ahí sí, el viejo lo tomaba entre sus manos con el respeto que se le tiene a un cáliz y lo depositaba tiernamente sobre la mesita que estaba al lado de la ventana que daba a Llambí. Gaspar, chupándose el dedo, miraba a los contrincantes desde la puerta de la habitación, hasta que estos se ponían a fumar habanos y desaparecían en una nube de humo. Al final de la partida, Gabarain se levantaba de la silla muy sonriente, decía: – Hasta la próxima, Hugo –, estiraba una mano que el viejo no aceptaba y María Esther llegaba desde la cocina dándose golpecitos en el delantal. Le alcanzaba la gabardina y le decía: – Vuelva pronto, José. Ya sabe, esta es su casa –. En el cuarto, el viejo se quedaba todavía largo rato mirando el tablero. Inmóvil. Después se incorporaba y al salir se cruzaba con Gaspar. De un manotazo le sacaba el dedo de la boca y seguía su camino hacia la cocina. Cinco minutos más tarde se escuchaba el estruendo de un plato estrellándose contra la pared. Otras veces eran el azucarero o la tetera. María Esther estaba preocupada. Las visitas de Gabarain diezmaban la vajilla.

Cuando Gaspar cumplió siete años, el viejo consideró que ya estaba lo suficientemente grandecito como para aprender los rudimentos del juego. Le fue mostrando todas las piezas, le explicó cómo se movían y en qué consistía un jaque. Un buen día, sin más, dispuso sobre la mesa el ajedrez de baquelita que el botija había ganado en la kermesse de la escuela Noruega y le dijo: – Sentate, que vamos a jugar.

Al principio le daba la reina de ventaja y el viejo le daba jaque mate cuando quería, en cuatro o cinco movidas. O en seis o siete si así se le antojaba. Gaspar se quedaba rascándose la cabeza y el viejo se incorporaba con una sonrisa sobradora y se iba al comedor, abría la claraboya y se recostaba en el sofá. A las tres de la tarde, haciendo buen tiempo, los rayos de sol daban justito ahí. Se ponía los lentes negros y por un rato se imaginaba que estaba en la playa de Copacabana.

Cuando Gaspar empezó a mejorar el juego, el viejo decidió que ya no le daría la reina de ventaja sino una torre. – Te vas avivando, chiquilín. Vas bien –. Gaspar se mordía la lengua desesperado ante cada movida del viejo y tenía que responder rápido porque su padre no tenía paciencia. Cuando el viejo empezaba a dar golpecitos con la bota en el suelo, sabía que tenía que adelantar urgentemente algún peón o uno de los alfiles.

El día que Gaspar cumplió nueve años andaba inspirado. Sería porque estaba contento con el monopatín que le habían regalado o porque tío Tato le había prometido llevarlo esa noche al Parque Rodó. La cosa es que esa tarde, durante la partida que disputó con su padre, hubo momentos en que lo puso en aprietos. El viejo le mandó un par de miradas torvas pero Gaspar no se amilanó. Sus alfiles blancos estaban bien ubicados, sus caballos trotaban desenvueltos por el tablero y las torres se erguían augustas sobre los flancos. De repente el que ahora demoraba la movida era el viejo. Gaspar probó a dar golpecitos en el suelo con su sandalia. El viejo acusó el insulto con un leve movimiento de la ceja izquierda y se remojó los labios. Cinco gambitos más tarde y después de una feroz atropellada de peones y de alfiles, las cosas volvieron a ponerse en su sitio. A las tres y diez el viejo se levantó de la mesita con la misma sonrisita ganadora de siempre. El jaque mate había sido despiadado. Gaspar no lo vio venir. El viejo se fue al comedor, abrió la claraboya y se instaló en el sofá. El sol daba en el rincón de las begonias. No hubo Copacabana.

El quince de diciembre de mil novecientos treinta y tres a las dos de la tarde, el viejo sacó el ajedrez de marfil del mueble vitrina y lo depositó en la mesita. Abrió las celosías que daban a Llambí. Los paraísos filtraban la luz del sol y hacía un calor muy agradable. Gaspar cumplía diez años e iba a jugar la primer partida de su vida contra el viejo sin ventaja alguna. Iba a ser un encuentro de igual a igual. Se había convertido en un hombre. Era la hora de la verdad. Y el viejo quería agasajarlo dejándolo manipular las piezas de marfil de aquel magnífico tesoro.

Jugaron en un silencio de misa. María Esther trajo una gaseosa cortada con fernet para el padre y un vaso de cocoa para el hijo. Cada vez que Gaspar tocaba una de las piezas el espíritu santo le susurraba la jugada que tenía que hacer. El arcángel Gabriel flotando al lado del bargueño hacía un gesto como de ¡bien metida!, cada vez que el niño hacía una movida acertada. Con semejante hinchada Gaspar sabía que no podía perder. El ejército del viejo empezó a flaquear. Aquella escuadra enemiga comandada por el botija se había vuelto implacable. Aquellos peones eran como las huestes de Dios. A las cuatro de la tarde el viejo aceptó su derrota. Con mano temblorosa tomó su propio rey y se lo acercó a los ojos, escrutándolo. Murmuró: – Qué rey tan lindo – y lo tiró violentamente por la ventana. Después hizo lo mismo con la reina y con el resto de las piezas. Magdalenita Viera, que estaba en la vereda de enfrente dibujando una rayuela, vio a los caballos y a los alfiles atravesar raudos el aire cálido de Francisco Llambí y llegar hasta ella después de haber rebotado tres, cuatro y cinco veces en el empedrado. Fue recogiendo las piezas una por una y guardándoselas en los bolsillitos de la solera. Quedarían bárbaras en el pesebre.

El juicio

Era un armario gigante, pesado y con dos puertas que se deslizaban sobre rieles. Tuvo su par de años de gloria en el cuarto de los chiquilines y después se lo desterró a la pieza del fondo donde también tenían su exilio dorado la vitrola de tía Lala, una cama de bebé y un sillón vaivén de mimbre, de origen incierto.

Jorge hacía de guarda y te vendía un boleto imaginario que vos pagabas con ademán de sacar algo del bolsillo y ponérselo sobre la palma de la mano.

– Corriéndose para atrás, corriéndose para atrás – gritaba con acento que se suponía que era gallego y Nora, Cristina, la otra Cristina, Daniel, Walter y yo nos subíamos al armario por el lado de la izquierda. Jorge cerraba la puerta y todos quedábamos apretados, moviéndonos acompasadamente, imitando el andar del ómnibus. Yo murmuraba run, run, run, raan para darle un viso más realista a la cosa, mientras que una de las Cristinas siempre se quejaba de que iba a llegar tarde al dentista. Al piola del Walter le gustaba de vez en cuando empujar a los pasajeros y exclamar pa, qué frenazo y Daniel preguntaba si faltaba mucho para Cuñapirú. Siempre Cuñapirú. Tenía cuatro años y no sé qué tenía con Cuñapirú.

Después de un rato alguien decía:

– Che guarda, me bajo en la próxima.

Y entonces Jorge abría la puerta por el lado de la derecha para que descendiera.

Después de unos minutos, el que había bajado volvía a subir por la izquierda y esa operación se repetía sucesivamente con todos los pasajeros hasta que nos aburríamos y nos poníamos a jugar a otra cosa. Más de una vez nos olvidamos de sacar a Daniel del armario, que seguía esperando la parada de Cuñapirú.

Una de esas tardes el armario ómnibus se cansó. Él, que había protegido en sus entrañas de naftalina tanta sábana almidonada, tanta ropa interior y tanta frazada quiso dejar de ser un sucedáneo de la Cutcsa. Se desprendió de una de las puertas y esta quedó colgando de los rieles de arriba, balanceándose peligrosamente. Nosotros nos apartamos con cautela, no sea cosa de que se nos viniese encima. Después de un minuto de silencio empezaron las acusaciones.

– Fue tu culpa, Jorge, con tanto abrir y tanto cerrar...

– La culpa es de ustedes, que me pusieron de guarda, yo no quería.

– A mí me parece que fue Cristina la que jodió la puerta porque cuando se bajó, la agarró y la empujó muy fuerte.

– Qué voy a ser yo, ¿estás loco? Esa puerta ya estaba medio jodida.

Fue en ese momento de histeria colectiva en que decidí agarrar al toro por las guampas y exclamé:

– Calma, calma. Aquí lo que tenemos que hacer es un juicio.

– ¿Un juicio? ¿Estás loco? ¿Cómo, un juicio?

– Sí, un juicio. Como los de Perry Mason. Mirá, tenemos un acusado y este vendría a ser Jorge, ¿no? Yo puedo hacer de fiscal y Nora puede hacer de abogada. Vos, Walter, sos el juez y los demás forman el jurado. Y el jurado decide quién es el culpable de que se haya salido la puerta.

Los botijas se miraron los unos a los otros con cara de qué idea tan pelotuda, pero de a poquito esta se fue transformando en cara de y bueno dale, yo qué sé, nos da igual.

Con paso reposado me acerqué al estrado donde el acusado esperaba temerosamente mis preguntas. Jorge sabía que yo era capaz de demostrar su culpabilidad en el famoso caso de la puerta descarrilada. El mundo anhelaba encontrar un responsable sobre el que descargar toda su indignación y yo era el paladín que podía y debía servírselo en bandeja de plata.

Extendí un dramático dedo en dirección a la desvencijada puerta del armario, víctima del horror y de la impericia de los hombres. Después me encaré con Jorge.

– Confiesa, oh villano, que fuiste tú el culpable del siniestro.

– Andá a cagar – contestó el acusado.

El jurado prorrumpió en risas y el juez también.

– Vo, Walter, vos sos el juez, ¿cómo te vas a reír?

– Sí, perdoname – dijo Walter. Y agregó:

– A ver, a ver, orden en la sala.

Hice dos o tres preguntas más, a cual de ellas más sesuda y le dí paso a Nora, que era la abogada. Mi hermana entrecerró los ojitos, apoyó el codo del brazo derecho sobre la palma de la mano del izquierdo y rascándose levemente el mentón, se acercó a Jorge y le preguntó:

– ¿Dónde escondió el arma homicida?

– Protesto, señor juez – salté enseguida. – Esa pregunta no tiene nada que ver con el caso.

– Ha lugar – dijo Walter. – Haga otra pregunta, abogada.

Nora dio una vueltita muy meditabunda, se inclinó suavemente hacia adelante, entrelazó las manos por detrás de la espalda y preguntó:

– ¿Dónde se encontraba usted a las cuatro de la tarde cuando fue estrangulada la señora Morgan?

– Protesto, señor juez, lo que sea que le haya pasado a la señora Morgan no tiene nada que ver con la puerta del armario – dije yo.

Pero ya todo estaba perdido. La hilaridad era general. El jurado empezó a desbandarse y alguien propuso ir a robar ciruelas a lo de Mangacha.

Mientras la pandilla trepaba por el alambrado e invadía el fondo de la vecina yo me senté en el sillón de mimbre y me entré a quedar dormido con los vaivenes. Soñé que Perry Mason venía y me preguntaba cómo había terminado el caso. A mí me dio una vergüenza bárbara tener que decirle que no se había podido identificar al culpable de que la puerta del armario se hubiera salido.

– No. No me refiero a ese caso – me dijo. – Me refiero al caso del estrangulamiento de la señora Morgan.

Era un sueño. Pero aun así, no sabía cómo mandarlo a la mierda en inglés.

Me desperté de un ciruelazo y escuché a Walter gritándome desde lo de Mangacha:

– Comela. Está riquísima.

El Ñato

Llegaba a media mañana hasta el portón rojo de madera de la casa de doña Rosa y esta le daba un cacho grande de pan blanco con dulce de leche. El Ñato metía los dedos en el dulce y se los iba chupando mientras bajaba por Propios. Vivía frente al teatro de verano de Comodoro Coe en una casa de lata. Una vez pasé por ahí y el Ñato estaba jugando con un cascarudo. Lo había desmembrado con una paciencia bárbara. Primero le desatornilló la cabeza y después le fue sacando las patitas muy despacio con una ternura que me sorprendió. Las partes del cascarudo quedaron esparcidas por el suelo, pero cada una de ellas se seguía moviendo por su cuenta. El Ñato miraba el conjunto hipnotizado. Sin levantar la vista dijo:

– Te cambio figuritas.

– Bueno – dije yo y saqué mi montoncito del bolsillo.

Se las fui mostrando y él decía:

– Tengo, tengo, tengo, falta, tengo, tengo, falta, falta...

Yo le fui dando las que le faltaban y cuando se me terminó el montoncito dije:

– Ahora mostrame las tuyas.

El Ñato me ignoró, se incorporó y se fue tranquilamente por el corredor de tierra que llevaba a la puerta de su casa. Yo corrí detrás de él y él, sin darse la vuelta, me pegó un cachetazo con el revés de la mano derecha. En la puerta apareció un tipo en camiseta que me miró como preguntándome “y vos, ¿qué pintás acá?”. Dije buenos días, por decir algo y me fui.

El Ñato era alto, altísimo y caminaba en cámara lenta. Los picados del campito se interrumpían cuando pasaba. Agarraba la pelota y la inspeccionaba. Si consideraba que valía la pena, se la llevaba. Por eso jugábamos con cualquier porquería. Teníamos una de trapo y otra verde de plástico que tenía un agujero en el cual se te enganchaba el zapato. Parecía un limón mordido. Pero en general, por suerte, el Ñato nos ignoraba. Si bien no era mucho mayor que nosotros, tenía un hermano en cana y eso nos inspiraba muchísimo respeto.

Años después me lo encontré en un ciento veintidós. Llevaba una bolsa de candes suizos y voceaba:

– ¡Cinco candes por un peso!

Iba por el pasillo con la misma lentitud de otrora, como ajeno a los vaivenes del vehículo. Cuando pasó por mi lado, dije sin levantar la vista:

– Dame cinco.

Esperé a que me los diera, me incorporé de un salto, corrí hasta la plataforma y me fui sin pagarle. Intentó alcanzarme pero el Ñato seguía siendo demasiado grande y lento. Cuando llegué a Julio Herrera y Obes aminoré el paso y me acordé de su casa de lata y de su pan con dulce de leche y me dio lástima. Me sentí un sorete rencoroso. Mirá que no haberle perdonado todavía lo de las figuritas. Sentí vergüenza de mí mismo. Volví sobre mis pasos y lo vi caminando por la vereda de Dieciocho. Me le acerqué y él sin darse vuelta me dio un cachetazo con el revés de la mano derecha. Quedé sentado en la vereda. Pasó una señora que me miró raro y yo me incorporé, le dije buenos días por decir algo y me fui.

Gracias, pueblo

Era bárbaro mirarlos tan de cerquita. Los championes hacían un ruidito como de ventosas en el asfalto y podías ver los hilitos de sudor en los pescuezos y los pelitos desordenados de los jopos.

Aquellos jugadores tenían modales de lores británicos. Cuando Sánchez Padilla les pitaba una falta levantaban un brazo inmediatamente para que los de la mesa de control tomaran nota. – Fui yo, fui yo – parecían decir. Y después de cinco infracciones se iban de la cancha y dejaban el lugar a otro. Yo no entendía nada. En el campito de Presidente Oribe los botijas nos agarrábamos a las piñas por cualquier foulito y estábamos tres horas a los gritos para dirimir si Favale o el Rata habían cometido jans. Pero aquí en la cancha de Tabaré aquellos gigantes se comportaban como señoritas del Crandon aunque saltaban, se topaban, se manoteaban y chocaban en el aire que daba miedo. Y encima, como si la dosis de surrealismo no fuera suficiente, no protestaban cuando el árbitro pitaba. Estaba clavado que el básquetbol era un juego que se había inventado Walt Disney.

Mirtha, que en la grada de la Amsterdam era una energúmena, aquí en el Parque de los Aliados mantenía un decoro que ni la esposa de Batlle Berres. Ella iba a ver a Márquez. Lo demás le importaba bastante poco. A mí, en cambio, me fascinaba Gómez porque tenía una barriguita como la de mi tío Nelson aunque mi ídolo indiscutible era Poyet. El cuerpo de aquel hombre empezaba a ras del suelo y terminaba en la estratósfera. Varias veces lo había visto yo de civil, con gabardina negra, subirse al ciento cuarenta y tres en Ramón Anador y Propios. Pagaba el boleto con la nuca doblada contra el techo. Parecía Dios.

Mi abuela se había pintado el pelo de azul y se había puesto aquel perfume cuyo vaho llegaba hasta el cruce de Rivera y Gabriel Pereira. Walter observaba el partido muy concentrado, inclinando el cuerpo un poco para aquí y luego otro poco para allá y echándose hacia atrás murmurando aaahhh cuando la pelota iba por el aire camino del aro. El Huguito, que en la cancha de Central no podía estar sin haberle metido una trompada a alguien antes de que finalizase el primer tiempo, miraba el básquetbol muy tranquilo. Parecía otro. En fin, la hinchada de los grises éramos una monada. Desde nuestra tribuna, la que daba a Brito del Pino, aplaudíamos los dobles de nuestros Oteros y nuestros Piñeiros mientras que los de Welcome en la tribuna de enfrente festejaban los malabarismos de los suyos.

Faltaba poco y Tabaré perdía por un doble. La noche era una delicia. Los jazmines andaban en el aire y se mezclaban con el olorcito de los chorizos de la parrilla. Se escuchaban los cruic de las botellas de cocacola al abrirse. Asuaga y Monzani miraban el partido desde la ventana del bar del club sosteniendo cada uno un taco de billar. Ahí fue que Márquez se metió debajo del aro contrario, encestó y rodó por el suelo en un amasijo de piernas y brazos con Óscar Moglia. Sánchez Padilla anuló el doble y cobró falta de ataque de Márquez.

– ¡Ladrón! – gritó el gordo Gregorio, un hincha de Tabaré que se destacaba porque se ponía una plumita gris en la cabeza sujetada por una vincha.

Aquello era insólito. No podía ser. Los hinchas de Tabaré eran gente fina. Nunca insultaban. Sánchez Padilla se puso la pelota anaranjada debajo del brazo y oteó la grada. Se produjo un silencio. Sus ojos dieron con la plumita gris. Esta gritó por segunda vez:

– ¡Ladrón!

Sánchez Padilla dio unos pasitos en su dirección y clavó su mirada en la del gordo Gregorio que a estas alturas se había puesto de pie, arrastrando de la mano a Gregorito que tenía medio frankfurter en la boca. Sánchez Padilla, sin quitarle la vista de encima al gordo, le hizo un ademán a Monti, el agente de policía, para que sacara a ese histérico de la grada. Pero el gordo Gregorio quería iniciar una polémica.

– Si usted anula un doble injustamente – dijo a los gritos al mejor estilo de Nardone, sacudiendo un dedito en el aire – roba. Y el que roba es un ladrón.

Pero Monti, que se le iba acercando entre los espectadores, permiso señora, disculpe señora, no estaba interesado en cuestiones de semántica. Al fin se plantó frente a él y le dijo calmate Gregorio y andá al bar y tomate algo, que el partido no se reanuda hasta que vos no te vayas.

Al pasar por detrás de mi abuela, Gregorio se sacó la pluma y se la plantó en el pelo. A ella le encantó el gesto. El azul combinaba muy bien con el gris. Mientras el gordo se iba, arrastrando a Gregorito de la mano que seguía luchando con el frankfurter, los hinchas de Welcome prorrumpieron en un rotundo aplauso que en realidad era para Sánchez Padilla pero que Gregorio interpretó de otra manera. Entrelazó las manos por encima de la cabeza y gritó:

– ¡Gracias, pueblo!

La indirecta

Cuando River metió el primer gol, mi vieja me dijo que no me preocupara porque Peñarol siempre empezaba perdiendo pero al final ganaba. Gina la miró con ojitos incrédulos y mi vieja le pasó un pedacito de galleta marina que la perrita se mandó sin masticar.

– ¿Querés otro mate? - me preguntó con esa calma chicha tan característica de los Guardado Rodríguez.

Le contesté que sí con la cabeza y dije:

– Pero mirá que el año pasado perdió la final con Independiente por cuatro a uno. O sea que eso de que siempre gana tampoco es tan cierto. No exageremos.

Mi vieja le dio unas vueltitas a la bombilla, echó agua y azúcar en el mate y me lo pasó.

– Lo que pasa, querido, es que vos sos muy pesimista.

Y algo de razón no le faltaba, para qué lo voy a negar. Yo andaba medio de capa caída porque la tarde anterior Alma me había negado sus amores en el balcón del aeropuerto. Un avión de Braniff había encendido los motores y metía un ruido de la gran siete. En medio de aquel estruendo me le acerqué y empecé a decirle cosas románticas. Ella le estaba haciendo adiós con la mano a Mirtha que se iba becada a Minnesota. Después se volvió hacia mí y me preguntó:

– ¿Qué te pasa?¿Qué bicho te picó?

Entendí la indirecta. Yo era un rayo para las indirectas.

Cuando River hizo el segundo gol pensé seriamente en el suicidio. ¿Me colgaría de la parra del fondo? ¿Sumergería la cabeza en la pileta del baño? ¿Me metería un Ricardito en la boca hasta asfixiarme? La vida ya no tenía sentido, no valía nada. Mi vieja cebó otro mate, ajena a los sufrimientos que se cebaban en mí. Gina me apoyó la cabeza en la rodilla y yo me mesaba los cabellos. En la acera de enfrente vi a Carlitos y al Tarta, bolsilludos fanáticos, jugando al sapito en el muro de doña Pura, locos de la vida, me imaginé. Mi vieja me pasó el mate pero yo lo rechacé. No era momento de tomar mate. Era la hora de la cicuta.

– ¿Adónde vas? - me preguntó cuando vio que me levantaba de la mesa.

– No sé. Me voy por ahí.

– Quedate a escuchar el partido, maricón. Vamos perdiendo pero todavía no terminó. Qué poca confianza que les tenés a los muchachos. ¿Qué clase de hincha sos?

– ¿Muchachos? – contesté. – Pero si son una manga de viejos. Abbadie tiene nietos, el Tito sufre de reuma y Spencer ya empezó a hacer los trámites de la jubilación.

Me acerqué a la radio como para despedirme de Solé y del Toto Da Silveira y cuando la iba a tocar, mi madre me previno:

– Cuidado, que patea.

Me senté en el cordón de la vereda de Estivao. Clarita y don Jorge estaban sentados como siempre a la puerta de su casa. Clarita con las manos entrelazadas sobre la barriga y don Jorge pegando con el taco del bastón en la vereda tac, tac, tac, como lo venía haciendo desde la época de las instrucciones del año trece. Pasó Trelles dejando una estela de aroma a brillantina y los hermanitos Serena jugaban a la bolita. Nada nuevo bajo el sol. De pronto vi a Elías, vestido con su uniforme de policía, doblar la esquina de Tomás Gómez y caminar en mi dirección. Debe de haber intuido que algo me estaba pasando porque se me acercó y me saludó.

– ¿Qué te pasa, botija? – me preguntó.

– Nada – contesté yo, retorciendo un pastito del suelo.

– ¿Estás seguro?

– Sí.

Pero después de unos minutos, como el loco no se iba y teniendo en cuenta que me encontraba ante la autoridad y que además necesitaba sincerarme de alguna manera, le dije la verdad, o sea que estaba amargado porque en la final de Chile íbamos perdiendo por dos a cero.

– Dos a uno - me corrigió.

– ¿Dos a uno? - exclamé y se me escapó un gallo.

– Sí. Gol de Spencer.

Me fui a lo de los García ya menos destrozado pero sin querer dejarme ganar por la esperanza, porque seguro que faltaba poco para el final y no iba a haber tiempo para el empate. Además, las esperanzas solo servían para desesperanzarte. La pucha. Tenía razón mi vieja. Estaba hecho un maricón.

Cuando llegué, Raúl puso el ludo en el suelo y empezamos a jugar. La vieja tiró la bronca porque cada vez que pasaba por el living tenía que hacer malabarismos para esquivarnos. Don García estaba acostado en su cuarto, en camiseta, leyendo el suplemento de las carreras y fumando su puro de contrabando. Tenía la radio sintonizada en la CX8 pero con el volumen muy bajito. Yo, aunque me hacía el indiferente y me mandaba la parte de que estaba muy concentrado en el ludo, trataba de afinar el oído para cazar algo del relato. Me dejé comer no sé cuantas fichas a lo bobo y de pronto escuché a Raúl que me decía:

– Che, loco, tirá el dado de vuelta que sacaste un seis.

Tiré otra vez. Un cuatro. Empecé a contar los casilleros. Uno, dos... “ la pelota rebota en la defensa...” dijo el relator. Tres, cua... “ Joya intenta recogerla, pero Abbadie se le adelanta”, cua...cua...

– Dale loco, no estés todo el día.

“Abbadie patea, rebota en Matosas gooool, gooool” cua, cuatro. Me quedé inmóvil con la ficha en la mano. Raúl me miraba. Yo lo miraba. Nos mirábamos.

– ¿Qué pasa? - me preguntó. – ¿Me vas a dar un beso?

Encaré el repecho de Propios batiendo el récord de los cien metros con obstáculos. Superé la montañita de cal que había delante de la barraca, salté alado y olímpico sobre la mesa de quiniela del vasco Baigorri y esquivé célere y elegante al Sultán, que estaba durmiendo la siesta con el hocico entre las patas. Volvía. Volvía a mi casa pletórico de esperanza, de ilusión, de fe, de alegría, de confianza y de mil quinientas cosas más que ahora no me acuerdo. No, no todo estaba perdido. Estaba empatado.

Pero la puerta estaba cerrada. “Qué cosa más rara”, pensé. “¿Cerrada? ¿La puerta de mi casa cerrada?” La puerta de mi casa nunca estaba cerrada. Para mí que ni agujerito tenía por donde meter una llave. Doña Rosa la traspasaba chancleteando todas las mañanas para tomarse unos mates con la vieja trayendo su propio pan casero y su dulce de membrillo. Los botijas del barrio la atravesaban de un solo envión como si esa cosa de madera con pestillo no existiera, como si fuera un dibujito en el aire. El único que reconocía de alguna manera su calidad de puerta era Saturnino, que venía por las noches y la abría lenta y delicadamente. Asomaba la peinada engominada y saludaba todo agachadito:

– Bueeeenas.

Nunca pude entender por qué se agachaba.

Mi viejo, sin levantar la vista del diario, decía:

– Pase, pase.

Y Saturnino se acomodaba en el sillón africano que era incomodísimo, afinaba la guitarra y nos torturaba a todos con aquella de Felipe Varela matando llega y se va.

Pero bueno, no me quedaba otra que golpear. Qué cosa más ridícula. Tener que golpear a la puerta de mi propia casa. Toc, toc. Nada. Toc, toc, toc. Nada. Me entré a preocupar. Después de unos minutos creí percibir un ruidito. Unos pasos apagados que se iban acercando con recelo, temerosos, como tanteando lo desconocido, como si se preguntaran “¿abrimos o no abrimos?”, como si tuvieran miedo de encontrarse de pronto frente a frente con un cobrador de la UTE. Una pausa. Los pasos se detuvieron. Silencio. De pronto por entre las rejas de metal del pequeño visillo surgió una pupila castaña que me horadó. Me recontra horadó. Era bravo enfrentar una mirada de un solo ojo, sobre todo cuando ese ojo era el de tu propia vieja y te dabas cuenta de que no te podías comunicar con ella si no tenías por lo menos algo más, no sé, una nariz o un cacho de oreja para completar el cuadro.

– ¿Qué querés? – me preguntó el ojo.

– ¿Qué quiero? ¿Cómo que qué quiero? Quiero entrar en casa, eso es lo que quiero. Dale, abrí.

– No. Te quedás afuera.

– ¿Qué?

– Lo que oíste. Te quedás afuera. Traés yeta vos. Íbamos perdiendo. Te fuiste y empatamos. Ahora, si te dejo entrar clavado que volvemos a perder.

– Pero...

– Pero, nada.

Por lo menos tuvo el gesto de acercar la radio a la puerta y así pude escuchar los cabezazos de Spencer y de Rocha que me dieron el cuatro a dos más hermoso de mi vida. Festejé el triunfo con la frente apoyada en la puerta, dándole la espalda a la calle. Menos mal. Porque así nadie podía ver las lagrimitas de emoción que se me escapaban del alma. Mirá que llorar por un partido de fútbol. A quién se le ocurría. Me prometí que el domingo siguiente iba a volver a ir a misa, que ya hacía como un año que no iba, porque estaba clarito como el agua que Jesús era manya y que la vida era maravillosa.

Por la calle empezaron a pasar autos tocando la bocina, Maeso se asomó al balcón agitando una bandera aurinegra y un par de fuegos artificiales iluminaron el cielo para el lado de Ramón Anador. Vicente sacó el tocadiscos y se armó bailongo.

– ¡No, los parlantes, no! – gritó el padre de Vicente – ¡No saqués los parlantes al jardín que se pueden joder, nabo!

Pero el loco no le dio pelota y la pollera colorá empezó a atronar por todo el Buceo. En eso se me acercó Alma y me dijo algo. Yo le contesté que con el bochinche que había no podía entender lo que me decía. Espero que me haya entendido la indirecta.

La revelación

Fue una revelación. Era la pieza que faltaba en el rompecabezas. Ahora sabía dónde estaba parado. El mundo que desde hacía un tiempo se me había estado desplegando ante los ojos adquirió forma y contenido. Mercedes, la maestra, que me llamaba Roberto (mi nombre en realidad era Arturo), nos dijo:

– Escriban en el primer renglón de arriba a la derecha martes diecinueve de agosto de mil novecientos cincuenta y ocho, Montevideo, República Oriental del Uruguay.

Antes de que cundiera el pánico entre los botijas (en la boca de Elizabeth ya se había empezado a formar una o mayúscula y Gustavo se había quedado durito con la mano metida en la cartuchera), agarró la tiza y escribió el texto en el pizarrón para que lo copiáramos. Ah, menos mal. Habíamos pensado que se trataba de un dictado. Los suspiros de alivio provenientes de los pupitres provocaron tal ventarrón que la pollera de Mercedes se puso a tremolar como un retazo de los cielos, de los cielos. Era una pollera colorinche que parecía una frazada de Sudamtex.

Le saqué punta al lápiz, soplé el grafito y me afirmé sobre la hoja Tabaré. Cuando escribí la palabra Montevideo me la quedé mirando maravillado. La pucha. Lo había logrado. Una gotita de sudor me bajó por la nariz y me la tuve que rascar porque me dio cosquillas. En ese momento decisivo entendí el propósito de tantos meses de lucha con aquello de la b con la a ba, la p con la o po y la t con la u tu. Y de la novela soporífera e interminable de la mamá que me amaba y del papá que se aseaba. Porque mi mamá no me amaba sino que me cascaba y mi papá no se aseaba sino que andaba hecho una mugre. Pero lo que realmente me emocionó fue la revelación de comprender que vivía en una ciudad que se llamaba Montevideo y que dentro de ella estaban Pocitos, la Unión, el Cerrito de la Victoria, las cachilas, los trolebuses y las tías viejas de la Aguada que iban por la vereda con sus pieles y sus sombreritos con tul en la frente. Lo de República Oriental del Uruguay me llevó al paroxismo. Porque, fijate vos, ahora resultaba que la ciudad de Montevideo, esa cosa enorme y omnipresente con sus barquilleros, sus gritos de gol de los domingos, sus árboles torcidos, su olor a yerba, su turba de escolares de túnica blanca y moña azul y sus ómnibus vencidos por la gente colgando de la plataforma, era parte de algo todavía más grande, de algo ya prácticamente imposible de imaginar y que ese algo se llamaba país y que ese país tenía un nombre larguísimo y complicado. Me sentí completo, perfecto, seguro de mí mismo. Me llamaba Arturo Villagrán, había nacido el nueve de enero de mil novecientos cincuenta y dos y vivía en la ciudad de Montevideo, República Oriental del Uruguay. Y que vinieran degollando nomás que yo no me iba a hacer a un lado de la huella.

De vuelta del recreo, Mercedes me pasó la mano por el pelo y me dijo:

– Estás todo despeinado, Roberto.

Y qué quería, era bravo aparecerse en la clase todo prolijito después de haber corrido a Dardo por todo el patio, teniendo en cuenta que Dardo corría detrás de Teresita y que Teresita corría detrás mío. Éramos muy jóvenes para darnos cuenta de que conformábamos un triángulo amoroso. Íbamos demasiado rápido.

Tímidamente le respondí:

– Arturo. Me llamo Arturo.

Ni me oyó. Batió las palmas y exclamó:

– A sentarse todos que vamos a seguir la clase.

Vi por la ventana a Bervejillo llevándose las cocacolas y las tortugas que no se habían vendido durante el recreo. Vivía en el subsuelo de la escuela y estaba en todos lados limpiando, pasando el plumero, llevando carpetas de la dirección a las aulas y viceversa, saludando a los chiquilines cuando llegábamos y chapoteando en el baño con sus botas de goma cuando los retretes se tapaban y las niñas salían despavoridas tapándose la nariz. Bervejillo era Supermán. Y también era el ángel de la guarda porque te consolaba cuando estabas como un gil en el corredor, en penitencia. Venía y te decía alguna palabra amable o te daba un caramelo Zabala al pasar, como al descuido.

A las cinco de la tarde sonó la campana y empezó el desbande. Ricardo era siempre el primero en borrarse porque era el que estaba más cerca de la puerta. Después salían Martha y Alma, muy prolijitas ellas con sus portafolios y después venía el pelotón encabezado por los mellizos De Pedro. Yo siempre era el último en salir. Al pasar por el escritorio de Mercedes, camino de la puerta, esta me dijo:

– Hasta mañana, Roberto.

– Hasta mañana, Eulalia – le contesté.

O no entendió la ironía o no me escuchó.

Bervejillo estaba en la vereda vendiendo chocolatines. Yo me le acerqué con paso seguro y conocedor. Haciendo un gesto amplio con la mano, como abarcando el paisaje, le dije:

– Montevideo.Vivimos en Montevideo.

Bervejillo me miró, se sacó la boina y se la volvió a poner.

Por la vereda de enfrente vi a Dardo corriendo detrás de Teresita. Y salí corriendo detrás de ellos.

La VUDU

La VUDU, Viejas Unidas del Uruguay, se reunía los viernes por la tarde a jugar a la conga en uno de los salones del Centro Gallego de la calle San José. María Esther era la presidenta porque era la que llevaba el mazo de cartas y María Eugenia era la secretaria, encargada de traer la yerba para el mate. Lucila era la que apuntaba. Las sesiones empezaban a las tres y se jugaban dos partidos con un intervalo de media hora durante el cual Manuel, encargado de la casa, repartía tortugas de jamón y queso.

– ¿Qué me dicen de esos chicos de los Andes? Qué increíble, ¿no? – dijo Eloísa, barajando el mazo.

– ¿No podés barajar un poquito más ligero, Eloísa? Estás mareando las cartas – observó Natalia.

– No. Más ligero no puedo. La artrosis, ¿sabés?

– Fue un milagro – dijo María Eugenia.

– Milagro fue que no se comieran también el avión – dijo Natalia.

– Mirá que hay que ser guaranga para decir una cosa así. Son chicos muy finos, para que sepas. Uno de ellos llevaba una camisa que le habían traído de París y no tuvo ningún reparo en sacársela para hacerle un torniquete a uno de los heridos. ¿Vos sabés lo que vale una camisa de esas?

Eloísa empezó a repartir las cartas. María Eugenia cubría las suyas con su mano derecha y les levantaba las puntitas con el pulgar de la izquierda. Natalia las acumulaba en un montoncito para después agarrarlas, echarse hacia atrás en la silla y desplegarlas como un abanico. Mangacha, que estaba en la otra punta de la mesa, las recibía extendiendo los brazos y sujetándolas bajo las palmas de las manos. Lucila, con el lápiz detrás de la oreja, observaba las suyas con indiferencia.

– Y pensar que hay gente que todavía no cree en Dios – prosiguió María Eugenia. – Como dijo Adolfo Oldoine Old: hay que creer o reventar.

– Y ese, ¿qué va a saber de esas cosas? Ese sabe solo de fútbol.

– Ni de fútbol – murmuró Natalia.

– Es que Adolfo es creyente, por eso dijo eso. Porque sino fue por la voluntad de Dios, ¿entonces cómo se explica que esos muchachos hayan hecho lo que hicieron para salvarse, eh? La fe mueve montañas.

– No las movieron. Las escalaron – aclaró Natalia, descartándose de un tres de bastos.

– ¡Qué cachón de carta! – exclamó Soledad.

Pero María Eugenia, embebida en su relato la ignoró y recogió una del mazo. La observó, la estudió, formó un piquito con los labios, movió el piquito para aquí, después para allá, lo elevó, lo bajó, dijo: – Dios ayuda a su grey – y cortó.

– Cagamos – murmuró alguien.

– Ordinarieces no – decretó María Esther, haciendo valer su calidad de presidenta.

Lucila se llevó la mano a la oreja, agarró el lápiz, sacó el bloc del bolso y dijo:

– Vayan cantando los puntos.

Un viernes lluvioso del otoño del setenta y seis fui a visitar a la VUDU. Manuel salió a recibirme y me pidió que me quitara el impermeable para no dañar la alfombra. Me acerqué a la mesa de la conga y noté que solo había cinco jugadoras. Mangacha, que era mi abuela, me hizo seña de que agarrara una silla y me acercara. María Eugenia, como siempre, llevaba la voz cantante, mentando a Dios cada dos por tres. Eloísa tenía una sobrina a su lado que le sostenía las cartas y le preguntaba qué tirar o qué no tirar y Soledad llevaba el puntaje porque Lucila estaba medio ida y ya no podía con los números.

– Pobre Zelmar – dijo María Eugenia. – Qué linda melena que tenía.

– Melenita de oro – observó Natalia.

– Y qué nariz. Como la de Artigas.

– Pero ustedes se fijaron qué manera de matar gente, esa milicada argentina – dijo Soledad.

– Son unos hijos de la madre, qué querés que te diga.

Mangacha repartió las cartas y yo me sumé a la rueda reenganchándome en la tabla con Eloísa que ya tenía como noventa puntos. Recibí una mano espantosa. De cada pueblo un paisano, como sabía decir mi tía Olga en las ruedas caseras que se armaban a la mesa de la cocina de Francisco Llambí. Así que empecé por descartarme de la más grande, el rey de oros. María Eugenia, sentada a mi lado, la recogió alborozada y me retorció la mejilla.

– ¡Qué nietito tan divino que tenés, Mangacha! – exclamó.

La siguiente carta que me saqué de encima fue el caballo de bastos. María Eugenia me respetó esta vez la mejilla pero al recoger el caballo me abrazó, me dio un beso en la frente y cerró la mano con un menos diez que dejó a la mesa consternada. Soledad ni se molestó en preguntar si todos se habían ido. Le dijo a Manuel que trajera las tortugas nomás y María Eugenia empezó a cebar el mate.

– ¿Qué pasa? ¿Terminó el partido? ¿Quién ganó? – preguntó Lucila.

El quorum de las reuniones de la VUDU se fue reduciendo con el correr de los años, las gripes y los paros cardíacos. Y un viernes fatídico del setenta y nueve ocurrió que el reloj de pared del salón del Centro Gallego dio las tres y no hubo conga.

Otro viernes pero esta vez de la primavera del ochenta y dos, algunos nietos decidimos reunirnos para rendir homenaje a aquellas reinas de la baraja. Alicia, la nieta de María Esther, trajo el mazo de naipes, una sobrina nieta de Lucila llevó el tanteador y Valentina, la nieta de María Eugenia trajo la yerba. Al final de la primera mano Valentina recogió una carta del mazo, la observó, la estudió, formó un piquito con los labios, movió el piquito para aquí, después para allá, lo elevó, lo bajó, dijo: – Dios ayuda a su grey – y cortó.

Lo que éramos

Era una sopa chirle y había que ponerle mucho queso rallado para que tuviera gusto a algo. La quesera era redonda, de madera y de madera era también la cucharita. La Filomena freía papas en la cocina y Jorge Negrete sonaba en la radio.

– Cambiá de estación, Filomena. Va a empezar el partido.

– ¿Terminaste la sopa?

– Sí – dijo Heber y se levantó de la mesa. Se acercó a la Filomena y le apretó una nalga. Era una nalga italiana que había llegado al puerto de Montevideo en el veintitrés. Heber fue hasta la radio y buscó en el dial. El aparato hizo uuuíííuuu hasta que se escuchó la voz de Carlos Solé.

– Dejalo ahí – dijo y volvió a sentarse a la mesa.

La cosa no iba bien. Los húngaros estaban bailando csardás y los celestes no daban pie con bola. Pero Heber no se había olvidado de Maracaná y sabía que los charrúas siempre venían de atrás. Así que desplegó el diario tranquilamente para ver si habían encontrado el tesoro de las Masilotti. Las papas fritas de la Filomena le habían llenado la barriga de felicidad.

Cuando vino el empate, Heber no se pudo contener y salió a gritar a la calle. Filomena corrió detrás de él llevándole los pantalones.

– Por lo menos, ponételos, no hagas el ridículo en calzoncillos.

– ¡Uruguay pa' todo el mundo nomás! – se escuchó la voz de Heber por toda Sagasta.

En la vereda de enfrente Don Carlos, sentado a la puerta de su casa, cebó otro mate, lo miró y pensó “ahí está ese histérico otra vez”. Las hermanas Dubois se persignaron en el balcón. Francesco acarició la frente del caballo que tiraba de su carro de frutas y verduras y se acercó a saludarlo.

– ¿Abbiamo vinto un'altra volta, Heber?

– Abbiamo empatado Francesco. Due a due.

– E ¿perché stai nudo?

– Dígale que se ponga los pantalones, Francesco, a ver si a usted lo escucha – dijo Filomena desde el umbral de la puerta.

Esa noche, Heber puso el despertador para las seis de la mañana y se quedó tendido en la cama mirando el techo. Filomena se acostó a su lado.

– Qué vergüenza que me hiciste pasar hoy – dijo ella. – Mirá que salir a la calle en calzoncillos.

– ¿Te das cuenta, Filomena? Perdimos. Perdimos. Ya no somos lo que éramos.

– ¿Y qué éramos?

– Campeones.

En Christophersen lo esperaba Pereira con la noticia de que los estibadores estaban en huelga.

– ¿Qué quieren?

– Lo de siempre. Más guita, mejores condiciones de trabajo...

Heber suspiró y dijo:

– Ta. Voy a ver qué puedo hacer.

Caminó hasta Rincón y Treinta y Tres y entró al local gremial. Allí estaba Tellería. Todavía rengueaba un poco por la paliza que le habían dado en el cuartel de dragones de Maldonado, pero lo acompañó al Brasilero a tomar un café.

– Tengo un barco sueco, Emilio. Pago doble. Mandame a alguien.

El veterano Tellería lo miró y no lo puteó porque lo conocía de chiquilín, de cuando lo llevaba a jugar a los babys de Liverpool. Suspirando y como cansado, le dijo:

– El sindicato no está para la joda, Heber. Los compañeros tienen conciencia de que están todos juntos en esta lucha.

– Triple. Pago triple. Ayudame, Emilio.

Tellería movió la cabeza con tristeza. Pensó en los cuarenta años que había pasado yugando en el puerto y en el sudor que le había costado hacerles ver a sus camaradas que el jornal era un derecho y no un regalo del patrón. Pensó en aquellos ideales de su juventud batllista cuando el país era verde y con tranvías y se suponía que con democracia y libertad todo era posible. Al final, en vez de pegarle una piña, le dijo:

– Los uruguayos ya no somos lo que éramos.

– ¿Y qué éramos?

– Ilustrados y valientes.

Por la tardecita, antes de volver a Belvedere, atacó el repecho de Rondeau y caminó hasta el Sorocabana. Allí estaba don Félix, como siempre. Se acercó hasta la mesita del salmantino y saludó al pasar a Roberto Barry.

– Hola, Heber. Perdoname que no te dé bola. Me tengo que ir. Canto en el Stella, ¿sabés? – dijo Roberto.

– ¿Y? ¿Cómo te está yendo?

– Bárbaro. Yo, cuando canto... lleno.

Soltó una carcajada que hizo vibrar las cucharitas de los cafés, le dio una palmadita en el hombro y salió con su guitarra al frío de Dieciocho.

En ese momento Don Félix apartó el libraco que tenía sobre la mesa.

– Déjame decirte, Heber, que las cosas no van bien en el Uruguay. ¿Sabes tú cuál es el problema principal? Que a vosotros los orientales os ha dado por pensar que sois un caso aparte en América. Qué digo América. Os creéis que sois lo mejor que hay en el mundo. Os creéis que sois la hostia. Que la Suiza de América. Que como el Uruguay no hay. Que vamos, tío, que esto ya se pasa de rosca. Que vosotros os habéis olvidado ya que vuestra cultura, que vuestra historia, que vuestra mismísima lengua, coño, es española y tan castiza y tan manola como la madre que os parió. Que vuestra existencia como nación no se explica sin España a la cual os lo debéis todo.

El salmantino se mesó la barba.

– Vosotros los uruguayos ya no sois lo que erais – agregó.

– ¿Y qué éramos?

– Pues joder, chaval, erais muy fieles y reconquistadores.

Los peñarolitos

Aquellos seres extraños y maravillosos salían de abajo de la tierra y volvían a desaparecer por el túnel cuando terminaba el partido. ¿Habría un mundo oculto y misterioso bajo la superficie que yo no conocía? ¿Andarían esas criaturas por esas catacumbas siempre vestidos impecablemente de amarillo y negro, pateando una pelota? ¿Comerían sus ravioles a la luz de la vela bajo un techo de estalactitas? Yo los miraba surgir de las profundidades y me decía a mí mismo que marcianos no, marcianos no podían ser porque ¿dónde iban a dejar entonces la nave espacial? ¿En qué cueva? Imposible. ¿Habría acaso allá abajo un reino llamado Peñarol donde aquellos once peñarolitos levantantaban centros y la bajaban con el pecho mientras once peñarolitas les lavaban las camisetas y los shorts? ¿Habría también una madre Peñarola, gorda y bigotuda, que los rezongara a la vuelta del partido por haber ensuciado las rodilleras o por haber dejado los zapatos a la miseria?

Yo, instalado detrás del arco de la Amsterdam, me metí en la boca otro po acaramelado y mi abuela me controlaba de reojo para que no dejara ni uno de sobra en la bolsita. Al precio que estaba esa porquería mejor me valía comérmelos todos.

Uno de aquellos peñarolitos misteriosos, el que era distinto, el que estaba vestido todo de negro y tenía un enorme número uno blanco sobre la espalda, caminó hacia el arco y se puso una gorra.

– Abuela, ¿vale con gorra? - le pregunté. – Los demás no tienen.

– Es por el sol - me dijo mi abuela.

– Lógico – dije. – Si vivís debajo de la tierra cualquier solcito de morondanga te enceguece.

Mi abuela me miró con cara de qué está diciendo ahora este nabo y observó, por encima de mi hombro, el contenido de la bolsa del po.

– Todavía te queda - dijo. – Comé y mirá el partido.

Borges agarró la pelota y empezó a correr por la línea de la América a toda velocidad. Cuando el petiso embalaba, embalaba pero que embalaba y ya antes de llegar a la Colombes se te perdía de vista. Solo podías adivinarle la trayectoria por el desparramo de jugadores contrarios que iba ocasionando. Deduje que llegó hasta el final de la cancha y que levantó un centro porque la pelota cayó de repente sobre el área y allí se elevó Hohberg, que medía como dos metros y medio, y la mandó adentro con un cabezazo de aquellos. Mesías empezó a protestar y a protestar. Iba detrás del juez juntando las manos como si estuviera rezando. El juez no le dio ni cinco y pitó para que se reanudara el partido. Entonces Mesías agarró la pelota y la pateó iracundo para el lado de la América. El útil se elevó por los aires dibujando una hermosa elipse que cautivó a los espectadores. Cuarenta y cinco mil cabezas miraban hacia arriba en sintonía con el firmamento, con la respiración interrumpida, absortas en la contemplación de aquel proyectil que ahora empezaba a descender elegantemente. ¿Caería sobre la cabeza de los relatores de Radio Carve? ¿O rebasaría el límite de la tribuna y se despeñaría sobre el vendedor de garrapiñada del lado de afuera? Los botijas del talud de la Amsterdam tiraron la bronca.

– ¡La próxima vez tirala para acá, Mesías, sé pierna! - gritaban.

Porque cuando una pelota caía al talud, olvidate Burt Lancaster porque ese esférico ya no volvía. Desaparecía como por arte de magia. Pasaba de mano en mano y de pie en pie, hasta que llegaba a Miriam, una morena de catorce años que vivía en el repecho de Dos de Mayo. Esta la deslizaba por debajo de su vestidito floreado y al finalizar el partido salía entre la multitud milagrosamente embarazada.

Al terminar el partido volvieron los peñarolitos a su reino de las profundidades. Chau, campeones. La gente los aplaudía. Daba cierta tristeza ver cómo se los tragaba la tierra, pero yo sabía que el domingo siguiente iban a volver a surgir pletóricos de energía a correr por el césped y a poner contenta a la gente. Me consolaba pensando que al fin y al cabo el salir de las entrañas de la tierra no era tan truculento y dramático como lo que hacían los jugadores de Fénix, que resurgían de las cenizas. Esa sí que era jodida.

Nancy

Sin que Nancy se diera cuenta le deslicé una rosa reseca entre las páginas del libro. Cuando empezó la clase lo abrió y la vio enseguida. Bárbaro. Los dioses estaban de mi lado. Agarró la flor pero los pétalos se le desmenuzaron entre los dedos. Después sopló el polvito marrón que había quedado sobre la página. Yo la miraba pensando “mirá para acá, dale, mirá para acá...”. Pero no miró.

Al otro día lo que le deslicé fue una notita que decía: Aquí en la clase hay alguien que te quiere. Levantá los ojos y te estaré mirando. Así sabrás quién soy. Me fui a mi sitio todo nervioso y desde mi pupitre no le sacaba los ojos de encima. Nancy abrió el libro y después lo cerró. Lo abrió otra vez, lo volvió a cerrar. Levantó la mano para hacerle una pregunta al profesor Bordoli. Puso el libro en el estante de abajo del pupitre. Lo sacó de nuevo. Lo abrió, consultó algo, lo cerró otra vez. Yo no tenía más remedio que estar atento a todo lo que hacía con ese maldito libro porque justo en el momento en que encontrara la notita y la leyera tenía que estar fulminándola con ojos cargados de febril pasión. Yo no era Richard Widmark pero mirar podía. Sonó la campana. Nancy se incorporó, agarró el libro y la notita cayó al suelo. No se dio ni cuenta. Se fue conversando con Marianela y Pesce. Bordoli fue el último en abandonar el salón. Yo todavía estaba remoloneando para ver si podía rescatar la notita pero Bordoli se me adelantó y la recogió. La leyó y cuando levantó la vista yo miré para otro lado, por las dudas.

Después me corté un mechón de pelo y repetí la operación. Los dioses estaban otra vez de mi parte porque mis brunos cabellos fueron lo primero que vio cuando intentó leer el artículo sexto del reglamento de tierras de mil ochocientos quince. Allí estaba ese mechón mío pulcro, lacio e inocente proclamándole mi amor. “Mirá para acá, mirá para acá...”, pensaba yo. Si me miraba se iba a dar cuenta. Pero agarró el mechón, se incorporó y lo tiró en la papelera. A la mierda los dioses y a la mierda Artigas con aquella mentira de que los más infelices serían los más privilegiados.

Roberto la abrazó mientras caminaban por la vereda y yo venía detrás de ellos. El loco le llevaba una cabeza y Nancy se acurrucaba en su pecho. Aquella chiquilina era feliz con aquel imbécil. El Marito me decía que me olvidara de Nancy, que no fuera gil, que había tanta mina por ahí y tan linda. ¿Para qué mierda perdía el tiempo tratando de enamorar a una muchacha que ya estaba enamorada de otro? El Marito era práctico. Yo, no. A mí me gustaba lo complicado. Bueno, no sé. Me gustaba Nancy. Eso era todo. En fin, Roberto y ella se quedaron esperando el ciento noventa y dos en Jaime Cibils y Centenario y yo seguí de largo hasta avenida Italia, rumiando nuevos planes de conquista.

No vino a clase durante varios días.

– ¿Está enferma? – le pregunté a Elena.

– Sí. Algo así. O no. Pero no te preocupes. Pronto va a volver.

Me quedé medio turulato con esa respuesta tan evasiva.

Esa tarde Bordoli se pasó mirando las tetas de Marianela. En su perorata sobre la táctica militar artiguista utilizó no sé cuántas veces las palabras vanguardia, seno, pecho y delantera.

Y al fin reapareció. Había roto con Roberto. O mejor dicho, Roberto la había dejado. El golpe había sido muy fuerte y Nancy había quedado noqueada. Tres días de llanto en la cama y la mamá llevándole tazas de té de tilo. Ahora estaba más o menos recuperada. Estaba de vuelta en la vida y en el Dámaso. Yo, por mi parte, estaba contentísimo de volver a verla pero no sabía qué hacer con todo el amor que le tenía que era mucho y que era bello y que era único y que era tanto que ya me empezaba a ocasionar noches de insomnio. Y también una tristeza que no se me calmaba ni con mejorales ni con las milanesas de la vieja de Arturo. Lo había intentado. Me comí una para curarme la melancolía. No hubo suerte.

– ¿Querés otra? – me preguntó la vieja.

– No, señora, gracias – contesté.

Estaba claro. Estaba muy enfermo. Tenía que hacer algo porque así no podía seguir.

Fui a la farmacia a comprarme unas pastillas de Corajol o algo por el estilo. La señora que me atendió se impacientó conmigo.

– Bueno, nene, decidite, ¿qué es lo que querés? No tengo todo el día.

A mí me costaba sacar el tema.

– ¿Preservativos? ¿Es eso lo que querés?

– No – dije yo. – Necesito una pastilla o algún estimulante para darme coraje. Le quiero hablar de amor a una muchacha...

– Lo que tenés que hacer es tomarte un whisky - me dijo la boticaria. – Un buen trago de whisky equivale a diez pastillas de Corajol.

Así que siguiendo el consejo de la facultativa me fui al San Marcos y pedí un whisky. El mostrador era altísimo y Gutiérrez me calibró desde allá arriba con su bigotazo de la revolución mexicana.

– Lactolate - me dijo con su voz de ultratumba. – Lo que te voy a dar es un Lactolate. ¿O preferís una patada en el culo?

Y así, ebrio de amor y de Lactolate, me subí esa tarde al ciento noventa y dos y acompañé a Nancy hasta Manga. En la romántica esquina de Cuchilla Grande y Marrubio le dije que la quería, que siempre la iba a querer y que nunca la iba a dejar de querer porque mi querer era para siempre y porque ella era mi todo, era mi amor, era... y tuve que irrumpir el ditirambo porque se apareció Roberto en bicicleta, me palmeó la espalda y me preguntó:

– ¿Qué hacés por acá, guacho?

Los vi irse para el lado de Piedras Blancas. Roberto pedaleando como un jockey con el orto levantadito y Nancy sentada detrás de él, de costado.

Mi mundo se vino abajo. De vuelta en el barrio, lánguido y desganado, hice acopio de las últimas fuerzas que me quedaban y me senté como pude en el murito de doña Celia. Mientras observaba a Rosales sudar la gota gorda dándole al manubrio de la cachila empecé a hacer un recuento de mis desdichas. Cuando iba por la número ciento cuarenta y siete sentí por detrás mío que doña Celia abría la puerta de su casa. Mi tristeza se me debía notar hasta en la nuca porque antes de llegar al murito me preguntó:

– ¿Por qué estás triste?

– Porque me le declaré a una compañera de clase y me dijo que no.

– Pero qué estúpida – dijo doña Celia. – No sabe lo que se pierde.

Sabio y discutidor

Llegué a jefatura con el viejo Kouzounis y la vi a Grecia bajando la escalera a la carrera. Un milico que estaba apostado en el rellano le había pegado con la cachiporra detrás de las rodillas. Detrás de ella venía Silvia, que también se la ligó. Eran como veinte los botijas que bajaban corriendo y el milico no perdonó a ninguno. El viejo Kouzounis quería matar a trompadas al uniformado y ya estaba subiendo la escalera a las puteadas cuando el cabo Cardona, que yo conocía porque era entrenador del cuadro de baby fútbol del barrio, lo agarró del brazo y le dijo usté se me queda aquí quietito, porque sino marcha preso.

Recién al cruzar Colonia, Kouzounis soltó la mano de Grecia y esta la sacudió para que le volviera la circulación. Yo venía detrás con Silvia, que no paraba de llorar. Esperando el ciento cuarenta y tres, Grecia nos contó que habían estado en una manifestación frente al Dámaso cuando aparecieron las chanchitas y se los llevaron a todos. En la jefatura estuvieron como una hora de plantón y después los hicieron subir y bajar las escaleras corriendo. En cada rellano había un milico que les daba con la cachiporra.

Grecia Kouzonis era anarquista y eso era culpa del padre, que era muy sabio y discutidor. Yo, que había leído la apología de Sócrates y estaba al tanto de las glorias helénicas, no entendía cómo los Kouzonis podían ser partidarios del desorden. El hombre no necesita gobierno, me decían los dos a coro y yo me defendía con el argumento de que eran justamente las leyes las que hacían posible la libertad. Y bueno, es que yo estaba estudiando derecho. Tenía que hacerme valer.

Cuando a Grecia se le daba por hablar en griego me trataba siempre de megalo malaca. Era admiradora de Alejandro Magno y díganme ustedes cómo se conjuga eso con el anarquismo. Para mí ese ilustre macedonio era un imbécil que cortaba nudos gordianos con la espada y eso lo podía hacer cualquiera. Los que realmente merecían mi admiración eran los grandes pensadores de la época clásica. Sócrates, Platón y Aristóteles. Que eran los Abbadie, Spencer y Joya de la filosofía.

– Qué comparación tan guaranga - me decía Grecia.

Y arrancaba otra vez para la calle porque había una nueva manifestación. No se perdía una. Y allí iba yo detrás de ella con mi cartel de ¿HASTA CUÁNDO? que era muy cómodo porque me servía para todo. Me ubicaba en el pelotón, más o menos en la segunda o tercera fila, para no perderla de vista. No íbamos codo a codo pero éramos mucho más que dos.

Cuando al viejo Kouzonis se le declaró el cáncer de pulmón, Grecia se me desmoronó en los brazos, mientras que Silvia, que se suponía que era la llorona de la familia, mantuvo la compostura. Yo comencé a llamarlo por su nombre de pila, cosa que nunca había hecho.

– Dígame, Alexis, ¿por qué se vino al Uruguay? - le pregunté ya cuando le quedaban pocas fuerzas y casi no salía de la cama.

Fue entonces que me contó de una infancia en Volos, de un barco que cruzaba el Mediterráneo, de unos tiros de escopeta que le rebanaron media oreja en territorio de la ndrangheta, de un yate de Onassis con el que desembarcó en Buenos Aires y de la llegada al puerto de Montevideo en el vapor de la carrera.

– Yo llegué a Montevideo allá por el mes de enero del cuarenta y uno - me dijo riéndose. – Y ¿por qué? No sé. Era joven. Quería conocer mundo. Y en el Uruguay se discutía mucho, de eso me acuerdo muy bien. Qué país de discutidores. Parecía la Atenas del siglo quinto antes de Cristo. Y así, entre discusión y discusión me fui quedando, me fui quedando y me quedé.

Una tarde nos sorprendió a todos. Débil y demacrado como estaba, se vistió, se puso la gabardina y la boina y pidió que le llamáramos un taxi.

– Tengo que hacer una cosa antes de ir a ver a Zeus al Olimpo - nos dijo.

Se bajó en San José y Yí, caminó hasta la jefatura y le dio una patada en el orto al milico que estaba de guardia en la puerta.

San Martín 523

Elena y la Bebona andaban siempre juntitas. Salían del baño embutidas en batas blancas de tela esponja y toallas enrolladas en la cabeza. A su paso dejaban una estela de jabón Palmolive que dejaba aniquilados a los cabecitas de la pensión. Se metían en su cuarto, abrían la ventana que daba a Lavalle, tomaban mate y ya no salían hasta la noche. Mientras tanto, el baño estaba otra vez ocupado y el profesor Cedrés y Darling, el poeta, esperaban el turno. De vez en cuando Cedrés golpeaba la puerta del baño y exclamaba:

– ¡Para hoy!

El profesor todavía estaba en camiseta y tenía puesto el pantalón del piyama. En la mano sostenía una taza esmaltada, una brocha de afeitar y la gillette. Darling, más calmo, estaba recostado contra la pared y tarareaba una canción irreconocible. Sebastián descorrió la cortinita de la puerta de su cuarto y los observó.

– Todavía hay dos esperando – le dijo a Martha, que le estaba dando la teta al bebé.

Al fin se abrió la puerta del baño y entre la densa niebla de vapor que inundó el corredor surgió la figura de Blanca, la tucumana. Le dio un beso en la boca a Cedrés y este le dijo no me jodas Blanca, mientras tanteaba para encontrar la entrada. Antes de que el profesor lograra cerrar la puerta, Blanca le dio un pellizcón en la nalga.

Nadie las veía salir. Era un misterio. Cuando caía la noche Elena y la Bebona desaparecían de la pensión como por arte de magia. Si te ponías a propósito en el zaguán, todo lo que atinabas a percibir eran dos levísimas alteraciones del aire, dos hálitos cargados de perfume con pelucas rubias y labios monstruosamente rojos, dos fantasmas de lentejuelas que brillaban en la oscuridad flotando sobre el granito y que se esfumaban de pronto en la noche de San Martín sin que te dieras cuenta, sin que comprendieras nada. Doblaban por Lavalle hacia el Bajo. Buenos Aires se las tragaba. A los cabecitas solo nos quedaba esperar a la mañana siguiente para admirar a aquellas divas cuando salían del baño.

Yo tenía sus mismos horarios. Había llegado de Mendoza diez años antes para trabajar en el Correo Central. Me tuve que ir de mi casa en Caballito porque Cristina, con quien tenía una niña en edad escolar, no se bancaba que yo no hiciera otra cosa que dormir todo el día. Es que yo trabajaba de noche, ¿qué quería?

Por eso estaba cómodo en la pensión. Nadie me venía a joder con aquello de dale, levantate de la cama, atorrante.

Los domingos se armaban partidas de truco con Luis, Sebastián, Alfaro y Darling. Todos provincianos. Y también estaban los bolitas Pérez y Duarte. No faltaba el oriental Lenzué que quería triunfar en el mundo de la canción y se había mandado hacer un traje a medida para parecerse en todo lo posible a Sergio Denis.

Yo era feliz con esa nutrida vida social, mi cocinilla de alcohol, mis galletitas Terrabusi, mi leche en polvo, mi Nescafé y mi televisión portátil. Compartía la habitación con Lenzué, con el santacruceño Ortega a quien Hugo Banzer había mandado al exilio y con el tano Viazzi, psicólogo, rompehuevos y borracho empedernido.

Ortega era gran escupidor. El espacio de pared que había entre la puerta y el ropero lucía la historia de sus salivazos. Se recostaba en la cama con los brazos por debajo de la cabeza y mientras te conversaba disparaba bólidos de flema verde que te sorprendían y te intrigaban. Las escupidas bajaban lentamente por la pared. Eran arte en movimiento. Viazzi no quería ser menos que él y vomitaba en el piso con alarmante frecuencia cuando volvía en pedo de sus incontri accademici con los colegas del hospital Moyano.

A la hora de la cena me sentaba a la mesa con Cedrés. Resulta que el huevón era polemólogo y yo no sabía lo que era la polemología. Le interesaban las guerras y estaba escribiendo un tratado sobre la del Pacífico. A mí me fascinaba escucharlo. Hablaba de von Clausewitz, de Trotsky y de Beaufre pero yo en esas cuestiones era más bien partidario de la filosofía de Lennon que te aconsejaba que lo mejor era no hacer la guerra sino quedarte en la cama. Pero, en fin, su charla me resultaba agradable. A veces la exposición se interrumpía por culpa de Blanca, la tucumana, que venía, se le sentaba en las rodillas, le revolvía el pelo y lo besaba.

Una madrugada regresando del laburo me crucé con Susana, que era la novia, o más bien una de las tantas novias, de Darling. Se venía tambaleando por el zaguán y apestaba a cerveza. Me dijo:

– Hola, Martínez – y se subió, como pudo, al ascensor.

La ayudé con la puerta.

Después empecé a cruzarme con ella casi todas las madrugadas. A veces me la encontraba llorando y secándose la nariz con un pañuelo hecho una pelotita. Otras veces pasaba a mi lado puteando bajito. Una vuelta casi me la llevo por delante en Tucumán y San Martín. Me aparté justo a tiempo para evitar el topetazo pero me agarró de la solapa del sobretodo, me empujó contra la pared y me metió la lengua hasta el esófago. Después se apartó y se agachó. Vi cómo el hilito de pichí bajaba juguetón hacia Reconquista.

El domingo siguiente se me presentó en la habitación muy bien peinadita y perfumada. Yo abrí uno de los ojos, me parece que fue el derecho.

– Traje factura – dijo y me alcanzó una bolsa de papel que crujía y largaba un humito precioso.

Yo todavía estaba en los brazos de Morfeo, que más que brazos eran tenazas. El griego culeado no me quería soltar. Pero de algún modo logré abrir el otro ojo y articular la palabra hola. Yo esperaba que ante tanto esfuerzo, todos los libres del mundo iban a responderme al gran pueblo argentino salud, pero lo único que escuché fue la voz de Susana.

– Estoy loca – dijo.

– Sí, ya me había dado cuenta.

– No, bobito. Estoy loca por vos.

– Cagamos.

– Darling dice que sos un atorrante, que lo único que hacés es dormir todo el día y que por no salir del cuarto ni siquiera vas al baño y que por eso meás en una botella de vino que tenés detrás del ropero.

– No es de vino. Es de Coca Cola.

Para festejar el romance fuimos a tomar unas copas al Pucherito de Gallina. Lenzué nos dedicó aquella de me enamoré sin darme cuenta y Pérez y Duarte se mandaron un concierto de charango y zampoña. El profesor Cedrés improvisó un brindis por nuestra salud y desde la barra, Blanca, la tucumana, exclamó:

– ¡Y yo brindo por vos, viejo divino!

El único que faltó fue Darling. Se quedó en la pensión tarareando su cancioncita irreconocible y escribiendo un poema sobre las traiciones amorosas. Lo tituló Susana.

Desde entonces Susana y yo nos duchamos juntos de madrugada. Ahí es donde coincidimos. Yo vengo del laburo y ella se va al de ella en el Borda. Pero primero tenemos que esperar a que salgan Elena y la Bebona.

Triángulos escalenos

Lo nuestro era el espacio triangular que quedaba detrás de las puertas abiertas. Salvo la del baño no hubo puerta en aquella casa detrás de la cual no hubiéramos delinquido carnalmente. Eran espacios minúsculos donde quedábamos amarraditos los dos y el amor era un vals contra reloj. Necesitábamos muy poco. Una base y una altura mínimas y una hipotenusa que oscilaba según la fuerza de los empujones. Cómo amaba yo esas puertas. Una vez, detrás de la de mi dormitorio, enfrascados en la lid, escuchamos las risas de tía Alicia y de tía Elbia provenientes del comedor. Habían llegado de visita después de haber tomado el té en el Lion d'Or. El Duque corrió a recibirlas llevando un palo en la boca y cuando me vio, se detuvo, le aguanté la mirada y siguió su camino. Detrás de él venía Coca. Por suerte yo ya había anticipado el peligro y me había zambullido en la cama y quedado boca abajo haciéndome el dormido. María de los Ángeles le salió al encuentro, le dijo hola, se dio un par de palmaditas en la pollera y se fue muy desenvuelta a saludar a las tías y a preguntarles si querían jugar a la generala.

Nuestro romance era a veces isósceles pero generalmente era muy escaleno. Aunque cuando tenés quince años y una novia de diecisiete no pensás en esos detalles.

Cuando bajo de Trinidad a Montevideo y voy hasta la casa de los viejos, recorro las puertas de todas las habitaciones, las abro y calibro el área de aquellos triángulos. Multiplico la base por la altura y después divido por dos. El resultado que me da son unos centímetros cuadrados tan exiguos que no me explico cómo nos arreglábamos María de los Ángeles y yo para hacer lo que hacíamos. El amor nos volvía contorsionistas.

Durante una de esas visitas fui hasta la cocina. Todavía estaba el mueblecito aquel colocado detrás de la puerta. Allí se paraba María de los Ángeles. Sus partes pudientes quedaban a la altura de mi boca lo cual nos resultaba muy cómodo para nuestros fines. El mueblecito estaba montado sobre cuatro ruedas y había que tener mucho cuidado para que no ocurriera un accidente. Pero un día María de los Ángeles se me cayó encima y rodamos por el suelo. En eso entró Coca.

– ¿Qué pasó? – preguntó.

– Se me cayó una moneda de diez pesos – murmuré yo desde el piso.

– Y la estamos buscando – dijo María de los Ángeles. – Ah, aquí está, qué suerte, la encontré – agregó triunfantemente. Y nos mostró la jeta de Artigas resplandeciéndole en la palma de la mano. Después se incorporó con gran dificultad. La cabeza le había quedado atrapada entre las patas de una silla.

La puerta del cuarto de mis padres era nuestra preferida. En la parte de atrás tenía dos ganchitos de los que colgaban la bata de Coca y la robe de chambre del viejo. Aquel espacio era un triángulo embarullado donde los ojos de María de los Ángeles desaparecían entre la seda y el algodón y después reaparecían en el rostro de una odalisca o en el gesto despiadado de una Bette Davis. Aquello me mataba.

La puerta de entrada de la casa la utilizamos solo una vez. Había muerto Guillermina, la vecina del 1834 bis y Coca, el viejo y el Duque se habían congregado en la vereda para ver cómo se llevaban el féretro. La puerta había quedado entornada y María de los Ángeles y yo nos miramos y nos entendimos enseguida. El carro fúnebre pasó por Monte Caseros, las mujeres se persignaron, los hombres bajaron la vista y nosotros en los confines de aquel triángulo le ganamos a la muerte a puro beso. Desde el extremo superior de la hipotenusa, al lado de una mancha de humedad, el retrato de San Antonio nos observaba entre voluptuoso y condescendiente.

Ben Hur

Teníamos que caminar solo tres cuadras pero me resultaban tan largas y azarosas como las peripecias de Ben Hur. Porque ni Charlton Heston hubiera podido con Osvaldito. Caminaba pegando saltos entre la vereda y la calle y los motonetistas tenían que frenar para no llevárselo por delante. En la bajada de Comodoro Coe se ponía a patear una chapita y la seguía pateando hasta el teatro de verano donde la dejaba y se subía al escenario vacío y se ponía a cantar como un murguista. Hacía toda la mímica carnavalesca y repetía un saluuudo cordiaaal como doscientas veces pero nunca pasaba de ahí porque no sabía la letra. Tenía seis años y un vocabulario demasiado limitado. Yo bordeaba el teatro y lo esperaba del otro lado, donde empezaba el repecho que nos llevaba a Comercio. A esas alturas ya se había pegado como veinte porrazos y tenía la túnica toda sucia de tierra y la moña hecha un asco. Al pasar por la casa de la viuda Castellán cruzaba el jardín, tocaba el timbre y salía corriendo. La viuda ya ni se molestaba en salir. Osvaldito había hecho esa gracia como tres mil quinientas veces y las tres mil quinientas veces la viuda se la había agarrado conmigo y las tres mil quinientas veces tuve que pedirle perdón. Del otro lado de la calle empezaba el sainete con Dalevení, el perro que había sido nuestro pero que ahora era del veterinario porque mi vieja no quería mugre en el apartamento de Neira al que nos habíamos mudado un año antes. Dalevení se había vuelto hosco. Osvaldito lo judeaba y el perro metía la cabeza entre las rejas ladrando que daba miedo. Osvaldito se levantaba la túnica, le mostraba el traste y hacía como que bailaba. Yo esperaba unos metros más adelante, cabizbajo y resignado a mi suerte, igualito que Ben Hur ante la desgracia.

Cruzar Comercio era la aventura del siglo. Osvaldito me soltaba la mano justo cuando pasaba un 141 o se iba corriendo atrás de un carro de frutas tratando de tironear una banana. Cuando al fin entrábamos a la escuela Figueira yo estaba más agotado que Charlton Heston después de la carrera de cuadrigas. Pero él se iba a su clase y yo a la mía y el resto de la mañana podía descansar.

A la vuelta era la misma historia pero a pesar de todo, no sé cómo, lo dejaba sano y salvo en su casa de Propios. La señora Medina se deshacía en elogios.

– No sabés cómo te agradezco, Fernandito. Es una suerte para Osvaldito que vos lo acompañes a la escuela porque sos muy serio y muy juicioso.

Yo había sido la víctima de una confabulación entre la señora Medina y mi vieja. La idea inicial había surgido de la traidora de mi progenitora.

– Como los dos van a la misma escuela pueden ir juntos, ¿no le parece señora? Y Osvaldito que es tan chiquito va a estar en muy buenas manos, quédese tranquila, porque mi Fernandito es mayor que él y lo va a cuidar muy bien.

Pero no contábamos con el avance de la civilización y la piqueta fatal del progreso. Una tarde volvíamos de la escuela y al doblar por Propios, Osvaldito desapareció. Yo miré desesperado para todas partes. Habían comenzado las obras del ensanche y había máquinas excavadoras por doquier y obreros que iban y venían arrastrando carretillas. Había también aplanadoras, tanques de hormigón y monstruos mecánicos que izaban grúas que oscilaban en el viento. La vereda que llevaba a lo de los Medina estaba levantada y cercada por vallas de madera pintadas de rojo y blanco. De pronto escuché una vocecita trémula y llorosa que pronunciaba mi nombre. Me agaché, pasé por debajo de una de las vallas y me asomé a las profundidades de un pozo. Allá en el fondo estaba Osvaldito sentado.

– ¿Estás bien? – le pregunté.

Me dijo que sí con la cabeza y después me dijo que no.

– ¿Estás lastimado?

Dijo que sí con la cabeza.

– ¿Podés pararte?

Me dijo que no con la cabeza. Yo también dije que no con la cabeza y él repitió mi gesto. Después dije que sí con la cabeza y él me contestó con un no. Rápidamente comprendí que algo había que hacer porque si no íbamos a estar toda la tarde con eso y nos íbamos a agarrar una tortícolis que ni te cuento. Me acordé de Charlton Heston. Él no había abandonado a Esther cuando aquella se había agarrado la lepra y yo debía seguir su ejemplo y hacer algo también por Osvaldito, pobre, que al fin y al cabo era responsabilidad mía devolverlo sano y salvo a los brazos de la señora Medina. Entonces respiré profundamente y me dejé caer en el pozo. Enseguida lo ayudé a incorporarse y lo sostuve con un brazo mientras que con el otro intentaba trepar por la pared de tierra. Pero aquello era imposible. Así que le dije que no podía sacarlo yo solo. Tenía que volver a la superficie y pedir ayuda. El dijo que sí con la cabeza y yo le contesté con otro sí de la mía. Entonces empecé a trepar por la pared del pozo pero pronto me di cuenta de que no tenía nada a lo que asirme. El Ben Hur que había en mí me obligó a que lo intentara de todos modos tres o cuatro veces más, pero el realista que también había en mí ya se había convencido de que aquello era al pedo. Me senté al lado de Osvaldito a sopesar los pros y los contras de nuestra situación. Estaba claro: no había ningún pro.

– Osvaldito, tenemos que pedir ayuda.

Osvaldito dijo que sí con la cabeza.

– Tenemos que gritar – dije.

– ¿Y qué gritamos?

– No sé – contesté.

– En las películas gritan jelp.

– Pero los obreros no saben inglés, Osvaldito.

– ¿Jelp es inglés?

Dije que sí con la cabeza.

Él también.

Y entonces gritamos los dos al unísono lo primero que se nos ocurrió, que fue un áááááááááááá que duró como cinco minutos. Cuando hicimos una pausa para recuperar el aliento vimos los ojitos de la señora Medina y los de mi vieja asomándose al pozo desde allá arriba, oscureciéndonos el único pedacito de cielo que teníamos a la vista.

La mañana siguiente caminé las tres cuadras a la escuela sin Osvaldito. Yo no me había imaginado que Comodoro Coe podía ser una calle tan bucólica y tan dulce. La viuda Castellán no tuvo que sufrir el timbrazo inoportuno de todas las mañanas y Dalevení incluso movió la cola cuando me vio pasar por la vereda. De regreso a casa pasé por lo del chiquilín para ver cómo seguía. Iba a tener la pierna enyesada durante un mes. La señora Medina miraba a mamá con ojos de reproche como diciéndole “qué bien que cuidó Fernandito a mi hijo, ¿eh?”. Yo por mi parte me propuse disfrutar al máximo de esos treinta días de paz que me deparaba el destino.

Castrotierra de la Valduerna

Llegaban aquellos gañanes de Robledo, de Ribas y de Villamontán con sus pendones de once metros, sacaban a la virgen de la ermita y se la llevaban en procesión a la catedral de Astorga. Amalia se impresionaba con los verdes, los rojos y los azules que flameaban en el cielo de Castrotierra y sentía que el corazón le latía al ritmo de los atabales y de las zambombas que acompañaban los rezos. Si bien se imploraban lluvias al señor que decidía esas cosas en las alturas, Amalia se hubiese contentado con que algún angelito de segunda categoría se ocupara del asunto y dispusiera que el río de los Peces tuviera el caudal suficiente para mover el molino. Si el molino se movía había harina. Si había harina había pan. Si había pan no había que irse al Uruguay.

Sus dos hermanos mayores, Bernardino y Francisco ya habían partido. El día de San Fermín se habían subido a una carreta tirada por dos bueyes. Amalia los conservaba aún en su retina. Le hacían adiós con la mano y se hicieron chiquititos en la distancia hasta que la meseta se los tragó. Desde entonces su madre no dijo ni pío. Solo abría la boca para cantar ya no va la Sinda por agua a la fuente, ya no va la Sinda ya no se divierte. Y eso solo cuando iba a trillar las mieses. El resto del tiempo callaba.

Las cosas mejoraron un poco. Al Todopoderoso le cayeron bien los pendones y mandó lluvia. En la mesa había más pan y más chorizo pero Amalia veía las sillas desocupadas de Bernardino y Francisco y perdía el apetito. Pilar, la hija del carpintero, empezó a ir a la escuela de La Bañeza y a Amalia le quedó toda la calle para ella sola. Se hizo cazadora de moscas. Las corría desde la iglesia hasta el puente y podía estarse horas sentada en la calzada de Nuestra Señora esperando a que una se le pusiera a mano. Cuando las atrapaba las soltaba enseguida porque las moscas no se iban al Uruguay. Se quedaban por ahí cerquita para seguir el juego.

Una tarde llegó de visita el señor Miranda que vivía en Valderrey y que sabía leer. La madre le entregó la carta que le había mandado Bernardino desde Montevideo. Miranda la leyó y no dijo nada. Como la madre tampoco decía nada, Amalia preguntó:

– ¿Qué dice la carta?

Miranda tomó del brazo a la madre, la sacó al patio y le habló delante de la puerta del galpón.

Dos días más tarde, su madre le dio un beso, le acarició el pelo, la alzó, la ubicó junto al cochero y se puso a cantar la de la Sinda. Mientras la carreta remontaba el sendero que llevaba a Fresno y después a Vigo, desde donde partían los buques a Sudamérica, Amalia vio cómo Castrotierra se iba haciendo chiquitito en la distancia. Luego se lo tragó la meseta.

Chupate esa

Nie wieder. Plus jamais. Never again. Me quedé mirando esas frases grabadas en la piedra y tomé instintivamente a Claudia de la mano. En la primera barraca a nuestra izquierda dos guardias de seguridad se llevaban a empujones a un jovencito italiano que había escrito fascisti di merda en una de las paredes. Aspiré el aire de Dachau, una marea dulce de caléndulas y petunias. La primavera renacía en Baviera todos los años y se ponía una flor en el sombrero. Pero en 1940 Lev había aspirado aquí otro aire, un aire sin oxígeno, denso y gris. Un aire de muerte que llevaba un látigo en una mano y una Luger en la otra. Un aire cargado de gritos, de olor a carne quemada y de rezos a dioses bonitos, sordos y ciegos que dormían la siesta en las alturas.

Claudia me dio un beso en la mejilla y nos detuvimos frente a los hornos crematorios. Por la ventana vimos pasar al jovencito italiano gesticulando ampulosamente y gritando cosas que no llegábamos a escuchar pero que obviamente no eran del agrado de los guardias.

A Lev no lo conocí pero le estaba agradecido de que me hubiera dado a Claudia. Mirá vos lo que son las cosas. Sobrevivir a un campo de exterminio nazi para engendrar luego una muñeca vestidita de azul que tocaba el arpa, que cocinaba los mejores Knödel de la Selva Negra y que fue a encajetarse un día con el hijo rioplatense de una andaluza de faraláes y de castañuelas. Si la vida no era un quilombo impredecible y divertido entonces no sé lo que era.

– Papá nunca habló de Dachau – dijo Claudia. – Pero sé que lo obligaban a incinerar cadáveres a punta de pistola.

Los guardias y el italiano seguían discutiendo y ya estaban a muy pocos metros del portón. El muchacho les exigía que le devolvieran la plata de la entrada. Le dije a Claudia que me esperara un momento y entré en la primera barraca de la izquierda. No me costó gran cosa encontrar la frase de la discordia. Al costado de fascisti di merda dibujé un corazón y dentro de este escribí Claudia y Félix se aman. Y abajo puse chupate esa, Hitler.

El capitán

Ya tenía calibrado el ángulo de ascenso y controlado los flaps, el anemómetro y la presión del aceite. En dos horas y media aterrizarían en Buenos Aires. El tiempo se presentaba favorable y todos los pasajeros estaban ubicados en sus asientos. Todos menos uno, pero el capitán Franqueira todavía no lo sabía. La torre había dado el permiso para despegar y sin embargo Mariela aún no le había dado el okey.

– ¿Qué pasa, Mariela? – preguntó el capitán cuando la azafata entró en la cabina llevando la lista de pasajeros en la mano.

– Falta uno por abordar. Una tal Gabriela Higueras.

El capitán se impacientó porque quería estar a tiempo en su casa de Lomas de Zamora. Liliana cumplía once años y le había prometido no faltar. Miró al copiloto.

– ¿Nos vamos sin ella? – preguntó este último.

El capitán volvió la vista a la pista de despegue y se quedó pensando.

Gabriela tenía que presentarse todas las semanas en la prefectura. Su hermano Andrés se había exiliado en Austria y Juan había desaparecido. Chile se había venido abajo. Miró por última vez su carné del partido comunista y no pudo tirarlo. No pudo. Se lo metió en el corpiño. Tomó su bolso y se despidió de su madre. Le dijo:

– Mamá, voy a la prefectura.

– No vuelva tarde, Gabrielita. A su regreso tendré listas unas ricas sopaipillas para usted.

Gabriela le dio un beso en la frente y salió a la calle. Los pacos iban por la vereda armados hasta los dientes y había un tanque del ejército en la esquina de Seis Sur. Allí le compró La Tercera a Luchito. El quiosquero estaba contento.

– Qué paz, ¿eh? Los culiaos comunistas están presos. Ahora se puede estar tranquilo en la calle.

Gabriela pagó el periódico y siguió su camino.

– Ya la hiciste llamar por los parlantes, supongo – le dijo el capitán a Mariela.

– Varias veces – contestó esta.

Franqueira tamborileó con sus dedos en el timón.

– Vámonos sin ella – dijo el copiloto.

El capitán pensó en Liliana y se la imaginó sentada en el muro del jardín esperando la llegada de su padre. La casa de la calle Loria estaría adornada con guirnaldas y su madre ya habría dispuesto la torta de cumpleaños en la mesa del comedor. Habría música de los Beatles en el tocadiscos y las compañeras del colegio estarían maquillándose clandestinamente en el baño entre risas y susurros. Franqueira había pasado la mayor parte de su vida surcando los aires de América y había descuidado algunas cosas que sucedían a ras de tierra. Pero no podía descuidar el cumpleaños de su hija.

– ¿Qué hacemos? – preguntó Mariela.

Gabriela llegó a Pudahuel, sacó del bolso su pasaje a Buenos Aires y se encaminó hacia el control de aduanas. Se sorprendió cuando vio que no había fila de pasajeros. El empleado de Aerolíneas Argentinas le hizo ademán de que se acercara. Detrás de este había dos soldados armados. Gabriela comprendió que ya no tenía escapatoria. Ya no podía volverse atrás. Entregó su pasaje y su pasaporte y uno de los soldados lo miró y buscó algo en un fajo de hojas sujetadas por un clip.

– Llega justo a tiempo – dijo el empleado de Aerolíneas. – El avión está por despegar. Si no despegó ya.

El soldado que tenía el pasaporte de Gabriela iba con su vista de este al fajo de hojas una y otra vez. Luego la miró a los ojos y le dijo:

– Señorita Higueras, usted no puede salir del país.

A continuación murmuró algo en el walkie-talkie que llevaba en el hombro y el otro soldado apuntó la carabina a la cabeza de Gabriela. De pronto apareció un hombre por detrás del uniformado. Llevaba gorra azul y camisa blanca con charreteras negras y amarillas.

– ¿Gabriela Higueras? – preguntó.

Gabriela no dijo nada.

– ¿Gabriela Higueras? – repitió.

Gabriela asintió con la cabeza.

– Venga, apúrese que estamos por despegar. Acompáñeme.

– La señorita Higueras no va a ningún lado – dijo el soldado que tenía en su mano el pasaporte.

Entonces el capitán Franqueira la tomó de la mano y Gabriela se dejó llevar.

– ¡Alto! – escucharon a sus espaldas mientras corrían hacia el avión.

– Una vez que abordemos estará a salvo – le dijo el capitán. – La nave es territorio argentino y ahí mando yo.

El soldado apuntó. El tiro destrozó un ventanal. Iba a disparar otra vez cuando notó una hilera de ojos que lo observaban con curiosidad desde las ventanillas del avión. Decidió bajar el arma.

Una vez a bordo, Gabriela se abrazó a Franqueira y se puso a llorar. El capitán le palmeó el hombro y le dijo:

– No quiero llegar tarde al cumpleaños de mi hija.

El fotógrafo

Elsa salía a las siete de la mañana de la casona de Charrúa con el estómago vacío, la pollera plisada, la vincha blanca y los libros apretados contra el pecho. Agarraba por Jackson y al llegar a la esquina de Guayabos, Bebe ya tenía la cámara instalada en la ventana. El diafragma estaba calibrado y lo único que le quedaba por hacer era accionar el obturador en el momento en que ella pasara. Y Elsa nunca le fallaba. La estudiante de medicina era puntual, muy puntual. En el momento en que la máquina hacía clic, Paco, el lorito, posado sobre su hombro, decía:

– Qué mina tan linda.

Y Bebe lo corregía:

– Mina, no. Mujer.

Las fotografías de la bella caminante se le acumulaban en el cuarto oscuro. Siempre el mismo paso elegante, seguro y distinguido. Ese gesto concentrado pero no severo. Esas medias rosadas y esos zapatos negros, redondeados, con pasador y hebilla. Bebe hubiera podido llenar una sala del Louvre con aquellas estampas en blanco y negro de la desconocida.

Elsa, sin saber que había sido fotografiada, seguía su camino y al llegar a Rivera y Dieciocho se paraba frente al quiosco de diarios y revistas de Carbonell para leer los titulares del día. Almeida, el del puesto de flores, le ofrecía un clavel que ella siempre rechazaba con una sonrisa. Al otro lado de la calle la esperaba Rey. Juntos seguían caminando por Sierra hacia abajo hablando de bioquímica y de anatomía patológica. Rey compartía con ella sus dos o tres bizcochos y el mate cocido que llevaba en un termo. Con algo en el estómago, por muy poquito que fuera, Elsa se sentía otra persona. Sin darse cuenta aceleraba el paso y a Rey le costaba mantenerse a la par. Después cruzaban los jardines del palacio legislativo y ya en la facultad de medicina se despedían con un beso. Él seguía hasta la de química.

La casona de Charrúa andaba alborotada. A la viuda Giménez se le casaba la hija mayor, recién recibida de médica después de seis años de ir y volver a la facultad a pie, sin nada en la panza y con la misma pollera y los mismos zapatos. Por suerte Rey se iba a hacer cargo de los gastos de la boda. Las nupcias se iban a celebrar en la iglesia de San Juan Bautista y Tamburini iba a ser el cura oficiante.

Era verano y los acordes de la marcha de Mendelssohn inundaban el recinto. La viuda Giménez y sus cinco hijos ocupaban los asientos delanteros. Maruja, la almacenera, que conocía bien a la familia y con quien la viuda tenía una deuda de muchos años que nunca se saldaba, pensaba en lo contentos que estarían los botijas cuando recibieran las hostias porque así tendrían algo que llevarse a la boca. Elsa y Rey ingresaron por el pasillo y el fotógrafo, ubicado en la nave de la izquierda, empezó a disparar el flash.

Esa noche, encerrado en el cuarto oscuro, Bebe reveló las fotos de la boda de Pocitos. El ácido acético le fue develando lo que de algún modo ya sospechaba. La novia no llevaba medias rosadas ni zapatos negros redondeados, con pasador y hebilla. Tampoco le había podido ver la cara a través del velo. Pero había reconocido en ella aquel paso elegante, seguro, distinguido y aquel gesto concentrado pero no severo. Puso las fotos a secar y después de un rato se las llevó consigo al comedor y se sentó a estudiarlas. Paco llegó volando desde la cocina con mucha alharaca, se le posó en el hombro y le dijo:

– Qué mina tan linda.

Bebe iba a contestarle pero el lorito se le adelantó:

– Mina, no. Mujer – dijo, corrigiéndose.

El lagrimón

Completé la delantera con Petronilo Acosta y Guillermo Escalada. Pegué las figuritas con engrudo y me quedé mirando la hoja del álbum con la satisfacción de la obra culminada.

De la cocina me llegaba la voz de Nat King Cole. Si Adelita se fuera con otrou la seguirría po tiera y po maar. Me mandé otro sorbo del Vascolet que me había hecho mi abuela y me quedó un bigote marrón que me limpié con el dorso de la mano.

Era el verano de mil novecientos cincuenta y nueve y yo tenía siete años y se me estaba estropeando la inocencia. Estaba empezando a darme cuenta de lo complicado y contradictorio que era todo. El catecismo me decía que amara a Dios por sobre todas las cosas pero yo a quien amaba por sobre todas las cosas era a Rita. La Tota hablaba pestes del tío Juancho y el tío Juancho me contaba chistes verdes que yo no entendía. Mi viejo le gritaba a mi vieja y mi vieja se había peleado con el almacenero de la esquina y por eso caminaba hasta Capitán Videla para comprarle la yerba a don Anastasio. La prima Eustaquia andaba siempre en pedo, o como decía mi abuela, andaba alegre, aunque yo, la verdad, la veía tristísima. Y Santiago, el taxista, se había colgado de una viga del techo del rancho que tenía en el Buceo. Cuánto quilombo.

Pero me tranquilicé al observar lo prolija y completita que me había quedado la delantera de Nacional en el álbum. Entonces suspiré como un filósofo estoico tratando de reconciliarse con la vida y me fui al zaguán. Abrí la puerta cancel y me senté en el escalón. Los pies no me llegaban a la vereda. De pronto desde la cocina me llegó la voz de Carlos Gardel.

Barrio, barrio, que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental. Miré aquellos árboles de Llambí cuyas copas se acariciaban allá arriba con las de los de la vereda de enfrente. Entre las ramas y los retazos de sol vi pajaritos que no sé si eran gorriones pero al menos estaba seguro de que eran pajaritos. ¿Sería uno de esos el tan mentado gorrión sentimental?

En tus muros con mi acero yo grabé nombres que quiero. Y justo vi a Fernando haciendo rayitas en el muro de la panadería de enfrente con una moneda de diez centésimos que no era de acero sino de níquel, pero bueno. Sacaba la lengua esforzándose en escribir no sé qué. Andaría aburrido. Me imaginé a mí mismo pidiéndosela prestada para escribir Rita en la pared. Ese era el nombre que yo quería.

Y en la primer cita la paica Rita me dio su amor. Y créanme o no, en ese momento vi a Rita saludándome desde la esquina de Manuel Haedo. Estaba entrando a la Vasca, donde era pupila. Yo no entendía bien qué era eso: pupila. En la Vasca sucedían cosas raras pero evidentemente tenían que ver con el amor. Era un lugar muy romántico. Tenía una luz roja en la puerta.

Perdoná si al evocarte se me pianta un lagrimón. Ya me estaba conmoviendo. No alcancé a llorar pero sí sentí una cierta humedad en los ojos.

Que al rodar en tu empedrao es un beso prolongao que te da mi corazón. Le perdoné a Gardel que se comiera las des y derramé ahora sí un lagrimón que empezó a rodar por el empedrao. Rodó prolongao para el lao de Rivera y la gente lo esquivaba. El canillita que estaba parado frente al quiosco de la Chola lo vio venir convertido ya en río y exclamó:

– ¡Inundación, inundación, a los botes, a los botes!

Cuando entré corriendo al comedor, todo lloroso y limpiándome los mocos con la manga del buzo, mi vieja me preguntó:

– Y ahora ¿qué te pasa?

Seguí corriendo hacia mi cuarto sin contestarle, me tiré en la cama, di rienda suelta a mis sollozos y me consolé mirando las figuritas de Petronilo Acosta y de Guillermo Escalada.

Escuché que mi vieja se la agarraba con Fernando.

– ¿Qué le hiciste al chiquilín?

– Nada, señora.

– ¿Esa moneda que tenés ahí se la robaste?

– No, señora. Esta moneda es mía. Me la dio Rita.

Cuando escuché el nombre de la paica, redoblé el llanto. Me pareció que todo el Río de la Plata se me desbordaba por los ojos. La tristeza me llegaba hasta la desembocadura del río Uruguay.

Un rato más tarde vi por el rabillo del ojo que mi vieja desentornaba la puerta del dormitorio. Me observó durante unos instantes, suspiró muy hondo, la cerró y después se alejó tratando de no hacer ruido. Yo seguí todavía desaguando la pena que llevaba dentro. La almohada me quedó hecha un asco. Era un pantano de desconsuelo.

Cuando recuperé la calma, me quedé un rato mirando a Petronilo Acosta y a Guillermo Escalada y después me pregunté:

– ¿Qué querrá decir paica?

Humo

Después del almuerzo encendía su Montecristo y mientras lo fumaba leía la vitola con la devoción con que se lee un texto sagrado. Echaba la cabeza hacia atrás, el habano en la mano derecha y la copa de oporto en la izquierda. Envuelto en aquella nube de humo apacible y lenta era la imagen de Dios después de haber creado el mundo y haber visto que era bueno. Aquel hombre que me corría por la casa y me cascaba con un cinto era en ese momento un ser perfecto y feliz, un buda ajeno a los sufrimientos y a las pasiones terrenales. ¿Qué misterio se operaba en él? No lo sabía. Lo que sí sabía es que si la música amansaba a las fieras, el tabaco amansaba a mi padre.

El humo llegó al liceo en cuarto año el día en que doblé la esquina de Massini y me encontré a Elizabeth recostada contra la pared de la verdulería fumándose un cigarrillo, mientras el Cabezón colocaba cajones de cebollas y de tomates en la vereda. A Elizabeth la conocía desde la época del charleston, o sea de toda la vida. Habíamos hecho juntos el jardín de infantes y la escuela y siempre me había parecido una naba diplomada en Harvard con sobresaliente y flechita para arriba. Pero al pasar junto a ella esa mañana me lanzó una bocanada de humo a la cara y cuando me volví para putearla se me derritió el corazón. O se me despertó el indio. O la bragueta se me encendió. No sé exactamente lo que me pasó. Lo que sí recuerdo claramente es que aquellos dos ojos se metieron en los míos a través de un humo dulce y violeta y que cuando se disipó la niebla le di un beso que más que beso fue el mordisco de un doberman. El Cabezón se interpuso entre los dos diciendo:

– A ver, salgan de acá que tengo que poner los zapallitos.

Dimos un paso al costado y me la quedé mirando extrañado. Aquella no era la naba de Elizabeth. Aquella era una Shirley MacLaine que se había escapado de Hollywood y había aterrizado en Pocitos por equivocación. Aquella no podía ser la Elizabeth que se hurgaba la nariz mientras calculaba la superficie de un polígono irregular y que se agrandaba las tetas metiéndose papel higiénico en el corpiño. Y sin embargo había una cierta continuidad entre la guaranga que siempre había conocido y aquella vampiresa que ahora había apoyado un pie contra la pared y dejaba caer la ceniza en la vereda con gracia parisina. Me miró con extraña frialdad, tiró el pucho a la calle de un tinguiñazo, se guardó la cajilla de Master en el bolsillo de la camisa, se metió un chicle en la boca y se fue por Chucarro. Yo me quedé mirándola con la boca todavía llena de su humo y tiritando de fiebres tercianas. Y cuartanas.

Y después estaba el humo de la bañadera que me tomaba en Comercio y que me llevaba al hipódromo de Las Piedras. El conductor abría la puerta y una nube invadía la vereda. Subías y tenías que esperar un rato para poder empezar a distinguir los contornos de los asientos y las puntas de tus propios zapatos. Pero yo me sentía feliz. Cuando la vista se me acostumbraba a aquel difuso paisaje londinense distinguía al turco Kerem estudiando el programa y al Tato que era el dueño de Alción, discutiendo de fútbol con Pérez. El potrillo Alción corría en la quinta. En Maroñas nunca había entrado en el marcador. Era un zaino precioso que cuidaba Riboira y que le había costado al Tato más pesos que los que tenía, un noviazgo y una úlcera de duodeno. El turco Kerem se pasaba el pucho de un lado a otro de la boca y de vez en cuando escupía pedacitos de tabaco. Tenía los dedos amarillos. Al bajar no me olvidaba de leer el cartel que estaba detrás del chofer y que decía Prohibido Salivar y Fumar.

Ya en el hipódromo se formaban grupitos de sabios y entendedores, pasándose el dato de quién iba al bombo y quién iba a la plata y organizando pencas y redoblonas. Y siempre el humo. Aquel humo omnipresente que permeaba todas las cosas y que le daba un hálito entrañable y mortal al disco, a la recta final y a los miles de boletos rotos esparcidos por el suelo.

Gertrudis y Sarita también tenían en común el humo. Después del amor se tendían boca arriba (Sarita) o boca abajo (Gertrudis) y prendían un cigarrillo. Fueron amantes mías en distintas épocas y en distintos países, pero tenían al fumar el mismo gesto de abandono y esos ojos blandos que estaban en paz con los dioses y con el universo. Las espiras que subían al techo eran las mismas, el sabor manso del tabaco rubio era el mismo y los pechos subiendo y bajando con elegante displicencia eran los mismos. Sin tabaco yo no hubiera tenido amor, sin humo no hubiera aventurado el corazón en romances imposibles, no hubiera dado los besos que di, no hubiera yacido a la luz de la luna abrazado a damiselas que tenían el alma manchada de nicotina.

Y sin embargo nunca me llevé un cigarro a la boca.

June

Mi primera novia trabajaba en Hollywood. Se llamaba June y hablaba un poco complicado. Si no fuera por los subtítulos nunca le hubiera entendido nada. Hacía de todo. Me sorprendía constantemente. Una tarde te apuntaba con un revólver y te amenazaba con volarte la tapa de los sesos y al día siguiente se te sentaba en las rodillas en negligé, te miraba con unas pestañas que te hacían cosquillas en la nariz y te decía tesoro, la vida es hoy, ¿qué nos importa el qué dirán? Cuando te descuidabas se ponía a zapatear arriba de la mesa y empezaba a cantar un foxtrot acompañada por una orquesta que no se sabía de dónde salía. Hubo veces en que se me apareció con ojos de egipcia y otras en que se subió de un salto a un caballo y salió disparada hacia las montañas. Ni Riboira podía hacer eso. June vivía en Rivera y Mac Eachen y se dejaba ver solo por las tardes de tres a siete. Nunca llegué a darle un beso. Menos mal. Porque le hubiera dejado los labios manchados de maní con chocolate. La verdad es que nunca comprendí qué fue lo que vio en mí. Yo era un bobo aburrido que llegaba, se sentaba, la miraba y no decía nada. Ella en cambio hacía todo lo posible para llamar mi atención. Lo intentó realmente todo. Corrió entre las ruinas de un castillo mientras caían bombas, agarró a James Stewart por el pescuezo y lo sacudió por todo Texas, se tiró al suelo llorando histérica, subió escaleras de a dos escalones, después las bajó lenta y sensualmente acariciando el pasamano, ayudó a parir a una vaca, se tiró arriba de una cama con Gene Kelly, gritó a veces noooooo y otras veces yes, yes, yes. Y yo a todo esto mirándola mudo y moviéndome incómodo en el asiento porque el calzoncillo no me calzaba bien.

Los momentos de crisis en la pareja fueron muy jodidos. Una tarde se me acercó y me miró a los ojos muy pero muy de cerca y me dijo con cierto asco que no soportaba mis hábitos alcohólicos. Antes de que pudiera contestarle que yo lo único que tomaba era una Bilz Sinalco muy de vez en cuando, se dio media vuelta, recogió la valija que ya tenía preparada y me dijo que se tomaba el avión que salía para Chicago a las seis y cincuenta. Y que no intentara seguirla porque entonces le contaría todo a Sanders y este se ocuparía de que me encerraran en la cárcel de Sing Sing. Yo quise preguntarle quién era Sanders pero no pude porque tenía un nudo en la garganta. Creí morir. Menos mal que diez minutos más tarde me llamó desde el aeropuerto y me pidió perdón entre sollozos. Yo por supuesto que la perdoné porque era un nabo enamorado hasta el tuétano y no tenía ni la más mínima fuerza de voluntad. Pero juro que casi me vengo abajo de tristeza y desilusión cuando después de un instante de silencio me dijo:

– Te quiero, George.

Quiero pensar que se confundió.

Después tuve otras novias pero esas me aburrían. En vez de salir a recibirme de vaqueros y blusa multicolor salían con polleras de Aliverti de quince pesos y me decían cosas que no necesitaban subtítulos. No hacían piruetas arriba de los caballos, no se me tiraban al piso ni suplicaban mi amor agarrándome de los tobillos y tampoco me daban sopapos con el revés de la mano. No manejaban Buicks ni tomaban batidos de crema. No hacían nada. Resulta que ahora el que se suponía que tenía que hacer algo era yo. Las muy bobas se quedaban sentadas en el murito mirándose la punta de los zapatos y a mí no se me ocurría nada. Todo por culpa de June que me tenía muy mal acostumbrado. Así que muchas veces terminábamos yendo a verla. Ahí sí. Cuando aparecía ella yo abrazaba a mi noviecita en la oscuridad y la besuqueaba y le metía una mano por aquí y otra por allá con un ojo puesto en June para ver si le atacaban los celos. Cuando June desaparecía yo interrumpía mis arrebatos y mi noviecita se quedaba perpleja, despeinada y sin saber qué hacer. Volvía June y ahí atacaba yo de nuevo con lengua, garfios y todo lo que tuviera a mi disposición. Se iba y yo suspendía las hostilidades dejando a mi novia con la pollera en los muslos, una pierna sobre el brazo de la butaca y la respiración entrecortada. Volvía June y el oriental atacaba de nuevo sin tregua y sin piedad, un ojo siempre puesto en aquella loca a la que ahora se le había dado por escribir una carta delatora que después rompió y tiró a la papelera. Acto seguido fue y pateó la papelera. Estaba torturada por los celos. En eso el acomodador nos iluminó con la linterna y mi noviecita y yo nos quedamos duritos, la mirada puesta en la pantalla como dos espectadores atentos y bien educados. En ese momento mi noviecita me susurró:

– Te quiero, Washington.

Ese era mi nombre. Yo no era George. Era Washington. Ahí fue que decidí romper las relaciones con June y amar a mi noviecita que me conocía de verdad, que sabía quién era yo. Porque mi noviecita vivía en la realidad. Cosa que no podía decir de June. Pobrecita.

Kolynos

Sonreía y salía el sol. Aquello era exageradamente blanco y resplandeciente. No podía ser verdad. Los chiquilines lo mirábamos alelados y no sabíamos a ciencia cierta si lo que había en aquella boca eran dientes o los marfiles de un piano. Por lo demás no se hacía notar mucho. Si no despegaba los labios no existía. Era morocho y bajito y tenía un abuelo vasco que siempre andaba de boina y fajín. El padre estaba en cana por desfalco. Nosotros no sabíamos exactamente qué significaba eso pero causaba impresión. El Microbio, que era un dragón de la Mirtha, estaba adentro por carterista y el Zoquete pasaba algunas noches en el calabozo cuando llegaba borracho y le daba la biaba a la doña. Eso lo entendíamos. Pero lo de desfalco nos dejaba boquiabiertos. Yo le pregunté a mi viejo qué era eso y me contestó que eso era robar pero con distinción.

– ¿Eh? – pregunté yo.

Y él me dio un ejemplo clarificador.

– Mirá. Si un chorro te aprieta en una esquina oscura y te dice dame la guita o te meto un plomo y se te lleva mil pesos, eso es robar. Pero si en una oficina un señor de corbata te saca la misma plata haciendo revalúos en una hoja de balance, eso es un desfalco.

– ¿Qué es una hoja de balance?

Mi viejo me miró con aquella cara de agotado que ponía cuando le convenía y me contestó:

– Andá al quiosco y traéme los Oxibithué. Decile a la Selma que te los apunte.

Crucé la calle, los pedí y le pregunté a Selma si los iba a apuntar en la hoja de balance.

– ¿Hoja de balance? No, nene, qué hoja de balance ni qué hoja de balance. Los apunto en la libreta.

La respuesta me tranquilizó.

Kolynos sabía usar la magia de su sonrisa y nosotros habíamos aprendido a usufructuarla. Cuando las chiquilinas del barrio nos veían venir y empezaban a dispersarse fastidiadas, le pedíamos al loco que sonriera. Entonces se aturullaban y Raúl arrinconaba a Elizabeth apoyando una mano en la pared del almacén y el Cuatro Ojos le pedía un beso a Olga quien respondía invariablemente sí nenito, vení mañana que hay croquetas. Yo me quedaba de charla con María Luisa. Trataba de explicarle la ley de la gravedad pero a aquella no le entraba en la cabeza. Decía que una cosa se caía porque se caía y que si no querías que se cayera entonces ibas y la ponías arriba de una mesa y que me dejara de hablar pavadas con eso de que la cosa se caía debido a la atracción que ejercía la Tierra sobre los objetos que estaban dentro de su campo gravitacional. María Luisa era muy empírica.

Los domingos íbamos al estadio a tratar de entrar gratis. Casi nunca lo lográbamos porque a veces no creían que éramos menores de diez años y otras veces porque nos decían que teníamos que ir acompañados de un mayor. Pero nada de eso nos sucedía cuando íbamos con Kolynos. El loco les sonreía a aquellos mastodontes del portón y entonces las bestias se amansaban, nos dejaban pasar y a veces hasta lo tomaban en sus brazos y le daban un beso.

Un día se fue del barrio y no supimos más nada de él hasta que en el ochenta y cinco apareció en la televisión saliendo del penal de Libertad con un atado de ropa al hombro. La cámara le hizo un primer plano y el loco sonrió. Le faltaban varios dientes.

La permuta

Nos encontrábamos en Feliciano Rodríguez y Diego Lamas. Elvira llegaba siempre impecable con su camisa blanca y su pollera azul. Yo hacía lo posible por no desentonar pero mi camisa tenía el cuello gastado y el nudo de la corbata era un desastre. Nos tomábamos de la mano, cruzábamos Ricaldoni y atravesábamos el parque. La primera parada de rigor era la cancha de Central. Ahí había dos o tres besos de lengua aguantando la respiración todo lo que se pudiera. La segunda era frente al velódromo. Allí ella me pasaba la mano por la nuca y yo la tomaba de la cintura. En la pista de atletismo nos decíamos palabritas tales como Óscar, sos lo más grande que hay y Elvira sos flor de compañera. Pronunciar la palabra amor estaba prohibido porque éramos libres, inteligentes e informados. Subiendo el repecho de la tribuna América yo le mordía una oreja y ella me refregaba una rodilla en la entrepierna. Después cruzábamos avenida Italia y corríamos las dos últimas cuadras hasta el Dámaso. Teníamos catorce años y éramos felices y trotskistas.

Un día Elvira me dijo que no era justo que tuviéramos que ir a pie al liceo, mientras que los ricos se desplazaban en taxi o en colachata. Yo le contesté que bueno, que también podíamos ir en ómnibus ¿no?, que para algo teníamos boletos de estudiante.

– No, Óscar. No se trata de ir en ómnibus o del boleto de estudiante. Se trata de la desigualdad social.

– Ah, claro – contesté.

La desigualdad social. Qué cagada que era eso de la desigualdad social.

– Pero – argumenté yo – vos y yo lo pasamos muy bien yendo al liceo a pie, ¿no? Aburrirnos no nos aburrimos.

Elvira me miró con cierto fastidio. Yo no era tan avispado como ella. Era un pequeño burgués. Me lo decía por lo menos tres veces por semana. Pero yo hacía todo lo posible por dejar de serlo. Quería convertirme en un revolucionario permanente pero qué sé yo, me costaba. Sufría de cierta tendencia a la frivolidad, nabo de mí. Una vez en el Palacio de la Música le señalé a Elvira un disco de los Rolling y le dije:

– Mirá, che. Un disco trotskista.

– ¿Cómo?

– Y sí, ¿no ves que aquí dice treinta y tres revoluciones por minuto?

Esa estupidez casi me cuesta el noviazgo. Durante una semana hubo solo un beso casto y de compromiso frente al velódromo.

Poco después se apareció en bicicleta. Yo estaba como siempre esperándola en la esquina de Feliciano Rodríguez y Diego Lamas. Me sorprendí mucho. Solo atiné a decirle:

– ¿Qué hacés, Etchebarne?

Elvira frenó mal o no frenó. La cuestión es que pasó por mi lado, una pierna en el pedal y la otra pegando saltitos en el asfalto hasta que chocó contra el cordón de la vereda de enfrente. Rodó por el pastito y acabó sentada debajo de un árbol agarrándose una rodilla. Yo corrí hasta ella y la abracé. No es que estuviera malherida o que necesitase consuelo. Es que yo la abrazaba por cualquier cosa. La bicicleta había quedado tendida sobre el cordón y la rueda de atrás giraba y giraba. Los dos la miramos intrigados y silenciosos hasta que se detuvo por completo.

– ¿De dónde salió esa bicicleta? – le pregunté.

– La compré.

– Qué vas a comprar vos, no me jodas. Si no tenés un mango.

– Bueno. La permuté.

Le quise pasar mi pañuelo por el hilito de sangre que le salía de la rodilla pero me detuvo la mano en el aire.

– ¿Estás seguro de que no tiene mocos? – me preguntó.

Ese día cruzamos el parque en velocípedo. Íbamos raudos pero sin exagerar. Yo pedaleaba con la frialdad táctica de René Deceja. Ella se sentó de costado delante mío, detrás del manillar. Aquello era la gloria.

– ¿Ves? Nosotros también tenemos derechos – me dijo, mientras la brisa le agitaba la melena castaña y yo trataba de mantener los ojos en el camino.

No hubo besos en ningún lado, ninguna paradita en la cancha de Central o en el velódromo. Hubo sí una vuelta ciclista del Uruguay en miniatura, un parque verde y fresco que nos alegraba el alma y unas palabritas para radio Sport que decían Elvira y Óscar aprovechan la oportunidad para mandarle un saludo a Trotski y a todo el pueblo oriental que nos está escuchando.

A la una de la tarde volvimos del liceo. Antes de doblar la esquina de Pastoriza y enfilar hacia la casa de Elvira, esta se bajó de la bicicleta y me dijo:

– Llevátela para tu casa.

– ¿Por qué? Es tuya – contesté.

– Llevátela, llevátela – me repitió.

A media cuadra de distancia vimos a la madre de Elvira venir hacia nosotros toda agitada, con aquella leve renguera que tenía.

– Ay, nena, nena. Desapareció el televisor, ¿podés creer?

– ¿Cómo que desapareció el televisor? – pregunté yo. – ¿Cómo puede desaparecer un televisor?

– Yo qué sé. Yo tampoco lo entiendo. A menos que hayan entrado chorros y se lo hayan llevado. Dejaron la mesita.

De pronto reparó en la bicicleta.

– Linda bicicleta, che – me dijo. – No sabía que tenías bicicleta.

Yo miré a Elvira y Elvira se puso a mirar una nube que pasaba.

– Sí – dije. – Eh...eh...me la regalaron para mi cumpleaños...

La tertulia

Le pasó el dedo por aquel hoyito que Nuria tenía en el mentón y después se lo besó. Esta ladeó la cabeza y lo que se le ofreció ahora a su vista era una oreja delicada y roja, semioculta detrás de una pequeña mata de pelo. Mabel no estaba segura de que Nuria estuviera dormida pero bueno, con Nuria una nunca podía estar segura de nada. De pronto abrió un ojo, uno de aquellos hermosos ojos negros que le hacían pedregullo el corazón.

– ¿Has encendido ya la máquina de café? – preguntó.

– Mm, sí – contestó Mabel.

– ¿Y la nevera?

– También.

– ¿Has dispuesto las sillas en la terraza?

– Eso se lo dejo a Jacinto.

Nuria había invertido los euros y llevaba las cuentas, Mabel se ocupaba de la cocina y de la atención a los clientes y Jacinto lavaba la vajilla y era el hombre orquesta del local. La tertulia luchaba por su vida entre los innumerables bares de Palencia.

– Venga tío, hala, hala, date prisa.

Jacinto cerró los ojos y procuró concentrarse. Se afirmó entre las nalgas de la donostiarra y se encomendó a San Valentín. Mabel pelaba patatas con los codos apoyados en el fregadero y se cuidó de no golpearse contra la alacena cuando los enviones del chaval empezaron a arreciar. Pasado un rato escucharon los pasos de Nuria bajando por la escalera. Cuando la patrona entró a la cocina Mabel ya había puesto las patatas a freír y Jacinto pasaba la escoba por el piso.

– Qué bien que huele – dijo Nuria acercándose a la sartén. – Venga, te mereces un beso.

Y le plantó uno en la mejilla. Enseguida notó que le había quedado algo pegajoso en los labios y puso cara de disgusto.

– ¿Qué te pasa, Mabel? ¿Te sientes bien? Estás sudando, hija.

– Es que hace un calor de la hostia, maja. Tendrías que poner aire acondicionado en esta cocina.

Luego del almuerzo se fueron a dormir la siesta al parque del Sotillo. Nuria apoyó la cabeza en el pecho de Mabel y esta le acarició aquella melena negra y perfecta. A las cuatro de la tarde de aquel mes de agosto el mundo se había detenido para que Castilla venciera el calor y las encinas pudieran dar cobijo y sombra a los amantes. Jacinto estaba a un par de metros, tendido sobre el césped, las manos por debajo de la cabeza.

– ¿Tienes un rollo con Jacinto? – preguntó Nuria, en un susurro.

Mabel se sorprendió. No por la pregunta sino porque pensó que su amada estaba durmiendo. Con Nuria una nunca sabía.

– Sexo. Es solo sexo.

– ¿Y lo que tienes conmigo qué es?

– Amor.

– Mabel, eres una marrana. Me das asco.

– Yo también me doy asco.

Ambas hicieron arcadas. Parecía que iban a vomitar en cualquier momento. Jacinto las observó con un ojo entreabierto. “¿Y ahora qué les pasa a estas majaretas?”, pensó. Y las dos majaretas se pusieron a reír y a pelearse como dos escuálidas luchadoras de sumo.

Cerraron a la una después de una velada muy concurrida. Don Marcos había hablado de Quevedo y Javier había entonado canciones de Brassens. A la hora de los aplausos el borrachito Juárez se había incorporado y después de alzar su copa solemnemente, había gritado:

– ¡Viva la canción intelectual!

– ¡Viva! – había respondido la audiencia.

Jacinto puso las sillas sobre las mesas, Nuria hizo la caja y Mabel fregó la cocina. Jacinto se puso el casco de la moto y se despidió. Mabel y Nuria subieron a la habitación. Mabel deseó con toda su alma que a Nuria le encantara la idea de tener un Jacintito o una Jacintita en la familia. Se imaginaba la cara de alegría que pondría cuando le anunciase solemnemente:

– Mi vida, seremos tres.

Pero con Nuria una nunca podía estar segura de nada.

Las vacas

Mi padre me pegó solo una vez. Fue el día en que pasó una patrulla alemana en retirada y se nos llevó las bicicletas. Cuando dos de aquellos ladrones uniformados se apartaron del grupo y fueron hacia donde estaba la yegua, salí disparado del granero y me les fui al humo. Mi padre me agarró del cuello y me dio tal manotazo que me dejó tambaleando. Diez carabinas nos estaban apuntando. Vi de reojo a mi madre en la ventana con la biblia apretada contra la boca.

Yo hacía poco que estaba de vuelta en la granja. Los alemanes me habían capturado durante una razzia en mayo del cuarenta y dos. A mí y a veinte más nos llevaron a trabajar de esclavos a Ahaus, en una fábrica. La primera vez que me escapé llegué hasta Gronau pero me enfermé de tifus mientras estaba escondido en el bosque. No sé quién me encontró. Solo sé que recobré el sentido en un hospital y que después de un par de meses estaba de vuelta en la fábrica.

La segunda vez tuve éxito. Como estaba débil y muy flaco nadie se imaginaba que iba a intentar fugarme nuevamente. Me hice amigo de Hans Wachter, el cabo que nos vigilaba a punta de pistola durante el día y con quien los prisioneros tomábamos una cerveza después de la jornada de trabajo. Yo sabía que Hans no era de confiar y que la pretendida camaradería era solo una manera de tenernos bajo control y de enterarse si estábamos fraguando alguna cosa. O eso me parecía a mí. La cosa es que un buen día le dije a Hans que me iba a fumar un cigarrillo a la vereda. Aquel asintió y yo salí a la calle y empecé a caminar. Caminé una cuadra. Caminé dos cuadras. A la tercera volví la vista. No pasaba nada. Nadie venía corriendo detrás de mí. Nadie me disparaba. Yo seguía estando muy débil y no sabía si tendría fuerzas para llegar a algún lado, pero me dije a mí mismo que tenía que seguir caminando fuera como fuera. Solo que esta vez no fui a Gronau sino que me dirigí a Vreden a campo traviesa, evitando calles y senderos. Tenía un poco de pan en los bolsillos y bebería de los arroyos que encontrara en el camino. Le había perdido el miedo al agua contaminada. Ya había tenido tifus. Estaba inmunizado. Al caer la noche me encontraba a unos diez quilómetros de Vreden y para no morirme de frío me acurruqué al lado de una vaca. Se puso de pie y se alejó. Me le acerqué otra vez y se alejó otra vez. Así anduvimos un rato hasta que le gané por cansancio. Cuando desperté ya había amanecido y vi una patrulla de soldados alemanes cruzando el campo donde yo estaba tendido. Me quedé inmóvil y me resigné a mi suerte. Un par de botas se me acercó y llegué a ver a Hans por el rabillo del ojo. Me miró y siguió andando. Un par de metros más adelante gritó:

– ¡Nada por acá, mi comandante!

La segunda noche me metí en un establo donde había cuatro vacas que se pusieron nerviosas al verme y empezaron a mugir. Volví sobre mis pasos apresuradamente y me escondí detrás de un fardo de heno. Después de un rato y viendo que no pasaba nada, entré otra vez al establo y sucedió la misma cosa. Repetí la operación no sé cuántas veces hasta que los mugidos fueron bajando de volumen. Ya acostumbradas a mi presencia, me acurruqué junto a una de ellas y logré dormirme.

Crucé la frontera por Rekken. Estaba de vuelta en mi patria. Todavía seguía ocupada por los nazis pero los ingleses ya habían liberado Arnhem y había una avanzada de paracaidistas canadienses abriéndose paso por Drenthe. Yo solo quería volver a mi granja, a mi familia y a mis zuecos. Al bordear el arroyo Buurse vi a mi hermano Peter en bicicleta. No tuve ni tiempo de saludarlo. Un escuadrón de aviones ingleses caía en picada sobre un convoy de camiones alemanes unos cien metros más allá. Peter y yo nos tiramos al terraplén. La metralla nos zumbaba las cabezas.

Una vez en casa viví escondido durante un tiempo pero de a poco me empecé a dejar ver. Los alemanes estaban perdiendo la guerra y andaban demasiado ocupados tratando de salvar su propio pellejo. Así que comencé a trabajar en el campo y a ayudar en las tareas de la casa. Fue justamente por ese entonces que aquellos cretinos en fuga pasaron por la granja y nos robaron las bicicletas y la yegua. El día que mi padre me pegó por primera y única vez.

Leopolda

Eran unas polleras con volados, con pintitas blancas sobre fondo rojo. A veces eran celestes de cielo y no de fútbol y otras veces eran blancas como esas nubes de verano blancas pero requeteblancas. Cuando Dios escuchaba mis plegarias y me las contestaba, entonces eran negras, negras como el pánico de las películas de Boris Karloff, negras como Pelé, negras como el café del general Buendía. Y todas, absolutamente todas hacían aquel ruido, aquel frufrú maligno y exasperante que me me convertía la entrepierna del Far West sanforizado en una tienda de campaña.

Cuando Leopolda se aparecía a las siete de la tarde yo ya estaba a la espera. Era una cosa que sucedía todos los días de lunes a viernes pero no por eso perdía su suspenso y su emoción. Yo vivía para ese momento. Todo lo demás era secundario. La aparición de Leopolda era más importante que la sellada que me faltaba para completar el álbum de los animales, más importante que los deberes, más importante que la gomina y la brillantina con las que me amasijaba el jopo hasta que me quedaba igualito al de Elvis Presley. Leopolda le decía buenas tardes a mi vieja con una voz media como de naba, debo reconocerlo, pero qué importaba. Nadie era perfecto. Su conversación tampoco te estimulaba el intelecto con disquisiciones exquisitas acerca de la inmortalidad del cangrejo. Y hacía un ruido horrible al tomar mate. Lograba sacarle a la bombilla sonidos disonantes dignos de un concierto de free jazz. Pero yo igual la perdonaba porque a mis trece años era gran perdonador. Me estaba entrenando para cura.

Cuando iba a empezar el teleteatro yo ya me había ubicado estratégicamente detrás del sofá, en el espacio comprendido entre este y la ventana que daba a Tacuabé. Nadie me preguntaba qué hacía yo ahí a esa hora de lunes a viernes. Menos mal.

En la pantalla de la televisión apareció el rostro impecable de Delfy de Ortega, seguido de una toma de las manos de Iris Láinez peinando los cabellos de una señorita. Por detrás de ella estaba Claudia Lapacó hablando por teléfono muy animadamente andá a saber vos con quién y Bárbara Mujica leía una revista, sentada en una butaca. Cuando Angélica López Gamio irrumpió en la peluquería con cara de traer malas nuevas, Leopolda y mi madre entraron al living y caminaron hacia el sofá. Yo aspiré profundamente y me apronté. Mi vieja se desplomó en el sofá como una guaranga, sin ninguna gracia. Leopolda, en cambio, pegó una media vuelta de morirse al mejor estilo de Maya Plisétskaya y antes de sentarse se levantó la pollera para no arrugarla. Todo sucedió en un segundo. Fue un flash de eternidad, una imagen enceguecedora del paraíso. Detrás del sofá mis ojos extasiados captaron el instante mágico en el que vi la bombacha transparente y dos nalgas que no eran nalgas sino alas de ángel. Se abrieron las puertas del cielo y y mi colgajo ya no era un colgajo sino una maza de acero capaz de tumbar el muro de Berlín. Después de cinco minutos de teleteatro me escurrí disimuladamente por el costado del sofá, pasé por la cocina y al llegar al corredor afronté la disyuntiva de si entrar primero al baño o al dormitorio. El orden natural de las cosas me exigía ir primero al baño a calmar el maldito colgajo con un par de caricias tiernas y comprensivas y después ir al dormitorio a arrodillarme al lado de la cama para pedir perdón por mis pecados. Pero fui directamente a mi dormitorio y haciendo gala de una increíble fuerza de voluntad me puse a hacer los deberes. Había derrotado a la lujuria. La derroté hasta que llegó la noche y me fui a acostar. Ahí la lujuria me ganó por goleada.

Pulga

Sara me hizo seña de que entrara a tomar un café. Me abrió la puerta de vidrio y me hizo pasar. En el corredor me crucé con un cliente que venía subiéndose el cierre de la campera.

– ¿Cómo te está yendo hoy? – me preguntó la argentina mientras se acomodaba una teta en el corpiño negro.

– Bien. Cinco florines en dos horas.

– Te estás haciendo rico.

Sirvió el café en dos vasitos de plástico, apagó la lámpara roja que daba a la Koestraat y cerró la cortina de la ventana.

– Cantame una – me pidió entre dos sorbitos.

Yo ataqué Melodía de Arrabal en sol menor. Cuando estaba en baaarrio baaarrio, se me saltó la cuarta cuerda y me quedé sin re. Igual le metí para adelante nomás porque los orientales éramos así, qué se le iba a hacer, metedores. A Sara se le escapó un lagrimón. No rodó por el empedrado pero le descorrió la sombra de los ojos.

– Tenés que maquillarte de nuevo. Tenés los carozos a la miseria – le dije mientras le ponía una cuerda nueva a la guitarra.

– ¿Hasta cuándo te quedás en Amsterdam? – me preguntó, mirándose en el espejo y aplicándose una toallita mojada sobre los párpados.

– Hasta mañana. Mañana me voy a La Haya.

– ¿Ganás más guita en La Haya?

– No. Menos. Pero los milicos no me rompen tanto las pelotas.

Era mi último día en Amsterdam. La guita que se ganaba en la calle valía la pena pero el marote te quedaba así de hinchado de tanto ruido. Si no eran los organilleros, eran los hare krishnas cantando sus mantras al compás de una campanita y si no eran los hare krishnas eran los bolivianos con sus charangos y sus quenas y por si eso fuera poco tenías también a los profetas vociferantes del apocalipsis de San Juan y a la acordeonista ciega que te cantaba allez venez milord con tal fuerza que la sirenita de Disney se tapaba los oídos en las profundidades del canal. La policía se sentía abrumada por tanto quilombo y para hacerse valer de alguna manera me daba el raje a mí, pobre inocente rioplatense. No había derecho. Siempre agarrándosela con el más débil, oh mundo cruel. Pero en La Haya, en cambio, la milicada sabía apreciar un buen dos por cuatro repiqueteado y dulzón porque el príncipe Guillermo andaba por ese entonces de amores con una damisela porteña y eso cambiaba las cosas. Imaginate vos: el embajador argentino presentando sus credenciales en el palacio real y yo en el portón de entrada a dos pasitos de la guardia de honor pasando la gorra y entonando aquello de miiii Buenos Aires queriiiiidoo, cuaaardo yo te vuelva a veeeer.

La guita que se ganaba en La Haya era una pálida. Pero como yo era un poeta del asfalto no me importaba el vil metal. Pasar hambre me venía bárbaro para acentuar mi look trágico. Me ubicaba frente a un McDonald's y me dejaba invadir por el olor a carne asada. Una hamburguesa con papas fritas me costaba dieciocho Madame Ivonnes y quince Desencuentros. Al Desencuentro número catorce la carpanta se me subía a la voz y en ese momento entonaba como Plácido Domingo.

Fue en ese momento desgarrador de por eso en tu totaaal fracaaaso de viviiiir que pasó Betsy con dos hijos de la mano y otro envuelto en un fular sobre el pecho. Aquella madre prolífica me miró a los ojos y yo encaré frenético lo de ni el tiro del finaaaal te va a saliiiiiir. El si menor con un dedito en el re sostenido sonó como el orto pero qué importaba. Se trataba de acentuar la tragedia y aquel acorde final quedó efectivamente muy trágico. Betsy me seguía mirando y yo detecté en su mirada un hambre de algo. Éramos dos hambres que al fin se habían encontrado. Aquello me pareció fantástico porque yo estaba hasta los huevos de tantos desencuentros. En ese momento Willem, uno de los hijos, el rubiecito (el otro era negro), me miró con cierto detenimiento y después preguntó:

– Mamá, ¿ese señor es de verdad o funciona a pilas?

Esa noche me olvidé del tango. Betsy me agarró de la mano y de otras partes y me llevó a conocer Holanda empezando por su vientre lleno de estrías y siguiendo por sus ojos de Vermeer y sus tetas como aspas de molino. Aquello fue un pasmo, un orgasmo de Erasmo. Y yo que venía bordeando el marasmo me nutrí sin sarcasmo de aquella leche que se me ofrecía y me entregué sin reservas porque, de todos modos, no las tenía.

A la mañana siguiente abrí un ojo y vi a Saleem paradito al lado de la cama con un chupete en la boca. Willem me metió un dedo entre las costillas buscando la pila que me hacía funcionar y Betsy estaba amamantando al bebé. Desayuné como hacía años que no lo hacía, con café, tostadas, jamón, queso francés y jugo de naranja, tres infantes que no me sacaban los ojos de encima y las manos de Betsy que iban y venían repartiendo caricias por las cabecitas enruladas, untando panes con manteca, vertiendo jugos y cambiando pañales en la cuna.

Me fui a Alemania y después de un año regresé a Holanda. Venía de Bonn y tuve que cambiar de trenes en Amsterdam. Mi equipaje consistía en una guitarra y una botellita de perfume. La botellita me era indispensable porque viajaba encerrado en el baño. Fui hasta la Koestraat a ver a Sara pero estaba muy ocupada. Esa noche había final de la Champions y tenía mucho inglés borracho que atender. Así que me metí en una cabina telefónica y llamé a Betsy. Apenas escuchó mi voz me dijo:

– Gracias por el regalito que me dejaste el año pasado. Es morocho y tiene tus ojos. Le puse tu nombre, Pulga. Pulga van der Meer. ¿Qué te parece?

El tiro del final me había salido bien.

Rubiote

Yo estaba lo más tranquilo tomándome un matecito cuando mi hermana me llamó por teléfono. A Rubiote le tocaba al día siguiente la inyección y me pidió que lo acompañara al Vilardebó. Mi hermana nunca estuvo demasiado bien de la cabeza pero jamás sospeché que se iba a casar con un tipo que ni cabeza tenía. Se enamoró de Rubiote aquella misma tarde en que lo traje a casa. El loco le metió tanta azúcar al café que la taza se desbordó y después no lo tomó porque dijo que no le gustaban las cosas demasiado dulces. Cuando les explicó a mis viejos que los panes con grasa se debían comer empezando siempre por la puntita del costado y no por la de arriba porque sino se producía una descompensación en el campo magnético del planeta, mi hermana soltó una carcajada que me dejó muy preocupado. Le vi en los ojitos aquella cosa que también le había visto cuando observaba una foto de Alain Delon. Mis viejos estaban medio incomodados y me lanzaban miraditas que me estaban diciendo pero a quién mierda nos trajiste a casa. Después de aquello mi hermana y Rubiote se volvieron inseparables. Fue un romance de risas y más risas. La esquizofrenia hebefrénica del loco no fue óbice para la felicidad. Ya sé que eso suena medio raro, pero bueno, así era la cosa. Con aquella inyección mágica de no sé qué que le daban en el Vilardebó cada tres meses, el loco era un tipo normal.

Cuando llegué a casa de mi hermana me recibió Rubito, mi sobrino de cinco años. Mi hermana, detrás de él, no me dijo ni hola. Se limitó a hacer un no muy preocupado con la cabeza y señaló hacia el patio. Hacia allí me encaminé. Rubiote estaba vestido de jugador de fútbol con los colores de Racing, con camiseta, pantalón y botines. Daba vueltas al trotecito alrededor del patio esquivando la ropa colgada con elegantes zigzagueos. Me puse a trotar a su lado. Un calzoncillo me dio en la cara y le pregunté:

– ¿Qué estás haciendo?

– ¿Qué voy a estar haciendo? ¿No ves? Me estoy entrenando. Voy a jugar en Racing.

Subimos al 147 y un tapón de los botines de Rubiote quedó enganchado en un intersticio del piso de madera. Un inspector pegó en la ventanilla por la parte de afuera gritando hacia atrás, hacia atrás y tuve que agacharme para liberarle el zapato. Nos corrimos para el lado del conductor. Un escolar lo miró y le preguntó:

– ¿Usted es Mario Bergara?

El idiota de Rubiote le dijo que sí y le firmó el álbum de figuritas que el botija sacó de su portafolio.

En el hospital nos sentamos a esperar a que lo llamaran. Carmen, que ya nos conocía de nuestras visitas trimestrales, pasó con su balde y su trapo de piso. Ni se inmutó ante la futbolística indumentaria de Rubiote.

– ¿Así que ahora somos jugadores de fútbol? - dijo.

– ¿Usted también juega al fútbol? – preguntó Rubiote.

– No. ¿Por qué?

– Y...como dijo “somos”...

La vieja le festejó el chiste riéndose con conmiseración y le clavó en la camiseta aquellos ojos verdes que habían causado estragos en su Galicia natal a principios de siglo.

– Racing se va a la B – dijo. – Mejor va a ser que vayas a jugar a Liverpool.

– Voy al baño – dijo Rubiote después de un rato.

– Andá – le contesté yo.

Desapareció por el pasillo con sus tapones haciendo tacatlán, tacatlán y yo rezando para que no se diera un porrazo ya que Carmen había dejado el piso limpito y brillante pero también muy resbaladizo. En eso se me acercaron dos enfermeros. El de la derecha me preguntó si yo era Ángel García.

– Ángel García está en el baño – contesté.

– Ajá. Está en el baño. Claro, claro. ¿Y entonces nosotros con quién tenemos el gusto de estar hablando?

“¿Nosotros?”, pensé. ¿Es que el plural mayestático era obligatorio en el Vilardebó?

– Ustedes están hablando con el cuñado – dije.

– Ah, el cuñado, claro, claro. Mire, acompáñenos hasta el consultorio y ahí seguiremos charlando del asunto.

A continuación le hizo una seña al enfermero de la izquierda y le dijo:

– A ver Míguez, proceda.

Míguez me tomó del brazo y yo me zafé enseguida. Me volvió a agarrar del brazo pero esta vez con más violencia y yo volví a zafarme. De pronto sentí un pinchazo y se apagó la luz.

Cuando volví a la vida alguien me estaba dando sopapos en las mejillas y dos ojos verdes de ofidio me estudiaban la cara con mucha atención. Escuché la voz de Carmen preguntándome si me encontraba bien. Yo la verdad es que me encontraba fantásticamente bien. No sé qué pichicata me había metido Míguez pero lo cierto es que le estaba muy agradecido. Yo estaba en el nirvana.

– El médico le pide disculpas, ¿me entiende? Los enfermeros se confundieron. Míguez y Balbuena están normalmente en el turno de la mañana y no conocen a todos los pacientes de la tarde. ¿Cómo se encuentra? ¿Está mareado?

Yo sonreí seráficamente y le dije:

- Don't worry, baby.

Me sentía Cary Grant. Le pregunté dónde estaba el teléfono. Tenía que llamar a mi hermana.

– Rubiote se me perdió.

– ¿Cómo que se te perdió?

– Me dijo “voy al baño” pero no volvió. Se escapó. Pero no te preocupes. Lo encontraré.

– ¿Qué te pasa? ¿Por qué hablás así?

– Así ¿cómo?

– Como si estuvieras aguantándote la risa.

Salí a la calle y me fui en taxi hasta el Parque Roberto. Tal como supuse, encontré allí a Rubiote golpeando el portón para que lo dejaran entrar. Bajé del coche y compré bizcochos en la panadería de enfrente. Crucé otra vez la calle y me le acerqué. Rubiote agarró una galleta dulce de la bolsa que le extendí y con la otra mano siguió golpeando el portón. Yo agarré un pan con grasa y lo mordí a propósito en la puntita de arriba sabiendo que el campo magnético del planeta se descompensaría. De esa manera los fotones alterarían los fermiones y estos harían que el portón se abriera. Y sucedió así exactamente porque la ciencia es la ciencia. Esa tarde Rubiote y yo nos mandamos un picado de película. Jugamos con una pelota imaginaria pero no por eso fue menos evidente que el segundo gol que me hizo fue de orsai.

Ácido desoxirribonucleico

Darwin era feo y peludo, la confirmación de que el hombre descendía del mono. Yo no lo quería ver ni pintado pero me traía unos bombones riquísimos que me calmaban los dolores de la menstruación. Y además me sacaba a pasear en el colachata los domingos, cosa que elevaba mi status entre las compañeras del Stella Maris. Pero eso era todo. Me resultaba pesadísimo. Yo la verdad es que no le daba el raje directamente por no defraudar a mi madre que ya me veía en Carrasco casada con aquel eslabón perdido y enriqueciendo el árbol de la vida con una manada de pequeños vertebrados racionales. Porque para qué les voy a mentir, yo a quien amaba realmente era a Albert que tenía una melena que ni la de Ringo Starr y que además hablaba alemán. Yo procuraba que Albert comprendiera las dimensiones de mi amor pero él consideraba que eso era relativo y no quería poner demasiada energía en la materia. Él iba a la velocidad de la luz al cuadrado mientras que yo era más lenta que Manuelita la tortuga. Científicamente hablando éramos dos polos opuestos, yo el cátodo, él el ánodo. Por eso, a pesar de que no me amaba, había una cierta electricidad entre nosotros.

El guarango de Darwin tocaba la bocina y mi madre ya empezaba a importunarme.

– Dale, nena, apurate, andá, no lo dejes esperando.

Yo miraba el teléfono a hurtadillas rogando al Todopoderoso que Albert me llamara y me liberara de aquel fósil con pelos que andaba en colachata y que tenía toda la paciencia del mundo. Darwin confiaba en que mi indiferencia evolucionaría hacia estadios superiores del sentimiento. Que tarde o temprano lo amaría. Era una cuestión de selección natural. Les juro que cuando salía con eso de los estadios y la selección natural yo pensaba que estaba hablando de fútbol y entonces yo, por no quedar como una ignorante, comentaba que había notado que últimamente Fénix había mejorado el juego defensivo. En fin, mis domingos le pertenecían a Darwin, qué se le iba a hacer. Pero mis electrones íntimos solo vibraban ante la presencia atómica de Albert.

Nos detuvimos frente a Las Delicias y nos sentamos a comer un helado. El imbécil de Darwin lambeteaba su sambayón asquerosamente y me mandaba miraditas provocadoras como si a mí aquella lengua me pudiera llegar a impresionar. Lo único que me pareció interesante fue constatar que aquel apósito bucal era el único lugar de su cuerpo donde no tenía pelos. De pronto se oscureció el solcito que iluminaba el patio de la heladería. Reconocí enseguida la melena de Albert tapando el cielo de Arocena. Se sentó junto a nosotros sin pedirnos permiso ni saludar y nos miró distraídamente porque él era así, distraído en todo. Los presenté. Darwin, Albert, Albert, Darwin. Albert lo miró como si recién se hubiera dado cuenta de que había alguien sentado en aquella silla.

– ¿Darwin? – dijo de pronto, como regresando a la realidad después de un viaje interestelar. – ¡Pero qué gusto, che! Me encanta tu milongón del Guruyú.

– Ese es Darvin, no Darwin – contestó Darwin.

– Ah, mirá vos. ¿Y vos sos Darwin con doble ve?

– Sí.

– ¿Y hay muchos Darwins en el mundo?

– Hay millones. Producto de las mutaciones genéticas de incontables generaciones.

– Es muy relativo eso. Dios no juega a los dados con la naturaleza.

– Dios en esa cuestión no toca ningún pito. Y a la naturaleza le encanta el seven eleven.

– Solo a nivel cuántico. A nivel atómico está todo bastante bien ordenadito, che.

Darwin le dio los últimos lambetazos al sambayón. Ya no me mandaba miraditas obcenas sino llenas de rabia porque se había dado cuenta de lo boba y encantada que me ponía yo en presencia de Albert. Este cambió su silla de lugar, incomodado por la curvatura de la luz. A Darwin se le notaba el simio ancestral que llevaba dentro.

Y el alemanito se fue así como llegó. En ese mismísimo momento me di cuenta de que nunca iba a conquistar su amor. Él vivía en las estrellas, en algún lugar imposible al cual yo nunca iba a tener acceso.

Darwin me llevó de vuelta a casa y ya antes de bajar del colachata empecé a sentir aquellos malditos dolores menstruales. Fue en ese momento que el loco sacó la caja de bombones y me la puso sobre la falda. Como si supiera. Miré la marca. Eran bombones Beagle. Aquel hombre pesado y peludo me había ganado por cansancio. Iba a terminar casándome con él. Qué le iba a hacer. Estaba escrito en mi ácido desoxirribonucleico.

Dulce de leche

Empezó a revolver el dulce de leche a las diez de la mañana y a la una de la tarde seguía revolviendo. Había hambre en aquel apartamento de Hackney pero una cosa era segura: iba a haber dulce de leche a la hora de la cena. Entré a la cocina y miré cómo revolvía.

– ¿No se te cansa el brazo? – pregunté.

No me respondió.

– Se murió el gato – añadí.

– Envolvelo en algo y tiralo a la basura – me contestó.

Lo único que encontré fue un Daily Mail del sábado anterior. Había un artículo sobre el Manchester United. Lo leí porque yo leo todo. Leo cualquier cosa. Es una manía que tengo. Después me agaché y envolví al misifús en el diario. Bajé a la calle y abrí el contenedor. Pasó Robert y me ofreció marihuana.

– No, zenkiu – le dije.

Yo tenía gran facilidad para el inglés aunque los ingleses tenían gran dificultad para entenderme.

– Is that a cat? – preguntó.

– Sí. Se murió.

Lo había encontrado el día anterior escondido debajo del Toyota de Henry y me había dado mucha pena. Me lo llevé conmigo al apartamento y le di leche pero no la probó. Lo único que hacía era caminar detrás mío maullando sin parar.

A la hora de la cena nos comimos el dulce de leche. El Pato tenía el brazo acalambrado de tanto revolver y lo tuvo que comer con la mano izquierda. A pesar del esfuerzo le había quedado chirle y como no manejaba bien la zurda, el dulce terminó en el suelo, en la mesa y en el cuello de su camisa. Yo lo miraba y no sabía si reírme o llorar. “Mejor me quedo en el molde”, pensé. Quise abrir la boca para decir algo, no me acuerdo qué, pero era algo que no tenía nada que ver con el dulce de leche. No llegué ni a despegar los labios. Con furia apenas contenida me dijo que si hacía algún comentario acerca del dulce de leche me iba a cortar los huevos y se los iba a comer fritos.

Por suerte las cosas nos iban fenómeno. Teníamos apalabrados a cinco pubs donde se hacía música folk. Estábamos seguros de que en cuanto el público nos conociera íbamos a llegar muy lejos.Teníamos la ventaja de que tocábamos exclusivamente canciones de Marcos Velásquez y en ese rubro no teníamos competidores en todo Londres. Nos quedaban solo dos botellas de leche, un quilo de azúcar y un sobrecito de bicarbonato pero confiábamos en que pronto los contratos iban a llover. No por nada estábamos en la ciudad de los impermeables y de los paraguas.

Esa noche toqué yo la guitarra porque el Pato todavía tenía el brazo a la miseria. El público nos escuchaba con mucha atención y mucho respeto. Y sobre todo mucho silencio. El único problema era que el silencio seguía después de terminar la canción. Pero bueno, en el underground tampoco podés pretender que te ovacionen como en el Scala de Milán. El Pato pasó la gorra con la mano izquierda y recogimos algún par de peniques. Hacíamos eso no por necesidad sino para afiatar el dúo e ir ganando confianza ante un público que no dominaba la lengua castellana. Y también para que no se dijera que éramos artistas de élite. Nos bajamos en Lambeth y fuimos hasta el Saint John's Place. Yo tenía apalabrado a Will que era el que contrataba a los artistas.

– Jaló, Will – le dije.

– Who are you? – me contestó.

– De dúo de Pato and de Pollo, rimember?

Me respondió que volviera en otro momento porque estaba muy ocupado.

– Vámonos – dijo el Pato.

– Dijo que volviéramos, che. Me parece que viene bien la cosa – le contesté.

En los demás pubs que teníamos apalabrados también nos dijeron que volviéramos en otro momento. O sea que las condiciones para el éxito estaban dadas. Teníamos dulce de leche para dos días más y podían pasar muchas cosas en dos días. Era cuestión de perseverar.

Antes de volvernos a Hackney se nos ocurrió pasar por el Támesis a ver qué pintaba. Había fiesta en una lancha que estaba amarrada a la orilla y que tenía una guirnalda de lucecitas azules y rojas. Un gordo con gorro de chef estaba asando un cerdo al aire libre y el aroma que despedía aquello nos dio ganas de ponernos a llorar. Una belleza watusi nos saludó desde la cubierta con un brazo que tenía como quince pulseras.

– Come on board – dijo.

Le expliqué al Pato que camonbor quería decir subite al barco, che. Un marinero estaba desamarrando la nave así que teníamos que decidirnos rápido. Y decidimos saltar a bordo. Unos muchos y otros nada y eso no es casualidad, pensé cuando vi tanto morfi junto. De pronto la lancha se zafó de la orilla y pegó un sacudón que nos agarró desprevenidos. Ese día de dramática memoria el Pato y yo nos fuimos a pique y ahí se acabó la historia.

El 88

– Razoná, che, razoná. Descartes y Spinoza ya lo venían diciendo desde el siglo diecisiete, fijate vos si vendrá de lejos la cosa. Hay que usar el bocho, loco – dijo el chofer.

El guarda tiró de la cuerda cuando la gorda del tapado verde de mohair le chistó desde la puerta de atrás. El chofer aminoró la marcha y el ómnibus se detuvo frente a la parada.

– El pensamiento no sirve para nada. A ver nombrame vos, si sos capaz, a algún gran pensador que haya sido feliz en su vida – respondió el guarda.

El chofer miró hacia la izquierda. Dejó pasar a un motociclista, encendió el intermitente y maniobró aquellla manija de dimensiones colosales.

– El tema no es ser feliz o ser infeliz. Por ahí no va la cosa. El tema es que si no usás el razonamiento no entendés nada y si no entendés nada entonces vas a ir siempre a los tumbos por la vida – contestó.

En Presidente Oribe y Bauzá subió el Bocha, sacó boleto y se corrió hacia atrás. Luego subió su compinche el Pelado que llevaba sombrero gacho y lentes de sol y se quedó pegadito al chofer mirando el tránsito. El viejo de bastón que estaba sentado al lado del guarda le indicó a este que se quería bajar en la parada siguiente.

– Bajan adelante – dijo el guarda.

El chofer apretó el botón verde, la puerta se abrió y cuando el viejo se dispuso a bajar, el Pelado, aparentemente distraído, le obstruyó el paso. El Bocha, que venía detrás, le metió la mano en el bolsillo del pantalón. El viejo se dio cuenta de la maniobra y se defendió revoleando el bastón, el cual rozó la cabeza del guarda y fue a dar de lleno en la mandíbula del Pelado. Este cayó al suelo y terminó con la cabeza apoyada en la rodilla del chofer. El mundo le empezó a dar vueltas. Vio que las burbujitas de la botella de cocacola que estaba pintada en el techo se desbordaban y flotaban juguetonas en el aire. Los lentes de sol le habían quedado en diagonal sobre la cara y el sombrero gacho vuelto hacia arriba sobre los muslos. Parecía un mendigo.

El Bocha salió disparado por la puerta y el viejo gritó:

– ¡Detengan a ese hombre, detengan a ese hombre! ¡Es un chorro! ¡Me robó la billetera!

– Pero lo que realmente importa es la felicidad. Porque ¿qué sentido puede tener el conocimiento adquirido si después vas y vivís tu vida triste y siempre con cara de orto? – razonó el guarda.

El chofer cambió de posición en el asiento y apartó de su rodilla la cabeza del Pelado, que seguía grogui.

– No entiendo cómo se puede llegar a ser feliz sin comprender las circunstancias en las que te tocó vivir. No me cabe en las entendederas – dijo.

– A mí me parece que se trata de una falsa dicotomía – terció una señora que estaba ubicada en el asiento de los bobos y que llevaba sobre la falda una bolsa de plástico de Subsistencias. – Porque una cosa no excluye a la otra. Se puede dar rienda suelta al pensamiento, vivir el mundo a través de la lógica y ser al mismo tiempo feliz. Además no existe una definición exacta de la felicidad. La felicidad no es el teorema de Pitágoras. Por eso, señores, lo que ustedes están teniendo no es una discusión sino una pérdida de tiempo.

El chofer no estaba de acuerdo. Esperó a que el viejo del bastón hubiese descendido del ómnibus, apretó el botón rojo, la puerta se cerró y el vehículo se puso otra vez en marcha. El 88 atacó la bajadita de Larrañaga en dirección a 26 de Marzo. El chofer continuó la conversación con la señora a través del espejo que se encontraba encima del parabrisas.

– Permítame decirle señora que sí, que existe efectivamente una definición de la felicidad. La felicidad no es una cosa rara y esotérica y no tiene nada que ver con ciertos estados espirituales supuestamente superiores o trascendentales. La felicidad, señora y escuchalo vos también che – refiriéndose al guarda - es simplemente la ausencia de miedo.

– Levantá el nivel, por favor – dijo el guarda. – Eso es como definir el calor como la ausencia de frío o la riqueza como la ausencia de pobreza.

El chofer tuvo que frenar cuando al llegar a Plácido Ellauri el Bocha cruzó la calle perseguido de cerca por un agente de policía. Unos metros más adelante tuvo que volver a frenar cuando el Bocha volvió a cruzar en sentido contrario. El agente de policía sacó la pistola y le dio el alto. El Bocha chocó en la vereda con el viejo del bastón y se fueron los dos al suelo. Cuando el punguista intentó levantarse y reemprender la fuga el viejo se le colgó de una pierna. El Bocha dio unos pasos dificultosos como de perro rengo. El viejo, porfiado, no lo soltaba. El agente de policía disparó al aire.

Dentro del ómnibus el Pelado volvió en sí, se incorporó a duras penas y se masajeó la mandíbula.

– Concuerdo en primera instancia pero no totalmente con...

Hizo un gesto con la mano en dirección al guarda como preguntándole el nombre.

– Pablo – dijo el guarda.

– Concuerdo en primera instancia pero no totalmente con Pablo. El sentimiento no es en sí algo que tenga que ser pernicioso pero el razonamiento es la perdición de los hombres. El maestro Siddhartha Gautama lo explicó todo requeteclaro. Hay que ponerse a mirar un río y observar cómo fluye el agua. En esa perenne corriente está la respuesta a todo. No hay que pensar. Hay que simplemente dejarse llevar.

El chofer dio unos golpecitos impacientes sobre el volante.

– ¿No se da cuenta usted, señor...?

Le hizo un gesto al Pelado con la mano para que le dijera su nombre.

El Pelado mintió.

– Pelossi – le dijo.

– ¿No se da cuenta Pelossi de que lo que usted afirma implica una renuncia a la característica básica de los seres humanos que es la facultad de pensar? Esa filosofía oriental del yo sumido en el todo es la negación misma de lo que realmente somos.

El chofer frenó por tercera vez cuando el agente de policía agarró al Bocha de los pelos y lo empujó contra el ómnibus. Lo cacheó en busca de la billetera del viejo. El chofer apretó el botón verde, la puerta se abrió y cuando el viejo vio bajar al Pelado con su sombrero gacho y sus lentes negros gritó:

– ¡Agarre a ese también, agente! ¡Es un cómplice! ¡Trabajan juntos!

El agente volvió la vista, miró al que recién había bajado del ómnibus y sin soltar al Bocha le dijo:

– ¡Pelado! ¿Vos por acá? ¿No estás de servicio hoy?

– Arréstelo, agente. También es punguista – insistió el viejo.

– No, qué va a ser. Es suboficial mayor. Hombre muy leído.

El chofer se quedó pensando en aquel fluir del que había hablado Pelossi. Siempre lo había fascinado el agua. Había nacido en Nueva Palmira y había pasado muchos años contemplando el cauce tranquilo de aquel hermoso río de los pájaros. Tanto pensar, tanto pensar, tanto raciocinio. ¿No la estaría macaneando con tanta insistencia acerca del poder del intelecto? El guarda, por su parte, se rascó el mentón y se preguntó a sí mismo si no se estaría engañando con el asunto de la tan mentada búsqueda de la felicidad. Tanta búsqueda, tanta búsqueda y nunca encontrar nada. ¿No iría la mano por otros derroteros? ¿O no sería acaso que no había derroteros? La duda lo incomodó. A la señora del asiento de los bobos le vinieron ganas de suicidarse metiendo la cabeza en la bolsa de Subsistencias. ¡Qué manera de perder el tiempo diciendo pavadas! ¿Cómo es que no se daban cuenta de que no había discusión ni conversación posible dado que hablaban de cosas diferentes? ¿No sería mejor la alternativa budista de no hacer nada, absolutamente nada y dejarse llevar por la corriente?

Los tres callaron sumidos en sus dudas y en sus cavilaciones y pusieron la vista en lontananza. Una lontananza interrumpida por el Panamericano a cinco cuadras de distancia. Luego se dejaron invadir por una cierta paz. Una paz inesperada y bienvenida.

El Pelado iba todavía tambaleándose por Larrañaga con las manos en los bolsillos. El 88 pasó por su lado lentamente y cuando el falso Pelossi levantó la vista se encontró con las miradas del guarda, del chofer y de la señora del asiento de los bobos. Los tres habían juntado las manos bajo el mentón a modo de saludo oriental e inclinaban las cabezas hacia él. Le pareció que en el destino del ómnibus ya no se leía Aduana sino Nirvana. Pero el mundo le seguía dando vueltas. A lo lejos identificó todavía el 88 cuando dobló por 26 de marzo por las burbujitas de cocacola que iba esparciendo por el aire de Montevideo. Al cruzar Luis Lamas pasó el Bocha corriendo a su lado, le tiró la billetera robada y siguió de largo. El Pelado la cazó en el aire. Luego llegó el agente que lo venía corriendo.

– ¿Cuánto hay? – le preguntó jadeando.

El Pelado miró. No había gran cosa. Sacó un par de mangos y se los dio. El resto se lo quedó él.

– ¿Leíste a Kierkegaard? – le preguntó.

El agente ya había recuperado el aliento.

– Sí – dijo este. – Pero no me convenció. No sé. Hay conceptos que quedan muy en el aire.Tal vez leyéndolo en su original danés sea otra cosa. Vos sabés que se pierde mucho con las traducciones.

– En la embajada de Dinamarca dan cursos de idioma – indicó el Pelado.

– Sí. Ya sé. Ya me apunté.

El bailarín de milongas

Soltaron las palomas y Flavia dijo:

– Que bonitos passarinhos.

Cuando cantaron el himno, dijo:

– Que bonito hino.

Previsiblemente dijo:

– Que bonitos jogadores – cuando aparecieron los equipos.

Yo la miré y le dije:

– O unico bonito aqui é vocé.

Mentí como un animal, lo admito, pero estaba enamoradinho y veía las cosas a través del cristal del sentimiento, que ya se sabe que es un cristal macizo de tres metros de espesor y más opaco que yo qué sé. Flavia no era Miss Universo pero sí a garota mais destacada de Jacarepaguá. Destacadísima. Medía como dos metros. Al besarla no solo tenía que superar el mal de altura sino que además tenía que poner la cara horizontal para no colisionar con su nariz que era como la proa de un barco vikingo. Tenía los ojos pequeños y castaños debajo de una ceja única que intimidaba.

Yo fui el único en su vida que osó acercársele sin preámbulos. Tenía varias caipirinhas bailándome un rock and roll en la sangre cuando en una fiesta del Clube de Regatas do Flamengo me había subido a un banquito, alcanzado la altura de sus ojos y dicho que eu y ella estábamos hechos el uno para el otro, eu porque era o petiço con mais jeito do Uruguay y ella porque era a criança mais elevada do universo. Me miró sorprendida y por un momento pensé la cagué fobalclú y cerré los ojos esperando el piñazo que graças a Deus nunca se produjo. En vez de eso escuché una voz dulce de mezzosoprano que con tono acariciador me dijo que nunca había escuchado algo tan bonitinho. Cuando abrí los ojos nuevamente aquella ceja única estaba rozando las dos mías y lo único que se interponía ahora entre nosotros era su nariz.

– ¿Uruguay? – me preguntó. – ¿Fica longe da Jacarepaguá?

Friaça entró al área y la mandó adentro y Flavia me abrazó y me dio un beso que me hizo sentir un traidor a la patria porque por ella yo me hubiera hecho torcedor da seleçâo brasileira sin el más mínimo escrúpulo.

– Que gol mais bonito – dijo y yo asentí, que me perdonara Dios.

Todo el mundo estaba contento en la tribuna y yo también. Después tuvimos que esperar como media hora para que el partido se reanudara porque o senhor Obdulio se había puesto a conversar con mister Reader y parecía que tenían tema para rato.

– Deben de estar hablando de cosas muy personales – dije, por hacerme el gracioso.

– Falando de coisas pessoais – contestó Flavia. – A menstruaçâo demora. Fico preocupada.

Yo le tomé la mano y pensé asimismo preocupado que si teníamos un hijo y salía tan alto como ella estaba sonado como padre. Andá a decirle vos a un botija que te dobla en estatura que haga esto o que haga lo otro y no me contestés porque te meto un sopapo. Los petisos estábamos condenados a la falta de credibilidad.

– ¿Preocupada? – dije yo. – ¿Por qué preocupada? ¿Vocé nâo quer ter un filho meu?

Flavia no me contestó. Volvió la vista al terreno de juego y comentó un poco ausente que o número sete do Uruguay corría muito bonito. Y en ese momento la preocupaçâo fue mía. ¿Y si no era hijo mío? No, no podía ser. Flavia era demasiado alta para cometer adulterio. Era muy notoria.

Alcides estaba jugando un partido aparte con Bigode. Iba para aquí y después iba para allá y Bigode detrás de él tratando de sacarle la pelota alguna vez, aunque fuese solo una vez. Al puntero uruguayo solo le faltaba el capote rojo para que aquello pareciese una contienda entre toro y torero. De pronto volvió a escapársele por enésima vez y levantó un centro al área. Schiaffino vio venir el esférico, apuntó cancherito al ángulo derecho de Barbosa, pateó mal y le salió un tiro hacia arriba, prácticamente vertical. Una equivocación que solo los maestros podían permitirse. Gol. En medio del silencio que se produjo en la tribuna no pude evitar que el uruguayito de mierda que llevaba en mis adentros asomara la jeta y dijera:

– Que gol mais bonitinho.

Flavia me sonrió, incapaz como era, de entender comentarios mordaces.

– Nâo estou preocupada. Preocupada nâo é a palavra justa. Estou assustada – dijo.

Yo le apreté la mano y le sonreí.

– Os assustados somos dois – contesté.

Aunque claro que si la menstruación se seguía demorando no íbamos a ser dois sino três os assustados.

Y otra vez Ghiggia que me voy para aquí y que me voy para allá y que te paso por la derecha y que me freno y que te me voy por la izquierda y Bigode haciéndole señas al banco para que le alcanzasen una pastilla contra el mareo. De pronto el imprevisible bailarín de milongas enfiló hacia el arco y pude oír claramente el gulp que se escapó de la garganta de Barbosa. Sonó el zapatazo y Flavia me apretó la rodilla derecha. Cuando la pelota entró al arco me la apretó aún más. Con aquella manaza que tenía fue un milagro que no me hubiera pulverizado los meniscos.

Los diez minutos finales del partido me los pasé esquivando su mano. No solo me apretaba la rodilla. También me apretó el muslo, me apretó la pantorrilla y me apretó la ingle. Yo le rogaba en silencio al juez que pitara y que terminara el partido de una vez por todas. Al final Brasil lloraba por la derrota. Yo lloraba por mi pierna.

Esa noche nos acostamos y yo, como siempre, apoyé mi pie sobre su monte de Venus. Eso no tenía nada que ver con el erotismo. Es que hasta ahí llegaba yo por nuestra diferencia de estatura. Pero después de un rato se me despertó el charrúa y le metí la mano por dentro de la bombacha. La saqué toda húmeda y pegajosa y me la pasé por la boca. Entonces miré a Flavia obsceno y libidinoso y le dije vení que te como toda, mi negra. Ella prendió el velador de la mesita de luz y al ver mi cara pintadada de rojo como la de un murguista, se rió y me cantó:

Vocé pensa que a menstruaçâo é água, a menstruaçâo nâo é água nâo.

El balde y el trapo

Antúnez llegó a la oficina medio corriendo y agitado.

– Necesito un balde y un trapo de piso - dijo.

Yo me tomé un sorbito del café que recién había vertido del termo. Puse cara de asco cuando me di cuenta de que me había olvidado de echarle azúcar. Barrí las migas del croisan con la mano y aparté las dos enormes carpetas que Borosousián me había dejado sobre el escritorio.

– ¿Qué departamento? – pregunté.

– Cirugía.

– Cirugía se limpia todas las mañanas y todas las tardes.

Me puse de pie y consulté el diagrama que estaba ajustado con chinches a la pared. Constaté que el encargado de la limpieza de Cirugía a esa hora era Corradi.

– Tiene que hablar con Corradi.

Antúnez se impacientó.

– El quirófano está hecho un asco. El paciente que están por operar vomitó y el anestesista se indispuso y también vomitó. Con el enchastre que hay en el piso no pueden trabajar.

– ¿Qué quirófano es?

– El uno.

Volví a consultar el diagrama. Faltaban veinte minutos para que Corradi hiciera la limpieza del uno.

– Evidentemente no podemos esperar a Corradi – deduje.

Antúnez me hizo un gesto como diciendo pero qué inteligencia la tuya, sos un genio, papá.

– Deme un balde y un trapo de piso nomás. Limpio yo – dijo.

– Aquí en la oficina no tengo. Los materiales de limpieza están en el depósito.

– Bueno. Lléveme al depósito.

– Espere un momentito por favor.

Puse un formulario rosado de solicitud de útiles de limpieza en la máquina de escribir y dos más, uno de color verde y otro de color amarillo con hojas de papel carbónico entre ellos. Escribí Cirugía en el espacio donde había que estipular el departamento que pedía el material y le pregunté a Antúnez su nombre completo para ponerlo en el casillero donde se debía dejar constancia del funcionario solicitante. Le entregué la copia verde, se la hice firmar, engrampé la amarilla en la carpeta del archivo y con el formulario rosado en la mano fui hasta el despacho del director porque sin su firma no se podía hacer nada. Golpeé a la puerta. Sentí la respiración de Antúnez en mi nuca y escuché el ruidito que hizo la papeleta verde cuando la estrujó. Escuché la voz de Fernández a través de la puerta.

– Pase.

Me acerqué hasta su escritorio. Antúnez se quedó en el umbral. Daba golpecitos en el suelo con el zapato y miraba impacientemente las manchas de humedad del techo.

– ¿Qué pasa? – preguntó Fernández.

– Cirugía necesita un balde y un trapo de piso.

– ¿Y?

Lo miré sin entenderle la pregunta. ¿Qué clase de pregunta era esa “¿Y?”

Como vio que no lo entendía, tuvo la gentileza de aclararme el concepto.

– Bolaños, mire, es muy simple. Si Cirugía necesita un balde y un trapo de piso entonces usted va y les da un balde y un trapo de piso. ¿Comprende? ¿O necesita que se lo repita?

Yo me indigné. Cómo era posible que el mismísimo director del departamento de Intendencia del hospital no estuviera al tanto de los procedimientos. Con frialdad y un cierto rictus de desprecio en los labios le alcancé el formulario rosado.

– Firme aquí.

En circunstancias normales hubiera dicho firme aquí, por favor pero Fernández no se merecía tanta cortesía.

El imbécil garabateó algo en el papel, me lo devolvió y se inclinó sobre su máquina de escribir no sin antes darme a entender, con un movimiento de la mano, que abandonara su despacho. Volví sobre mis pasos y le pedí a Antúnez que me acompañara hasta el depósito. Cuando llegamos la puerta estaba cerrada pero por suerte vi a Martínez en el corredor. Martínez era la encargada de turno y tenía las llaves.

– Martínez, ábrame la puerta del depósito, por favor.

– ¿Qué necesita, Bolaños?

– Un balde y un trapo de piso.

– ¿Por qué?

– Vómitos en el quirófano.

Y adelantándome a la pregunta que ya me veía venir, agregué:

– El uno.

Martínez calibró a Antúnez con la mirada y echó el mentón hacia adelante como si le estuviera preguntando “y vos, ¿quién sos?”

– Antúnez es de Cirugía – le expliqué.

Le pedí a Antúnez que le diera a Martínez el formulario. Antúnez lo había convertido en una pelotita verde. Se la puso a Martínez sobre la palma de la mano. Martínez se la quedó mirando y empezó a darle golpecitos hacia arriba, uno, dos, tres. A la cuarta vez la cacé en el aire, la desplegué como pude y se la puse nuevamente sobre la palma.

– Es urgente, Martínez. Abra el depósito, por favor.

Martínez metió la llave en la cerradura sin sacarle los ojos de encima a Antúnez.

Cuando abrió la puerta se produjo un desparramo de baldes, cepillos, trapos y botellas. La figura de Corradi emergió del siniestro con los pantalones en los tobillos y se fue dando saltitos hasta la ventana que daba a Ricaldoni. Allí se desplomó sin mucha ceremonia. Desde abajo de una caja de cartón surgió Silvana López, ascensorista del turno de la tarde, recogiendo apresuradamente prendas de vestir que estaban esparcidas por aquí y por allá. Martínez fue hacia donde había caído Corradi y le dio una patada en sus partes más nobles. Más bien le dio varias.

Antúnez y yo seguíamos parados en la puerta y nos hicimos a un lado para dejar pasar a Silvana López. Se fue corriendo desnuda por el corredor esquivando a un viejo que iba en silla de ruedas y a una señora entrada en carnes que llevaba en la mano un ramo de flores y que seguramente le envidió la lozanía de aquellas nalgas. Yo no sabía qué hacer. ¿Salvaba la vida de Corradi o me ponía a buscar un balde y un trapo de piso en aquel desparramo? La aparición de Borosousián interrumpió mis cavilaciones.

– Che, Bolaños. Los de Cirugía acaban de llamar por teléfono.

– Sí, Borosousián, ya sé. Necesitan un balde urgentemente. Estoy en esa, estoy en esa.

– No, Bolaños. Dicen que ya no es tan urgente. La operación no podía esperar así que siguieron adelante a pesar de las condiciones antihigiénicas. Pero la mierda esa sigue en el suelo.

– Bueno. Igual les mando el balde y el trapo de piso.

Hurgué en aquel caos hasta que encontré lo que necesitaba. Saqué del bolsillo de mi túnica el talonario de los útiles de limpieza del depósito y anoté los números y el código de identificación tanto del balde como del trapo de piso. Le pedí a Martínez que me firmara el talón. Me lo firmó sin desviar la vista de Corradi. Le entregué a Antúnez los artículos solicitados recordándole que cuando los devolviera a Intendencia no se olvidara del formulario de restitución.

Volví a la oficina. El café se había enfriado así que me volví a servir del termo. Borosousián, sin levantar la vista de las palabras cruzadas, dijo:

– Apático, indolente, desabrido, once letras, empieza con de, la tercera es una ese.

– Displicente – dije.

– Sos un crack, Bolaños – me contestó eufórico.

Media hora más tarde justo cuando íbamos a bajar a la cafetería, regresó Antúnez con el balde. Estaba lleno de mierda. Me entregó asimismo un formulario del departamento de Cirugía que decía se deja constancia de la restitución del balde C428 del departamento de Intendencia conteniendo a saber: quinientos centímetros cúbicos de alimentos semi digeridos en diversos estados de putrefacción, trescientos centímetros cúbicos de bilis hepática y vesicular, seiscientos centímetros cúbicos de desechos orgánicos innominados y el trapo de piso X031 inmerso en las sustancias arriba especificadas . Atentamente, doctor Aldo Rienzi, cirujano.

El sonoro

Aquel viejo tenía como ciento cuarenta y dos años y sin embargo se lanzaba a cruzar Larrañaga con una paz espiritual que no se podía creer. Paz espiritual de la que no disfrutaban los choferes del 161 que lo puteaban de lo lindo. Gómez era viejo pero viejo bíblico, viejo del año en que se inventó la vejez. Levantaba el bastón amistosamente como respuesta a los bocinazos. Como si estuviera paseando por el Prado. La Blanqueada se detenía para que él pudiera llegar hasta La Vía, ocupar la mesa de siempre, tomarse su copita de grapamiel y quedarse sentado mirando la calle.

Yo me le acerqué y le dije buenos días, don Gómez. El viejo trató de localizarme con la mirada y tuve que repetir el saludo. Se ajustó los lentes, manipuló el audífono, se echó un poco hacia atrás, luego se volcó un poco hacia adelante, logró enfocarme y me dijo:

– Ah, sos vos, Miguelito. No te había reconocido con el pelo largo.

– No, no soy Miguelito. Soy Sandra.

– Ah, Sandra, Sandra, por supuesto. ¿Qué Sandra?

– No, lo estoy jodiendo, don Gómez, soy Miguelito. Y no es que tenga el pelo largo. Es que no me puse gomina. ¿Le importa si me siento con usted?

– Faltaba más, faltaba más.

Y con gesto caballeresco me indicó la silla que tenía delante suyo.

Gómez me fascinaba. Cuando podía me acercaba a La Vía y me ponía a conversar con él. Había vivido mucho y había visto mucha cosa. Había andado en tranvía de caballitos, saludado la llegada del Plus Ultra, festejado los goles de la final del treinta y aplaudido las Bodas de Sangre de Margarita Xirgu. Yo solo tenía que hacer una pregunta o un comentario acerca de algo y aquel viejo empezaba a hablar y a poblarme la cabeza de imágenes mágicas en blanco y negro. Me transportaba a un mundo distinto donde la vida iba más despacio, donde los amores y los odios eran mucho más profundos, donde cada palabra y cada gesto contaban y mucho porque la gente se miraba a los ojos y no se andaba con vueltas. Un mundo en el que los puñales dirimían pleitos y las pistolas se desenfundaban con la misma facilidad con la que se daba un abrazo, se rezaba una oración, se arrojaba un clavel al paso de una dama, se juraban amores eternos o se proclamaba una revolución.

La tarde anterior yo había ido al cine con la Potota. Habíamos ido a ver El Silencio. Dormí durante toda la película. Bergman para mí era soporífero. Yo ya sabía a lo que me exponía pero la Potota, que manejaba otras coordinadas culturales, había insistido en que la acompañara a ver si me desaznaba y me daba cuenta de que Sandrini no lo era todo en la vida. Porque para mí el cine tenía que ser divertido. Si no era divertido no era cine. O sea que en mi opinión, Sandrini e Isabel Sarli eran lo más grande que había dado la industria del celuloide. En fin, les cuento esto porque fue por esa circunstancia que saqué el tema del cine. Le pregunté si iba y me di cuenta enseguida de que era una pregunta bastante fuera de lugar porque el pobre viejo además de su tremenda lentitud para desplazarse, estaba medio sordo y medio ciego. Así que qué cine ni qué cine. Pero su respuesta me sorprendió.

– ¿Cine? ¿Que si voy al cine?

Hizo un gesto con las manos como diciendo pero por favor, Miguelito, qué pavada me estás preguntando.

– Mirá, Miguelito, yo soy un fanático del cine. Hubo un tiempo en que no me perdía ningún estreno en Montevideo. Película nueva que salía, película que me tenía a mí ahí, primero en la fila para sacar entrada. Era una cosa obsesiva. Todos los días me leía las carteleras de los diarios y cuando veía que no había un estreno me deprimía. Y además procuraba estar al tanto de las vidas de las estrellas. Sí, Miguelito, el cine es muy, muy importante para mí.

Yo no había esperado esa respuesta y mucho menos el entusiasmo con que el viejo había atacado el tema.

– Mi sala preferida era el Lumiére.

– ¿El Lumiére?

– Sí. Estaba en Florida entre San José y Soriano. Pero también iba al Edison, al Uruguayo, al Ideal y al Buckingham. Evitaba el Edén Park. Ahí el público era muy bochinchero.

Gómez tomó otro sorbito de grapamiel. Un ómnibus frenó con un chirrido terrible pero el viejo apenas se inmutó. Envidié sus oídos centenarios que no dejaban pasar mucho de lo que sucedía en el mundo.

– ¿Le gustan las películas de Bergman? – pregunté.

No me contestó. Me miró con un cansancio de siglos, suspiró y luego dijo:

– El cine ya no es cine, Miguelito. Ya no existe. Un día, hace mucho tiempo me dije a mí mismo “no voy más al cine” y nunca más fui.

– ¿Por qué? ¿Qué pasó?

– Llegó el sonoro.

Me eché hacia atrás conteniendo la risa.

– Pero Gómez – dije. – El sonido enriqueció el cine. Fue un adelanto técnico muy importante. Las cosas cambian, mejoran, evolucionan.

El viejo empinó su último sorbito de grapamiel y antes de incorporarse me dijo:

– Las películas mudas, Miguelito, eran mejores, muchísimo mejores.

– ¿Le parece, Gómez? – pregunté.

Se puso de pie, se afirmó sobre el bastón y antes de salir por la puerta que daba a Monte Caseros me dijo:

Eran perfectas, Miguelito. No les faltaba ni les sobraba nada. Pero luego llegó el ruido y se jodió todo. El ruido mató el cine.

El Studebaker

Se ubicaba al volante sin hacer ruido, con la levedad propia de un ángel y cerraba la puerta con gran delicadeza. A su lado yo me hundía en aquel asiento enorme de cuero marrón y quedaba mirando hacia arriba de modo tal que cuando el vehículo se ponía en movimiento todo lo que se me ofrecía a la vista era un corredor de cielo y de vez en cuando la copa de un árbol. Se acomodaba la visera de la gorra, se quitaba un polvo imaginario de las mangas del saco y controlaba todos y cada uno de los instrumentos del panel como si fueran los de un avión y no los de un Studebaker del treinta y nueve.

Mi abuelo era un tipo elegante. Había sido secretario personal de Juan Carlos Blanco en el veinticinco y tenía maneras de caballero británico a pesar de haber nacido en La Coruña. Fue uno de los primeros choferes del país. Después tuvo una lechería en la calle Rossell y Rius y ahora que estaba jubilado se ganaba algunos pesitos extra conduciendo coches fúnebres de El Ocaso.

A mis siete años yo ya había andado bastante en tranvía y en ómnibus y conocía de primera mano los empujones que te daba la gente al bajar o subir de los caimanes, los frenazos intempestivos, los bocinazos, los baches de las calles que te hacían saltar en el asiento y los ademanes impacientes de los varitas. Pero cuando iba en auto y era mi abuelo el que manejaba, Montevideo se convertía en una calesita ordenada y feliz. De pronto parecía que la gente en la vereda no tenía ningún apuro y que en las calles todo se movía al ritmo pausado y somnoliento de un vals de organito. El Studebaker se despegaba del cordón de la vereda dulcemente y al llegar a la esquina de Larrañaga y Emilio Raña se detenía. Mi abuelo miraba tiernamente para un lado y para el otro, dejaba pasar algún camión que iba dejando un reguero de arena en la calle o un Leyland en ángulo agudo despidiendo una nube negra y maloliente y después doblaba a la izquierda y más adelante yo me daba cuenta de que habíamos llegado a Ocho de Octubre por los cables de la electricidad. El Studebaker parecía un barco y yo era una pulguita contenta perdida en la bodega.

Cuando en el cielo del parabrisas empecé a ver menos árboles y más azoteas, balcones con enrejado y ropa blanca flameando al viento, supe que estábamos en la Ciudad Vieja. Mi abuelo estacionó aquella enormidad de automóvil con una calma exquisita entre una cachila y un carro tirado por un caballo y subimos los dos peldaños de mármol del zaguán de una casa toda llena de plantas y de sol. Había malvones rojos y blancos. Yo nunca había visto malvones blancos. Salió a recibirnos una mujer que llevaba un mantón negro con flecos, aretes en las orejas y un abanico rojo que abría y cerraba con sacudiditas de la mano. Estaba contentísima de verlo. Después hicieron un aparte y yo me di cuenta de que estaban hablando de mí. Por detrás de la espalda de mi abuelo la mujer se asomaba de tanto en tanto y me observaba con aquellos ojos enormes y negros que, no sé por qué, me ponían de buen humor. Un ratito después me trajo una taza de chocolate caliente y un cañón de dulce de leche con lo cual se ganó mi amor para toda la vida. Yo ataqué aquellas delicias con fruición porque a la felicidad tenías que agarrarla en el momento en el que se te ponía a mano y no hacer como los giles que la dejaban pasar y no la aprovechaban. Yo era ferviente partidario del carpe diem. Y mientras me regodeaba en aquel paraíso calentito de azúcar y harina noté que mi abuelo y la mujer habían desaparecido por una de las puertas que daban al patio. Yo terminé mi chocolate y mi cañón y me quedé mirando el cielo a través de la claraboya. Era feliz. Qué más le podía pedir a la existencia.

Después mi abuelo me trajo de vuelta a casa.

– Si tu abuela o tu madre te preguntan, tú les dices que te llevé a dar una vuelta por el Cerro.

– ¿Una vuelta por el Cerro?

– Sí.

– ¿Qué cerro?

– El Cerro.

– Ah.

– ¿Adónde te llevó el abuelo, Piolín? – me preguntó mi madre.

– Al Cerro.

– ¿Y qué viste de lindo?

– Malvones.

Mi madre levantó por un instante la vista de las agujas de tejer y me miró medio extrañada.

– Blancos – agregué.

El Trafalgar

Richard tocaba el piano y Lorenz escribía las letras. Se conocieron en el diecinueve cuando Nueva York había empezado a ser la gran manzana del mundo. Por ese entonces el presidente Wilson prohibía el alcohol, mataba negros en Haití, acribillaba a los mexicanos de Huerta y se quedaba con la caña de azúcar dominicana. Al otro lado del Atlántico el cabo Adolf Hitler regresaba de la guerra, medio ciego y con una bala en la cadera. El mundo era una tragedia como lo había sido siempre desde la época de Hammurabi pero aquellos dos judíos neoyorquinos pertenecían sin saberlo a la escogida secta de los artesanos de la belleza. Cuando Lorenz murió en el cuarenta y tres, Richard siguió trabajando con Oscar y en octubre del sesenta y cinco golpearon a la puerta de mi corazón.

Ese día andaba yo con una bronca bárbara porque mi vieja me quería obligar a que acompañase a mis dos hermanas menores al Trafalgar a ver La Novicia Rebelde.

– ¿Por qué no pueden ir solas?

– No quiero que vayan solas. Tenés que acompañarlas. Vos sos más grandecito.

Yo tenía trece años. Grandecito, las pelotas.

– ¿Por qué no las acompañás vos?

Por toda respuesta mi madre abrió el monedero, sacó guita y me dijo:

– Tomá. Esto es para el ómnibus. Esto es para las entradas y esto es por si acaso.

Nos bajamos en Centenario y Propios y cuando estábamos a media cuadra del cine, tragué saliva al ver en la marquesina una muchacha rubia saltando entre las montañas llevando una guitarra en la mano. Detrás de ella venían siete chiquilines sonrientes vestiditos con camisas floreadas y yo no grité ahí mismo “¡ayuda, sálvese quien pueda!” por no quedar como un guarango. El corazón se me desplomó todavía más cuando leí que la película duraba tres horas. Volví la vista hacia mis dos hermanitas y cuando iba a putear a todo Hollywood y a Julie Andrews, al león de la Metro, a los reflectores de la Fox y a los extras de Los Diez Mandamientos, Elsa, la más chica, me dijo que quería hacer pichí. El dedito con el que yo me había propuesto acentuar la puteada quedó suspendido en el aire y entramos al hall donde un tipo de marrón nos dio tres cajitas de maní con chocolate. Antes de que yo pudiera reaccionar, las nabas de mis hermanas ya habían aceptado aquello que a ellas les parecía un regalo y que yo tuve que pagar con la guita que me había dado mi vieja por si acaso.

En la platea me hundí en la butaca preparándome para lo peor. Había un bullicio de la gran siete. Los chiquilines se salían de la vaina, saltaban en los asientos y se reían y se peleaban entre ellos. Aquí y allá vi caras largas y aburridas. Seguramente víctimas como yo, acompañantes sacrificados de la botijada. Cuando al fin se abrió el telón y empezó la música, apareció la muchacha rubia de la marquesina cantando y paseando por las montañas. Me acordé de la gorda Cristina que estaba medio ida y cantaba boleros mientras barría la vereda de su casa del Paso Molino. Era la misma escena pero en otro mundo. Justo es decir que Cristina quedaba desfavorecida con respecto a Julie Andrews porque no contaba con aquella orquesta sinfónica que no se sabía de dónde salía.

Durante las tres horas siguientes siguieron llegando las canciones. Y poco a poco, a pesar de mi desgano y de mis refunfuños, se me fueron metiendo subrepticiamente en aquel lugar secreto del corazón que yo tenía reservado para Gardel. Richard se instaló allí con su piano y Oscar con sus letras. Al Mago le pareció bien. Algo se me había enriquecido ahí adentro.

Una semana después, no ya en las montañas de Austria sino en el suave declive de Carlos de la Vega, puse en el tocadiscos My favourite things por enésima vez y mi noviecita me dijo que me dejara de joder con esa música que era para maricones.

El zoológico

Nos agarrábamos de las manos para cruzar Rivera. Ese era el momento álgido, la peripecia crucial de aquellos cinco mosqueteros de la casona de Francisco Llambí que encabezados por Serafina, iban en dirección a Villa Dolores. Se trataba de alcanzar la vereda de enfrente sanos y salvos. Serafina agarraba de la mano a Hugo, Hugo agarraba la de Elena, Elena la mía y yo la de Mabel. Serafina, que era la más alta y la más veterana, oteaba el horizonte. Era complicado otearlo con tanto ciento cuarenta y uno lanzando gases a la cálida atmósfera de Pocitos, tanto taxi tocando la bocina y tanto panadero y tanto verdulero con sus carros tirados por caballos con orejeras. Nosotros, los más pequeños, volvíamos nuestro perfiles hacia ella como si fuéramos un cortejo de figuras egipcias. Estábamos pendientes de la señal de ahora, botijas, ahora y de aquel empujoncito que le daba a la mano de Hugo indicando que era el momento de ponerse en marcha. Confiábamos en ella, era nuestra líder.

Cuando al fin dijo: – ¡Ahora, botijas, ahora! – Hugo salió despedido hacia adelante, pero de tan impaciente y apresurado que era, se topó con un ciclista. Mi primo fue a dar al suelo y el ciclista hizo todavía tres o cuatro eses sobre el asfalto antes de detenerse. Se quitó los palillos de los tobillos de los pantalones y nos gritó: – ¡Ihr Scheiss-Kinder! - que después supimos que quería decir niños de mierda en alemán. Así que volvimos a ubicarnos en nuestra posición inicial junto al cordón y reasumimos la postura egipcia. Mabel estornudó por el polen y se rascó la nariz. Al escuchar el segundo: – ¡Ahora, botijas, ahora! - di un paso adelante y enseguida tuve que dar otro atrás cuando un bocinazo me entró por la oreja izquierda y me alborotó los pelitos de la patilla derecha. A pesar de la momentánea sordera pude escuchar la voz lejana del chofer que bajó la ventanilla y entonó una égloga de recordación a mi madre, a mi padre y a todos mis antepasados vascofranceses. Serafina me dijo algo que no entendí. Yo la miré por encima de las cabezas de Elena y de Hugo. Noté el sudor en la palma de la mano de Elena y cuando le miré la cara vi que había cerrado los ojos y que rezaba. Mabel volvió a estornudar. Y quedamos los cuatro otra vez a la espera del ahora, botijas, ahora de Serafina. Aquella cadena humana de primitos dependía de sus ojos avizores. Al tercer: – ¡Ahora, botijas, ahora! – nos lanzamos todos a cruzar la calle como una serpentina de carne veloz y asustada. Alcanzamos la vereda opuesta a la carrera pero Serafina chocó contra un árbol, rebotó y terminó sentada en la calle. El tránsito de Rivera se interrumpió. El chofer del camión que había frenado y había quedado frente a ella sacó la cabeza por la ventanilla y dijo:

– Nena, ¿te vas a quedar ahí sentada toda la tarde? ¿Estás cómoda? ¿No querés que te traiga una revista?

Llegamos a la puerta del zoológico y Serafina fue a sacar las entradas. Elena seguía rezando y yo le dije:

– Pará. No sigas. Ya pasó el peligro. Ya cruzamos.

– Ya sé – me contestó. – Ahora estoy dando las gracias.

Entramos a aquel paraíso de monos, tigres y elefantes. Mabel se la pasó estornudando toda la tarde y Hugo atropellando todo lo que se le ponía delante, incluyendo heladeros, pavos reales y chiquilines que comían chocolatines. Serafina, como siempre, alta y responsable, oteaba el horizonte para protegernos de los peligros. Por estar atenta a todo y no perdernos de vista en ningún momento, no reparó en donde puso los pies, tropezó con un perrito, perdió el equilibrio y se cayó al estanque de las focas. Uno de aquellos lobos marinos se le acercó y le pasó los bigotes por la mejilla. Serafina se rascó y se puso de pie. A la foca le pareció simpática mi prima y y le tiró una pelota con el hocico. Esta le pegó en la frente, rebotó contra una roca y cayó al agua. La gente aplaudía. Nosotros también. Un empleado del zoológico bajó al estanque. Pensé que era para ofrecerle un contrato para que repitiera el mismo show todas las tardes, pero lo que hizo fue tomarla de la mano y ayudarla a salir. Una vez que traspasaron la barandita que separaba a los mamíferos marinos de los terrestres, Serafina se acomodó el vestido y el peinado, tomó de la mano a Hugo, Hugo tomó la de Elena, Elena la mía y yo tuve que esperar a tomar la de Mabel porque ahora se había puesto a estornudar con más ganas y se tapaba la boca con ambas manos. Al fin, después de unos veinticinco achises nos pusimos en marcha. Regresábamos a casa.

Al llegar a la esquina de Llambí nos detuvimos y respiramos hondo. Había que volver a cruzar Rivera. Envidié a Moisés. Aquel solo tenía que invocar a Dios y este asomaba una manita por entre las nubes, se mandaba unos pases mágicos y zas se abrían los ríos. Pero Serafina no era Moisés. Así que se puso a otear el horizonte y nosotros volvimos a adoptar nuestra pose egipcia. Cuando gritó: – ¡Ahora, botijas, ahora! – Hugo se le soltó de la mano y agarró en diagonal para el lado del quiosco de Bermúdez. Desorientada por lo imprevisto de esa acción, Elena se soltó de la mía y zigzagueó entre dos coches, rezando con los ojos cerrados. Yo, como todo el mundo se soltaba, solté también la de Mabel y crucé a los saltos como un canguro de aquí para allá evitando bicicletas y un par de bólidos ìnidentificables. Mabel, sin nadie a quien agarrarse, se quedó atrás, petrificada en la vereda, estornudando. Después de unos minutos de incertidumbre y zozobra los náufragos nos reagrupamos en la otra orilla a recuperar el aliento. Serafina fue al quiosco de Bermúdez a buscar a Hugo quien ya de paso se había afanado un ticholo. A Elena hubo que convencerla entre todos de que abriera los ojos y dejara de rezar. Solo faltaba Mabel. Había quedado al otro lado de la calle.

La miramos preocupados. Ella nos miró y estornudó. No se animaba a cruzar hacia aquí. Nosotros tampoco hacia allá.

Por suerte Bermúdez, que había sido testigo del desbande, se apiadó, cruzó, la tomó de la mano y la trajo. Cuando la depositó sana y salva a nuestro lado, sacó un ticholo del bolsillo y se lo dió.

– Este ticholo te cura los estornudos – le dijo.

Después se volvió hacia Hugo.

– Ah, y vos me debés cinco centésimos por el tuyo – le recordó.

Tía Carmen estaba encantada de vernos llegar de vuelta del paseo al zoológico. Entramos al comedor en fila india agarraditos de la mano.

– Son chiquitos pero con Serafina van muy seguros. Serafina es mayorcita y muy juiciosa – le comentó a Paca, la vecina, mientras le servía otra taza de té.

Serafina soltó la mano de Hugo, pegó un resbalón en el piso recientemente encerado, se deslizó durante su caída por debajo de la mesa, surgió por el lado opuesto, dio con sus piernas contra la pared, se incorporó, se sentó, se acomodó el vestido, tomó una taza, se la extendió a tía Carmen y le dijo:

– Té, por favor. Sin leche.

La cacofonía

Era de Vlaardingen, holandesa por los cuatro costados y tenía la nariz apuntando hacia la Osa Mayor. Había un mar en sus ojos y tenía una boca por la que entraban todas las palabras del mundo. Debajo de los profusos cabellos castaños poseía un cerebro atómico.

En mayo del ochenta y cuatro me dije esta es la mía cuando la vi venir por la vereda de Coolsingel y se le cayeron dos libracos con los que venía lidiando. Fui hasta ella muy británico y varonil, los recogí, se los entregué y después me la quedé mirando. “Qué le digo, qué le digo”, pensé. Y entonces le dije:

– ¿De qué son estos libros?

– Son libros húngaros. ¿Vos sos húngaro?

– No. ¿Por qué?

– Por el acento que tenés.

– Ah, no, el acento mío es castellano, digamos español. Soy del Uruguay y allí la gente habla castellano, o sea español.

– Sí, ya sé, no soy idiota.

A la mierda”, pensé.

Nos veíamos en la cafetería de la facultad, bajo las sábanas del hotel New York, en la parada del tranvía 18 y en las lanchitas que paseaban turistas por el puerto. Bajo su experta tutela aprendí a comer arenque crudo agarrando al pescado por la cola y balanceándolo sobre la boca y a dar besos con olor a Mar del Norte. Ella se iba a casar próximamente con un periodista húngaro y quería aprovechar sus últimas horas de soltería en compañía de un émulo de Zitarrosa que estaba haciendo un post grado en Rotterdam. Cuestión de ensanchar la cultura y los horizontes antes de caer en el cepo al que toda mujer estaba predestinada. Con el periodista, el horizonte se le había ensanchado con un nuevo idioma. Ahora, con un poco de suerte, podía aprender castellano conmigo. O practicarlo, más bien. Porque estudiarlo, eso lo hacía ella solita, que era una flecha para tales menesteres. En poco más de dos meses me estaba explicando los complementos circunstanciales de tiempo y de lugar y me señaló el uso abusivo que hacía yo del oxímoron. Fue por ese entonces que una tarde, en una habitación del New York, observé su naricita perpendicular al cielorraso y pregunté:

– Si agua es femenino, ¿por qué decimos el agua y no la agua?

– Para evitar la cacofonía.

No dije nada. Me quedé mirando el techo.

– ¿Alguna otra pregunta estúpida? - dijo, sin abrir los ojos.

Faltaban dos semanas para el casamiento. Después se iría a vivir a Budapest con el periodista. Así que consideré que tenía que hacer algo. Algo especial para que no se olvidara de mí por completo. Entonces decidí enseñarle a cebar mate. La única yerba que tenía a mano era una porquería argentina, lo único que se conseguía en Rotterdam. No era lo que yo hubiera deseado, pero bueno. Con ademanes de docente universitario puse el mate, la bombilla, la yerba y el agua caliente sobre la mesa. Sabiendo el tipo de alumna con el que me enfrentaba, había hecho previamente un estudio exhaustivo del tema. De sus orígenes guaraníes, de la prohibición de Hernandarias, de su reimplantación bajo la denominación de té de los jesuitas, de la importancia étnico social del brebaje, de los componentes químicos de la yerba, de la temperatura ideal del agua y de los efectos que ejercía la bebida sobre el organismo humano. Ella me miró con impaciencia, pero creo que mi introducción al tema le resultó bastante satisfactoria porque no me hizo ninguna pregunta. Después, cuando quise agarrar el mate para pasar a la parte práctica de la lección, ella me lo sacó de la mano, le puso yerba hasta un poquito más de la mitad, le dio tres golpecitos sobre la mesa, echó un poco de agua, introdujo la bombilla sin revolver, volvió a echar más agua, sorbió por la bombilla, escupió y recién cuando cebó el segundo, me lo pasó. Yo lo recibí, me llevé la bombilla a la boca y lo tomé sin hacer ningún comentario. A través de la ventana observé una nube que tenía la nariz aguileña de Artigas.

– Y lástima que no llueve – dijo. – Si no te hacía tortafritas.

La tabla de planchar

Que el calzoncillo de su hermanito, que las camisas del viejo, que las sábanas de las camas cucheta, que el mantel de la mesa del comedor. ¿Quién se creían que era ella, eh? ¿La Cenicienta del cuento? Clara se enjugó el sudor de la frente y siguió planchando. Se preguntó si en la familia De Agostini no se habían enterado todavía de que la esclavitud había sido abolida.

En ese momento entró su madre. Depositó sobre la mesita una canasta blanca de plástico que contenía una torre de servilletas del mismo color.

– Las quiero para hoy – dijo.

A las tres de la tarde estaba toda la ropa planchada y apilada. Clara desenchufó la plancha, apoyó la tabla contra la pared y se fue a sentar en el sillón de mimbre. Observó a través de la ventana el ciruelo de Mangacha desprendiéndose de sus hojas. Era una llovizna lenta y marrón. Suspiró. Ella no quería planchar. Ella lo que quería era un novio. Y lo quería ahora. Y no para cuando estuviese vieja y más arrugada que Tita Merello. Pero bueno, quién le iba a dar pelota a sus trece años y con esas tetitas de nada que le habían salido. Los nabos. Solo los nabos, por supuesto. El viernes pasado, antes de entrar a clase, el Cebolla le había preguntado si ella quería ser su novia y ella le había dicho que sí. Después durante el recreo el pelandrún se le había acercado y mirándola no a los ojos sino a la nariz, le había preguntado:

– Y bueno, ¿ahora qué hacemos?

A Clara le habían entrado ganas de gritarle “¡apretamos, imbécil, apretamos!”, pero eso no era propio de una señorita. Así que lo miró a la nariz tal como lo había hecho él y le dijo:

– Limpiate los mocos.

Qué horrible que era ser virgen.

Y después estaba el Chacho que era más veterano. Tenía como quince años y una boca de letrina. Otra que de letrina. Tenía una boca como las de las cloacas de Katmandú. Una tarde, ya cansada de aguantarle tanta barbaridad, volvió sobre sus pasos, se paró frente a él, se le acercó y le susurró al oído:

– Contigo o con nadie, churrasco.

El Chacho dio un paso atrás, trastabilló y cayó al suelo ante la hilaridad de los parroquianos del Fray Mocho.

No había caso. Los hombres eran todos unos imbéciles.

El ciruelo de Mangacha se seguía desprendiendo de sus hojas. La naturaleza se estaba muriendo como cada año en abril. Clara se levantó del sillón de mimbre, sacó los lápices de color de la cartuchera y pintó una cara en la tabla de planchar. Primero dibujó dos ojos. Dos ojos que la miraran solo a ella. Dos ojos marrones y enormes. Encima de ellos trazó dos cejas negras y luego debajo una nariz y una boca. A la boca le dibujó labios encarnados. No se olvidó de agregar unas rayitas violetas en la parte superior de la tabla, que era redondeada. Cabellos violetas. Sí, por qué no. Su amante iba a tener cabellos violetas.

Encendió la Spica. Ah, bárbaro. Musiquita de Paul Mauriat. Mejor imposible. Se pasó por la cintura el elástico suelto de una bombacha que estaba para tirar y con él se sujetó a la tabla. Besó aquellos labios encarnados. Eran besos con gusto a madera pero qué importaba. Se dejó llevar por la música y empezó a dar vueltas por el cuarto transportada a un mundo romántico y hermoso donde a los idiotas como el Cebolla o el Chacho se les tenía prohibida la entrada. Cesó la melodía de Mauriat y se escuchó la voz de Vilma Lujambio anunciando las nuevas y extraordinarias ofertas del Bazar Mitre. Clara y la tabla, inseparables gracias al elástico, se miraron fijamente durante unos instantes y el amor se volvió tan fuerte e irresistible que perdieron el equilibrio. Se cayeron al suelo. Clara arriba, la tabla debajo. Cuando la madre volvió al cuarto y los vio, cortó el elástico con una tijera y los separó.

– ¿Pero se puede saber qué estás haciendo? – le preguntó.

– Me caí – dijo Clara, con tono de disculpa.

La madre volvió a colocar la tabla de planchar contra la pared y recién ahí vio aquellos ojos marrones y enormes, aquellos cabellos violetas y aquellos labios encarnados. Esperó a que Clara hubiera salido del cuarto y se acercó a ellos. No pudo resistirse. Los besó.

Las baldosas

Contaba yo ya con cuarenta años de vida sobre esta Tierra pero nunca me había dado cuenta de ese detalle. Y mirá que en cuarenta años uno ya tenía varios cientos de kilómetros recorridos de veredas. De veredas de todo tipo como las de Bulevar Artigas, muy prolijitas y limpias, como las del Cordón interrumpidas cada veinte metros por un árbol del ornato público, como las de la Unión donde ibas dribleando los puestos de vendedores callejeros, como las de General Flores que tenían puentecitos y como las de Propios de la época de antes de Cristo, que tenían como veinte metros de ancho. Esas veredas estaban compuestas de baldosas. Y todas las baldosas eran iguales. Al menos eso me parecía. Pero la cosa no era tan así. Un día Patricia me lo explicó.

Veníamos caminando una tarde por Millán de vuelta de la verdulería y cuando cruzamos Reyes, Patricia levantó la vista y me miró.

– Che, tío – me dijo.

– ¿Sí?

– ¿A vos te parece que todas las baldosas son iguales?

– Sí. Son iguales – contesté.

Patricia me soltó la mano, se detuvo y movió lentamente el dedo índice para aquí y para allá como si fuera un limpiaparabrisas. “Sonamos”, pensé.

– No. No son todas iguales – dijo.

– ¿Ah, no?

– No.

– ¿Cómo es eso? Explicame.

– Mirá. Hay baldosas importantes y hay baldosas que son menos importantes.

– Mirá vos – dije.

– ¿Ves aquella de allá? – me preguntó.

– ¿Cuál?

– Aquella.

Lo único que vi fue un sorete de perro. Bastante reciente. De un color marroncito claro que combinaba muy bien con el tono genéricamente otoñal del Prado.

– ¿La del sorete?

Dijo que sí con la cabeza y no tuvo que agregar más nada porque me dí cuenta enseguida. Sí, señor. Esa era una baldosa importante. Me quité la boina solemnemente.

– ¿Por qué te sacaste la boina?

No contesté. Me sentí medio nabo.

De Micenas a Regidores contabilizamos quince baldosas importantes. Una que tenía una punta levantada, una que estaba pintada de verde, una que tenía una cruz de tiza blanca, una que tenía una erre azul, una que tenía barritas de hierro y de las demás lamentablemente no me acuerdo. No serían tan importantes.

Muzarela

– Me parece que todo empezó la vez que fui con Rosaura al Tasende. Aquella mordió la pizza y la muzarela le quedó colgando de los labios. ¿Me entiende, doctor?

Giménez no dijo nada. Anotó algo en su libretita.

– Después quedó un hilito que no quería zafarse y Rosaura apretó los labios y se echó hacia atrás. Pero aquel hilito se estiraba y se estiraba. Yo miré aquello y qué quiere que le diga, doctor. No sé. Senti algo ahí abajo por primera vez en mi vida. Una cosa calentita y agradable. Abrí la bragueta y ahí nomás debajo de la mesa empecé a masturbarme.

– ¿No podía esperar? – preguntó Giménez.

– Estaba transportado. Estaba en otra dimensión. Estaba...feliz. Ajeno a todo. Yo qué sé.

– Pero esa felicidad le duró poco.

– Poquísimo. El chiquilín que estaba tomando una Pepsi en la mesa de al lado le dijo al padre “mirá papá, ese señor se está agarrando la pistola” y el tipo me levantó de la silla y me dio tal empujón que fui a caer a los pies de Manolo que venía con una bandeja con dos cafés y que por suerte me esquivó justito, justito, porque si no el desastre hubiera sido mucho peor. Ahí fue que acabé y aquella ráfaga blanca salió disparada hacia el techo y todo el mundo mirando.

– ¿Se sintió incómodo? ¿Le dio vergüenza?

– No. En ese momento no.

– Cuénteme más – dijo Giménez.

– Y bueno. Me llevaron a la seccional. Me encajaron una multa por alteración del orden público. Quedé prontuariado.

– Eso ya lo sé. Lo que quise decir es que me cuente más acerca de su obsesión con la muzarela.

– No diga “muzarela” así como así, doctor, que me pongo mal, que me inquieto.

Giménez se alarmó.

– Hagamos una pausa – dijo.

Giménez bajó al bar y el paciente se acercó al ventanal que daba a Río Branco. Al lado del Hotel Latino había una ferretería y al lado de la ferretería una pizzería. Con solo ver el cartel Pizzería ya la sangre le empezaba a fluir con más intensidad. Pero al fin y al cabo no era un asesino o un ladrón, ¿no?, pensó. Mirá que obligarlo a hacerse ver por un psiquiatra a cambio de no mandarlo a la cárcel. Idea de la doctora Estefan, jueza letrada en primera instancia de lo penal.

– Prosigamos – dijo Giménez. – A ver, déjeme preguntarle algo. La muza..., quiero decir el queso italiano de leche de búfalo en su estado normal, de precocción digamos, o crudo, ¿lo afecta?

– No. Me es totalmente indiferente.

Giménez se rascó el mentón.

– ¿Está mal eso? – preguntó el paciente.

Giménez no contestó.

– Cuente cómo fue que empezó le etapa fetichista.

– No tuve más remedio que pasar a la etapa fetichista. Lo hice obligado por las circunstancias. Porque después de cinco o seis incidentes en varias pizzerías de Montevideo ya me tenían junado y sonaban la alarma cuando yo me venía acercando. Los baristas estaban confabulados con la policía para negarme el acceso a los locales. Yo todo lo que quería, doctor, era satisfacer mis deseos sexuales. Eso es algo a lo que todos los seres humanos tienen derecho, ¿no?

– ¿Cuándo fue la primera vez que eyaculó en un libro de cocina?

– Habrá sido por junio del año pasado. Fue en la biblioteca Artigas-Washington. Un libro precioso en inglés, enorme, con tapas duras y estampas a todo color. Italian Cuisine: a trip to a tasty paradise. En el capítulo correspondiente a las pizzas, entre las páginas 25 y 28, hay fotos de pizzas con muzarela. Ahí acabé como cincuenta veces. En un momento determinado me empezó a costar abrirlo porque había quedado todo pegoteado. Además la bibliotecaria me empezó a mirar raro. Así que tuve que buscarme la vida por otros lados.

– ¿No tenía miedo de que lo pescaran in fraganti? – preguntó Giménez.

– Ya le expliqué, doctor. Estaba transportado.

– ¿Y después?

– Y después sucedió lo de la biblioteca del Robin Hood. Ahí dí con un libro con imágenes turísticas de Italia y en una de ellas estaba Claudia Cardinale comiéndose una pizza con muzarela. Imagínese.

Giménez procuró imaginarse.

– Blanquita me dio la caza y se alborotó todo el vecindario. Me querían linchar. El presidente del club me exigió que le devolviera el carnet de socio. Cuando me llevaron a la seccional, el cabo Olivera me dijo “otra vez, vos, otra vez, vos, Techera” y cuando Blanquita y el presidente quisieron explicarle los hechos, Olivera les dio a entender que no se tomaran la molestia, que él ya me recontraconocía.

Giménez telefoneó a la doctora Estefan para ponerla al tanto del tratamiento del paciente.

– ¿Mejora? – preguntó la jueza.

Giménez le preguntó a su vez si conocía un libro que se llamaba Italian Cuisine: a trip to a tasty paradise.

– Claro. Tengo un ejemplar en casa. Es un orgasmo culinario.

– ¿Un orgasmo?

– Sí. Hay unas recetas con muzarela riquísimas y muy fáciles. Se pueden hacer con una sola mano.

Tío Francisco

Me alerté cuando vi que tía Zulma puso una tostada sobre la mesa con un poco de atún y una rodaja de tomate y que a su lado plantaba un vaso de leche fría. Yo era muy conocido en los círculos íntimos e informados de la familia Umpiérrez como un chiquilín muy cagón, o como decía la prima Rosario, un botija de intestinos inquietos. Pero tía Zulma no estaba al tanto de ese pormenor. Primero porque vivía en la Aguada que era donde se acababa el mundo y segundo porque no era una verdadera Umpiérrez con todas las de la ley sino una mera Silvera López que se había casado con el tío Francisco, que era un Umpiérrez bien Umpiérrez. Por lo tanto se la excluía de ciertos secretos reservados para los consanguíneos, como por ejemplo, mi propensión a irme de vientre.

Tía Zulma no almorzaba como lo hacía todo el mundo sino que tomaba el lunch. No sé de dónde había sacado eso. Yo había hecho mis averiguaciones y vine a saber que era una palabra en inglés que se escribía con u pero que se pronunciaba con a. Sin comentarios. Tía Zulma era modista y a veces no entendías lo que te decía porque te hablaba con la boca llena de alfileres. Otras veces se te aparecía con un metro sobre los hombros como si fuera una estola de cura. Y tenía siempre un aire ausente. Siempre mirando hacia arriba, hacia algún lugar del techo. Se echaba hacia atrás sobre el respaldo de la silla, pegaba una pitada a un cigarrillo que tenía un filtro que medía como tres metros y medio y con la mano libre hojeaba una revista de moda femenina.

Ese día mi madre recién salía del ministerio a las tres de la tarde y como yo tenía que ir al catecismo a la una y media, le había pedido a tía Zulma que me llevara hasta la iglesia del Reducto, que era donde me entrenaban para angelito. De paso almorzaría con ella. O tomaría el lunch. Yo miré aquel atún y aquella rodaja de tomate. Después fui derivando la vista lentamente hacia el vaso de leche fría y sentí que los bichitos microscópicos de mi flora intestinal se habían puesto en estado de alerta. Me imaginé a mis bacterias gritando en mexicano que no panda el cúnico que en uruguayo quería decir mantengamos la calma.

Tía Zulma, mirando la araña del techo, me dijo que comiera y que después me llevaba. Yo dudaba. En el catecismo me habían enseñado que había que obedecer porque ¡cómo le gustaban a Dios los niños obedientes! Pero pensé también que los niños con el calzoncillo cagado seguro que le gustaban menos. Llevé una mano hacia la tostada, la agarré y toqué un extremo de la rodaja de tomate. Tía Zulma le dio otra pitada a aquel cigarrillo quilométrico. Con mi otra mano agarré el vaso de leche. Yo sentía que en esa mano tenía una cápsula de cianuro y en la otra una botellita de estricnina y que tenía que elegir entre la muerte por diarrea o por cólico intestinal. El cúnico me pandeó y solté las dos cosas. Tía Zulma observó en la revista una modelo toda vestida de azul que llevaba un sombrerito chiquito y negro por debajo del cual se asomaban unos pelitos rubios.

– Parece una azafata – dije.

– Comé – me contestó.

Apoyé el mentón sobre el borde de la mesa y moví los dedos índice y medio de cada mano como si fueran patitas caminando en dirección a la tostada y al vaso. Levanté la vista y de pronto mis ojos chocaron abruptamente con los de tía Zulma. Enfrentado a aquellos ígneos fanales no tuve más remedio que pegar un mordisquito al tomate, otro al atún y después beber un sorbo de leche. Aquellas pupilas no me soltaron hasta que hube dado cuenta de aquellas viandas. Después el ruidito de las llaves del coche me sacó de mi ensoñación y allí me fui yo detrás de ella por la puerta que daba al garaje.

Cuando la catequista nos dijo que Dios había creado al hombre por amor y lo había hecho a su imagen y semejanza yo me tiré el pedo del siglo. No sé si eso fue pecado mortal o venial pero cuando se lo conté a tío Francisco me felicitó por ser un Umpiérrez bien Umpiérrez.

Yavé Pérez

Yavé Pérez vivía en una casona enorme y elegante que estaba en Avenida Lezica y Peabody y que se llamaba El Paraíso. Tenía dos hijos, Adán y Eva, que tenían la costumbre de andar desnudos por el fondo de la casa. Yavé cuidaba de aquel fondo con un cariño formidable. Había rosales que eran un primor, hortensias, violetas, lirios, dalias y tulipanes. Por el medio de aquel edén corría un arroyuelo cantarín y a la orilla de uno de sus meandros Yavé había plantado un manzano. Sus hijos tenían estrictas instrucciones de no comer de los frutos de aquel árbol porque si no se la iban a ligar. No se extrañaron para nada de esa rara exigencia de su padre porque ya estaban más que acostumbrados a sus excentricidades. El viejo nunca decía por ejemplo che, Adán prendé la lámpara sino hágase la luz. En vez de estrellas decía lumbreras en la expansión de los cielos y cuando regaba las plantas les decía fructificad y multiplicaos. Además no podía dejar de empezar cada cosa que se le ocurría con de cierto, de cierto os digo por lo cual los botijas lo evitaban todo lo que podían.

Una tarde cayó de visita Áspid Urrutia, una antigua novia de Yavé de los tiempos en que este había hecho un curso de magia y prestidigitación en Jericó. Por aquel entonces Áspid era trompetista de la orquesta que estaba encargada de la demolición de la muralla cuando el ensanche. Si bien Yavé y Áspid habían tenido algún par de encontronazos eróticos, la cosa nunca había pasado a mayores porque Yavé era creativo y Áspid era destructiva. Se odiaban mutuamente con la misma violenta intensidad con la que se amaban. Áspid lo tentaba pero Yavé no quería caer en la tentación. Yavé quería insuflarle su paz pero Áspid solo quería guerra. Áspid estaba para la pachanga y Yavé para el canto gregoriano. Yavé era espíritu, Áspid era asado con cuero. Así estaban todo el tiempo. Te odio y te quiero, te venero y te escupo, vení que yo me voy, andate que regresé, borrate de aquí pero no me dejes. Al final terminaban a los sopapos. Entonces se cansaban, juntaban las frentes, bostezaban, susurraban amén al unísono y se quedaban dormidos bajo las palmeras de Jordania.

Áspid estaba encantada con los chiquilines. Yavé pensó que ahí había gato encerrado.

– ¿Cómo diste con mi paradero? – preguntó.

Áspid se rió con aquella risa sardónica que le ponía los pelos de punta. Se tocó la nariz y dijo:

– Por el olfato, Yavé. Tenés un olor de santidad que mama mía. Es muy fácil ubicarte.

Los niños querían mostrarle el fondo.

– Venga, señora, venga. Venga a ver lo lindo que es el fondo.

– ¿Por qué andan desnudos los botijas? – le preguntó Áspid a Yavé.

– Porque son inocentes. No conocen la diferencia entre el bien y el mal.

– Pero esa no es razón para que se agarren una pulmonía.

– De cierto, de cierto os digo Áspid que son mis hijos y que el pan de cada día doyles hoy.

– ¿Doyles hoy? Seguís siendo un crack para hablar difícil, Yavé.

Yavé la miró en silencio. ¿Por qué reaparecía aquella mujer en su vida después de tantos años? Cuando le quiso preguntar la verdadera razón de su visita, Áspid ya había salido y estaba paseando por el fondo con los chiquilines.

Adán y Eva corrían y saltaban entre las flores y los árboles. Cuando llegaron al manzano Áspid se detuvo a mirarlo.

– ¡Oh! – exclamó. – ¡El árbol de la sabiduría!

– ¿El árbol de la qué? – preguntó Eva.

– De la sabiduría.

Áspid agarró una manzana y le pegó un mordisco.

“Cagamos”, pensó Eva.

La vieja le dio la manzana a la chiquilina.

– No, no, no, muchas gracias pero no. Papá nos tiene prohibido comer de los frutos de ese árbol.

– No pasa nada. Tomá. Dale. Está riquísima.

– No. Ni loca.

Pero Áspid la miró con sus ojos irresistibles y Eva quedó como hipnotizada. Entonces mordió la manzana.

– Ah, entonces yo también quiero, yo también quiero, ¿por qué ella sí y yo no, eh? – saltó Adán y se mandó lo que quedaba del fruto, que no era mucho porque el manzano no se daba muy bien en Colón.

Entonces se apareció Yavé. Se encaró con Áspid y le dijo:

– De cierto, de cierto os digo que habrás de ser maldita entre todas las bestias y entre todos los animales del campo y multiplicaré en gran manera los dolores de tus preñeces.

– ¿Qué preñeces? ¿A mi edad?

– Y ustedes se me van de acá ahora mismo – les ordenó a sus hijos.

El cabo Gutiérrez cruzó la calle y se acercó a aquellos niños que iban por la vereda desnudos y llorando.

– ¿Qué les pasa?

– Papá nos echó de la casa.

El cabo se quitó la gorra y se rascó la cabeza.

– ¿Dónde viven?

– Allí – y señalaron a la casona.

Los tomó de la mano, caminaron hasta la puerta y el cabo tocó el timbre. Yavé Pérez abrió.

– ¿Estos botijas son suyos? – preguntó Gutiérrez.

– Maldita es la tierra por su causa – respondió Pérez.

– ¿Qué?

Los chiquilines se metieron corriendo en la casa. El cabo estaba desorientado y considerando que tenía que hacer algo, le pidió a Yavé que se identificara. Yavé lo miró sin abrir la boca.

– Su nombre. Dígame su nombre.

– ¿El nombre de cuál de nosotros? Soy tres.

– ¿Eh?

– Soy el padre, soy el hijo y también soy el espíritu santo.

– Discúlpeme, pero no lo entiendo.

– Yo tampoco – dijo Pérez. – Es un misterio.

Y le cerró la puerta en la cara.

Berna

Llegué a Berna y me dispuse a cantar en la Frühlingstraße allí donde la calle pega una vueltita frente a la fuente del angelito. A pocos pasos a mi derecha había un cartel colgante que representaba a un enano de gorro verde tomando una cerveza. Puse mi sombrero de felpa en el suelo, afiné la guitarra y empecé con guantanamera, guajira, guantanamera pero no pasé de ahí porque desde una ventana del segundo piso me tiraron un baldazo de agua. No sé qué rara premonición fue la que me salvó del diluvio. Lo cierto es que di un paso al costado y el agua cayó de lleno sobre una mujer que estaba paseando al perro. Cuando la autora del baldazo asomó la cabeza, la mujer empapada la vio y empezó a putearla en alemán. Aquella le respondió con puteadas en francés. Yo aproveché la confusión para borrarme. Al llegar a la esquina de la Winterallee miré hacia atrás. Una agente de policía con una trenza hasta la cintura había intervenido en el altercado y trataba de calmar los ánimos.

Agarré por la Winterallee y al llegar al Parque de los Amantes, me puse debajo de un farol. Saqué la guitarra, afiné, puse el gorro de felpa en el suelo y empecé con guantanamera, guajira, guantanamera. Pero un tipo con una melena color zanahoria me interrumpió para preguntarme si sabía que Jesús me amaba. Por supuesto que sabía que Jesús me amaba, le contesté. Me amaba con locura. Pensaba en mí todas las noches. E intenté seguir con yo soy un hombre sincero pero el zanahoria me preguntó si sabía que estábamos viviendo los últimos días. Paré de cantar y le pregunté:

– Los últimos días ¿de qué?

– Los últimos días del mundo – me explicó. – El veintitrés de setiembre se producirá la segunda venida de Cristo. ¿Estás listo para recibirlo?

– Claro – le dije. – Le voy a hacer provolones a la parrilla.

El melenudo me ofreció una revista que se llamaba Amanecer y me dijo que cualquier contribución sería bien recibida y que en los cielos se tomaría en cuenta mi gesto. Yo tenía un buraco en el estómago de varios días. No estaba para contribuciones. Los angelitos del cielo no necesitaban comer. Yo, sí. Cuando iba a partirle la guitarra en la cabeza llegaron dos barbudos vestidos con túnicas blancas hasta los tobillos y nos saludaron: - Inshallah. Yo, que en Murcia había sabido tener una novia marroquí, les repondí: - Salam aleikum. Colocaron sendos tapetes sobre el pasto y cuando iban a arrodillarse a rezar, el zanahoria se les acercó y les preguntó si sabían que Jesús los amaba. Los barbudos se miraron y en pocos minutos se enzarzaron los tres en un debate religioso que fue subiendo de volumen. Llamó la atención de la agente de la trenza hasta la cintura. Esta se detuvo a unos diez metros de distancia y dijo algo en su walkie-talkie. Consideré que había llegado el momento de levantar campamento y de irme con la música a otra parte.

Caminé hasta el final del Parque de los Amantes. Al llegar a la Königstraße vi un puesto de chorizos. Un niño compró uno con sauerkraut y se fue muy contento a sentarse al lado de quien supuse que sería su abuelo, que estaba comiendo papas fritas de un cucurucho de papel. Me di ánimos mentalmente. “Dale, Carloncho, aguante carajo, un par de Guantanameras más y vos también vas a poder morfar”. Crucé el puente sobre el Aare y entré por el Pasadizo de los Flautistas. Al llegar a la esquina de la Wilhemstraße saqué la guitarra, afiné, puse el gorro en el suelo y arranqué con mi Guantanamera pensando en los chorizos con sauerkraut. Pero no llegué ni a la primera estrofa. Una rubia con un vestido con motivos de leopardo y un cinturón negro y lustroso se me plantó delante. Parecía Vilma, la esposa de Pedro Picapiedra.

– Cien francos y la cama – me dijo.

Yo la miré sin decir nada.

– Ochenta francos y la cama.

Yo seguí sin reaccionar.

– Cincuenta.

Si sigue así, pensé, va a terminar ofreciéndome plata.

Se fue taconeando calle abajo. Cuánta soledad, pensé. Deseé de todo corazón que hubiera alguien en su vida que la recibiera en casa con un iapaiapatú. Yo ni siquiera tenía eso.

Cuando quise empezar otra vez con mi Guantanamera la agente de la trenza hasta la cintura vino y me preguntó si tenía permiso municipal para tocar en la calle. Respondí pegándome en la frente con la palma de la mano.

– Sabía que me había olvidado de algo – dije. – Lo dejé en mi habitación del Sheraton. Fíjese usted si seré distraído. Mucha cosa en la cabeza, ¿sabe?

Por toda respuesta movió su delicada mano de policía dándome a entender que me borrara.

Me paré frente a la torre del reloj que le había dado a Einstein la inspiración para desarrollar su teoría de la relatividad. Aquel célebre despeinado se había imaginado que viajaba en un tren a la velocidad de la luz y que las agujas de ese reloj se atrasaban. Quise saber dónde paraba ese tren para irme de Berna lo antes posible. En eso se me apareció Wolfgang con su banyo. Wolfgang era un borracho que se creía Glen Campbell y cuando los dedos no le respondían pedía limosna en el suelo haciendo como que estaba pintando algo en la vereda con un par de tizas de colores. Para colmo era sobón. Te abrazaba o te ponía una mano en el hombro para hacerte ver cuánto te estimaba. Apestaba. El loco necesitaba una ducha con urgencia.

– ¿Cómo te fue hoy? – me preguntó.

– Bárbaro – le respondí. – Gané un toco. Si querés hacer buena guita andá y ponete a tocar el banyo en la Frühlingstraße, donde la calle pega una vueltita frente a la fuente del angelito.

Bien, William

Era una de empujones frente a la boletería de la Amsterdam que ni te cuento. Mi padre me sujetó de los hombros y yo quedé en la fila con la cara pegada al traste del tipo que tenía delante. Volví la cara a un costado para evitar roces incómodos pero entonces la fila avanzó otro pasito y otra vez quedé con la nariz incrustada en la retaguardia de aquel desconocido. Me pareció que me faltaba el aire. Después de una eternidad quedé enfrentado no ya a un pantalón sino a una pared de ladrillos y escuché allá arriba en las alturas la voz de mi viejo hablándole a un cuadradito con barrotes:

– Un mayor y un menor.

Cuando salimos de aquel cincha poroto asfixiante todavía teníamos que driblear a los caballos de la milicada. Aquellos cuadrúpedos nunca se estaban quietos. Levantaban una pata y después la otra y subían y bajaban la cabeza. De vez en cuando se mandaban una especie de relincho que no era un relincho sino algo que parecía un estornudo. Un zaino se puso a hacer todas esas cosas al mismo tiempo y yo pegué una carrerita y lo pasé por debajo. Tenía el lomo gordazo pero se le veían las costillas. Al otro lado del equino me esperaba mi viejo con una mandarina pelada. Me la dio, le saqué un gajo, me lo llevé a la boca, me volvió a tomar de la mano y seguimos hasta la entrada donde nos esperaban Walter y Tolo.

El partido empezó y Walter y Tolo se ponían de pie con cierta frecuencia y gritaban:

– ¡Bien, William!

Otras veces era toda la tribuna, viejos y viejas, muchachos y muchachas, los que coreaban:

– ¡Bien, William!

El tal William era, al parecer, el Gary Cooper del fútbol, el Tarzán de la cancha, el Llanero Solitario del estadio. Pero yo no lo podía identificar entre tantos jugadores. Debajo del placard, a tanta distancia de la cancha, todos me resultaban iguales. De lo único de lo que estaba seguro era de que los de amarillo y negro eran de Peñarol. Los demás eran los malos. Pero más allá de eso estaba perdidísimo. No entendía nada.

Al final del primer tiempo mi viejo se puso de pie y compró vasitos de café Sorocabana para él, para Walter y para Tolo. A mí que me partiera un rayo. Después comentó lo bien que había jugado William, a lo que Walter y Tolo contestaron con convencidísimos movimientos afirmativos de la cabeza.

– Ese William es un crack. Con él de back izquierdo no hay nadie que nos pueda meter un gol – metió baza un gordo que llevaba un pañuelo en la cabeza atado con cuatro nudos.

La mujer que estaba al lado del gordo manoseó el collar de perlas que lucía en el cuello y dijo:

– William es un regalo de Dios.

Para los enanos de mi edad, condenados a un campo visual de noventa centímetros de altura, la tribuna Amsterdam era una jungla enmarañada de piernas y de polleras. Pero entre medio de ese follaje, dos gradas más abajo, vislumbré una carita de niña enmarcada en una caperuza celeste. La niña de la carita se sacó el dedo de la boca, sorbió de la pajita de una Crush que su madre le sostenía y clavó sus ojos en los míos. Aquellos ojos eran tan lindos que no se podía creer. A esa altura de mi existencia yo nunca había oído hablar de la telepatía pero en dos patadas descifré el mensaje que me mandaban. Los ojos de la caperucita celeste me decían que se estaban aburriendo igual que yo porque el fútbol era una porquería. ¿No sería más lindo ponernos a jugar a la mancha? No tuve tiempo de acusar recibo del telegrama y de enviarles una respuesta apropiada porque justo en ese momento los equipos volvieron a la cancha y la tribuna empezó a alborotarse.

Mientras los jugadores pegaban saltitos impacientes y todo el mundo estaba pendiente del reinicio del partido, yo, superando el rencor por lo del café, me dirigí a mi viejo.

– Papá.

Mi viejo no me contestó. Sacó un cigarrillo, lo encendió y lanzó una bocanada de humo.

– Papá.

Nada.

Esta vez probé a levantar el volumen de la voz.

– ¡Papá!

Mi padre volvió la cabeza y me miró pero en realidad no me miró.

– ¿Cuál de los jugadores es William? – le pregunté tironeándole de la manga de la camisa.

– ¿Eh? – contestó mi padre con la mirada puesta en la cancha.

– Que cuál de los jugadores es William.

– Sí, pichón, sí.

– Sí, ¿qué?

Por toda respuesta me pasó la mano por el pelo.

– ¿Cuál de los jugadores es William?

– Sí.

Apoyé los codos en las rodillas y me agarré la cabeza.

Sin mirarlo pregunté:

– Papá, ¿vos sos idiota?

– Sí.

– ¿Tenés los calzoncillos cagados?

– Sí.

Deduje que no me estaba escuchando, así que decidí identificar a William por mi propia cuenta. Observé detenidamente la cancha y enseguida me percaté de que había uno entre aquellos energúmenos que corrían detrás de la pelota que era distinto a los demás. Uno que era más chiquito, más gordito, que estaba todo vestido de negro y que llevaba un pito colgándole del pecho. Era el único en la cancha que llevaba un pito. Estaba clavado. Tenía que ser ese. ¿Sino quién? Por lo tanto me propuse no perderlo de vista y disfrutar yo también de sus hazañas. Y cuando aquel redondelito negro con piernas empezó a correr, yo me paré y grité:

– ¡Bien, William!

Para mi sorpresa, Walter y Tolo me miraron con cara de preocupación y después miraron a mi padre. Entonces mi padre me dijo:

– Sentate.

De pronto se armó un remolino bárbaro en el área penal. Los jugadores se habían olvidado de la pelota y se estaban empujando los unos a los otros. Algunos se caían, se incorporaban y salían corriendo detrás de algún otro. Parecía el patio del recreo de la escuela Brasil. Y mi héroe, el gran William, llegó corriendo, se metió en medio de aquel quilombo, empezó a rezongar a todo el mundo y restableció el orden. De un salto me levanté y grité eufórico:

– ¡Bien, William!

Mi padre me tomó del brazo y me hizo sentar de nuevo. Me miró a los ojos y frunció el ceño. Me puso la mano en la frente para ver si tenía fiebre.

– Capaz que te hizo mal la mandarina – sentenció.

En ese momento, dos gradas más abajo, la caperucita celeste se puso de pie y gritó:

– ¡Bien, William!

Y volvió a sentarse.

Entonces yo me incorporé a mi vez y grité:

– ¡Bien, William!

Y me senté.

Y así estuvimos como cinco, ocho o quinientas veces turnándonos para gritar ¡bien, William! Me sentaba yo, se paraba ella, se sentaba ella, me paraba yo. Era un sube y baja. Su madre y mi viejo se miraron y se alzaron de hombros. Recién empezaron a preocuparse cuando otros botijas se sumaron al juego y al final eran los botijas de media Amsterdam los que gritaban ¡bien, William! parándose y volviéndose a sentar.

Casanova

Casanova era un genio. Despachaba los deberes en dos patadas. La maestra había mandado escribir una redacción con el título Mi Perro y el loco llenó dos carillas de guaus, o sea que escribió guau como trescientas veces y después nos explicó a todos, con ademanes académicos, que era un relato escrito en primera persona (en este caso, en primer perro) y que el guau era el idioma oficial que utlizaba la raza canina para expresarse.

– ¿Usted nunca oyó hablar del naturalismo francés, maestra? – preguntó.

La señorita Tania callaba y lo miraba.

– Le explico – prosiguió Casanova.

– No me explique nada. Tiene deficiente – le contestó la maestra.

En geometría Casanova se floreaba. Los triángulos, nos explicaba, se clasificaban en triángulos amorosos, triángulos de las bermudas y triángulos musicales. Triángulos amorosos eran aquellos en los que a amaba a b pero b se encamaba con c y entonces c iba y de puros celos le pateaba la hipotenusa a a. Los triángulos de las bermudas eran cuando a, b y c se encamaban y después desaparecían sin rastro y la característica de los triángulos musicales era que a, b y c no se encamaban pero sí se juntaban en los vértices y se hacían vibrar los unos a los otros, lo cual era una joda bárbara.

En cuanto a la gesta artiguista, esta era muy variada, nos explicaba. Estaba el gesto confiado y seguro de sí mismo de cuando se lo veía frente a la puerta de la ciudadela, el gesto humano y conciliador hacia Posadas al terminar la batalla de Las Piedras y el gesto grandilocuente y magnánimo al despedir a los diputados que se iban a Buenos Aires con las instrucciones del año trece. Fernández osó decirle que gesta no tenía nada que ver con gestos porque gesta quería decir lucha. Casanova le explicó con gesto sabio y un tanto cansino que gesta provenía del latín geste, que a su vez derivaba del etrusco gesticolare y que este vocablo a su vez provenía del término sánscrito gestirre que quería decir callate la boca o te rompo el alma.

Todos vivíamos pendientes de Casanova y la interrogante que flotaba en el aire era cuánto iba a durar en el colegio antes de que lo echaran. Se nos había aparecido en la clase a mitad de año, expulsado de no sé qué escuela y se nos dio a entender que estaba a prueba. Así que lo observábamos con ojos así de grandes. Nos llevaba a todos una cabeza y media y de alguna manera comprendíamos que era muy inteligente. Demasiado inteligente. Una inteligencia que te ponía nervioso y que a veces te hacía reír y a veces te hacía llorar. Por lo menos a mí. Eso me sucedió cuando Tania nos mandó resolver este problema: Un tanque tiene tres canillas. Las tres abiertas lo llenan en dos horas. Si se abren solo dos, se llena en cinco horas. ¿Cuánto se tarda en llenarlo con una sola canilla abierta? Casanova levantó la mano enseguida y contestó que eso dependía de si la canilla tenía el cuerito salido. Todos se reían pero cuando Tania le dijo que se fuera del salón y que se llevara sus cuadernos y sus libros consigo, no pude reprimir un par de lágrimas. Comprendí que se había ganado otra expulsión.

No me sorprendí cuando lo vi muchos años después en una entrevista con la televisión suiza, explicando cómo funcionaba el acelerador de hadrones de Ginebra. En un francés muy prolijo, Casanova respondía las preguntas del periodista y lo llevaba por las diferentes instalaciones, explicando las cosas de manera tal que resultaran comprensibles para el ciudadano de a pie. Al final de la entrevista se veía a Casanova en su chalet de Versoix hablando muy animadamente con su perro, un border collie que presentó como Charles.

– Parece como si el perro y usted conversaran – comentó, jocoso, el periodista.

– Efectivamente – dijo Casanova. – Aprendí su idioma. Escribí un libro acerca del tema.

La entrevista terminó con Casanova ofreciéndole un ejemplar al periodista. Este lo hojeó y dijo:

– Pero todas estas hojas están llenas de la palabra guau. ¡Cien hojas de guau!

– ¿Se lo lleva? – preguntó Casanova. – Está en oferta. Se lo dejo por diez francos con veinticinco.

Dársena Sur

Ay, ay, ay, se me acababa el mundo y el barco se dirigía a la nada. Recostado sobre la baranda veía las olas chocar contra el buque y escuchaba sus clos clos inquietantes. El sol estaba muy bajo y en su dirección iba yo. Apreté la guitarra que tenía sujetada entre mis piernas. “Vos sos lo único que me queda”, pensé. Aquella Sentchordi con un parche de cemento era el último pedazo de Montevideo que me llevaba conmigo.

El aire estaba cargado de sal. Las gaviotas ya no nos seguían. Se habían quedado planeando a la salida del puerto. Cada tanto el barco dejaba sonar su sirena y el estruendo me ponía los pelos de punta. “Esto debe ser la madurez”, reflexioné. Cortar amarras, zafarse de la familia, de los amigos, de las cosas compartidas y aventurarse en territorio desconocido sin llevar nada consigo. Bueno, nada, nada, no. Me llevaba la guitarra, dos calzoncillos, dos pares de medias, dos camisas y un pulóver.

Al zarpar, unos locos habían desplegado una pancarta que decía Bordaberry metete el Uruguay en el culo. Que se lo metiera nomás. Que hiciera con él lo que quisiera. Pero había otro Uruguay que no era el de Bordaberry. Era uno que era mío. El Uruguay de las comilonas de Parque del Plata donde entre chorizos y vino blanco los primos comunistas acusaban a los tíos colorados de vendepatrias y aquellos a estos de vendidos al oro de Moscú y al final todos cantaban un cuplé de murga y Don Carlos, mamado, se recitaba un poema de Serafín J. García.

Bajé a mi camarote de tercera clase. Un tipo estaba sentado en la cucheta de abajo.

– Buenas noches – dije.

– ¿No te importa dormir en la cucheta de arriba? – preguntó.

– No. Para nada – contesté.

– El reuma, ¿sabés? Si me trepo a la cucheta de arriba los huesos se me quejan y rechinan.

– Sí. No hay problema.

– Me gusta mucho tu ciudad, che.Verde y tranquila. Ustedes los uruguayos saben vivir.

– ¿Cómo sabe usted que soy uruguayo? – inquirí.

Me miró como si le hubiera hecho una pregunta idiota.

– Por el acento – contestó.

Yo hice un gesto con la cabeza como de sí, ah, claro. Pero me quedé pensando. No sabía hasta ese momento que los uruguayos teníamos acento. Los que tenían acento eran todos los demás. Argentinos, chilenos, españoles, etc.

Dársena Sur. Llovía. Y yo, sin paraguas. Caminé hasta Almirante Brown y me tomé un colectivo que iba al centro. En Plaza de Mayo, Perón se había asomado al balcón de la Casa Rosada y había una multitud aclamándolo con pancartas y bombos. Yo bordeé la plaza por la vereda de la catedral y llegué hasta la calle San Martín. Me sentía chiquito, microscópico. Buenos Aires era una película proyectada en una pantalla de dimensiones fenomenales y yo un espectador sumergido en la butaca con la boca llena de miedo. No podía penetrar en esa película. Podía verla pero no podía tocarla.

Me detuve en San Martín y Corrientes. Empapado. Con mi cédula uruguaya, mi Sentchordi y mi camisa Mc Gregor a cuadros. Aquello era demasiado. Demasiada gente, demasiados autos, demasiado ruido. Me apreté contra los edificios y llegué a la esquina de Lavalle donde entré en un bar y me tomé una cerveza mientras trataba de poner en orden mis pensamientos.

Cuando salí del bar caminé hasta el número 523 de la calle San Martín y me metí por el portal del edificio. Subí por una escalera que caracoleaba alrededor de un ascensor de hierro forjado. Después de unos diez escalones me senté y me puse a llorar. No sé cuánto lloré. Pudieron haber sido tres días o un siglo. No me acuerdo. Solo sé que cuando me sequé las lágrimas, me puse de pie, me puteé de lo lindo y seguí subiendo. Cuando llegué al primer piso vi una puerta que tenía un letrerito que decía pensión. Suspiré hondo y apreté el timbre.

El debut

Me había costado dos meses pero lo había logrado. Roberto me lo había enseñado en re pero si lo cantaba en re la voz me salía parecida a la de un Julio Jaramillo que tenía que ir al baño desesperadamente. Y si lo cantaba en la octava de abajo la voz me quedaba más oscura que la de aquel barítono ruso del volga, volga. Entonces fue que puse en práctica la magnífica astucia que Dios me había dado el día de mi nacimiento y lo transporté a sol. Y ahí sí que entré a florearme. Primero me aseguré de que Ana, la vecina del primer piso, estuviera en su cuarto para escucharme. Su ventana daba al patio que compartíamos y su ropa interior y sus sábanas colgaban por encima de mis calzoncillos y mis camisas. Cuando avizoré su leve perfil por detrás del vidrio entonces arranqué con aquello de...tanto tiempo disfrutamos de este amor...

Fueron dos meses de yugar y yugar. De empezar imitando a Lucho Gatica y a Rosamel Araya para ir pasando gradualmente a desarrollar un estilo propio y bien definido. De mirarme al espejo estudiando detenidamente el movimiento de mis labios para que resultaran convincentemente sensuales sin llegar a ser guarangos. De ladear la cabeza para el lado adecuado al declarar que ...no pretendo ser tu dueño... y dejar caer un mechón de pelo sobre la frente como quien no quiere la cosa sin llegar a despeinarme del todo. De ponerme a jadear de repente como si hubiera dado dos vueltas a la pista de atletismo para cambiar sorpresivamente de pose y cantar la siguiente estrofa quedando medio de cotelete con respecto al público. Ana, desde su ventana, aplaudía cada versión y después me mandaba el veredicto a través de la ropa colgada. Al principio todo lo que me decía era sí, pero no. Paulatinamente fui escuchando mmm, está mejor, o demasiado llorón, o muy lento hasta llegar luego de seis semanas a va bien, me está empezando a gustar y aquel definitivo bárbaro, che, bárbaro que me dio alas y me hizo sentir que estaba muy próximo al estrellato.

Ese mismo domingo por la mañana tomé la decisión que marcaría mi vida para siempre. Iba a dedicarme a la farándula. Desayuné livianito, me vestí de cantante de boleros, cacé la guitarra, me subí a la bicicleta y enfilé para el canal 5. Entré y vi un mostrador atrás del cual había un tipo que estaba hablando por teléfono. Cuando terminó de hablar me preguntó qué quería. Como yo no contestaba me lo preguntó otra vez.

– Yo ... canto – dije. – Boleros. Sabor a mí.

– Usted canta.

Se produjo un silencio.

– Sí.

– ¿Cuál es su gracia?

– Ya le dije. Canto.

– Su nombre. Dígame su nombre.

Esa pregunta me la había visto venir. Porque yo no era un improvisado. Estaba preparado para el camino al éxito. Nada ni nadie me iba a agarrar desprevenido.

– Trópico Palmeras – le dije.

– Espere un momentito. Ubíquese allí, por favor.

Me señaló un sillón que estaba al otro lado de la sala. El hombre volvió a hablar por teléfono. Después se apareció una mujer. Mientras hablaban entre ellos me lanzaban miradas furtivas. Al final la mujer se me acercó y me dijo que dentro de veinte minutos empezaba el programa Aperitivo Musical y que el Pampa González estaba indispuesto y no podía venir a actuar. ¿Estaría yo dispuesto a reemplazarlo?

Me la quedé mirando.

– ¿Estaría dispuesto a reemplazarlo? – repitió.

Tragué saliva y a pesar de que la lengua se me había pegado al paladar logré contestarle con un sí que sonó como el hipo de un ratoncito.

– ¿Qué experiencia tiene? – me preguntó.

Me entraron ganas de mover el vientre. Pero tenía que decir algo. La mujer esperaba una respuesta.

– Dos meses – le dije.

La mujer me miró con cara de no entender. Después movió los ojos de un lado para otro como hacía mi primo Miguelito cuando calculaba los quebrados.

– Entonces es bastante nuevo en el metier – dijo, luego de una pausa.

– ¿Nuevo en el qué?

Otra pausa y otro movimiento de ojos. Esa mujer me ponía incómodo.

– En el oficio.

“¿El oficio?”, pensé. Así se le decía a lo que hacían las putas. No me arredré ante el solapado insulto y poniendo aquel gesto duro de Javier Solís cuando cantaba...no me amenaces, no me amenaces..., pregunté a mi vez:

– ¿Me permite hacer una llamadita por teléfono?

– Claro.

– Y necesito además una cierta escenografía – agregué, tratando de tragar un poco de los diez hectolitros de saliva que se me habían acumulado en la boca.

En veinte minutos, siguiendo mis indicaciones, los utileros improvisaron una ventana entre los telones. Detrás de esta se sentó Ana, que ante mis ruegos desesperados había accedido a meterse en un taxi a toda prisa y venirse al canal. Yo me ubiqué debajo de unos trapos blancos que colgaban del techo del estudio. Ahora me encontraba en mi elemento. Procuré concentrarme. El animador tomó la palabra.

– Estimados televidentes, lamentablemente el Pampa González no puede participar de nuestro show este mediodía. Pero por suerte contamos con la presencia de Trópico Palmeras que nos va a deleitar con el hermoso bolero Sabor a Mí.

La cámara hizo una toma de Ana, avanzó lentamente entre los trapos colgados y finalmente me enfocó. Arpegié una introducción en do mayor que luego pasó delicadamente a do menor y que redondeé con un sol disminuído. Sonó como musiquita del cielo. Una preciosidad.

En ese mismo momento, en su casa, mi primo Miguelito hacía los deberes. Estaba perdiendo la batalla contra los quebrados. Desanimado y a punto de darse por vencido, alzó la vista del cuaderno y me vio en la televisión. Abrió la boca. Mi tío, que se iba a ir a Maroñas y estaba metiendo los prismáticos en el estuche, también me vio. Mi tía se lamentó:

– Uy, uy, pobre. Cómo lo van a cargar esta tarde en el barrio. No quiero ni imaginarme.

Mi primo Miguelito volvió a cerrar la boca. Canturreó ...allá tal como aquí en la boca llevarás sabor a mí...y le entró una risa boba que le duró como diez minutos. Después sacó pechito, respiró hondo, le sacó punta al lápiz y atacó cuanta incógnita y cuanto máximo común denominador se le puso por delante. Si mi primo tiene huevos, entonces yo también, pensó. Ese año sacó sobresaliente en matemáticas.

El doctor

Van a dar las ocho o sea que va a caer en cualquier momento. Mi Raúl se me está muriendo y no hay nada que hacerle. Pero el doctor sigue viniendo todos los santísimos días a esta hora. Él fue el que le detectó el tumor en la cabeza y el que le dijo que todo iba a salir bien. Aun cuando la resonancia magnética había indicado que el cáncer era inoperable y que le quedaban tres meses de vida.

– Todo va a salir bien – repetía como un mantra.

Y Raúl se lo creía y yo me lo creía y hasta él mismo se lo creía. Desde entonces empezó a perder fuerzas paulatinamente y ahora ya prácticamente no sale de la cama. Se pasa el día entero durmiendo y cuando no duerme mira el techo y calla, que es casi lo mismo. Cosa curiosa, no tiene dolores. No sufre. A veces me da la impresión de que está feliz. Sé que eso suena ridículo pero es la verdad.

El doctor llega, me da la mano y se bate con el perro en un round de cariño durante el cual lo envuelve en la parte de abajo de su impermeable y lo revuelca por el pasillo. Después sube a la habitación de Raúl. Yo lo acompaño llevando el termo y el mate y me siento en la silla de la ventana. Raúl mueve apenas la mano izquierda a modo de saludo y el doctor se sienta a los pies de la cama y le da unos golpecitos a la colcha como respondiendo. Raúl habla muy bajo y muy lento y el doctor le conversa con una voz de barítono que es muy suave pero que hace temblar las tablas del piso y no quisiera exagerar pero también me hace temblar los rulos de la permanente. Imagínense a Zitarrosa hablando de historias clínicas y patologías. Más o menos eso.

El doctor saca el estetoscopio y el termómetro de su portafolios y procede a hacer todo lo que se supone que tiene que hacer un médico. A mí me encanta verlo. Es como si estuviera besando a mi marido. Tanto él, como yo y como Raúl y como todo el mundo, sabemos que es un acto inútil y teatral pero también es una ofrenda de ternura. Le revisa los ojos, le da golpecitos en los codos y en las rodillas, le hace flexionar las piernas, le pregunta si duerme bien y si tiene problemas digestivos y si sufre de mareos. Raúl está contento con tanta atención y yo le noto esa sonrisita sardónica que me puso los nervios de punta durante veinticinco años pero que ahora disfruto como loca porque es una señal de que mi marido todavía sigue siendo mi marido a pesar del maldito carcinoma.

Después pasan a hablar de fútbol, claro. A veces a Raúl no se le entiende lo que habla pero el doctor lo escucha con atención y después de mucha polémica llegan a la conclusión, si no entendí mal, que Uruguay perdió el último mundial porque no fueron Recoba ni Forlán.

– Hay que jugar con los viejos. Otrora éramos campeones porque jugábamos despacito, despacito. Los volvíamos locos. Ellos corrían. Nosotros no. Nosotros cortita y al pie. Fijate, Raúl, cómo sería la cosa que las camisetas del cincuenta que están en el museo de la Amsterdam ni siquiera están sudadas – dice el doctor.

Mi Raúl se ríe. Le festeja el disparate. Yo también me río y esa risa nos hace bien a los dos. Es una risa un poco exagerada porque se me saltan las lágrimas y no puedo parar.

El doctor se incorpora, le pasa la mano por la cabeza a mi marido con ese gesto paternal que se le hace a los niños y antes de irse, dice:

– Todo va a salir bien.

Johnnie Walker

El cigarrillo de marihuana pasaba de boca en boca y Juana aprovechó un momento de silencio para anunciar que estaba pensando en el divorcio. Coca tosió y yo me rasqué la punta de la nariz. Los demás quedaron expectantes y Quique fue hasta el tocadiscos y bajó el volumen. El escenario estaba preparado. Pero como Juana no arrancaba, Delia decidió darle un empujoncito.

– Son quince años de matrimonio y dos botijas en edad escolar – dijo y ladeó la cabeza. – ¿Estás segura de lo que estás diciendo?

Cuando el cigarrillo llegó hasta mí yo alcé los brazos y dije no gracias. Estaba muy contento y muy satisfecho con mi Johnnie Walker. Escarbé en el platito de las nueces y me llevé un puñado a la boca. Juana amagó con decir algo pero no dijo nada. Los ojos se le llenaron de lágrimas y Quique, que siempre estaba en todo, le alcanzó una cajita de kleenex. Juana se sujetó el mentón, miró hacia la ventana y dijo que se había acabado el amor. Y si no hay amor, ¿qué sentido tiene todo? El Zoquete expelió humo y le preguntó si se trataba en verdad de falta de amor o si había algún otro problema puntual. Coca quiso saber si había otro en su vida o si él le había sido infiel.

– No – dijo Juana. – No hay nada de eso. Es que simplemente estoy vacía. No lo quiero. No me atrae. Se me murió el cariño que le tenía.

– ¿Estás segura de que es un problema de pareja? ¿No será un problema tuyo? ¿No andarás con una depresión? Mirá que hay ciertas pastillitas que te arreglan ese asunto y que te dejan como nueva.

– No estoy segura de nada, Coca. Lo único que sé es que no lo quiero. Eso es todo.

Quique dio otra pitada al cigarrillo y dijo que el amor era, al fin de cuentas, una cosa demasiado sobrevalorada.

– La gente se obsesiona mucho, demasiado, con ese invento. Vos, Juana, tenés un buen laburo, tu marido también y además tienen dos botijas preciosos. Y no me negarás que aunque no haya amor (e hizo el signo de comillas con los dedos de las dos manos), ustedes se llevan muy bien, son muy camaradas, son muy amigos y tienen planes de futuro.

– ¿Y qué querés decir con eso? – lo interrumpió el Zoquete.

Quique suspiró.

– Quiero decir – prosiguió – quiero decir... no sé...no sé qué quiero decir.

Yo me mandé otro saque de Johnnie Walker y miré la hora en mi reloj. Dentro de treinta minutos empezaba el partido de Aguada contra Bohemios y yo no me lo quería perder.

El cigarrillo volvió a Delia.

– Cuando yo tenía tu edad, Juana – dijo Delia, entrecerrando los ojos – también pensaba que el amor lo era todo. Creí haberlo encontrado en mi primer marido y después en el segundo. Te formás una idea en la cabeza de cómo tiene que ser y después vas y te desilusionás una y otra vez. Es un espejismo.

Quique seguía inmóvil mirando la araña del techo a ver si por allí encontraba lo que había querido decir hacía unos instantes. Consideré llegado el momento de levantar los ánimos contando un buen chiste de gallegos y después rajarme para ir a ver el partido. Pero el Zoquete se me adelantó.

– Soy homosexual – declaró.

Silencio.

– Salí del armario – clarificó. – Esta noche tenía planeado presentarles a Alfredo, mi novio, pero no sé. Primero quería contarles yo mismo.

Aquello no era un balde de agua fría. Aquello era un desplome de hielo del Perito Moreno. Lo observé bien. No era un chiste. Estaba hablando en serio.

– ¿Y Laura? ¿Ya lo sabe? ¿Ya le contaste? – inquirió Juana.

– Sí.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– Muy mal.

Otro silencio.

El partido de Aguada contra Bohemios empezaba en veinte minutos. Me quería ir. Pero de pronto me percaté de que todos me estaban mirando con una extraña y molesta intensidad.

– Vos esta noche no abriste el pico – me dijo Quique.

– ¿Eh? – respondí.

Quique se acomodó en el asiento, apoyó los codos sobre la mesa y prosiguió:

– Mirá, no sé cómo se dio, pero esta noche aquí todos nos abrimos el corazón y contamos cosas muy personales.

No siguió. Lo dejó ahí. Quedaban quince minutos para correr las cinco cuadras hasta mi casa. Pensé en sacármelo de encima con un “¿qué querés decir con eso?” y dejarlo el resto de la velada mirando la araña del techo. Pero había cinco pares de ojos que me estaban mirando. Estaba acorralado.

– Ah, ustedes lo que quieren es que les cuente algo personal – dije.

Diez pupilas, diez párpados, cinco narices y un silencio acusador.

Suspiré. Pensé en Estela, mi mujer, tan fanática de Aguada como yo, esperándome en casa sentadita frente al televisor.

– Estela tiene las tetas más lindas del Uruguay – enuncié con solemnidad. – Con eso me alcanza para ser feliz.

Me quedaban diez minutos. Me puse a correr. Iba contento por la vereda gambeteando cosas que no existían. Demasiado Johnnie Walker.

La lata de pomidoro

Fue la primera vez que gané algo. No me lo podía creer. Una lata de pomidoro. Salí de esa kermesse como Napoleón por debajo del Arco del Triunfo, con mi trofeo entre las manos y pronto para recibir el asedio de los periodistas de la radio y de la televisión. Pero, en cambio, recibí el asedio de mi tía Blanca, que me dijo:

– Dame eso.

Me sacó la lata de un tirón y se la metió en el bolso verde. Protesté que la lata era mía, que no era justo que me la sacara, que el señor del bigote rojo me la había dado cuando había derribado los cinco monitos de un saque, que la bola que había lanzado había sido fenomenal y que incluso Margarita había aplaudido.

Volvimos a casa en ómnibus. Yo iba apretado en el asiento debido a los brazos gordazos de tía Blanca que subían y bajaban como si estuvieran llenos de agua. Llevaba el bolso verde en la falda y en el bolso verde estaba el trofeo que me había sido hurtado. Cerré los ojos y me puse a recordar el momento sublime en el que había apuntado a los cinco monitos. Debo confesar que hice trampa. Ya había intentado derribarlos como quinientas veces y la bola pegaba en cualquier lado menos en los monitos. Una le cayó en la cabeza al señor del bigote rojo, otra pegó en uno de los postes del toldo, otra fue a caer en el estante de los pececitos de colores y otra pegó en una de las patas de la mesa. Los monitos cayeron pero el señor del bigote rojo dijo que así no valía. Tía Blanca se había impacientado.

– Abelardito, ¿vas a estar todo el día tirándole a los monitos?

Y ahí fue que decidí hacer trampa. Agarré la bola con la mano que no me sirve, o sea la izquierda, y cansado ya de apuntar a los monitos y que la bola saliera para cualquier lado, apunté mal a propósito, o sea que apunté a las bolas del señor del bigote rojo. Si no podía derribar ningún monito por lo menos podía derribar al coso ese. Tiré. Vi a los monitos esparcidos por el suelo y al señor del bigote rojo que se me acercaba triunfalmente con una sonrisa que no se podía creer. Me entregó la lata de pomidoro. Qué momento de gloria, mama mía. Escuché los aplausos de Margarita. No se me tiró encima ahí nomás a los besos porque no pudo. Su madre la tenía agarrada de la mano.

Cuando nos bajamos en Piccioli y Arévalo nos salieron a recibir los perros. A Gualberto no lo vi por ninguna parte. Me alarmé.

– ¿Y Gualberto? ¿Dónde está Gualberto?

Gualberto era el pollo que siempre andaba con los perros.

Tía Blanca no me contestó y a mí me vino como un dolor en la barriga que no presagiaba nada bueno.

El viejo había dispuesto la mesa con el mantel blanco que solo se utilizaba los días de guardar. Noté una botella de vino que tenía una etiqueta en francés. El salero que había puesto era el de la tapita de plata. También había puesto los platos de bordes dorados, que normalmente se guardaban en el bargueño. Y Gualberto por ningún lado. No me costó mucho entender lo terrible de la situación. En mi casa se había cometido un asesinato. Se iba a comer guiso de pollo para la cena pero yo no estaba dispuesto a ingerir el cadáver de quien era uno de mis mejores amigos.

Corrí a la cocina y llegué a tiempo para ver a tía Blanca sacar mi trofeo del bolso verde y dárselo a mi madre, que estaba revolviendo la olla y cantando por Dios no te pongas más la blusa azul.

– Se lo ganó Abelardito en la kermesse – le explicó tía Blanca.

Yo creí que mi madre iba a decir qué genial, qué bueno, qué campeoncito que es mi hijo, pero en cambio siguió revolviendo la olla y preguntó:

– ¿Eso es todo lo que ganó? ¿Una lata de pomidoro?

Presa del despecho, le arranqué la lata de la mano. No iba a permitir que utilizara mi pomidoro para condimentar el guiso de Gualberto. Salí corriendo a la calle y me senté en el cordón de la vereda.

Levanté la vista cuando escuché un cloqueo que provenía de la azotea.

– ¡Gualberto! – grité, cuando lo vi.

¡Qué alivio! ¡Seguía vivo!

Gualberto me contestó con otro cloqueo. Comprendí que quería bajarse pero no sabía cómo. Caminaba por el borde del techo de un lado para otro. Decidí ayudarlo. Le apunté con la lata de pomidoro. Tiré. Gualberto la vio venir, pegó un salto, alzó un vuelo con mucho ruido y con mucho aspaviento y después aterrizó a mis pies. Enseguida se puso a picotear en el pastito como si no hubiera pasado nada.

– ¡No sabía que podías volar, campeón! – le dije.

Me miró con aquella manera de mirar que tenía él. Moviendo la cabeza sin parar, como una maquinita. Entendí su respuesta. Me dijo:

– ¡Y yo tampoco sabía que tenías tan buena puntería!

No le confesé que en la kermesse había hecho trampa.

La libreta

Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre... Uy Dios, otra vez lo mismo, mirá que soy degenerado. Digo vientre y ya me imagino el ombligo y un par de pelitos allá abajo donde empieza la bombacha. Qué pecador que soy, no puede ser, no tengo perdón de Dios ni de nadie. Me merezco el castigo del infierno.

Bueno, empiezo de vuelta. Cuando llegue a la palabra vientre voy a ponerme a pensar en la nariz de Artigas que no tiene nada de erótica o si no en las manzanas asadas de la abuela o en los zapatos de fútbol de Ubiñas o en el guarda del 122, el del escarbadiente asqueroso y la barba de tres días. Voy a pensar en cualquier cosa con tal de no pensar en ese vientre de María con ombligo y pelitos incipientes. Mi Dios, no tengo cura.

Cierro los ojos, apoyo los codos en la cama, levanto un poco la rodilla derecha que me duele un montón y cambio de lugar la izquierda. Arranco de nuevo con Dios te salve María y zácate pronuncio la palabra vientre y ¿qué veo?, veo la barriguita lustrosa de Ursula Andress emergiendo de las olas del mar Caribe con ese ombligo que enloquece a James Bond. Entonces sacudo el bocho para que esa imagen desaparezca y aparece otra, otro vientre, esta vez el de Doris Day y su bikini amarillo y un ombligo que canta qué será, será, whatever will be, will be. Pero mi Dios, cómo se puede ser tan pecador. Vuelvo a concentrarme en la oración y me puteo a mí mismo y me digo ñato le estás rezando a la madre de Dios, un poquito de respeto, por favor.

Apoyo la cabeza sobre la colcha y derramo dos lágrimas llenas de terror y de vergüenza. Me voy a ir derechito al infierno. Que está plagado, como se sabe, de vientres con ombligo y de gente horrible como yo. Pero sin embargo hay algo dentro de mí, un resto de chiquilín piadoso y bien intencionado que me dice que lo intente otra vez, que vuelva a orar a la virgen y que no piense en la barriguita con ombligo cuando diga la palabra vientre.

Me entra el sueño, las rodillas me empiezan a doler de verdad y los pies se me enfrían. Mi vieja va a pasar por mi cuarto en cualquier momento para asegurarse de que esté bien acostado y abrigado. Vamos, campeón, tenés que lograrlo, rezate esa maldita oración a la puta virgen. Pero qué estoy diciendo, cómo es posible que la llame puta, estoy cavando mi propia fosa. Una fosa profunda. Un túnel derechito al infierno. Bueno, aquí vamos otra vez. Dios te salve María, llena eres de gracia, el señor es contigo, bendita tú eres entre todas las mujeres y bendito es el fruto ¿el fruto?, ¿una banana?, ¿una mandarina?, ¿un durazno? No hay remedio. Soy un degenerado, un pecador. Imaginarme bananas y mandarinas en el vientre de la virgen. Cómo me odio, cómo me aborrezco. Me dan ganas de abandonar todo, de ir hasta el dormitorio de mi madre y decirle dejá, no te molestes en pasar por mi cuarto para ver cómo estoy, porque estoy hecho un asco. Llamá por teléfono al cura Santoro y decile que me fui al infierno, que no cuente conmigo el domingo para la misa, que se busque un monaguillo de verdad.

Pero no hago nada de eso. Lo que hago es otra cosa. Una idea fenomenal que se me ocurre de repente y que puede representar la salvación de mi alma. Me voy a obligar a rezar cinco avemarías de castigo cada vez que me entren esas ideas asquerosas al llegar a la palabra vientre. Y voy a apuntar en esta libreta los avemarías que eventualmente quede debiendo.

– ¿Estás bien, ñato? ¿Descansaste? ¿Dormiste bien anoche? – me pregunta mi madre mientras unta un pan con manteca.

Yo la miro y no digo nada.

– Anoche te quedaste dormido arrodillado al lado de la cama con la cabeza apoyada sobre la colcha. Yo misma te metí debajo de las cobijas. ¿No te acordás?

– No.

Entonces saco mi libreta del bolsillo. Leo: debo 508 avemarías.

Un mes después la cifra aumenta a 62,515. O dejo de pensar en vientres o me hago ateo.

Ese verano fui a la playa del Buceo y me acerqué a Irma, mi vecina de trece años. Estaba acostada boca arriba tomando el sol. Le puse una banana en el vientre. Irma no dijo nada y yo me sonreí como un beato.

– Bendito sea el fruto de tu vientre – le dije.

– Lleno eres de gracia – me contestó ella.

Hice un pozo en la arena, saqué la libreta que llevaba escondida debajo del short y la enterré.

La metáfora

El techo era a dos aguas apuntalado por vigas de madera. Por las dos pequeñas ventanas se veía caer una nieve suave y silenciosa. Estaba oscureciendo en Alkmaar y yo me saqué los zapatos y los apoyé en el radiador de la calefacción. Liesbeth entró a la habitación, me dio un beso que me noqueó y volvió a salir. Me puse a leer lo que había escrito la noche anterior en el Stapper. Había ido a ver un trío de jazz y después de tres vueltas de ron y de Coltraine me había entrado la inspiración y me había puesto a escribir mis inventos en los márgenes de un diario. Me sorprendí cuando vi que lo que había escrito estaba en holandés. No me había dado cuenta de ese detalle. Se ve que estaba más en pedo de lo que pensaba.

Liesbeth volvió a entrar en la habitación y cuando abrió la boca para decir algo se escuchó la voz de Remco, que desde la planta baja le preguntaba dónde estaba la albahaca.

– En el estante de los condimentos – le contestó Liesbeth mientras me apretaba la entrepierna.

– Ahí no hay. Voy al súper a comprar. Sin albahaca no puedo hacer pesto – se escuchó decir a Remco.

– Andá nomás – contestó Liesbeth mientras se ponía de espaldas a mí y se bajaba los pantalones.

Veinte minutos más tarde Remco volvió con la albahaca y Liesbeth dejó de ser una espalda que subía y que bajaba. Se dio la vuelta y me miró con aquellos ojos que me trituraban el corazón. Me pasó la lengua por la mejilla, refregó su nariz contra la mía, me agarró del cuello con las manos y cuando yo esperaba algo hermoso y romántico de sus labios, todo lo que me dijo fue que iba a bajar a hacer la ensalada.

Yo me masajeé los pies y me volví a poner los zapatos. Tiré el diario a la papelera cuando me di cuenta de que lo que había escrito en el Stapper no tenía ni pie ni cabeza. No hay que escribir cuando se está borracho.

Durante la cena Remco me preguntó adónde iba a ir después de Alkmaar.

– No sé. Ya veré.

– ¿No le tenés miedo a lo desconocido?

– Me encanta lo desconocido. A lo que le tengo miedo es a lo conocido.

Remco se quedó con un ñoqui suspendido frente a la boca, como calibrando la profundidad de mis sabias y extrañas palabras. En realidad esa estupidez era una respuesta preparada. Me había dado cuenta hacía bastante tiempo de que la gente pensaba que los vagabundos como yo teníamos como una especie de superioridad filosófica y que éramos espíritus libres y elevados. O éramos eso o sino éramos borrachos, drogadictos, atorrantes y locos. Sea como fuere, se nos veía como gente rara, distinta, de otro planeta. Pero lo único cierto era que los vagabundos éramos una manga de envidiosos. Envidiábamos justamente a los que tenían hogar, familia y empleo.

– Si le tenés miedo a lo conocido entonces nos tenés miedo a nosotros – dijo Liesbeth con el tenedor en la boca y un ojo cerrado que se suponía que era una guiñada.

– Lo que quise decir era una, era una, ¿cómo se dice? – dije. Y me quedé moviendo una mano en el aire como desatornillando algo. A veces el idioma holandés se me hacía muy cuesta arriba.

– Metafoor – dijo Remco.

– Eso.

– A ver, decí metafoor, dale – me pidió Liesbeth.

– Metafoor – dije yo.

Liesbeth se volvió hacia Remco y soltó una risita que no se sabía si era tierna o nerviosa.

– ¿No es divino el acento que tiene?

Remco tragó el ñoqui, tomó un poco de vino y nos preguntó si no nos parecía que el pesto le había quedado demasiado salado.

Las hortensias

Uno va, saca la basura a la vereda y se queda charlando un rato con Marieke que está embarazada de siete meses. Se ve que le cuesta bastante estar de pie. Separa bien las piernas, apoya la palma de la mano derecha en la parte de atrás de la cintura y con la otra protege sus ojos del sol. Te cuenta que no quiere saber si el bebé será nena o varón. Bueno, no es que no quiera. Es que su marido no quiere saber.

– A él le gustan las sorpresas – me explica.

Uno le desea mucha suerte con el parto y le dice que espera que disfrute de la incertidumbre. Que al fin de cuentas ese era el estado normal en el que vivían las parejas antes de la llegada de la ecografía.

Uno se despide de la madre inminente y al darse vuelta se topa con Thomas que salió al jardín con sus tijeras de podar y te pide que le admires las hortensias a lo que uno contesta que sí, que están preciosas. Después de un instante de silencio solo interrumpido por el tac tac de las tijeras que Thomas está calibrando, uno dice qué tiempo precioso, ¿no? y Thomas te responde que están anunciadas lluvias para la tarde. Uno echa otra miradita apreciativa a las hortensias y cuando quiere seguir su camino, el pequeño Willem te encaja la rueda delantera de su triciclo en tus pies y a vos te vienen ganas de matarlo pero te reís y hacés como que salís corriendo para que no te atropelle otra vez y él acelera detrás tuyo y te persigue hasta que llegás hasta el jardín de los Temmink. Te hacés el temeroso y el agitado y mientras escuchás las risas de Willem ves venir a Sarita con los ojos fijos en su smartphone y te hacés a un lado para que no te lleve por delante. Uno le dice buenos días cuando pasa por tu lado y ella te responde con un sí de la cabeza no muy pronunciado, no sea cosa que se le desprenda el auricular que le cuelga de la oreja.

Uno vuelve a su casa, abre la laptop y busca en Facebook las fotos del cumpleaños de un sobrino que uno tiene en Canadá y después de hacerse un huevo frito y de tomarse una cerveza, uno se sienta en el sofá y se pregunta ahora qué mierda hago. Es bravo vivir en un país del primer mundo que te da mil euros por mes por estar al pedo y que te subsidia el alquiler y el seguro de salud. Uno eso no se lo desea a nadie. Uno sufre por perderse las cosas hermosas que hacen que la vida sea digna de ser vivida. Como andar corriendo la liebre con un hambre endémica que te nubla la vista. O vivir con la policía pisándote los talones porque infrigís leyes que se inventaron otros. O vagar de pueblo en pueblo porque te están tirando bombas desde el cielo o te están ametrallando desde las azoteas.

Uno agarra el control remoto y aprieta el botoncito verde hasta que se le gasta el dedo y después se queda semidormido en el sofá mientras una rayita de saliva se le escapa por la boca. Uno se despierta diez minutos más tarde sobresaltado porque pasó el camión de la basura metiendo un ruido bárbaro y entonces uno sale a la vereda a recoger el tacho vacío. Uno entra a su casa por la puerta de la cocina, mira las tazas de café perfectamente alineadas en el estante pero considera que el espacio que hay entre la segunda y la tercera se puede mejorar, así que corrige ese desastre. Uno se mete las manos en los bolsillos y vuelve a sacarlas, bosteza por enésima vez y de pronto decide en un arrebato imprevisto que un ser humano tiene que tener una pena, aunque sea una sola y que hay que buscarse una pena y que hay que hacerlo urgentemente porque las cosas no pueden seguir así. Uno está al borde de la desesperación y llama por teléfono al servicio de ayuda al suicida. Uno no quiere realmente matarse. Uno lo que quiere es que le indiquen dónde encontrar una pena. Pero cuelga porque se siente ridículo. Entonces uno busca desesperadamente esas pastillas contra los nervios que una vez le habían recetado cuando tenía metida en la cabeza todo el santísimo día aquella voz de Antonio Prieto cantando blanca y radiante va la novia. Uno al fin las encuentra, se manda dos de un saque, jadea, apoya las manos en el fogón y se pone a llorar.

Leyes

Cuando el catedrático Benítez dijo que las fuentes de las obligaciones eran la voluntad y la ley, se escucharon las primeras corridas de los muchachos por la azotea. Identifiqué la vocecita chillona de Mieres gritando:

– ¡Suben por Tristán Narvaja!

Otra voz, que me pareció que era la del flaco Fuentes, gritó:

– ¡Cubran el lado de Eduardo Acevedo!

Benítez se apoyó sobre el escritorio y abrió el código civil. Se acomodó la corbata, cosa que hacía siempre cada vez que consultaba la ley y leyó el artículo que establecía que la propiedad de los bienes inmuebles se prescribía por la posesión de treinta años.

Se oyó un griterío en la calle. Delia, Ferro y Ramírez se acercaron a la ventana que daba a Dieciocho de Julio y yo me paré detrás de ellos para no perderme nada. Enfrente al canal 4 los estudiantes habían parado un ómnibus y habían empezado a zarandearlo. Desde la azotea de la facultad, Mieres, el flaco Fuentes y el resto de la barra le tiraban piedras.

Benítez nos hizo seña de que volviéramos a nuestros asientos.

– Ahora bien. En cuanto a los bienes muebles rige lo establecido en el artículo 1214 – peroró.

Pero no peroró mucho. Una bomba de gas lacrimógeno rebotó contra la ventana y después otra y después otra. Delia se apresuró a cerrar los postigos pero ya el gas había empezado a filtrarse en el local. Yo corrí a ayudarla y llegué a ver a un grupo de milicos a caballo por la calle. Cuando volví la vista al salón solo percibí una niebla que lo cubría todo. Saqué el pañuelo, lo rocié con perfume y me lo llevé a la boca.

Salimos del salón, bajamos por la escalera y al llegar al paraninfo tuvimos que pegar la vuelta porque nos chocamos contra los estudiantes que venían huyendo de la policía. Los milicos se acercaban hasta la puerta de la facultad pero retrocedían cuando Mieres, Fuentes y compañía empezaban a castigarlos desde la azotea. Se retiraban a la vereda de enfrente y desde allí disparaban gas lacrimógeno. Y todo el mundo a llorar.

Como no se podía salir de la facultad decidí volver al salón a esperar a que terminara la batalla. La niebla se había disipado algo. Ya se distinguían los asientos. Creí que estaba solo pero de pronto me pareció escuchar algo que parecía un lamento. Volví la vista y vi a Benítez en el suelo, acurrucado en un rincón con su código civil sobre la falda. Me le acerqué y me senté junto a él.

– Qué imbéciles, pero qué imbéciles – decía Benítez con voz temblorosa.

Yo no dije nada.

– ¿No se dan cuenta esos idiotas de que no pueden reprimir a los estudiantes de esa manera? Ya mataron a tres, dios mío, ¿te das cuenta?

Le saqué el pañuelo que tenía en la mano, le puse un poco de perfume y se lo devolví.

– Venirse con caballos y gases lacrimógenos para reprimir a un grupo de botijas que protestan por la subida del boleto. ¿Dónde se vio una cosa así?

Cerró el código civil, lo dejó a un lado y se lo quedó mirando.

– Leyes – dijo.

Se desanudó la corbata y la tiró lejos.

Los domingos

Ojalá todos los días fueran domingo. Ese es el día de la semana en el que el ogro se toma libre, desaparece de la escena y deja su lugar a un hombre de robe de chambre que canta tangos de Gardel mientras se afeita y que huele a perfume francés. Un hombre que no te putea y no te tira de los pelos sino que te agarra de sparring a las risas en la cocina enviándote uppercuts y ganchos de derecha que vos esquivás haciéndote el Dogomar. Y si tenés suerte lo derribás de un directo a la mandíbula y el hombre cae teatralmente desmayado arriba del platito de leche del gato. Entonces vos das una vuelta al trotecito alrededor de la mesa agradeciendo los vítores de los espectadores. Un hombre que le da cuerda a la vitrola y cuando se escucha la voz de Al Jolson, se hinca en el suelo y te hace toda la mímica de los negros del sur de los Estados Unidos, poniéndose las dos manos sobre el corazón. Un hombre que te sienta en sus rodillas y repasa contigo las operaciones artitméticas que te cuestan tanto y que no podés resolver vos solito porque tu cerebro a veces se te escapa detrás de una mosca. Un hombre que te dice agarrá la campera y te lleva a dar una vuelta por el cerro y vos bajás con él a la carrera por la ladera de la fortaleza y no tenés miedo de caerte y hacerte añicos contra el murito de allá abajo porque sabés que sus brazos fuertes y peludos te van a sujetar si llegás a tropezarte. El hombre te quiere y vos lo llamás papá sin ninguna vergüenza y a veces hasta con un poco de orgullo. Hoy todo eso es posible porque es domingo y el ogro no está. Hoy está este hombre, boxeador chambón y cantante de fox trots que huele a perfume y que baja las defensas para que vos puedas meterte en su territorio sin que te suelte los perros guardianes.

El hombre del domingo se encuentra con otros hombres en el club de bochas y de repente vos existís porque entre grapa y grapa el hombre proclama a todos los vientos que te sacaste un sote en la escuela y los demás hombres le palmean la espalda y le dicen te felicito por el botija inteligente que tenés. Vos te sentís hinchado como un globo y la cara se te pone roja de vergüenza. Entonces te palmean a vos también y te tambaleás y te das con el marote contra el mostrador. El hombre del domingo no te ignora. Te hace partícipe del exclusivo círculo de los borrachines de zapatillas blancas, te deja tirar el chico y arrimar la primera bocha y después te alza en brazos y te deposita sobre la baranda y vos te quedás ahí en la gloria, más feliz que yo qué sé, sumido en un limbo que huele a alcohol y asado a las brasas. El hombre pasa por tu lado, te hace una guiñada y se agacha para ponerle cemento a un agujero del piso de la cancha. Después se dirige hacia los tablones del fondo, apoya un pie sobre estos, eleva una bocha hasta la altura de sus ojos, calibra la distancia y el objetivo con gesto concentrado, avanza pegando tres saltos largos y suelta el proyectil de abajo hacia arriba. La comba es hermosa. La bocha gris pega en la roja, la roja sale despedida y la gris ocupa ahora el lugar en el que estaba la otra, oronda y orgullosamente redondita. Se escuchan vivas y aplausos y el hombre camina hacia donde vos estás y te abraza y vos sentís que sos el hijo del campeón del mundo.

La tarde del domingo va perdiendo cielo y luz y el hombre deja paso al ogro del lunes. Le va creciendo una cáscara en las manos, en los pies y en la cara y la voz se le vuelve áspera y oscura. Habla poco y cortito y empieza a dejar de mirarte y vos pensás que ya no existís. Se despatarra frente al televisor, frunce el ceño, enciende un cigarrillo y se queda medio dormido. Vos te retirás tratando de no hacer ruido porque presentís que el ogro se puede despertar en cualquier momento y te puede herir con un mordisco o con una palabra. Te alejás en puntitas de pie y empezás a contar los días que faltan para el domingo siguiente. Vos sabés que son siete pero los contás igual.

Los tallarines

Celoso entró al codo llevándole cuerpo y medio de ventaja a la caballada. Óscar Domínguez sacó la fusta y empezó a dar. Cuando llegaron a la popular mi viejo puso un pie en la baranda y empezó a gritar:

– ¡Celoso, arriba nomá, Celoso, arriba nomá!

Allá abierto, pero lo que se dice abierto abierto y como a dos kilómetros de distancia divisé a Remero. El número siete venía por el medio de la pista y Fajardo paradito como si estuviera haciendo el paseo preliminar. Eran dos carreras. La de los palos con Celoso a la cabeza y la de Remero avanzando por el borde del universo. Al llegar al Folle Illa, Domínguez llevaba todavía un pescuezo de ventaja. Ocho caballos se le venían encima en un torbellino de arena pero el Óscar conducía al alazán con mano segura. Yo miré a Fajardo. Había apoyado una mejilla sobre la cabeza de Remero. Parecía que le estaba hablando. Vi desde la popular el trasero blanco impoluto del jockey y la cola pelirroja del caballo golpeándose las ancas.

Frente al palco de los socios los equinos se perdieron de vista en una montaña de polvo. Mi viejo se desgañitaba:

– ¡Celoso, arriba nomá, Celoso, arriba nomá!

Remero galopaba allá solito en la frontera de la pista. Fajardo continuaba paradito y montando al caballo cheek to cheek. Arremetía. Se venía con todo.

Cruzaron el disco y el estrépito de Maroñas se convirtió de repente en un silencio sepulcral. Los ojos de todos los fanáticos del turf quedaron fijos en el marcador. Mi viejo acariciaba nerviosamente un enorme fajo de boletos. Eran todos a ganador y llevaban el número uno de Celoso. Yo sabía que ahora todos los miembros de la familia Paredes dependíamos de Celoso. Si Celoso ganaba había asado mañana al mediodía, mi madre podría hacer reparar la plancha y mi hermanita podría comprarse los lápices de colores Caran d'Ache. Yo de paso me ligaba un frankfurter con mostaza. Si Celoso perdía iba a haber puteadas de la vieja y le iba a prohibir a mi viejo por enésima vez que fuera a Maroñas a tirar la plata.

Bandera verde. Hubo un ooohhh que empezó en el palco oficial, continuó en el folle y llegó hasta la popular. Enseguida empezaron a escucharse las voces etílicas de los conocedores.

– ¡Voy al uno, cien pesos, voy al uno, cien pesos!

– ¡Voy al tres, voy al tres!

Minutos más tarde allá en la distancia, con una lentitud majestuosa y teatral, se elevó el número del ganador. El siete. Remero.

Mi vieja sirvió los tallarines.

– ¿Tallarines así nomás? – preguntó mi padre.

Mi vieja lo mató con la mirada.

– ¿No hay un poco de manteca para ponerles? – volvió a preguntar.

Silencio.

– ¿Queso rallado, salsa de tomate?

– Es un plato nuevo. No lleva nada. Se llama tallarines a la Celoso – dijo mi vieja.

Mi padre se levantó de la silla furibundo y buscó algo sobre la mesa para tirar contra la pared. Si hubiera ganado Celoso hubiera habido por lo menos algo para tirar, una botella de cocacola, una olla con papas hervidas, un marsellés. Pero no había nada. Mi hermanita le alcanzó el plato en el que ella estaba comiendo.

– Tomá papá – dijo. – Podés romperlo. No importa porque ya está medio rajado.

Mi viejo pegó media vuelta, se metió en el cuarto y pegó un portazo.

Yo intercedí por él.

– Tenés que comprenderlo, mamá – dije. – El viejo es un chambón. No sabe nada de carreras. Yo, sí.

Y le mostré los cinco boletos a ganador que le había jugado a Remero.

– ¿Con qué plata los jugaste?

– Con la que me dejaron los ratones por la muela.

– ¿Y por qué elegiste a Remero?

– La del siete era la única ventanilla donde no había cola.

Al otro día fui con mi madre y mi hermanita al centro. En el Jockey Club de la plaza Libertad cobramos los cinco boletos a ganador. En Mosca elegimos unos Caran d'Ache de lujo para mi hermanita y mi vieja se trajo una plancha Philips de Casa Sapelli con la cual, gracias a los adelantos de la técnica, se podía planchar y bailar el twist al mismo tiempo. A la hora de la cena hubo lengua a la vinagreta, ensalada rusa y tallarines con estofado. Mi viejo los probó y antes de que pudiera hacer ningún comentario, mi vieja le dijo:

– ¿Te gustan? Son tallarines a la Remero.

Madame Lagarde

Me ubiqué a la entrada del Petit Trianon y cuando madame Lagarde se bajó del carruaje yo me le acerqué con gran despliegue de plumas y chiringolas. Me saqué el sombrero y la deslumbré con mi coleta postiza y el lunar azul que me había pintado en la cara. Entonces le tomé la mano y cuando se la iba a besar, la guardia me sacó del recinto a los empujones. En lucha con la soldadesca llegué a gritar antes de traspasar la verja:

– Madame, madame, je suis Luis, je suis Luis – y noté que madame alzó la ceja izquierda, aquel perfecto triangulito. Entonces se volvió hacia mí y preguntó:

– Quel numéro?

– Numéro quarante-huit, madame.

– Il est plus que mon roi Louis Philippe I.

Se ve que le caí sympathique porque ordenó a la guardia que me dejara en paz y me llevó de la mano hasta sus aposentos donde me aposenté con la soltura oriental que me caracterizaba. Enseguida notó la cicatriz que me surcaba la frente. Yo me había puesto del lado del ventanal del oeste donde a esa hora el sol entraba de lleno, sabiendo que la cicatriz la iba a volver complètement folle. Esa cicatriz me la había ligado de nabo persiguiendo un tatú. Me había tropezado con una roca y me había ido al carajo. Pero yo a la madame no le iba a contar esos detalles nimios.

Madame se me acercó y me pasó aquella mano perfumada por la cicatriz. Yo, en un reflejo al pedo pero muy masculino le sujeté la muñeca e hice como que se la mordía. Me aseguré de que notara que le pasaba la lengua por la nívea piel y enseguida vi en el espejo la mancha blanca que me había quedado en la puntita y me pregunté y ahora cómo me la saco. Los negros del saladero de Lafone que habían estado en la Martinica ya me habían advertido que los franceses se ponían cualquier inmundicia en la piel.

Madame se rió o eso me pareció. Dijo jijijiji. Yo la única risa que conocía era la de Saturnina cuando me soplaba el plato de gofio. En fin. Siguiendo en mi papel de macho rioplatense, respondí con dos o tres jejés separados por un intervalo de unos pocos segundos durante los cuales le clavé los ojos en el fondo del alma.

– J'ai besoin de voir votre roi – le dije, mientras le pasaba la lengua por aquí y por allá, desesperado por sacarme aquella mancha de porquería.

– Il faut que je fasse pipi – me contestó ella y salió dejándome solo en aquella habitación llena de candelabros, divanes y figuras de porcelana.

Saqué del jubón la lonja de tasajo que llevaba escondida y la deposité sobre la almohada de aquella cama con dosel donde podía dormir cómodamente todo un regimiento de dragones. Me acerqué al ventanal y en vez de deleitarme con aquel paisaje otoñal de la campiña parisina, me puse a pensar en los corrales de La Teja y las lonjas de charque secándose al sol. La pucha con la nostalgia. Nunca me había imaginado que iba a extrañar el terruño de esa manera. Pero bueno. Había llegado hasta ahí y tenía que continuar con mi misión. Lafone me había dicho que no bastaba con Cuba y Brasil. Que había un mercado en Europa que otrora la corona española no nos permitía usufructuar y que ahora yo debía intentar abrir.

– Hazlo por la patria – me había dicho.

– ¿Qué patria? – le había contestado yo. – Si usted es inglés, don.

Por toda respuesta había pegado un latigazo en el piso, cazado las boleadoras y montado en su redomón. Una estampa muy gauchesca.

Madame Lagarde regresó a la habitación y lo primero que hizo fue olfatear el aire con su naricita rococó y poner una cara de asco que me asustó sobremanera. De pronto reparó en la lonja de tasajo y preguntó:

– Qu'est-ce que c'est cette merde?

– C'est tasajo, madame.

Se me quedó mirando.

Le expliqué que era un alimento muy sano, muy rico en proteínas y además muy económico. Y que si bien hasta ese momento en el territorio uruguayo estaba considerado como una vianda típica de las clases populares, no me cabía ninguna duda de que los europeos iban a adoptarlo en su dieta en cuanto conocieran sus magníficas propiedades.

Madame Lagarde pegó unos gritos que no entendí y de repente se apareció un lacayo muy erguido que recogió la lonja de tasajo con sus guantes blancos e impecables y se la llevó consigo estirando los brazos todo lo más que podía. Cuando hubo salido, madame roció de perfume toda la habitación, se subió las cinco enaguas y me violó como siete veces. Yo encomendé a Dios mi pendorcho y a cada envión de la madame pensaba en Saturnina y así de esa manera lo mantenía erguido.

Al final se tendió a mi lado en la cama y antes de que se durmiera le pregunté si me podía arreglar una audiencia con el roi Louis Philippe. Tenía que convencerlo de que comprara tasajo oriental.

No me respondió y se puso a roncar.