Los cuentos que vienen

Luis Barros

Cantando bajo la lluvia

     Los repollitos de Bruselas son una porquería.

     La aversión por los repollitos me empezó durante la pubertad. No me pregunten qué pasó exactamente. Qué supuesto drama se produjo a la hora de la cena o del almuerzo. Tenía catorce años y estaba más loca que una cabra.

     Ahora tengo yo misma una hija de catorce años y estoy pagando mal aquel karma. Donde las dan las toman. Aguantar el chaparrón. Bailar al son que te tocan. Gracias, refranes, qué haría yo sin ustedes. Porque ante Sarita me siento inerme, desvalida y desgraciada. La retobada me acribilla a crueldades ante las cuales no sé cómo defenderme. La doctora Larragán me dice que el problema en realidad es mío y no de ella. Que soy yo la que anda cargando en la vida con ciertos asuntos no resueltos, como el de la repugnancia por los repollitos de Bruselas, un secreto que yo guardo como si fuera una cosa terrible, inconfesable. ¿Y por qué? ¿Qué explicación racional tiene eso? ¿A quién mierda le va a importar que a mí no me gusten los repollitos de Bruselas? Sarita es una puberta como hay miles, me dice. No le endilgue culpas que no le corresponden. Tiene toda la razón del mundo, le contesto yo. Pero soy una hipócrita. En realidad lo que yo quiero es que me recete una pastilla. Para que la química me salve. Y la doctora Larragán, como si hubiera escuchado los gritos de las cuatro neuronas desesperadas que me quedan, garabatea un jeroglífico en su libretita y yo salgo corriendo hacia la farmacia.

     Sarita se quiere ir a vivir a la calle Chicago, en Casavalle. La mocosa me lo dice así. Así nomás. Como quien dice hola qué tal cómo te va o chau me voy a dar una vuelta alrededor de la manzana. Dice que va a ser más feliz allí con Cosito que es un noviecito que yo ni sabía que era un noviecito hasta que me lo presentó en la kermés del liceo. A mí me entraron ganas de gritarle, pero guachita, vos qué te creés, cara cagada, si apenas sabés limpiarte bien el ojete, pero decime, ¿qué vas a hacer vos viviendo en Casavalle con Cosito o Cosote o con la concha de su santa abuela? No la podía agarrar de los pelos porque los tenía a la moda de las nabas como ella, con la mitad de la cabeza rapada. De la otra mitad le colgaban unas trenzas azules que eran difíciles de cazar al vuelo. Así que intenté tironearla del aro que se había insertado en la nariz. Pero se me escapó a tiempo. Entonces, hablé. Tuve la visión momentánea de la doctora Larragán conminándome a mantener la ecuanimidad. Subía y bajaba el dedo índice de una de sus manos frente a mis ojos. Pero no iba a dejar que me hipnotizara. A la mierda la doctora Larragán.

     – Primero vas a cumplir los dieciocho años, ¿me entendés?- le digo, clavándole mis peores ojos de dinosauria en sus ojitos sombreados de plata. – Y después, solo después, vas a poder hacer de tu vida un pito, loca de mierda, que total para lo que a mí me va a importar. Pero ahora sos una pendeja de catorce años y en esta casa vas a hacer lo que yo diga y sanseacabó. Vos te vas a quedar acá te guste o no te guste y el Cosito ese que se te quede esperando en Casavalle o en Casacarajo o dondequiera que sea. Que se te quede esperando hasta que se le antoje o hasta que se le caiga el pito de viejo o hasta que se le arrugue el ojete.

     Me parece que le causó gracia eso de hasta que se le arrugue el ojete. Pareció que se iba a reír pero enseguida se dio media vuelta y salió disparada por la puerta de la cocina.

     Pasaron dos semanas. Dos semanas, guacha de mierda. Dos semanas sin saber nada de ella. Llamé al 911, hice la denuncia, la policía se portó bien, aporté todos los datos necesarios menos el número de su cédula de identidad porque no lo sabía o no lo recordaba. Los agentes investigaron a sus compañeros de liceo, a algunos familiares, trataron de localizar a Cosito que también había desaparecido, imagino que junto a ella, y recorrieron el barrio de Casavalle incluyendo muy especialmente la calle Chicago donde fueron casa por casa tratando de dar con su paradero. Hasta que el jueves pasado asomó la jeta Elisa por la puerta de la cocina. Elisa es mi prima.

     – Vengo de parte de Sarita – me dijo.

     – ¿De parte de Sarita? ¿Sabés dónde está?

     – Sí. Vení conmigo.

     Me llevó a La Fragua sobre la calle Comercio y empezó a hablar de cualquier cosa menos de Sarita. Me entraron ganas de agarrarla por el pescuezo y de gritarle a la cara ¿dónde está Sarita, la concha de tu madre? Pero la pastilla que había ingerido media hora antes me ayudó a mantener la calma. Elisa siguió con la cháchara como si nada, hablando de esto y de aquello y de lo otro. Me daba la impresión de que quería estirar el tiempo todo lo posible antes de decirme lo que me tenía que decir. Que no sería nada agradable. Pidió dos cafés más para las dos, se mandó otra medialuna y yo empecé a rascar los bordes de la silla donde estaba sentada, clavándome astillas en los dedos. Cuando ya sentía el resorte de mis piernas dispuesto a reventar y saltar por lo alto, Elisa llamó al mozo y pidió la cuenta.

     Caminamos la cuadra y media de vuelta a mi casa y antes de entrar al jardín vi a Sarita y a Cosito esperándome al lado de la puerta. Yo corrí hacia ella enloquecida y me la comí a besos y a la vez la puteaba, cómo me pudiste hacer esto, hija de mil putas y la besaba en la frente y la apretaba contra mi pecho, nunca te voy a perdonar esta, grandísima soreta, dónde anduviste metida, por Dios, ni sabés cómo me morí por dentro, pedazo de una animal, qué vas a saber vos si sos una gila de aquellas y le besaba las manos y seguía largando el llanto, tanto llanto que ya no veía nada, que parecía que llovía, que era como si Rivera se hubiera convertido en la calle aquella de la película Cantando bajo la lluvia. Pero por suerte no vi al idiota de Gene Kelly pateando charcos. Menos mal. Porque uno de los posibles efectos secundarios que tenía la pastilla era el de hacerte ver cosas que no existían.

     En fin, Sarita me abrazó y Elisa me sujetó por el otro costado y me hicieron pasar al comedor como si estuviesen arrastrando a una convaleciente. Me sentaron en el sofá y Sarita me dio un discurso del cual recuerdo muy poco. Retazos. Cosito hasta hacía poco había sido Cosita y se estaba cambiando de sexo. No te preocupes, mamá, que todavía Cosito no tiene pirulo así que no vas a ser abuela, ja, ja, al menos no por ahora. Te quiero mucho, mamá. Voy a volver contigo. Y Cosito se viene a vivir con nosotros, mamá, porque la familia no lo quiere más y no tiene dónde meterse, ¿ta?

     Como una zombi, me dejé llevar a la cocina. Me sentaron a la mesa.

     – Para hacer las paces – me dijo Sarita y me sirvió, sonriente y orgullosa, la cena que ella y Cosito (o Cosita), me habían preparado mientras Elisa me daba la lata en La Fragua. Milanesas con puré y repollitos de Bruselas. Me comí todo. Los repollitos estaban riquísimos.

El dónut

     Puse el dónut y el capuchino sobre la mesa y desplegué el diario para leer la columna de Paulin Cornelisse. Hablaba de la guerra de Troya y yo entonces, por no tener nada que hacer, me imaginé a Aquiles irrumpiendo en la cafetería, montado en una cuadriga. Se llevaba por delante las puertas de vidrio que daban a la Spoorstraat y Héctor surgía desde atrás del mostrador de los pastelitos de vainilla y lo enfrentaba con una daga y un escudo de cuero. Dejé el diario a un lado. Se estaba armando tremendo quilombo. En mi imaginación vi volar flechas de fuego desde la calle pero las troyanas que defendían la cafetería con su camiseta con el logo del Hema respondían arrojando buñuelitos de manzana. Ahora lo único que faltaba era que se apareciera Tetis, la madre de Aquiles, y le gritara a todo el mundo ¡ojito con hacerle daño a mi hijo que si no os meteré un tridente por el ojete!, pensé, medio como riéndome, mientras le pegaba otro mordisco al dónut. De pronto, de un manotazo, Aquiles me lo sacó de la boca, se lo mandó de un saque y siguió peleando como si nada. Me encolericé. Ese dónut era mío. Me había costado dos euros con cincuenta. Pero sentí las manos de Tetis sobre mis hombros y me serené inmediatamente pensando en el tridente que me haría polvo las intimidades rectales.

     – ¿Ya te ibas? – me preguntó Tessa.

     ¿Tessa?

     Estaba de pie detrás de mí con sus manos apoyadas sobre mis hombros.

     – No te preocupes por ese dónut – me dijo. – Es solo un niño.

     Efectivamente, un gurisito que apenas podía caminar, se iba alegremente con mi dónut por entre las mesas.

Fred MacMurray

     Papá era herrerista, pro yanqui y acérrimo enemigo de lo que él llamaba el amor libre, aunque tenía más novias que el sultán de Estambul. Una vez me mandó a la casa de una de sus amantes porque yo había cumplido dieciocho años y ya era hora de que me desasnara. Yo, en realidad, ya me había desasnado a los catorce con Nina y después me recontra desasné con la tía Ada con su tutú y sus zapatillas de bailarina. Pero me hice el virgen, me pasó la dirección de la sultana y fui a verla. Vivía en la calle Cerro Largo, en un edificio que tenía un ascensor que metía tremendo ruido. Me recibió en camisón y me dijo pasá y acomodate. Yo pasé y me acomodé. Me preguntó si yo era herrerista, pro yanqui y enemigo del amor libre. Le contesté que yo era batllista, antiyanqui y partidario de cualquier amor, ya fuera libre, condenado, prohibido, escrito o cantado. No sos hijo de tu padre, me dijo. Yo me alcé de hombros y le contesté que sí, que me parecía que sí, que yo era hijo de mi padre. ¿Alguna vez viste tetas?, me preguntó. ¿Las suyas?, contesté yo. Se rió y se abrió el camisón. Ah, esas, dije yo. No, la verdad que no, hasta ahora no las había visto, no, ahora sí. La felicito, tiene usted tetas muy lindas. Qué le iba a decir, ¿que me daban repeluz? Muchas gracias, dijo ella. Usted se las merece, contesté yo, haciéndome el fino. ¿Sos de verdad virgen, como me dijo tu padre? Sí. ¿Pero ya te habrás hecho tus buenas pajas, ¿no? No. Me miró torciendo la cara, dándome a entender que no me creía. Entonces lanzó una carcajada. Sos un sinvergüenza igual que tu padre, me dijo. Vení, acompañame. Me tomó de la mano y me llevó a su dormitorio, donde se pasó un rato largo tratando de sacar de la cama a un gato que se llamaba Kenny. Cuando lo depositó en el suelo, Kenny se me enroscó en los pies y empezó a olerme los zapatos. Yo me agaché a acariciarlo y la sultana se desnudó y se acostó. Estuve un rato demasiado largo acariciando a Kenny, me parece, porque cuando me incorporé, la sultana me estaba mirando con ojos que me preguntaban: ¿a qué mierda viniste, nene, a coger o a joder con el gato?

     Este año ganamos las elecciones, dijo mi papá, leyendo El País y echándose talco en el pantalón porque se le había manchado de huevo. Los blancos al fin se unieron, los colorados están fritos. En este país, ya vas a ver, van a volver las buenas costumbres, los valores de familia, la moral cristiana. Los batllistas quieren que nos volvamos comunistas o filocomunistas, como los daneses o los suecos, que pregonan y practican el amor libre, fijate vos, qué relajo, no sé dónde vamos a parar si esa gentuza gana otra vez. ¿Cogiste bien, ayer? Le contesté que sí atorándome con el pan con grasa. Aina trabaja en la caja de jubilaciones, me dijo, me agiliza mucho los trámites, ¿viste qué culazo que tiene? No sabía que se llamaba Aina, ni le había visto el culazo. Yo había cerrado los ojos, había pensado en Isabel Sarli cuando salía del agua y había acabado el asunto rápidamente. Yo era un muermo. No era como mi papá, que era apuesto, bien vestido, perfumado y siempre con la palabra justa en la boca. Mi papá sabía contar chistes y dar abrazos a hombres y mujeres con una espontaneidad que abrumaba. Yo notaba cómo las damas se hacían pichí cuando papá sacaba la petaca de plata del bolsillo interno del saco y encendía los L y M a lo Fred MacMurray. La imagen era impresionante. Solo faltaba la musiquita de las películas.

     Cuando cumplí diecinueve, mi padre empezó a preocuparse seriamente. ¿Seguís sin tener novia? ¿Pinchás por ahí al menos alguna vez? ¿Qué te pasa? ¿Sos trolo? Decidió mandarme a ver a otra de sus novias. Esta se llamaba María y era muy seria. Al igual que mi padre era acérrima enemiga del amor libre y opinaba que el Uruguay iba por el mal camino de las malas costumbres. Solo Herrera podía salvarlo. Trabajaba en el consultorio jurídico de las hermanas franciscanas y vivía en Aires Puros. Con ella el sexo debía ser solo oral. El coito se debía reservar para el acto más puro del amor matrimonial. ¿Pero chupar no es pecado?, inquirí. No, qué va a ser, replicó. Es como dar besos, ¿no? El beso siempre es puro. Es una ofrenda de cariño. ¿No se dan besos en la mejilla, en las manos y en la boca? ¿Qué tiene de malo un beso? ¿Por qué va a ser pecado un beso en el pene? Pero es que chupar es bastante más que un beso, objeté yo. ¿Y además con la leche que sale, ¿eh? ¿Qué hacés con la leche que sale? María se rió como si le hubiera contado un chiste fenomenal. Sos muy complicado, vos, me dijo, dándome una palmada en el muslo, no sos hijo de tu padre. Sí, soy hijo de mi padre lamentablemente, respondí. Lo de lamentablemente me salió bajo de volumen. No creo que lo haya escuchado. En fin, chupé imaginándome que tenía la cabeza metida entre las piernas de Isabel Sarli. María chupó también y solo con detergente logré sacarme más tarde las manchas de lápiz de labio. Me despedí de ella bajo el alero de su casa de Pedro Trápani y ella me deslizó en la mano un póster plegado de los blancos. Este año sí que ganamos, me dijo con una guiñada. Con Fernández Crespo y don Luis Alberto unidos, los matamos, ya vas a ver. Ojalá que no, pensé. Chau, me dijo y saludame al sinvergüenza de tu padre. Se acercó y me dio un un beso pegajoso que me pareció que sabía a algo que había salido de mí mismo. Puaj. Una vez que cerró la puerta de su casa y hubo desaparecido de mi vista, escupí en la vereda.

     ¿Pero vas a coger solo una vez por año vos, cuando te mando a lo de una de mis novias? Tenés que aprender a valerte por vos mismo, Carlitos, así no podés seguir, me dijo papá, comiéndose su huevo frito con mucho cuidado. Mi papá aprendía de sus errores. Nunca tropezaba con la misma piedra. Así se ahorraba en talco y en tintorería. Mirá, esta noche te vas a ver a la doctora Proietti, continuó. Ya la llamé y te espera. Es psicóloga y tiene un cuerpo espectacular. Coge como una diosa italiana. ¿Diosa italiana?, pregunté yo. ¿Cómo es eso de que coge como una diosa italiana, qué querés decir? Y...como Sophia Loren o Gina Lollobrigida... Ah, sí, claro, dije yo, como si me hubiera aclarado una duda muy profunda. Yo, en ese momento, tenía la mente en otras cosas. Había dejado preñada a Lola, compañera de la facultad y Lola había decidido tener al hijo o la hija y yo había decidido que si ella lo o la quería, entonces yo también lo o la quería. La cosa es que Lola y yo íbamos a ser padres y los dos teníamos veinte años y estábamos a mitad de la carrera y no teníamos un mango, aunque sus padres y los míos estuvieran cagados en plata. Para peor éramos batllistas, antiyanquis y partidarios del amor libre.

     La psicóloga Proietti era efectivamente espectacular. Pero no me dio mucho tiempo para admirar su espectacularidad porque me tiró inmediatamente en una especie de diván, me bajó los pantalones y se me sentó arriba. Me sorprendió la facilidad. Yo ni me di cuenta. Ni sabía que la tenía parada y ni me hubiera imaginado que ella estuviera tan estupendamente lubricada. Era un milagro. Como correspondía, efectivamente, a una diosa de verdad. Ahora decime, me dijo, ¿qué problema tenés con las mujeres? ¿Te sentís inferior por ser petiso, flaco y narigón? Contestame. A mí me costó mucho contestarle porque con los enviones que metía, su cara subía y bajaba, subía y bajaba y yo me había empezado a marear y no podía decirle nada. Lo único que atiné a hacer fue a imaginarme a Isabel Sarli en una hamaca y así salí rápidamente del atolladero. Ella suspiró algo en italiano, se separó de mí, se pasó una mano por el cabello y me dijo tu non sei figlio di tuo padre. Ma è vero, le contesté. Y agregué, haciéndome el Marcello Mastroianni: sono veramente figlio di mio padre.

     Lola y yo nos bajamos del ómnibus en la plaza de los Treinta y Tres y nos fuimos a sentar frente a la fuente. Estábamos los dos muertos de susto. Había un hijo o hija en camino y un mundo a nuestro alrededor que se nos iba a poner en contra en cuanto se enterara. Iban a sonar las sirenas de los patrulleros, nuestras familias iban a sacar los tanques a la calle, se iban a movilizar los guardias suizos de la Santa Sede, se iban a escandalizar los vecinos, los herreristas nos acusarían de traidores, los hunos de Atila nos perseguirían por Avenida Italia y los blandengues nos curtirían a sablazos. No teníamos a nadie de nuestra parte. Éramos dos chiquilines irresponsables que no entendían lo que hacían, que no estaban ni en condiciones psíquicas ni económicas para formar una familia, dos bobetas que estaban tirando por la borda todo un futuro de promesas.

     Lola me preguntó a quién iba a votar el domingo. A cualquier cosa que no sea herrerista, pro yanqui o enemigo del amor libre, le contesté. No sos hijo de tu padre, me contestó ella. Me reí. Se rió. Luego nos abrazamos y nos pusimos a llorar.

It's now or never

     El monje budista recitó sutras en sánscrito y el hijo de Cio-Cio San se acercó al altar con sus ofrendas de incienso. Allí yacía ella, la mismísima Cio-Cio San, la geisha más bella que jamás hubiera existido. Estaba muerta, pero en realidad yo sabía que iba en camino hacia su siguiente reencarnación.

     Fui yo el que la había matado. Había sido mi primera víctima. Oficialmente la pequeña Cio-Cio San se había suicidado clavándose un cuchillo en el estómago, pero a mí no me vendían ese cuento. Yo sabía que habían sido mis besos los culpables. Eso fue lo que traté de explicarle al juez de instrucción del distrito de Ojika, en Nagasaki. Pero no me creyó. Me sacaron de la sala a los empujones aunque ya en la calle los agentes, muy corteses, me despidieron con una inclinación de cabeza. Yo hubiera querido explicarle al juez que si bien Cio-Cio San estaba enamorada de Pinkerton y que había intentado suicidarse porque él no la quería, las heridas que ella misma se había infligido con el cuchillo habían sido superficiales. Yo había descorrido a tiempo las cortinas detrás de las cuales se había ocultado y la hallé tendida en el suelo, sangrando y cantando con un hilito de voz un aria de Puccini. En su delirio se creía una heroína de ópera. La cubrí de besos y le declaré mi amor, un amor infinito que me había nacido durante ciertas noches calurosas en Milán en las que Giacomo tocaba el piano con una pierna rota y me pasaba los pentagramas que yo ordenaba prolijamente sobre un escritorio. Pinkerton, ¿eres tú?, me preguntó la hermosura que tenía en mis brazos. Sin contestarle, la besé una y otra vez. Ella sonrió, se cubrió el vientre con sus pequeñas manos, dijo arigató y se fue desdibujando lentamente hasta que empezaron a sonar aplausos en un universo muy distante y muy distinto. Era el año cuatro del vigésimo siglo.

     En el año treinta y ocho llamé a Alfonsina por teléfono desde San Clemente del Tuyú pero la recepcionista del hotel me dijo que había salido. No le creí. La próxima parada del micro era en Villa Gesell. También la llamé desde allí y esa vez la recepcionista me dijo que no insistiera. ¿Que no insista?, exclamé. ¿Pero quién se cree que es usted para decirme que no insista?, le dije. Es un mensaje de ella, me respondió. Me dijo que le dijera que no insista. Así que no insista más, caballero. Corté la comunicación y de puro cabeza dura que soy, alquilé un coche particular y continué hasta Mar del Plata a toda marcha. Cuando llegué a aquella ciudad, la recepcionista del hotel quiso detenerme a la entrada y amenazó con llamar a la policía si no me retiraba. Estábamos en ese tira y afloja cuando desde lo alto de la escalera apareció la figura difuminada de Alfonsina, haciéndome seña de que la siguiera. Así lo hice. Yo sabía que no me quería ver, que quería estar sola, pero Alfonsina nunca había sido dueña de sus propios sentimientos. Entramos en su habitación. Se sentó a una mesa y se dispuso a continuar escribiendo el poema que había sido interrumpido por mi llegada intempestiva. Bájame la lámpara un poco más, me dijo. Así lo hice. Con mejor luz acabó en pocos minutos y entreví el tíulo del poema: Voy a dormir. Estúpido de mí. Debería haberme dado cuenta en ese momento del torbellino interior que la atormentaba. Si bien estaba al tanto de su tristeza, no podía estar al tanto de sus planes inmediatos. Sabía que había sufrido la pérdida de Horacio y de Leopoldo, sus dos compañeros de siempre, sus compinches inseparables de fantasías y garabatos. Los muy traidores se habían tomado un tranvía al infierno. La habían dejado sola en un hotel frente a la playa de la Perla, en octubre, con frío y con una voz antigua de viento y de sal como única compañía.

     Y bueno, salimos del hotel y bajamos hasta la playa. Y allí a la orilla del mar la besé y la besé queriendo darle toda la vida de la que era capaz. Ella no dijo nada. Estaba muy pálida. Me pidió que me fuera, que la dejara sola. Entonces bajé la cabeza y volví lentamente sobre mis pasos. Cuando me di vuelta, Alfonsina había desaparecido.

     Hasta el día de hoy se sigue hablando de su suicidio. Pero ahora ustedes ya saben la verdad. Fueron mis besos los que acabaron con ella. ¿Pero quién me va a creer? Se lo he contado a un par de amigos íntimos y se me han reído en la cara.

     Me encontraba en Norteamérica en el mes de agosto del sesenta y dos cuando me escondí detrás de unos arbustos con mi largavista y los vi saliendo por la puerta del chalet uno por uno. Primero salió el médico con su bata blanca, su estetoscopio y su maletín. Nunca había visto tanta tristeza en la cara de un facultativo. Se sonó la nariz bajo la palmera, suspiró y miró su reloj. No sé si pudo ver realmente la hora. Eran las tres de la madrugada y la luz que provenía desde el interior de la casa era muy tenue. Se fue caminando por el sendero que llevaba al bosque. Unos minutos más tarde salió el psiquiatra con su pipa, sus lentes gruesos de miope y su saco de tweed con coderas. Todo un cliché hollywoodiano. Como correspondía al mundo en el que se movía Marylin. Eunice, la doméstica, le hizo adiós con la mano desde la puerta principal y el psiquiatra se subió a su coche y partió en dirección al centro de Brentwood. Seguí con el largavista los movimientos de Eunice dentro de la casa y la vi meterse en la cocina. Me dije a mí mismo it's now or never, frase que me había aprendido de Elvis y corrí hacia la puerta, sabiendo por experiencia que Eunice nunca la cerraba con llave. Me dirigí sigilosamente hacia la habitación de Marylin. La encontré acostada y desnuda y me pareció que también borracha. O mareada. Era difícil saberlo. Había tantas Marylines dentro de aquella cabecita que a veces me parecía que no era una persona. Era una multitud. La tomé en mis brazos e intenté hablarle. Ella me miró y me dijo oh, it's you. Y me pidió que le hiciera un favor. Of course, le contesté. Me pidió que fuera a ver a John, a Bobby, a Joe y a Arthur y que los mandara a todos a cagar. No problem, sweetheart, le dije. Yo iba mucho al cine y me sabía pila de frases como esa. Marylin estaba respirando superficialmente y muy rápido, lo que no me sorprendió demasiado porque también hacía lo mismo en todas sus películas. Entonces, derretido de ternura, la besé y la besé y la besé hasta que por las rendijas de la celosía vi los faros de los coches de la policía que estaban estacionando frente a la casa. Marylin ladeó la cabeza, dejó de respirar y la deposité con mucho cuidado sobre la cama. Me sequé las lágrimas con la manga del pulóver y escapé por una puerta que daba a un costado del chalet. Me tiré a la piscina y allí me quedé asomando la cabeza de vez en cuando hasta que la policía se marchó.

     Después hice lo que pude para dejar clara mi culpabilidad. Lo juro. Marylin había sido la tercera víctima mortal de mis besos y no podía ser que el mundo siguiera sin castigarme. Le pedí al jefe de la policía de Los Ángeles que descartara la hipótesis de una sobredosis de barbitúricos o de somníferos y que tampoco le echara la culpa a una depresión crónica o a la esquizofrenia que había heredado de la madre. Le expliqué que habían sido mis besos los que la habían matado.

     Me hizo sacar de la comisaría a patadas. Esta vez los agentes no fueron tan amables como los japoneses. A la salida me dieron un empujón y me dejaron tirado en la vereda.

     El médico forense Thomas Noguchi ni siquiera se tomó la molestia de buscar rastros de mi saliva en los labios de Marylin, cosa que le pedí reiteradamente y Pat Brown, senador por California, no respondió a mi carta solicitándole que nombrara una comisión que investigara no solo la causa verdadera de la muerte de Marylin sino también el poder letal de mis besos. Al final, cesé en mis intentos. No se iba a hacer justicia. Me había convertido, sin proponérmelo, en un peligro para la humanidad.

     Y así seguí matando con mis besos. Cuidado, gente, que sigo suelto. Pero, ojo, siempre que he matado lo he hecho por amor. Besé a Baltasar Brum en la calle Río Branco antes de que gritara ¡viva la libertad! y se descerrajara un tiro en el pecho y a Vicente van Gogh mientras iba dejando un rastro de sangre por las calles de Auvers-sur-Oise. También besé las piedras que Virginia Woolf se había metido en los bolsillos para no volver a la superficie y las puertas del armario donde Karen Carpenter se había escondido con sus huesos para decirle adiós al mundo de los discos. También besé el pecho de Demócrito cuando el griego decidió aguantar la respiración e irse con sus átomos a vivir a un barrio mejor y también el violín de Romeo Gavioli cuando el músico se metió en su coche y salió como un bólido en dirección al mar.

     He matado a tanta gente y he acumulado tanta culpa y tanto arrepentimiento que ya no sé qué hacer. Me incorporé recientemente a un grupo de autoayuda dirigido por José Alves de Moura, quien después de haber besado al Papa, a Frank Sinatra, a Mike Tyson y a todos los famosos del mundo, se quedó sin saliva y sin labios.

     Rosa Acevedo forma parte también del grupo. Es otra besuqueadora compulsiva como yo, pero la brasileñita está logrando recuperarse a fuerza de voluntad. Nos hicimos amigos. Bueno, más que amigos. Vivimos juntos, pero no nos besamos para evitar recaídas. Nos conformamos con mirarnos a los ojos fijamente, nariz contra nariz y decirnos muá, muá. Rosa cree en la reencarnación. Dice que en su vida anterior fue una geisha y que vivía en Nagasaki. Yo hasta hace poco me reía cada vez que me decía tal cosa pero justo ayer se mudó a la casa de al lado un marinero norteamericano llamado Pinkerton.

     ¿Qué hago? ¿Lo beso o no lo beso?

La casa de Solferino

     Subiendo por Solferino desde Propios, después de cruzar Juan de Dios Peza y a mano derecha estaba la casa donde había nacido la música. Un día arranqué del jardín de aquella mansión verde un ramillete de corcheas y lo sumergí en agua tibia. A los pocos días las corcheas ya se habían convertido en una chamarrita.

     La mansión verde era la de los Tuala. Los Tuala pertenecían a una dinastía que descendía de Hermes, un dios de la época en que los reyes eran sotas. Este Hermes se las daba de luthier. Fabricó una lira que después le afanó Apolo, que era otro de los fantasmones de la Grecia de aquellos tiempos.

     Esa misma semana pasó Papá Tuala por la plazoleta de Presidente Oribe. Yo estaba sentado en un murito cantando mi chamarrita. Papá Tuala hizo como que no me oyó y si me oyó no le dió importancia. O sí le dió. Porque Roberto, el hijo mayor, me dijo después, que el viejo le habia dicho que mi chamarrita sonaba como el culo.

     – Si vas a afanar del jardín nuestro, afaná bien, gil – me dijo Roberto. – No te lleves solo corcheas, tenés que llevarte también fusas, semifusas, blancas, negras y alguna que otra redonda. Y no te olvides de los silencios, pajarón. Sin los silencios no hay música.

     Yo qué sabía. Yo le había robado la guitarra a un coso que cantaba en la fonoplatea de Radio Carve. Se estaba tomando una grapa en el bar de la esquina del Palacio Díaz para ir calentando el garguero y había depositado el instrumento en el suelo junto a él y lo tenía apoyado contra el mostrador. Yo entré vociferando Acción, Plata, Diario y no vendí nada. Al salir cacé al vuelo aquella viola irresistible y salí disparado por Ejido hacia abajo a doscientos quilómetros por hora. Luego, en el chalé de zinc del cantegril de Malvín Norte empecé a darle a las cuerdas sin ton ni son. No les podía arrancar melodías. No había caso. Necesitaba notas. Notas. Yo había visto en el Capitol que ese era el consejo que les daba la novicia rebelde a aquellos niñitos austríacos de las montañas. Con esas notas los botijas habían hecho musiquitas y con esas musiquitas habían mantenido a raya a los nazis. Casi nada. Yo también quería tener musiquitas para cantar. Y hacer un dúo con Julie Andrews en el ciento cuarenta y tres que iba a la aduana.

     Volví a la mansión verde de los Tuala porque me entró a remorder la conciencia por lo del ramillete de corcheas. Hasta hacía poco yo no sabía lo que era eso de la conciencia. El cura Antonio, que visitaba el cante de vez en cuando, me había explicado que era como una vocecita que cuando vos habías hecho algo malo, venía y te empezaba a putear por dentro, pero muy bajito. Vos en realidad no la oías. Pero te ocasionaba como un malestar en la frente, como una cosquilla molesta en la barriga y te hacía que te sentaras en el cordón de la vereda y que te pusieras a hablar solo y que te preguntaras: che pelandrún, ¿estás haciendo las cosas bien?

     Recé un padrenuestro ante el portón de alambre de la mansión y después aplaudí para anunciarme. Papá Tuala estaba jugando con el Duque tirando piedras que el perro le traía de vuelta. Mamá Tuala, la mujer más hermosa del mundo, conversaba con una mariposa en su lengua charrúa. Había un carnaval de fusas y semifusas desfilando por el pasto y yo me mareé un poquito cuando las azaleas se pusieron a cantar la güeya de Fabini y los yuyos apretujados al pie de una pared de ladrillos les hacían una segunda voz. Los Tuala habían caído en en el Uruguay porque cuando al dios Momo lo echaron del Olimpo por payaso, Hermes lo acompañó al Yaguarí. Allí lo dejó exiliado por orden de Zeus. Solo se le permitió quedarse con su lira y con su careta. Momo, entonces, para no aburrirse, hizo unos pases mágicos y les agrandó el pendorcho a los toros que había traído Hernandarias desde Buenos Aires. A las vacas les puso ventanitas en la frente para que se viera lo que estaban pensando. Con aquel arma terrible de los toros y los pensamientos visibles de las vacas, el relajo estaba servido en bandeja de plata. La Banda Oriental se llenó en pocos años de cientos de miles de animales felices y cimarrones. Después Momo se jubiló y se fue con su lira y su careta de cartón a vivir en la mansión verde de la calle Solferino en Montevideo, donde Hermenegildo Tuala, que había regresado de Masoller y era aguatero del Curcc, le cebaba mates y en febrero le pintaba en la cara monigotes de color, porque con el calor el dios no aguantaba la careta. Hermenegildo Tuala era hijo de Hermes y de la ninfa Tuala. También supo tener sandalias con alitas como las del padre, pero se las sacó porque le apretaban y fue a caer en picada en Oupouyován, que era una región de la que nadie tenía la más remota idea y que en griego quería decir Río de los Pájaros Pintados. En aquellos años ya había alguna música desparramada por ahí en Montevideo, la verdad, pero estaba en estadio prenatal. Le faltaba todavía nacer de verdad, explotar, eclosionar, saltar por los aires nueva y frenética, surcar los cielos de los barrios, atravesar el firmamento como un pelotazo de John Harley, brotar de los tablados, erupcionar en los tambores, enloquecerse en las gargantas y piruetear entre las tetas plumíferas de las vedettes. Le faltaba fibra, corazón, osadía, rompehuevería. Y así fue que cuando llegó el telegrama desde Grecia con el perdón de Zeus, Momo se metió los dedos en las orejas, revolvió y empezó a sacar mugre, cera acumulada y todas las notas musicales que podían caber en un pentagrama. Entonces le dijo a Hermenegildo che vo, plantalas en el jardín. Este va a ser el regalo que le dejo al Uruguay para que no se olvide de mí. Hermenegildo pensó que el dios se iba a poner a llorar, pero justo en ese momento aterrizó un helicóptero pilotado por Hermes, que llevaba un casco con micrófono para hacer pinta y Momo se subió y después ascendieron a las nubes, mientras la Coca que vivía en un barracón de la calle Magenta cuyo fondo colindaba con el de la mansión, corrió hasta el alambrado y gritó pero qué ruido es este, qué quilombo están haciendo, a ver si bajan un poco el volumen, por favor, que mi Diógenes está durmiendo la siesta.

     Papá y Mamá Tuala tenían, a ver si me expliqué bien, sangre divina. De pronto Papá Tuala se volvió, me miró medio como con desgano y comentó con esa gravedad regia de los que se saben nobles:

     – Ahí está esa figurita otra vez. ¿Y ahora qué te venís a afanar?

     – Nada – contesté. – Vengo a devolver el ramillete de corcheas.

     Y saqué del bolsillo un puñado de lo que quedaba de aquellas corcheas, bastante secas pero no demasiado arrugadas. Y le confesé a Papá Tuala que gracias a ellas, había registrado el día anterior, mi primera obra musical en AGADU: la Chamarrita de las Corcheas.

     Papá Tuala me miró de arriba a abajo y me dijo:

     – ¿Tenés El Popular?

     – Sí.

     Y le dí uno de los que llevaba debajo del brazo. Me quise hacer el magnánimo e hice finta de que no le iba a cobrar, pero me agarró de la nariz, me arrastró hacia él y me metió un billete de un peso y una moneda de cincuenta centésimos en el bolsillo de la camisa.

     Después me pasé años siguiendo a los Gaby's, los Joker's, los Adam's y la Escuelita del Crimen por todos los tablados de Montevideo habidos y por haber. Los hijos de Papá Tuala, Roberto, Walter y Miguel cantaban, bailaban y hacían reír. Los barrios disfrutaban y ellos dejaban en cada vuelta pedazos de corazón. Yo los acompañaba en los camiones, subía y bajaba parapetos y carteles pintados, ajustaba micrófonos y me moría de alegría con cada actuación, escondido en la parte de atrás de los escenarios, atento a cualquier cosa que pudiera ir mal para corregirla de inmediato.

     Una noche, a la salida del Jardín de la Mutual, una sombra pasó corriendo y se afanó un sombrero de copa que era de cartón piedra. No me dio ni tiempo a sorprenderme. Cien metros más allá aterrizó un helicóptero y los tres Tuala se subieron. La gente aplaudía. Alguien comentó que de esos locos de los Tuala se podía esperar cualquier cosa. Entre risas y vítores el aparato levantó vuelo y quedó medio como flotando. Yo también me acerqué corriendo y vi que el piloto tenía la cara pintada y que se había puesto el sombrero de copa. A pesar del ruido le oí preguntarle a los Tuala:

     – ¿Alguno de ustedes sabe cómo se maneja esto?

     – Yo, sí – contestó Julie Andrews, apareciendo desde atrás de los asientos.

     Pero no era Julie Andrews. Se sacó la peluca. Era Hermes, por supuesto, haciéndose el loco. Momo le dejó el sitio del piloto, se sacó el sombrero de copa y gritó: ¡araca la cana!, porque la yuta, alarmada por el tumulto, se venía acercando por el lado de Larrañaga.

     El helicóptero levantó vuelo y yo ya sabía hacia dónde se dirigía. Así que me tomé el ciento setenta y tres, que me dejaba en Propios y Solferino. De ahí solo tenía que caminar una cuadra y media.

La tomografía

     Don Gervasio, si no me equivoco, fue el primero que se me metió en la sesera. Llegó cansado del Paraguay y se aposentó en el cerebelo porque seguía siendo humilde a pesar de la bullanga esa de que era el Jefe de los Orientales, el Protector de los Pueblos Libres y yo que sé que otros nombretes más, que al general le resbalaban y lo ponían muy incómodo. Fue él el que me leyó las instrucciones del año trece y el reglamento para el fomento de la campaña porque el profesor Ramos se quedaba dormido en clase y yo me ponía entonces a dibujar elefantes en el cuaderno. Don Gervasio me enseñó durante los años de colegio a usar la cabeza para ganar las batallas del recreo, a no levantar la voz para hacerme respetar, a no temer y a no ofender según viniera la mano y a comprender que la autoridad que él tenía emanaba de mí y que ella cesaba ante mi presencia soberana. Yo le decía mi general, tengo seis años, qué voy a tener yo presencia soberana, hágame el favor y él me contestaba botija, serás chiquito y medio nabo pero la autoridad sos vos y yo soy tu mero representante. Nunca salió del cerebelo, hombre humilde como pocos. Allí tomaba sus mates y me hablaba cuando sabía que yo lo necesitaba, diciéndome por ejemplo que los más infelices serían los más privilegiados cuando veía que yo andaba mal, amargado y de capa caída.

     Unos años después vino María de los Ángeles a instalarse en mi sesera. Eligió mi lóbulo occipital. Coqueta y ordenadita como era, no tardó en colgar espejos e instalar las lámparas y los floreros que todavía me siguen alegrando los pensamientos y produciéndome cosquillitas en la nuca. Me inyectó mil litros de estrógeno en las neuronas y me las enloqueció. Hizo que las pobrecitas le ordenaran a mi próstata que produjera toda la testosterona de la que era capaz. La próstata hizo lo que pudo. Trabajaba horas extras. Me enseñó que el amor lo era todo en la vida. Que se vivía para besar, para abrazar y para coger y pará de contar. Me lo hacía repetir como si fuera un mantra. A ver, dale repetí: besar, abrazar y coger. Besar, abrazar y coger. Besar, abrazar y coger. ¿Así siempre en ese orden?, preguntaba yo. No necesariamente. El orden de los factores no altera el producto, me contestaba. De vez en cuando bajaba hasta mi corazón y yo sentía cómo me pateaba las aurículas y los ventrículos porque tenía miedo de que me olvidara de ella. Volvete al lóbulo occipital que ahí estás bien, le decía yo. Si se me da la gana, nene, me contestaba ella, porque vos no me vas a decir a mí en qué sitio tengo que estar y adónde tengo que ir, ¿me entendés, macaquito? Pero al final siempre volvía al lugar que ella misma se había asignado en mi sesera. Y sigue ahí todavía, mi María de los Ángeles, mi primer y más excelso amor, siempre joven y bella como cuando tenía dieciocho años. Y yo, aquí como me ven, más viejo que Matusalén. Esas cosas raras que tiene la vida.

     Otro que se vino a vivir a mi sesera fue Obdulio. Eligió aposentarse en mi bulbo raquídeo. Yo nunca lo había visto jugar, pero Obdulio siempre le preguntaba por mí a mi padre, sabiendo que me había agarrado la polio, cuando se encontraban en el puerto. Yo estaba en el Filtro inmóvil como un palo y mi padre me decía te manda saludos el Obdulio y me pidió que te dijera que no te preocupes, que vos te vas a recuperar de esta enfermedad de mierda y que vas a llegar a ser un campeón como él y además dice que te va a dedicar un gol mañana si le mete uno a Rampla Juniors y que sigas tratando de mover ese pie, que no seas atorrante y que hagas todo lo que te mande el doctor tal como lo hace él mismo cuando se lesiona, porque así le vas a ganar a la polio por dos a uno como le ganó él a Brasil en Maracaná y además te manda esta revista de Hopalong Cassidy y este chocolatín que tiene la firma de él aquí en el papel plateado, ¿la ves? Ah, y también me dijo que quiere venir a visitarte, pichón y te manda decir que ojalá que estés sano para marzo que es cuando empieza la escuela y que te va a regalar una pelota. Lo que no sabía mi padre era que Obdulio era ya inquilino mío y que lo veía todos los días ponerse la camiseta que tenía el número cinco en la espalda. Se tomaba sus matecitos mañaneros, hacía ejercicios de calentamiento y después cazaba la globa y me levantaba unos centros impecables que yo cabeceaba. Los centros estaban tan perfectamente calibrados que yo lo único que tenía que hacer era mover un poquito la cabeza sobre la almohada, elegir a mi antojo el ángulo preferido y mandarla al fondo de la red. Una papa, jugar con Obdulio. Éramos una dupla invencible. Las enfermeras del Filtro nos hubieran pedido un autógrafo si lo hubieran sabido. Aunque ahora que lo pienso, qué sabían ellas de fútbol.

     En el lóbulo parietal está la suite de lujo de mi sesera y allí vive, cocina, lava y rezonga la mujer que cambió el mundo para siempre cuando en el año noventa y cinco del siglo diecinueve se les apareció a los Rodríguez Bolaños, vecinos de Castrotierra de la Valduerna, en la recámara donde nacían sus hijos y dormían los gorrinos. Amalia estrenó sus primeras alegrías bajo los jamones y los chorizos que colgaban del techo e inauguró sus asombros en los campos de León, rompiendo terrones para sembrar trigo de invierno y formando alcorques alrededor del plantín para que los limoneros crecieran fuertes y bellos bajo el sol. Pero la niñez se le interrumpió de repente cuando sola y asustada la mandaron a cruzar el Atlántico en un vapor que iba de Vigo a Montevideo. Una vez que llegó a aquella ciudad del sur, se encontró con una muchedumbre de fantasmas que eran muy ilustrados y muy valientes y que cada dos por tres se juntaban bajo una bandera y se ponían a cantar disparates. Entonaban un himno heroico acerca de ciertos orientales (¿chinos? ¿filipinos?), que tenían que elegir entre una patria o una tumba. Menudo rollo. Ella, que no sabía ni leer ni escribir, se les plantó delante y poniéndose las manos en la cintura les dijo no sé qué bicho os ha picado, majos, pero abridme paso lechuguinos, que por mucho que sepáis de hostias y de leches y os la deis de sabiondos, yo tengo estas dos manos, ¿las veis? y con ellas puedo retorceros el pescuezo si se me antoja o sino prepararos para la cena una cazuela de mariscos o un cochinillo asado con patatas y de postre borrachuelos malagueños.¿Qué os parece? Elegid. Unos pocos días después se empezó a ganar la vida en la cocina de los Irigoyen y entre bacalaos al pil pil, fabadas asturianas y cocidos madrileños, el chofer de la casa la invitó a pasear por el Prado en el Studebaker. Ella le dijo que sí. Yo la miraba desde las nubes con impaciencia, esperando mi turno para poder bajar a la tierra y empezar con mi show. Me quedé más tranquilo cuando vi que él le dio el primer beso. Bien. Algo era algo. Pero tuve que esperar todavía mucho tiempo más antes de poder aparecerme en el escenario, porque mi madre se interpuso en el argumento de la obra. Y fue recién cuando yo andaba por los tres años que me la presentó y me dijo: pechocho, esta es tu abuela Amalia. Entonces la señora me levantó del suelo y me plantó un beso imponente que ocasionó un teremoto en Chile y una ola gigantesca en San Francisco. Apenas repuesto de la conmoción cerebral y del terrible moretón en la mejilla vi que se metía muy oronda en la suite de lujo de mi lóbulo parietal. Enseguida se puso a barrer y a picar cebolla, Después colgó un letrero en la puerta que decía ocupado de por vida y la cerró con llave. Todas las noches me canta aires de su tierra para que me duerma tranquilo.

     En el lóbulo frontal se me acomodó Mercedes, mi maestra de primer año, que en el cincuenta y ocho desplegó ante mis ojos atónitos todo un mundo fascinante de letras y de sílabas que luego formaban palabras, que después armaban oraciones y que le daban sentido al caos en el que había vivido hasta entonces. Yo venía de la impericia, del analfabetismo y de la desesperación de estar preguntando todo el tiempo a quien fuera que sea ¿por qué es esto así y por qué esto otro es asá? y ya me había acostumbrado a que me agarraran de una oreja y me sacaran vendiendo boletines. Pero Mercedes, ante cada pregunta mía me miraba con esa sonrisa tan suya que me hacía sentir como que levitaba. Yo me rascaba la espalda allá arriba, feliz y extasiado, contra la araña del techo. Se tomaba todo el tiempo del mundo para contestarme y a dos manos escribíamos luego las eñes y las eles mayúsculas que eran complicadísimas, sobre todo estas últimas con sus rulos y sus perifollos. Parecían serpentinas de carnaval. Desde entonces, en el puesto de vanguardia de mi sesera, Mercedes me sigue indicando qué libros debo leer, me corrige las faltas de ortografía, me pone un sobresaliente cuando digo algo que realmente me sale directamente del corazón aunque sea un disparate, me recuerda a qué hora tengo que salir al recreo, me refriega un pañuelo mojado por la frente cuando ve que me estoy matando por resolver un problema que se me hace muy cuesta arriba y siempre elogia mi buena conducta ante Jesús, Mahoma, Buda, Zeus y Thor, cuando los cinco curdas estos bajan del cielo una vez al año para ver qué mierda estoy haciendo con mi vida y para tratar de convencerme de que el ateísmo es lo más aburrido que hay y que es la causa de la alopecia.

     Me acaban de llamar del hospital bastante preocupados. Debido a ciertas jaquecas recurrentes que vengo sufriendo de un tiempo a esta parte, me hicieron anteayer una tomografía ceerebral. Me informan que dio unos resultados muy curiosos. Sí, ya sé, les digo, anticipándome a lo que ya sé que me van a decir. Que hay un general uniformado en mi cabeza tomando mate, un jugador de fúbol levantando centros, una anciana picando cebolla, una maestra de escuela escribiendo eles mayúsculas y una muchacha anegando de estrógeno mis neuronas con una regadera. Sí, señor, así es efectivamente. Pero hay algo más confuso aún, agregan. Hay un tipo en camiseta tirado en una cama. Se puso un viejo esmoquin de almohada. La Inteligencia Artificial que decodifica los gradientes del helio líquido y lee los vectores cuánticos, nos indica que el individuo en cuestión se quiere dejar morir. Ah, digo yo, ese es Carlitos. Cómo pude olvidarme de él. Es el huésped más antiguo que tengo, ¿saben? Seguro que anda un poquito bajoneado. Eso es todo. Debe de estar añorando la percanta que lo amuró en una noche de parranda y copetín. Pero ya se le va a pasar. Vive en mi sesera desde siempre. No lo veo como una persona aparte. Bueno, ¿pero qué hacemos con él?, me preguntan. ¿Lo dejamos ahí nomás o quiere que se lo extirpemos? Mire que no nos cuesta nada. Es una intervención rápida e indolora. Yo ahí largué la carcajada. Hagan lo que quieran, les respondí. Mátenlo, si quieren, Da igual. Es eterno.

La xenofobia

     – Voy y le reviento la cabeza – escuché decir al Marito en la cocina.

     Yo me encontraba en la habitación de al lado haciendo los deberes. Si diez obreros en quince días cavan cuarenta metros, ¿cuántos metros cavarán quince obreros en veinte días?

     – Y yo lo pateo y después voy y lo meo – exclamó Rey.

     Se escucharon aplausos.

     Me incliné sobre el cuaderno y me imaginé a los pobres obreros sudando la gota gorda. Qué injusto que era el mundo. Ellos rompiéndose el alma con las palas en la mano y mi maldito maestro de escuela mirándolos y rascándose el mentón, imaginándose problemas matemáticos que después teníamos que resolver nosotros, los pobres esclavitos de túnica blanca y moña azul.

     En la cocina los muchachos se enfervorecían cada vez más. Por la rendija de la puerta entreví al Enano subido a una silla, gesticulando con el muñón y gritando:

     – ¡Lo cago a piñas!

     Más aplausos.

     – Lo cagás a muñonazos, mejor dicho – exclamó Luz.

     Más risas y más aplausos.

     Procuré concentrarme. Pero era imposible. La cabeza se me iba para cualquier lado. Aún así intenté volver al problema de los obreros. Pensé que lo mejor sería que un delegado del sindicato los convenciera de que se declarasen en huelga. Así podrían tirar las palas a la mierda y yo podría ir a juntarme con los muchachos en la cocina.

     – Y yo le saco la lengua – oí exclamar a Esqueleto. Pero eso no tuvo mayor eco en la concurrencia. No se escucharon aplausos. Creí oír la respiración entrecortada de la morochita buscando darle un mayor énfasis a sus palabras.

     - ¡Le saco la lengua hasta aquíííí...! – gritó y la imaginé con la boca recontra abierta ofreciéndole al exacerbado público infantil el espectáculo de su coronilla y de sus amígdalas.

     Yo en el cuarto bajé la vista y la fijé en el cuaderno. A ver, a ver...aquí está escrita la cantidad de obreros...diez...y aquí está escrito el tiempo que demoran...quince días...y...los obreros cavan cuarenta metros. ¿Cuarenta metros, nada más?, pensé. ¿En dos semanas? ¡Pero qué manga de atorrantes! ¿Se habrían puesto a jugar al balero cuando el capataz no miraba? Con obreros así...¿Por qué no se iban y dejaban el puesto a gente que quisiera trabajar, ¿eh?

     Esqueleto, mientras tanto, había agarrado envión.

     – Y después de sacarle la lengua, voy y le retuerzo el grano que tiene en la nariz.

     Esta vez sí que le resultó bien la arenga. A nadie le gustaba el grano que Benjamín tenía en la nariz. Se escuchó un ¡bieeeen! impresionante. Me imaginé a los chiquilines haciendo cola para retorcerle el grano y a Benjamín suplicándoles a cada uno ¡nahániri!, ¡nahárini!, que quería decir ¡no!, ¡no!, en guaraní.

     Lo cierto es que Benjamín era raro. Tomaba mate frío, llevaba naranjas en los bolsillos y hablaba como cantando. Se había venido a vivir al Uruguay junto con su padre, escapándose del alemán que por entonces mandaba en Asunción. Eso había sido por allá, por el cincuenta y cinco, pero a pesar del tiempo transcurrido, los botijas del barrio seguían sin perdonarle las camisas con encaje de ñandutí. Y que dijera buenas siestas en vez de buenas tardes. Y que exclamara ¡añamembuy! en vez de ¡la puta que lo parió!, como lo hacía la gente normal. Y que fuera un campeón para las matemáticas.

     Bueno, volví a tratar de resolver el problema de los obreros. Son diez y cavan cuarenta metros en quince días. Ta... Uhm... Pero pará un momento..., pensé. ¿Y si alquilan una excavadora? ¿Una John Deere?

     Mientras tanto, la tensión en la cocina había subido dramáticamente. Los chiquilines estaban dispuestos a pasar a la acción. Era hora de darle su merecido a Benjamín. Yo mismo me empecé a sugestionar con tanto odio. Me empecé a olvidar de los obreros que cavaban y comencé a detestar a todos aquellos románticos que en las noches hermosas de plenilunio iban y se besaban junto al lago azul de Ypacaraí. Tiré el cuaderno y el lápiz al suelo. Los obreros con sus palas quedaron esparcidos entre las patas de la cama y las del ropero. Y fue así que, ebrio de impaciencia, corrí hacia la cocina donde la xenofobia había alcanzado niveles que no se podían creer.

     Los botijas se sorprendieron cuando me aparecí en la cocina, sudoroso, los pelos parados y los ojos lanzando chispas.

     – ¡Vamos, che! – grité y corrí hacia la puerta de calle.

     Los botijas ni se movieron. Se me quedaron mirando. Nadie decía nada.

     – ¡Vamos a darle una lección a Benjamín! – grité, ya prácticamente saliendo de la casa. – ¡Vamos a romperle el alma!

     De pronto me vi solo en la calle. Benjamín vivía a media cuadra bajando por Manuel Haedo y empecé a correr. Cuando llegué a su casa toqué timbre y miré hacia atrás. Vi a Marito, a Rey, a Luz, al Enano y a Esqueleto asomando la jeta por la esquina de Pastoriza. Me miraban con ojos así de grandes pero ninguno venía conmigo a darle su merecido a Benjamín. Yo les hice ademán de que vinieran, de que le íbamos a dar una paliza entre todos. Pero estaban como petrificados.

     Toqué el timbre otra vez y Benjamín abrió.

     – Vengo a reventarte – le dije sin más preámbulo.

     – Ja, ja – contestó Benjamín. – ¿Querés tereré? – me preguntó.

     – No. Lo que quiero es saber si diez obreros en quince días cavan cuarenta metros, ¿cuántos metros cavarán quince obreros en veinte días?

     – Ochenta metros – me contestó.

     Entonces le dije que le iba a pegar una piña. Le pedí que se mandara la parte de tirarse al suelo y de agarrarse la cabeza. Le pareció divertido y así lo hizo. Cuando cayó hizo algo que no le había pedido.

     – ¡Ay, me diste en el grano, me diste en el grano, ay, ay...! – gritó.

     Pierna para todo, el Benjamín. Pero como actor, un desastre.

     Volví sobre mis pasos y al doblar por Pastoriza los chiquilines me felicitaron y me dieron palmaditas en la espalda.

 

Las señoras Nowak

     Las encontré sentadas la una frente a la otra, cada cual en su poltrona, las cabezas echadas hacia atrás como inspeccionando algo en el cielorraso. Tenían un libro abierto sobre la falda y llevaban un triángulo negro cosido en la parte delantera del camisón. Les cerré los ojos a las dos y Yolson sacó la libretita del bolsillo de su uniforme y le pasó la lengua al grafito del lápiz. Lo miré con reprobación. Estaba cansado de decirle que no chupara el lápiz. Que se podía envenenar.

     Las dos ancianas tenían el cuello y los antebrazos rígidos. Concluí que hacía por lo menos tres horas que se habían muerto. Yolson iba apuntando todo lo que yo le decía. La señora Laura Dabrowski me miraba desde la puerta del cuarto y lloraba. Después de una hora de investigar el insuceso, no di con ningún indicio de que se hubiera cometido un crimen. Me acerqué a la señora, le puse la mano sobre el hombro y le dije que de todos modos había hecho bien en llamar a la policía. Le expliqué que el médico forense y su equipo se apersonarían esa misma tarde para hacer una revisión más detallada del caso. Le hice ademán a Yolson de que me siguiera y cuando íbamos bajando las escaleras le dije a ver si te modernizás Yolson y empezás a usar una birome ¿o es que te querés agarrar un cáncer? Nunca chupé una birome, me contestó, ¿qué gusto tendrá? Gracioso, el miliquito. Caminamos por San José en dirección a la jefatura y Yolson quiso saber qué libros eran los que tenían las ancianas en la falda. La Biblia, le contesté.

     Noemí y Ruth se habían conocido en el campo de concentración de Ravensbrück, al norte de Berlín, en el invierno del cuarenta y cuatro. Sobrevivieron milagrosamente al frío, al hambre, al tétanos inducido en los experimentos de la enfermería, al hedor a carne quemada y a los látigos de las guardianas. Por las noches dormían abrazadas y murmuraban rezos. O sino se susurraban recetas de golabki o de sopa de remolacha. Entonces les sobrevenía la risa boba y se tapaban mutuamente la boca para no despertar a las demás presas. Antes de que las venciera el sueño, lloraban y se daban besos húmedos de ternura y de desesperación en las orejas, en la nariz y en el triángulo de tela negra que ambas lucían cosidos en la solapa. En abril del cuarenta y cinco cuando ya pensaban que no saldrían nunca más de aquella fábrica de muerte, apareció un soldado soviético por la puerta del barracón, trayéndoles el milagro de la libertad, un pedazo de pan y una lata de arvejas.

     Les costó mucho volver a ser lo que eran. Dos muchachas libres y felices. Pasado un tiempo, ya más o menos con las fuerzas recuperadas, salieron de aquel infierno tomadas de la mano y se aventuraron en lo que quedaba del mundo. Sintieron en el aire una vaga promesa. La primavera había regresado al norte de Europa. Avanzaron por los campos devastados y a veces se subían a un tren y otras veces se trepaban a un carro tirado por bueyes. Al fin llegaron a Lublin donde hallaron refugio en un centro de acogida. Fueron derrotando el hambre y la desesperanza hasta que llegó una carta del Uruguay. En ella se les ofrecía visas de residencia. La señora Luisa Dabrowski, secretaria de la embajada polaca en aquel país, había descubierto los nombres de esas dos compatriotas suyas en una lista de sobrevivientes de los campos de exterminio.

    Noemí y Ruth se fueron a vivir entonces a un cuarto de pensión en la calle San José. Allí siempre se las conoció como las señoras Nowak. Bordaban para Angenscheidt, Introzzi y el London París. Era bastante común que se las viera tomando mate sentadas en el césped frente al templo inglés. Seguían con la vista los barcos que partían del puerto y a veces Noemí se quedaba dormida sobre la falda de Ruth. Entonces Ruth le acariciaba distraídamente el cabello y saludaba con la cabeza a Seabreve, un viejo barbudo y tuerto que en los años sesenta vivía a la intemperie frente al hotel Columbia y no hacía otra cosa que mirar el mar, como ellas y trabarse en conversación con el primer peatón que se le pusiese a tiro. Noemí y Ruth le preguntaron una tarde por qué se llamaba Seabreve. No sé, contestó el viejo. Es un nombre que me puso la gente, yo qué sé, contestó.

     Spencer, médico forense de la jefatura, me dijo que tenía el resultado de la autopsia. La había mandado hacer porque esa muerte repentina de las dos ancianas y las circunstancias en las que se habían encontrado los cadáveres, le habían hecho pensar en un pacto suicida. ¿Está seguro?, le pregunté. Sí, bastante seguro, me contestó. Noemí no. No se suicidó. Se murió de un cáncer que venía sufriendo desde hacía un tiempo, pero Ruth se envenenó con cianuro. Me parece que está bastante claro que tenían una especie de pacto. Además me fijé en las páginas donde tenían abiertas las biblias. Y Spencer me las mostró. Les había sacado fotocopias. Contenían versículos del libro de Ruth del Antiguo Testamento, en el cual se contaba la historia de las moabitas Noemí y Ruth, que vivían en lo que hoy sería Jordania. Noemí decide un día irse sola a Jerusalén y le pide a Ruth que no la siga. La respuesta de Ruth es: ¡No trates de hacer que te deje! Déjame ir contigo. Donde tú vayas, yo iré y donde vivas, viviré. Tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios. Donde tú mueras, yo moriré y allí me enterrarán. ¡Que el señor me castigue con severidad si no cumplo con esta promesa, solo la muerte nos separará! ¿Le parece que se pusieron las biblias en la falda, abiertas justo en esa página, como un tipo de mensaje, como si quisieran explicar lo que estaban haciendo? le pregunté. ¿No le parece obvio?, me contestó. No me pareció tan obvio. Yo no era Sherlock Holmes. Y mi sueldo no era en libras esterlinas. Hacía lo que podía.

     Bajamos por Misiones hacia la rambla. Tenía necesidad de respirar aire fresco. Che, Yolson, ¿de dónde sacaste el nombre ese, si vos no sos inglés?, le pregunté a mi agente acompañante. Mi viejo era carnavalero, me explicó. Salía con Los Charoles. Los parodistas de la comparsa se embadurnaban la cara de negro y a mi viejo eso le encantaba porque él era fanático de Al Jolson, que hacía lo mismo. Así que cuando nací me puso Yolson. Pero vos sos Yolson con y griega, ¿no?, le dije. El apellido de Al Jolson va con jota. Sí, ¿y?, me preguntó. Y... nada, le contesté. Llegamos a la rambla y nos sentamos bajo una palmera frente al hotel Columbia. Ah, qué hermosura...el sol, el mar, la brisa... Se nos acercó un viejo mamarracho, barbudo y tuerto y nos empezó a llorar una milonga de aquellas, que pasaba hambre, que no tenía techo y que... Sea breve, le dije y le pasé un par de mangos.

     Me acosté sobre la hierba y me puse a imaginar lo que nos hubieran hecho los nazis a Yolson y a mí si hubieran sabido que éramos pareja de vez en cuando. No nos sucedía muy a menudo pero había períodos que entre caso y caso nos matábamos a besitos. Che, ¿te parece que los nazis nos hubieran obligado a cosernos un triángulo negro sobre la solapa?, le pregunté. Yolson se dejó caer a mi lado y cruzó los brazos bajo la cabeza. Me contestó que no. Que según lo que él sabía, a los homosexuales en los campos de exterminio nazis les correspondía un triángulo rosa. El triángulo negro era para las lesbianas. Debería haber sido al revés, ¿no?, le dije. Rosa para las mujeres y negro para los hombres. Me parece más lógico, ¿no? No, no, mesié le detectivé, me contestó Yolson. Rosa es más apropiado. ¿Por qué?, le pregunté. Es más de putos, me dijo, sacando una birome del bolsillo. Se la puso a chupar y exclamó ay, qué rica.

     Gracioso, el miliquito.

Leah con hache

     – ¿De dónde sos? – le pregunté.

     – Yo, selva negrra – me contestó, acariciándose un costado de la nariz.

     ¿Selva negra? No la mandé a cagar ahí nomás porque recién la había conocido y porque estaba medio encandilado no solo por el sol de Atlántida sino por sus ojazos celestes y su melena rubia que le empezaba en la frente y no se le acababa nunca. Selva negra, tu madrina, pensé. Por favor, si aquella chiquilina era más rubia que la rubia Mireya. De la selva negra podía ser yo mismo, gracias a mi madre mulatona y a mi viejo caboclo de Bahía.

     – ¿África? – pregunté.

     Se rió.

     – ¿Áfrrica?, ja, ja, no Áfrrica. No Áfrrica.

      – No África.

     – No.

     Me quedé esperando a que agregara algo más. Pero me dije: Tuerto, no insistas, no te pongas pesado, que ya tuviste bastante suerte con que te hablara, con que te hubiera dado bola, no fuerces la mano, gil. Cambiá de táctica.

     – Yo, Uruguay – dije, señalándome a mí mismo.

     Qué pedazo de nabo.

     – Sí – . Otra vez más risas. – Yo imaginavo, sí, Urruguay, clarro.

     Estiré la mano y me presenté.

      – Tuerto.

     La tomó sonriente y dijo:

     – Leah.

     – Lea – dije yo.

     – Sí. Leah con hache.

     ¿Lea con hache?, pensé. ¿Dónde mierda iba a meter la hache en Lea? ¿Entre la e y la a? Ahí pensé en mandarla a la mierda otra vez. O mejor. Mandarla a la selva negra. ¿En qué líos te habías metido, Tuerto? Vos venías lo más tranquilo por la playa vendiendo helados y esta rubia te compró uno de durazno y vos se lo diste y ella te lo pagó y después te dijo algo que no entendiste y se lo hiciste repetir y así de pronto entablaste una conversación. Pero esta mina está empeñada en tomarte el pelo. Olvidate de esos ojazos, despedite de esta gila y seguí rumbo a Las Toscas o a la selva negra, donde mierda sea que quede eso. Así que suspiré, cerré la tapa del carro de los helados y me toqué la visera del gorro a modo de despedida.

     Pero entonces la belleza rubia se incorporó a medias y apoyó un codo sobre la arena.

     – ¿Hay tiburrones aquí? – me preguntó.

     Seguía tomándome el pelo. Evidentemente.

     – Sí. Y también hay cocodrilos, pirañas y maremotos – le contesté.

     Me miró extrañada.

     – ¿Cocodrrilos?

     De pronto se llevó una mano a la boca y se empezó a reír. Primero suavecito y después ya con más ganas.

     Yo me empecé a reír con ella.

     La tarde se pasó volando. Sin saber cómo, empezó a oscurecer. El sol se iba hundiendo despacito en el Río de la Plata. Habíamos conversado de tantas cosas que la cabeza me daba vueltas. La selva negra resulta que no estaba en África sino en Alemania, que la gente que vivía allá de pronto te ponía una hache al final de una palabra por romper las bolas y que ella era de una ciudad que se llamaba Baden Baden que se traducía como Bañarse Bañarse. Empecé a ver doble y hasta triple con tanta cosa loquísima que me contaba, el castellano atravesado que hablaba, sus erres exageradas y sus ojazos increíbles que parecían cantar soy celeeeste, soy celeeeste. Y claro, qué quieren, empezó el amor a rondar por la orilla, por los pinos y por las dunas y ya las manos se me querían ir solitas en dirección a sus pechos y ya la lengua se me había convertido en lenguah y se me escapaba por la bocah. Claroh, por dónde se me iba a escapar.

     Y sobrevino un silencio. Un silencio incómodo. Lo que era lógico. Estábamos sentados en la orilla, nos hundíamos en la arena húmeda y había mucha piedrecita molesta.

     Aspiré profundamente. Quería decir algo. Me dije a mí mismo: dale Tuerto, dale, no te achiques. Pero ella se me adelantó.

     – ¿En qué tú piensa, Tuerrto?

     Esta era la tuya, Tuerto. No la cagués ahora.

     – Pienso en si debería besarte.

     – Tú no piensa deberría besarrte.

     – Tú no deberías pensar en besarme – la corregí.

     – Sí.

      – No. Lo que te digo es que lo que tú deberías haber dicho es “tú no deberías pensar en besarme” y no “tú no piensa debería besarte”, que está mal dicho y no se entiende.

     La muchacha me miró perpleja. Lo intentó de otra manera.

     – Tú pen... piensa no besarr, no deberr.

     – Sí, te entiendo, tú piensas que yo no debería pensar en besarte. Ta, te entendí.

     Los ojazos celestes se nublaron.

     – No seguirr con las insistenciones, Tuerrto.

     – Pero si no estoy insistiendo, Leah con hache.

     – Apenas hoy conocido tú. Rrápido no gusto.

     – Rápido no me gusta – dije yo, corrigiéndola.

     – Mí tampoco – dijo aliviada y me abrazó – mí tampoco.

     No solo me abrazó. Además, sus ojos celestes se clavaron en los míos. En ese momento me hubiera importado un carajo que del agua hubieran surgido tiburones, cocodrilos, pirañas y maremotos. Total. Yo ya no estaba en Atlántida. El Tuerto se había ido a vender helados a la selva negra y andaba sin apuro, despacito, lentamente, entre los abetos alemanes. Porrque rrápido no gusto.

 

Nerón

     El boleto costaba cuarenta centésimos. Mi papá le dijo al guarda mire que le pagué con un billete de diez pesos, así que usted me tiene que devolver nueve con sesenta. Non, señor, vostede me dio zinco pesus y non diez, le contestó el guarda muy amablemente. Le curresponde, por tantu, cuatro pesus con sesenta de vueltu. Mi papá frunció el ceño, ese ceño que yo le conocía bien y que era presagio de tormenta. El guarda llevaba al hombro una cartera de cuero toda llena de monedas y varios fajos de billetes entre los dedos. Andá a saber cuál de esos billetes era el de mi padre. Se miraron fijamente a los ojos como dos ciervos con cuernazos así de grandes. Yo a esos ciervos los había visto en el canal diez en un documental y se habían puesto a pelear. Había sido horrible. El televisor pegaba viandazos. Me temí lo peor. Pero a mi papá, mi mamá le tenía prohibido pelearse. El último quilombo en el que se había metido había sido por una pelota de fútbol que había caído en el talud de la Colombes. Mi mamá le dijo pero tenés cuarenta y dos años, gil a cuadros, mirá que aparecerte con un ojo en compota por una pelota de fútbol. Pero bueno. La agarró y me la dio. Estaba toda arrugada y tajeada. La anduve pateando un tiempito en el fondo hasta que Nerón, el gato de la vecina, me la robó. Yo le quedé agradecido.

     Mi papá se acercó ominosamente a la cara del guarda. Le repitió que le había dado un billete de diez. El guarda no le contestó. Se limitó a decirle que no con la cabeza. Y después le preguntó, señalándome con el mentón, ¿cuántus añus ten su neno? ¿Su neno?, preguntó mi papá a su vez. Me encogí todo lo que pude y traté de poner cara de niño de pecho. En realidad tenía seis años, pero mi papá les decía a los guardas que tenía cuatro para viajar gratis. ¿Su neno?, repitió mi papá. ¿Su neno?, gallego de mierda, ¿no sabés hablar español?, gaita muerto de hambre. Yo lo agarré del saco a mi papá y tironeé. Él, iracundo, me dio un manotazo. Pero volví a tironear y esta vez me preguntó ¿qué te pasa?, ¿qué mierda querés? Era un billete de cinco, papá, le dije, era un billete de cinco, ¿no te acordás de que mamá te lo dio junto con la receta de la farmacia? Era un billete de cinco y no de diez. Me acuerdo perfecto. Mi papá me miró desde su estatura terrible y yo sentí el fuego de sus ojos quemándome las pestañas. El guarda dijo ¿ve señor? Teño razón. O neno lo dice. Era un billete de zincu. Mi padre me agarró de las axilas y me levantó en vilo. Estoy frito, pensé. ¡Plaza Independencia! ¡Destinu!, gritó el guarda y la gente empezó a bajarse. Permiso señor, gracias señor, disculpe señor y mi papá se hizo a un lado y me depositó en el asiento de los bobos. Cuando descendió el último de los pasajeros, mi papá volvió a encararse con el guarda y lo agarró de las solapas. Gallego de mierda, muerto de hambre, le gritó a la cara, volvete a tu país que aquí no te quiere nadie, gaita pata sucia y el discurso quedó interrumpido cuando el chofer del ómnibus se apareció de la nada y le pegó tremenda patada en el orto. Mi papá se fue tambaleando hasta la plataforma y allí quedó ignominiosamente sentado. Entonces yo lo tironeé del saco al guarda y le dije mire, señor, no se enoje con mi papá. Él también es gallego. Llegó de niño con mi abuelo. Y la mamá de mi mamá también es gallega, pero el papá de mi mamá es de otro país, es de Tarariras. ¿Usted sabe dónde queda Tarariras? Uuuuuy, queda muy, muy lejus, me contestó el guarda. Y agregó: ¿sabes que en realidade eu non son galego? Eu son iugoslavo. Meu pai me llevó a Galicia cuando eu era recién nacidu. Sí, y yo soy japonés, terció el chofer. Y mi padre es de Tegucigalpa y mi madre es de la Conchinchina, a ver si se dejan de joder. Yo lo miré. No me parecía japonés. Entonces el guarda se acercó a mi papá y lo ayudó a incorporarse. Le dio los nueve pesos con sesenta que mi papá le había reclamado. Para que haya paz, le dijo, tratando de sonar más uruguayo que un uruguayo. Mi papá apretó el puño, hizo una pelota con los nueve billetes de un peso y los escupió. Eran escupidas con pollo. Un asco. Después se los metió en el bolsillo. Las monedas las tiró a la calle. Me miró, me hizo un gesto como que había recuperado la dignidad, levantó la frente, me agarró de la mano y nos bajamos.

     Cuando volvimos a casa, mi papá me dijo cuidadito pero que mucho cuidadito con contarle algo a tu madre. Me dio la pelota de billetes. Estaba toda arrugada y pegajosa por las escupidas. Parecía una albóndiga que se estaba desarmando. Me fui al fondo y me puse a patearla. Nerón me vio, vinoy me la robó. Yo le quedé agradecido.

Nubia

     Que me lave los huevos, sí, pero que se quede como cinco minutos refregándomelos me parece un atentado a la intimidad. Esos huevos, al fin y al cabo, supieron en su momento hacer las delicias de más de alguna pintora de óleos, de un par de actrices de comedias alemanas, de cajeras de varias sucursales de las tiendas de Tata y hasta de una ministra de defensa de un país de cuyo nombre no quiero acordarme y cuyo marido me persiguió hasta la muerte, la de él.

     Pero Nubia me sigue aplicando jabón en esos gemelos colgantes venidos a menos con un empuje que bien hubiera querido tener yo mismo cuando frisaba esos cincuenta y cinco años que ella luce ahora con la elegancia propia de quien se sabe veterana pero con las carnes bien puestas.

     Y después viene el ataque, sí, el ataque (de qué otra manera se podrían describir esos manotazos violentos) al bicho que me llevó por todos los rincones del planeta señalando el norte magnético con precisión exquisita, gran descubridor de clítoris escondidos y estrógenos disimulados bajo los perfumes de París.

     No es que yo hubiera sido un gran cogedor. Es que era un conversador incansable. Hablaba tanto que dejaba a las damiselas agotadas y cuando ya no podían más, se arrojaban sobre la cama ellas solitas.

     Pero eso era antes. Ahora ya no puedo ni pronunciar una o sin derramar un litro de saliva. Y quedo de cama para armar una oración completa. En fin, que intentar hablar es como querer correr los cuarenta y dos kilómetros de aquel célebre Filípides, pero cuesta arriba y con un elefante en la cabeza.

     Nubia sigue enfrascada en lo suyo, canturreando muy bajito un aire de su antigua tierra de faraones. Yo soy ese muñeco de trapo de noventa y dos años bajo la ducha. Descuajeringado sobre una silla de plástico y con los brazos colgando como cables pelados. Un muñeco de trapo agradecido, eso sí, por tanta atención para con sus partes íntimas. Contento por haber vivido el tiempo suficiente para darse cuenta de que el verdadero placer nunca había estado en el orgasmo ni en aquel fluir de palabras. Que el verdadero placer consistía en abandonarse bajo la ducha a merced de una diosa egipcia que obraba milagros con una esponja y un frasco de jabón líquido.

     Pero ojo que aquí en la ducha de este residencial no hay derrame de semen, qué va a haber. Tampoco hay erecciones milagrosas, ni nada que se le parezca al sexo. Aquí lo que hay es mucha espuma, muchísima espuma, brisas de coco y glicerina, burbujas multicolores y las dos manos de Nubia, esas estrellas marinas a veces enguantadas y a veces no, que acarician las nueve décadas de mi piel. Piel que no es egipcia pero que tiene bastante de momia.

     Cinco minutos de frotación de huevos y otros cinco minutos de palmadas al bicho. ¿Por qué le pegará? ¿Qué culpa ajena estará pagando mi pobre clarinete? ¿A qué viene tanto sopapeo? Miro a Nubia perplejo y ella sigue en lo suyo como si nada, con esa actitud profesional que me pone los pelos de punta.

     Y entonces sobreviene la paz. La ducha cesa y el olor a limpio baja desde las alturas de la pirámide de Kefrén. Nubia cierra canillas, abre ventanas, pasa lampazos y descorre cortinas. Amón da su visto bueno y refriega su sagrada nariz contra la de Nubia. Después el gran dios me guiña y me da una especie de bendición que yo interpreto como una confirmación de que mis testículos han pasado la prueba y han quedado impolutos, como nuevos. Bendición que también incluye al bicho. Que de tan contento y tan reluciente, parece que amenazara con ponerse de pie. “Chito, chito, usted se me queda en el molde, no se me quiera hacer el loco”, pienso para mis adentros.

     – ¿Dijo algo? –, pregunta Nubia.

     Se ve que sin quererlo, me salió algún ruido por la boca. Como un murmullo.

     – No, nnnn...ada, nnnn...ada – le contesto yo, babeando y demorando como una hora para pronunciar esas malditas enes.

     Para qué hablaré tanto.

     En la sala estamos todos los vejestorios sentaditos ahora en un semicírculo. Todos con esas toallas tamaño hotel y todos bien peinaditos y con las caras felices de los miércoles, que es el día en que nos toca Nubia. No digo “toca” en el sentido de que es el día en el que ella se encarga de nuestra higiene personal. Digo “toca” en el sentido de que “nos masacra”. Nunca verán ustedes viejos tan felices como los de este residencial los días miércoles.

     Nubia ha cambiado la bata y el gorrito transparente de la ducha por sus vaqueros y su campera y pasa frente a nosotros camino a la puerta de calle. Antes de desaparecer hacia la nada, se vuelve y nos hace adiós con la mano. Seguro que Amón la espera en la vereda de enfrente y le hace señas de que se apure. Nos imaginamos al dios con sus ojos de inframundo y una caravana de camellos avanzando sobre Bulevar Artigas.

     – Shukran – dice el profesor Lewis, una vez que Nubia desaparece por la puerta. Lo dice con una ternura impensable en un hombre que cumplirá la centena dentro de unos días.

     – ¿Qué decís? – inquiere Frías, quitándose momentáneamente la máscara de oxígeno.

     – Shukran quiere decir gracias en árabe – responde el profesor Lewis.

     Se escucha un gran murmullo de aprobación. Todos los vejestorios miran hacia la puerta de calle al mismo tiempo.

     Frías no queda convencido. Le revientan los aires doctorales que se da el profesor Lewis. Se manda otra buena bocanada de oxígeno antes de preguntarle:

     – ¿Y cómo sabés vos que shukran quiere decir gracias?

     – Lo miré en Google – responde el inglés nacido en Salto.

     Los vejestorios se ríen. Los auxiliares se aseguran de tener a mano los brazaletes de la presión, las jeringas, los comprimidos y el número de teléfono de la ambulancia.

Qué grande que era el Uruguay

     María Dolores y yo éramos los primeros en la cola frente a la puerta de la escuela. Éramos madrugadores. Y queríamos que el boleto quedara a ocho centésimos, qué joder. Detrás de nosotros la gente leía El Debate, llevaba una bolsa de Subsistencias colgando del brazo, se protegía de la lluvia con un portafolio de la UTE y armaba un cigarrillo con un paquete de tabaco Cerrito. La fila llegaba hasta Centenario. Alguien afirmaba que a Tejera le faltaba cintura y otro le contestaba que sí, pero que le sobraban huevos. Había quien puteaba a Barbato y quien le replicaba que la culpa no era de él sino de Batlle Berres que le había metido al intendente en la cabeza que se necesitaban trolebuses. Un engominado tarareaba La Puñalada y la mujer detrás de este suspiraba y decía ay, Pintín, ay, Pintín, mirando al cielo como embobada.

     María Dolores y yo nos sentíamos en el paraíso. Fíjate tú que allá en Logroño se hacía lo que mandaba el señorito del cortijo y tú calla callando, que si lo que se le había ocurrido a aquel majadero no te molaba, pues venía la guardia civil a darte una azotaina. Unos mamporros que no veas. Quedabas hecho lo que se dice un cagalástimas. Pero aquí en este país bendito tenían este invento de la democracia, hijo, que vamos, que es algo que no entiendo muy bien, por cierto, pero es que la gente aquí, créeme, dice “no estoy de acuerdo con los gerifaltes” y no vienen los quintos a darte un baño de pólvora sino que se hace una cola frente a una caja de cartón y ahí tú vas y metes una papeleta dentro en la que escribes tu opinión. María Dolores y yo nos habíamos mirado encantados cuando don Morales nos había explicado eso del plebiscito. Nosotros íbamos al Paso Molino en la línea 1 del tranvía solamente los domingos, pero claro, éramos dos y había que volver más tarde a la calle Guaraní, así que nos gastábamos treinta y dos centésimos a lo gilipollas, cada santísima semana. Don Morales, compatriota nuestro, pero de Zaragoza, nos había dicho que el municipio quería subir el precio del boleto pero que si nosotros no estábamos de acuerdo, pues podíamos ir a votar que no. María Dolores se rió y dijo pero qué cosas tiene usted don Morales, mire si a nosotros nos van a hacer puto caso. ¿Quién se cree usted que somos? ¿Los marqueses de las Navas? Pues mira, le contestó Don Morales, así son las cosas aquí.

     Pues entonces a nosotros nos atrapó la ilusión y cogimos lápiz y papel y escribimos que no estábamos de acuerdo con el aumento del boleto y nos vinimos hasta aquí bien tempranito porque aunque fuera domingo María Dolores tenía que ir a limpiar al Maciel y yo a cargar fardos en el puerto. Vaya que nos sentíamos bien. Nos estábamos convirtiendo en uruguashos (aunque nos costaba mucho esa nueva manera de decir). Pero jolines, qué contentos que estábamos de estar aquí. Hacía solo un mes que habíamos llegado y ya habíamos conseguido empleo. Y María Dolores había quedado preñada. Mucho trabajar, mucho trabajar, pero también teníamos tiempo para retozar, o qué te habías creído tú.

     Finalmente un agente de policía abrió la puerta de la escuela y María Dolores y yo fuimos los primeros en pasar al recinto. Desde una mesa nos hicieron seña de acercarnos. Una de las mujeres estiró el brazo hacia nosotros y nos pidió la credencial. María Dolores y yo nos miramos sin entender. Lo único que atinamos a hacer fue darle el papel en el que constaba nuestra opinión. La mujer lo tomó, lo miró y lo leyó en voz alta:

     – Opinamos que el boleto debe quedar a ocho centésimos.

     Levantó la vista del papel y se nos quedó mirando. Yo estaba emocionado. Alguien había leído en voz alta lo que María Dolores y yo pensábamos. A María Dolores se le caían las lágrimas. Era oficial. Nuestra opinión contaba. Éramos gente. Qué grande que era el Uruguay.

     – O sea que van a votar por el no – dijo la mujer, como corroborando lo obvio.

     Asentimos con la cabeza.

     – Bueno. La credencial, por favor.

     – ¿La...credencial?

     – Sí, la credencial.

     – ¿Cre-den-cial....?

     – Sí.

     No sabía qué contestarle.

     – Eem...¿ credencial?...ah, credencial...sí, claro, la credencial...católicos..., somos católicos...

     La mujer se estaba impacientando. Detrás de nosotros la gente se agolpaba.

     – ¿No tienen credencial?

     María Dolores y yo seguíamos sin saber qué decir.

     – Si no tienen credencial no van a poder votar.

     Entonces nos apartó con un ademán del brazo y se dirigió a quien estaba detrás.

     – ¿Credencial? – le preguntó.

Sebastopol

     Yo no quiero esta cocina con lavavajilla empotrado y extractor de aire que se prende y se apaga solo. Yo lo que quiero es un primus en un fogón descascarado que meta un ruido bárbaro y un repasador manchado de aceite y de restos de salsa de tomate. Yo no quiero esta empleada doméstica que me manda el municipio debido a mi apoplejía. Yo lo que quiero es a mi madre con un diente de ajo en la boca rascando el fondo del monedero y a mi abuela llorando por las cebollas. Yo no quiero a Christiane Amanpour contándome las noticias en la CNN sino a Raúl Fontaina leyéndolas por Saeta en blanco y negro. Yo no quiero vivir el momento que corre, con vecinos protestando por los sudaneses que viven en la esquina. Yo lo que quiero es estar en las guerrillas de agua de aquellas noches de carnaval cuando derramabas el pomo arriba de cualquier cabeza sin distinción de razas ni de credos religiosos. Soy un nostálgico empedernido, un enfermo de melancolía, uno de los rompepelotas que te joden con aquello de que todo tiempo pasado fue mejor, un ignorante que se olvida cómodamente de las guerras, de los genocidios y de las catátrofes de otrora, un idiota que detesta el presente, la fecha de hoy, el día de los corrientes, que no aguanta el today simple ni el progresivo y tampoco el perfecto, que quiere que los minuteros de los relojes empiecen a andar hacia la izquierda, que sueña con que Jesús se atreva a ir a Montevideo, que baje las escaleras de la Plaza Independencia, que se detenga junto al catafalco y que sorprenda a la guardia de honor diciendo: Gervasio, levántate y anda. Soy de los que se alegran de que la pequeña Lulú y Mafalda nunca hayan dejado de ser niñas porque seguro que más tarde se hubieran convertido en señoritas millonarias y estúpidas. Soy de los que fueron a Lausana y le pegaron una patada al palo derecho del arco donde había rebotado el tiro de Schiaffino en el año cincuenta y cuatro. De los que hubieran querido ir a la huerta de los abuelos en Castilla, en Lituania o en la Toscana de principios de siglo para convencerlos de que no se fueran al Uruguay porque lo iban a pasar muy mal. Soy de los que aplaudieron a Supermán cuando hizo que la tierra rotara hacia el oeste para así regresar al pasado y hacer que Luisa Lane volviera a la vida. De los que al igual que el gran catalán se preguntan todos los días para qué nacerá gente si nacer o morir es indiferente. Porque yo no quiero estar aquí al santísimo pedo disfrutando de los mil quinientos euros que el estado holandés me manda todos los meses para que sea feliz y agradezca que no soy ucraniano, ni gazatí, ni yemenita, ni afgano. Para que esté contento de ser un ganador y de vivir en un continente libre donde la gente no odia, ni se insulta, ni anda a los tiros por la calle porque todos pueden elegir el menú que les guste más, todos están calentitos en invierno y fresquitos en verano y todos pueden acceder a los libros que quieran y aclararse las dudas con inteligencia artificial y todos son tan felices que se ponen a decir tonterías como lo hago yo ahora, porque las desgracias por suerte quedan muy lejos. Pero si sos idiota y de todos modos las querés ver, prendé la tableta. Ahí están todos los muertos, todos los mutilados, todos los niños hambrientos con o sin reclames, según lo que pagues por mes.

     En fin, muchachos, es que no soporto el presente. Es aburrido. Monótono. Muerto. No sé. Tengo añoranzas de las espadas, de aquellos combates de honor, de los tiempos en que para ver a tu amada tenías que sobrevivir a un par de batallas, contestar correctamente la adivinanza de algún mago que se interponía en el camino, pelear contra un dragón, socorrer de pasada a una campesina que se estaba ahogando en un arroyo y atravesar una montaña donde vivía un monstruo que se comía a los niños. Entonces llegabas a lo de tu amada solo para enterarte de que los alanos la habían secuestrado y se la habían llevado a Sebastopol. Y entonces te quedabas rascándote la cabeza y tenías que empezar todo de vuelta y te preguntabas: ¿Sebastopol? ¿Dónde mierda queda eso? Y te largabas otra vez a la aventura y todo por llegar alguna vez hasta ella, por lograr un beso suyo, un abrazo, un te quiero don Alonso, una caricia o por lo menos una mirada, una palabra de agradecimiento por toda la sangre que habías derramado, por el sudor que habías dejado por el camino y por las horas de insomnio y de frío que habías sufrido en un paisaje sibérico que los dioses te habían puesto en la ruta para joderte. Porque si no sufrías, qué gracia tenía. Ahora tenés a Tinder y olvidate de Cervantes y de su legendaria prosa castellana porque todo lo que tenés que hacer es escribir: ¿querés coger? Entiéndanme, estoy viejo. Voy a cumplir sesenta y dos millones de años. Ya no puedo subirme a un ómnibus de un saltito como lo hacía antes ni ganarle al ping pong a mi tátaratátaratátaratátaranieto, que se me aparece al otro lado de la mesa con una paleta cuántica hecha de caucho sintético y fibra de carbono. Así cualquiera. A mí me es muy difícil devolverle sus saques supersónicos con el palo de amasar. Me gana por veintiuno a cero. Mejor. No me tengo que preocupar por el score. Lo lleva él.

     Mi cerebro está anquilosado. Pido perdón. Déjenme aquí en el pasado. Ustedes sigan viviendo el presente y continúen avanzando hacia el futuro. Que les vaya bien. Y agradezcan que no soy hincha de Nacional. Que si no, sacaba el pañuelito y se los agitaba a modo de despedida.

     Amparo y Ladislao se me quedan mirando. Está claro que no entendieron ni la mitad de lo que dije. Lógico. Es difícil hablar claro con los dientes postizos, el acento uruguayo que no puedo sacarme de encima y el oxígeno que no me alcanza para llegar al final de las frases. Mientras tanto, la empleada doméstica se pone a pelar papas.

     Amparo y Ladislao revisan sus papeles. Tachan alguna cosa aquí, escriben un garabato allá, consultan algo en el celular. Luego vuelven a los papeles y se miran y se ponen a dialogar en neerlandés. Yo no tengo puesto el audífono así que no los puedo escuchar, pero seguro que en su idioma correcto y burocrático se estarán preguntando qué hacer con este viejo de mierda al que se le entiende tan poco. El viejo este tiene una solicitud de eutanasia en curso y estamos aquí para evaluar su situación domiciliaria. En fin. Lo único que hemos podido corroborar es que por alguna razón, no parece estar contento con el lavavajilla ni con los vecinos y ni con la CNN y que habla mucho y muy confuso y que se queda sin aire por lo que hay que adivinar lo que dice. Pero parece bastante lúcido a pesar de todo y no da la impresión de estar particularmente deprimido. Lo que sí está claro es que está cansado de vivir.

     Amparo y Ladislao se incorporan, sonríen y me extienden la mano para despedirse.

     Ladislao se inclina para que lo escuche bien y me dice:

     – Me pareció oírlo nombrar a Sebastopol, ¿estoy en lo correcto?

     – Sí.

     – ¿Por qué Sebastopol? ¿A qué viene Sebastopol?

     – Hasta allí se llevaron los alanos secuestrada a mi amada.

     Ladislao se reincorpora. Amparo me mira con conmiseración. La empleada doméstica se queda observando la papa que recién peló y hace noes con la cabeza.

 

Showroom

     La calle de la Juliana está llena de pobres. Sara y Laura viven en el número 27. Sara está en silla de ruedas. Sufre de esclerosis múltiple y la bella Laura la cuida. Tres veces por semana la bella Laura, acompañada por Masayuki, el perro, sale en bicicleta a repartir diarios puerta por puerta. En el 28 vive Diederik. Tuvo un hijo que se le murió en los brazos cuando tenía dos meses y desde entonces vive escondido en el sótano. En el 29 reside Beethoven. Lo llaman así porque es sordo (y también mudo) pero su verdadero nombre no lo sabe nadie. Yo intenté una vez comunicarme con él en su lenguaje de signos y él me contestó con el signo de te meto el dedo en el orto. Yo le devolví la gentileza con dos dedos y él me mostró tres y yo cuatro y él cinco y cuando ya íbamos por el signo de “elevado a la enésima potencia”, nos reímos y nos hicimos amigos. El número 30 está vacío. Ahí vivía hasta el año pasado Jacek, un polaco que colgó una bandera británica en la ventana del living. La bandera sigue ahí pero Jacek desapareció un día caminando hacia la Kerkstraat con su mameluco de trabajo y su caja de herramientas. Nunca más se supo de él. Yo vivo en el número 32 y soy uruguayo. ¿Qué les voy a contar de mí? ¿Que guardo el carnet de socio de Sud América debajo de la almohada y que tengo que palparlo todas las noches para poderme dormir? No me parece un detalle demasiado interesante. En las demás casas viven jubilados, algunas viudas y Paloma, madre de un niño de dos años que a veces se escapa y anda por ahí en pañales esquivando autos y bicicletas. Ah, y me quedan por supuesto Adi y Gerrit. Adi es javanés y fue casco azul de la ONU en Sierra Leona y en los altos del Golán. A cualquier hora del día se lo puede ver trabajando en el jardín o tomando su té mientras admira los geranios. Gerrit anda por los ochenta y tantos. Está enfrascado en una lucha a muerte con sus tres hijas, que quieren convencerlo de que se vaya a vivir a un asilo. Y hay más habitantes, por supuesto, pero no sé mucho de ellos. No puedo estar en todo.

     Y un día llegó la carta. La carta. La carta de la Corporación de la Vivienda, propietaria de las casas de la calle de la Juliana. Quería tirarlas abajo y construir en su lugar viviendas mejores, más amplias, más modernas, más de acuerdo a la época en la que se vivía. La vecindad empezó a agitarse. Porque entiéndanme bien, aquí queremos estos ladrillos antiguos que nos cobijan. La historia comenzó en el cuarenta y cinco cuando los nazis huyeron en bicicletas robadas y la reina Guillermina ordenó que volviera el sol al pueblo. Entonces llegaron arquitectos de Friesland y con ellos vinieron grúas, excavadoras, pavimentadoras y un enjambre de obreros que convirtieron los descampados de la guerra en viviendas para los menos privilegiados. Hoy en día los automóviles, los ómnibus y los cables de fibra óptica son otros, pero las casas siguen siendo las mismas. Tienen todavía esa dignidad de lo construido con cariño y esfuerzo. También son otros los pueblerinos. Ya no son viudas de soldados, ni mutilados de guerra, ni campesinos que se quedaron sin vacas y sin ovejas, ni esqueletos regresando del horror. Ahora son turcos y marroquíes que se buscan la vida como pueden, polacos de overol, vendedores de hachís, delincuentes que redescubrieron a Cristo y hombres y mujeres desterrados de sus países de origen por pensar de otra manera o por haberse enamorado de quien no debieran.

     Con el permiso de Diederik los vecinos nos reunimos en su casa. La carta de la Corporación de la Vivienda estaba sobre la mesa del comedor y nosotros, sentados alrededor de ella, la mirábamos con miedo. La bella Laura fue a la cocina a preparar café y abrió la trampilla del sótano para alcanzarle una taza a Diederik. Vimos las manos agradecidas de este cuando la recibió. Mientras tanto, seguíamos todos medio pasmados alrededor de la mesa. Entonces Beethoven decidió dar un discurso. Bueno, es un decir, claro. Yo hice de intérprete. Moviendo sus manos enérgicamente, dijo:

     – Tenemos que organizarnos. Tenemos que formar un comité.

     Y ahí la dejó. Conciso, el hombre.

     Un mes más tarde, estábamos los del comité para la Preservación de las casas de la calle de la Juliana, bien peinaditos y muy nerviosos, alineados en el hemiciclo del municipio, esperando nuestro turno para hablar. Estaban Sara, la bella Laura, Adi, Gerrit, Beethoven, Paloma con su niñito en brazos y yo. El intendente del pueblo y los ediles estaban sentados en sus escaños. Beethoven se incorporó, desplegó en el aire la carta de la Corporación de la Vivienda para que la viera todo el mundo y comenzó su discurso. Los periodistas presentes quedaron medio desconcertados cuando vieron que era sordomudo y que hablaba con las manos y que el que hacía de intérprete era un tipo que tenía un acento estrafalario. Beethoven dijo que los pobres de Holanda tienen derecho a decidir dónde viven y que la Corporación de la Vivienda no puede sacarlos de un lugar y llevarlos a otro como si fueran ganado. Que las casas de nuestra calle tal vez fueran humildes y avejentadas, sí, pero que no había por qué derribarlas. Que con renovarlas y apuntalarlas bastaba. Que no todo tenía por qué ser moderno y perfecto. Que los barrios populares no tenían que ser un showroom de los últimos avances de la arquitectura. Que lo viejo es bello. Que nuestro pueblo era un pueblo. Que no era Nueva York. Que nos dejaran en paz en nuestras casas, donde éramos felices, pagábamos el alquiler sin retrasarnos y sabíamos cuidarnos los unos a los otros.

     Yo interpretaba como podía y Beethoven agarraba envión y movía las manos frenéticamente y yo me ponía tan nervioso que tenía que acariciar constantemente el carnet de socio de Sud América que llevaba en el bolsillo. Cuando terminó el discurso, preocupado por mi pronunciación del neerlandés, le pregunté a Gerrit bajito, de cotelete, con la boca torcida, que qué tal le había parecido mi desempeño como intérprete:

     – Solo te entendí cuando dijiste showroom – me contestó.

     Se produjo un terrible silencio. Pasaron unos minutos que me parecieron interminables y de pronto el intendente se incorporó en su escaño y pareció que se iba a ir. Pero en cambio, se puso a aplaudir. Medio como obligados por la reacción del gerifalte, los demás ediles también se pusieron a aplaudir. Me entró una alegría tan enorme que solo la podía comparar con la de aquella tarde en el estadio cuando Orlando Virgili le metió un gol de cabeza a Manga sobre el arco de la Amsterdam. Y pensar que después el canario se fue a jugar a Nacional. Vil traidor. Pero bueno, volviendo al tema. Antes de abandonar el hemiciclo me parece que llegué a ver al intendente conversando con el presidente y con la secretaria de la Corporación de la Vivienda. No me pareció que estuvieran conversando muy amigablemente. Pero bueno, no sé, andá a saber.

     Tres semanas después llegó una segunda carta de la Corporación. En ella se anunciaba que se suspendía la demolición por tiempo indeterminado. El comité pidió pizzas por teléfono y Beethoven fue elegido presidente del mismo ad eternum. Entrechocamos los vasos de cerveza, cantamos algo parecido al olééé, olééé, olááá y de pronto Diederik asomó la cabeza por la trampilla del sótano.

     – ¿Qué es este relajo? – preguntó.

TikTok

     Amenazaba lluvia. Habíamos entrado a la feria por Dieciocho. Veníamos caminando por la mitad de la calle, eludiendo peatones, cuando Tamara se apartó de mí. Se acercó a una silla que estaba sobre la vereda, se agachó frente a la misma y se ajustó los lentes sobre la nariz.

     – Cagamos – suspiré resignado y me fui tras ella.

     Primero le dio unos golpecitos a las patas delanteras.

     – Madera de cerezo – dijo. – Pero fijate lo oscurecido que tiene el color. Te aseguro que esta silla tiene más años de lo que parece.

     – ¿No será de roble? – dije, por decir algo, mientras miraba en mi celular a un gato saltando a lo loco en TikTok.

     Después volvió a dar unos golpecitos, esta vez en el respaldo.

     – No, no creo, pero podría ser – murmuró.

     Se rascó la pera.

     – Tiene buena pinta – dijo. – Fijate en las dos piezas curvas del respaldo y en las filigranas de las patas. El tapizado está un poco gastado, pero se ve que está bordado por una mano experta.

     Se acercó al morocho que atendía el puesto. El tipo le estaba acariciando la cabeza a una serpiente que había en un frasco. El letrero que estaba pegado en el frasco decía “falsa coral”.

     – Quinientos pesos – le dijo a mi novia, sin darse vuelta.

     Tamara retrocedió unos pasos sin dejar de mirar la silla.

     – O estoy loca o esta silla es una Thonet... auténtica.

     – Estás loca – le dije yo sin dejar de mirar el celular. Maradona le estaba metiendo un gol a Bélgica.

     La compró.

     Poco después empezó a garuar sobre Tristán Narvaja. Era difícil abrirse paso entre el gentío de la feria, sobre todo si ibas cargando con una silla envuelta en papel de diario. Tamara me señaló el bar La Tortuguita y hasta allí nos fuimos. Nos miraron mal desde la barra. Maniobré con el armatoste de presunta marca Thonet importunando a los parroquianos. Buscaba una mesa libre. Al final encontré una. Tamara me dijo:

     – Esperame que ahora vuelvo.

     Salió y regresó unos minutos más tarde con la serpiente del frasco.

     – Cagamos – suspiré resignado.

     – Me apabulla la frondosidad de tu vocabulario – me dijo. Miré en TikTok a un bebé que bailaba un tango con un zorro.

     – ¿Cuánto pagaste por ese bicho? – le pregunté.

     – Quinientos pesos.

     Al parecer todo costaba quinientos pesos en la feria.

     – Esta especie está en peligro de extinción, Cebolla. Por pérdida de hábitat, por tráfico ilegal y porque la gente las persigue. Pero son inofensivas. No podía abandonarla a su suerte. Se me partía el corazón.

     – ¿Y la silla esta también está en peligro de extinción? – le pregunté.

     Tamara no me contestó. Solo me dijo que pensaba llevarla a un anticuario de la calle Bartolomé Mitre para que le confirmaran si era efectivamente una Thonet. Después, mientras nos tomábamos un cortado, se me puso a hablar del Tristán Narvaja histórico, del plástico que estaba pudriendo los mares, de las doce aristas que tenían los paralelepípedos, de las variedades Delta, Alfa y Ómicron del coronavirus y terminó recitando unos versos de Neruda sobre un tomate. Insoportable, mi Tamara. Un tesoro de mujer. Pero imbancable. Yo, por supuesto, movía la cabeza de vez en cuando para hacer como que la estaba escuchando, pero lo cierto es que miraba de reojo en mi celular a un loco que le cantaba a un burro, a una mujer que le rompía un huevo en la cabeza a otra, a un cuervo que decía fuck you, a un perro que levantaba pesas y a Obama hablando en griego. Si no fuera por TikTok no sé lo que hubiera sido de mí.

     – Me parece que te estoy aburriendo – me dijo.

     Le di un beso. Pobre Tamara.

     Unos días después, se sentó a mi lado en el sofá con un sándwich de pan integral, atún y lechuga en una mano y un libro de Murakami Haruki en la otra. Escrito en japonés. No solo leía en japonés sino también en ruso y en catalán. El día que me dijo que se manejaba bien en catalán me le reí en la cara.

     – Cualquiera entiende catalán, Tamara, no es la gran cosa. A ver, decime algo en catalán, dale, que te lo contesto.

     – No plou mai a gust de tothom – me dijo.

     Para mí que eso era en ruso. Pero lo dejé ahí. Era mejor no discutir con Tamara. Siempre te salía con algo recontra aburrido y palabras raras que te dejaban nocaut. Me pregunté por enésima vez porqué la aguantaba tanto. Pensé que Dios me había castigado con una paciencia infinita.

     – Wanderers va ganando uno a cero – le dije, con la vista fija en el televisor. Lo tenía sin volumen.

     – Mmm... – me contestó, con la boca llena.

     Desvié la vista hacia el celular que tenía en la mano. Una tipa cantaba ópera con un perro que aullaba, un loco se caía de culo en una escalera, alguien se disparaba pasta de dientes en un ojo, una moto se hundía en un río...

     – Echaron a Figueredo – oí decir a Tamara.

     Volví la vista hacia el televisor. Era verdad. Figueredo era un jugador de Wanderers. Ahí se iba el loco de capa caída hacia los vestuarios. El juez caminaba detrás de él con la tarjeta roja en alto.

     – ¿Eh? ¿Cómo supiste? – le pregunté.

     La miré. Seguía leyendo su Murakami Haruki. Si el televisor estaba sin sonido, ¿cómo podía haber sabido que habían echado a Figueredo?

     Entonces se volvió hacia mí. Me parece que sintió como que me debía una explicación.

     – ¿Sabés, Cebolla, que estuve estudiando durante muchos años la visión binocular de los camaleones?

     “Cagamos”, suspiré para mis adentros.

     – Ah, sí, claro. La visión binocular de los camaleones. Qué cosa más interesante – dije.

     – Esos animales – continuó – pueden enfocar cada uno de sus ojos en dos cosas distintas. Pueden, inclusive, mirar hacia atrás y hacia adelante al mismo tiempo. Siempre me llamó mucho la atención eso. ¿A vos, no?

     No le contesté. Aguanté un bostezo como pude. Ya me veía venir uno de sus discursos soporíferos que empezaban hoy y no terminaban nunca.

     – El cerebro humano no está hecho para la visión binocular – me explicó – por lo que me puse a hacer ejercicios para estimular la corteza visual primaria que está en el lóbulo occipital. También me autosugestioné el geniculado lateral del tálamo y el colículo superior y logré entonces que mi nervio óptico se bifurcara en dos. Por eso puedo ver igual que los camaleones. Un ojo enfocado en una cosa y el otro en otra cosa. Un ojo leyendo japonés y el otro mirando la televisión. Requiere un poco de concentración para lograrlo, la verdad, pero con ejercicio y paciencia resulta cada vez menos difícil.

     “Ya está”, pensé. Todo hombre tiene su límite. Podés aguantar un poco, ta, porque toda pareja tiene sus altibajos. Pero Tamara me va a matar. Y además no quiero tener una novia que tenga ojos en la nuca. Aspiré profundamente. Estaba decidido a darle el raje de manera tal que ella pudiera comprender. Porque a esas alturas yo ya no sabía si Tamara era o se hacía. Moví el cuerpo de manera tal que quedé enfrentado a ella. Cuando iba a abrir la boca para decirle que lo nuestro no estaba funcionando, sacó del bolsillo del vaquero, como al descuido, un fajo de cincuenta billetes de mil pesos y me lo dio.

     – La silla era, efectivamente, una Thonet – me dijo, mientras se metía en la boca el último bocado del sándwich – y en el anticuario me la quisieron comprar enseguida. Mi intención no era venderla, ya sabés. Solamente quería confirmar su autenticidad. Pero ¿cómo iba a rechazar cincuenta mil pesos, ¿no?

     Me incorporé y me fui al baño. Me senté en el retrete, abrí el celular y me di una panzada de TikTok. Gracias, TikTok. Sin vos la vida no tendría sentido.

     En la bañera estaba la falsa coral con su lámpara de calor con termostato, su piso de fibra de coco, su medidor de humedad atornillado a la pared y una roca de cuarzo para que se escondiera en caso de que se asustara por alguna cosa.

     La estuve observando un rato. Después me metí en la bañera con ella, me puse a cantar bésame, bésame mucho, me la enrosqué al pescuezo y bailé mientras me filmaba. También filmé un saludo a todos los tiktokianos del mundo y los invitaba a seguirme. Flor de discurso me mandé.

     Volví a sentarme en el sofá y le mostré a Tamara en el celular lo que había hecho en el baño.

     – ¿Qué te parece? – le pregunté.

     – Bien – me respondió ella, sin felicitarme, sin ninguna emoción, sin ninguna palabra de aliento, sin nada. Bostezó levemente y siguió leyendo.

     Qué tipa tan aburrida.

 

El síndrome de Estocolmo

     – La ka está demás – le dije con el poco aire que me permitía la soga que tenía atada al cuello – y además le falta una e al principio.

     – ¡Stockolmo, Stockolmo! – repitió Laura por enésima vez. – Empieza con ese, con ese, ¿es tan difícil de entender?

     – Pero es que es Estocolmo, es Estocolmo, ¿por qué te olvidás de la e? – le respondí, tratando de enfocar su cara con alguna nitidez a pesar del ojo negro que me dolía un horror.

     Laura me pegó otro sopapo y me refregó en la cara la ese estampada en la pechera de su camiseta.

     – ¿La ves bien la ese esta, la ves, la ves bien?

     Una canilla goteaba sin parar en el vestuario. Me parecía que alguien me estaba dando latigazos en los oídos. Traté de incorporarme y Laura me pegó una patada en los huevos que me dolió tanto que estuve a punto de darle la razón. Al fin de cuentas qué más me daba a mí si era Stockolmo o Estocolmo o Stockholm, que era en puridad lo correcto.

     Laura se sentó junto a mí en el suelo. Estaba visiblemente cansada, ella también, de tanta patada y de tanto sopapo. Trompadas no me pegaba porque no me hacían ningún daño, con esas manitas tan chiquitas y tan frágiles que tenía. No es que no lo hubiera intentado. Pero las trompadas le habían dolido más a ella que a mí. Así que se limitaba a los sopapos, tirones de pelo, pellizcones y otras variantes.

      – ¿Querés que te afloje un poco el nudo del pescuezo? – me preguntó, suspirando.

      – No. Al contrario. Ajustalo más, si podés.

     Se incorporó bastante desganada y cuando manipulaba la soga que estaba atada al caño de la ducha, este se desprendió y un chorro de agua fría me dio de lleno en la cabeza.

     Recién ahí acabé.

     Laura se dio cuenta enseguida.

     – ¿Estás contento ahora? – me preguntó.

     – No. Quiero más, quiero más – respondí con una vocecita idiota y feliz que provenía de un punto en mi corazón donde las aves cantaban con Piaf un himno al amor y el sol se había detenido en un equinoccio maravilloso. La felicidad se había adueñado de la galaxia y cuando John Lennon empezó con los acordes de nothing's gonna change my world, Piaf y las aves le gritaron pará che que estamos cantando nosotros, pedazo de asshole, no nos interrumpas.

     – Aguada pa' todo el mundo – murmuré o grité, yo qué sé.

     – Aguada, no, Stockolmo – dijo Laura metiéndome dos dedos en la nariz y empujando hacia arriba.

     – Aaaayyy...pero por lo menos admití que con el nombre de Aguada no tenés líos de ortografía – dije yo, con la lengua manchada de moco y de sangre. – Y además ¿cuándo mierda ganaron ustedes un Federal, eh, a ver cuándo, eh? – pregunté entre burlón y desdeñoso.

     – En el cincuenta y cuatro – contestó ella.

     – Ja, ja, ja, ja, ja. ¿Antes o después de Cristo?

     Me hincó la rodilla en la barriga. Yo tenía las manos esposadas. Luego se me sentó arriba y empezó a escupirme.

     – Con respecto a la ortografía, no estés tan seguro de que el nombre de Aguada no ocasiona problemas – me gritó. – Mirá que hay gente que lo escribe con hache.

     – No es cierto – gimoteé – los de Aguada son todos intelectuales. Leen a Kafka y levantan coquetos el dedo meñique de la mano cuando toman el té.

     Reajustamos como pudimos el caño de la ducha, nos aseguramos de dejar bien cerradas las puertas del vestuario y salimos a Camino Castro. Laura sacó de la mochila una bolsa de hielo y me la apretó contra el ojo. Nos cruzamos con Pitufo que iba a abrir la cantina de las canchas de fútbol 5. El loco se encargaba también del parrillero. Esa noche venía Defensor Sporting a jugar la final de la Floripa Cup.

     – ¿Todo bien, che? – nos preguntó.

     – Sí, vo.

     – ¿Qué te pasó en el ojo?

     – No, nada – le contesté.

     Pitufo miró a Laura con complicidad y le hizo una guiñada.

     – ¿Le metiste un piña a tu peor es nada?

     – Claro. Pero mirá lo que él me hizo a mí.

     Y le mostró la cicatriz que tenía en el mentón, otra más que tenía encima de una ceja y el cacho de lóbulo que le faltaba en la oreja derecha.

     Nos reímos los tres.

     Pitufo se mandó unos saltitos imitando a un boxeador y siguió su camino.

     Pobre Pitufo. Si supiera...

     Laura se tomó el 124 a la Ciudad Vieja y yo el 546 a la Unión. Quedamos para mañana. Mañana me tocaba a mí hacer de verdugo. Me puse a mirar por la ventanilla del ómnibus y después abrí el libro de Merleau- Ponty. El filósofo francés opinaba que el dolor físico nos revelaba la estructura íntima de nuestra existencia. Blablabla. Yo lo único que quería era acabar. Laura, en cambio, que era la que me había dado el libro, consideraba que el dolor era la forma más hermosa y más honesta que había para acceder al conocimiento profundo de uno mismo. Bueno, como fuera. Abrí el cierre de mi mochila y tanteé en su interior. Me aseguré de tener todo listo: los electrodos, las púas, los grilletes, las cachiporras y los dos puños americanos. A mí no me bastaba solo con las manos. Yo era más asqueroso y refinado. Sabía lo que tenía que hacer para que Laura disfrutara como una loca. “Hasta que no admita que Estocolmo va con e y que no lleva ka y que Aguada es lo más grande que hay en el mundo, no voy a parar. Ya se va a enterar esa de lo que es bueno”, me dije para mis adentros con una risita sardónica y maliciosa.

 

 

 

La mesa

     Bajó por esa escalera oscura que no llevaba a ningún lado porque no quería entrar a clase y tener que enfrentarse con Dadiana. Algún bedel trasnochado se había olvidado de cerrar la puerta de acceso al sótano del Dámaso y Claudina descendió los escalones tanteando en la oscuridad. Utilizó la llama del zippo para detectar una bombilla que colgaba del techo. La hizo girar y se hizo la luz. El recinto estaba lleno de mamotretos de todo tipo, de teléfonos y máquinas de escribir en desuso y de armarios de metal cerrados con candado. Vio una mesa arrimada a una de las paredes y se sentó sobre ella. No había sillas. Era eso o el suelo. Maldita Dadiana. Por culpa de ella estaba allí. Quién sabe cuánto tiempo tendría que permanecer en ese sótano. Para tranquilizarse se puso a tamborilear levemente con los dedos sobre la mesa y sin entender por qué empezó a tararear también la música del himno nacional. Le pareció escuchar ruidos allá arriba en la escalera y temerosa de que la descubrieran se bajó de la mesa y fue a esconderse debajo de ella. Cerró los ojos momentáneamente y cuando los abrió vio dos botas de montar de cuero altas hasta las rodillas y un pantalón blanco embutido en ellas. Vio otras botas acercarse a la mesa y escuchó una voz baja y placentera agradeciéndole a un tal don Francisco por la hospitalidad. Luego la voz les preguntó a los asistentes si había sido difícil dar con la casona de don Maciel. Fácil, contestaron casi a coro, con esas tres cruces grandes que se ven desde lejos. Imposible perderse.

     – ¿Mucho tiro en la muralla, don Domingo?

     – Pistola de chispa y algún disparo con el Brown Bess de Monterroso, mi general. Para que los chapetones sepan que seguimos allí. A veces tiramos con fusil de avancarga. Pero falta munición, usted sabe. Vigodet escurre el bulto. Del lado nuestro hay consigna. Hay ganas. Ellos tienen el mar. Solo eso.

     Luego la voz presentó a alguien como su hermano.

     – Manuel aquí, les va a leer las instrucciones.

     Claudina escuchó. Recuerda todavía palabras sueltas. Independencia, federación, libertad, igualdad, protección a los pobres, capital fuera de Buenos Aires.

     Después de la lectura, se acercaron los hombres a la mesa y Claudina se apretó aún más contra la pared, plegó las rodillas y se las abrazó. Temblaba de nervios. Escuchó el rasgar de las plumas firmando papeles sobre la mesa y volvió a cerrar los ojos.

     Cuando los volvió a abrir se dio cuenta de que ya no se encontraba en una habitación sino en lo que parecía ser una tienda de campaña. Había un hombre sentado a la mesa. Estaba escribiendo algo. Una mujer morena y un niño pequeño apartaron la lona de la entrada y se dirigieron a él.

     – El general quiere saber cómo va la redacción y manda preguntar si necesita algo, don Miguel.

     – No necesito nada, Melchora, muchas gracias. Hágale saber a don Gervasio que el reglamento va tomando forma y que me parece que le va a resultar muy de su agrado.

     – Se lo digo cuando lo vea, don Miguel. Acaba de irse a lo de Estanislao.

     – ¿Y cuando vuelve a Purificación?

     – No sé... cuando quiera... o cuando pueda...o cuando tenga ganas...

     Don Miguel se ríe y Melchora se ríe con él.

     De pronto el niño que había entrado con Melchora observa a Claudina. Se agacha, gatea hasta ella debajo de la mesa y le toca la cara. Cosa rara. Claudina no siente el contacto. Ahora es Melchora la que se agacha detrás de la criatura y también estira la mano para tocarla. Claudina se angustia. Vuelve a cerrar los ojos.

     Cuando se atreve a abrirlos otra vez escucha una voz bastante alterada.

     – ¿Pero cómo se va a olvidar de la pluma en una ocasión tan solemne como esta, don Trápani? ¿Dónde tiene la cabeza?

     Alguien corre hacia una puerta, la abre, le quita una lanza de caña a uno de los soldados que están afuera y que aparentemente custodian el recinto y con un cuchillo recorta el material y confecciona apresuradamente una pluma improvisada. Los pedazos de caña descartados caen al piso cerca de los pies de Claudina. Otra persona descorre las cortinas de una ventana, observa el exterior y dice que la gente de Lecor anda por ahí cerquita, muy cerquita. Que por el Santa Lucía chico vienen llegando los brasileños. Por otra puerta que Claudina no puede ver entra alguien que impone al ambiente un aire de circunspección y de solemnidad. El recién llegado habla. Independencia. Adhesión a las Provincias Unidas. Pabellón Nacional. Los asistentes se dan la mano felicitándose mutuamente. Luego se encaminan hacia la mesa a firmar un documento. Claudina vuelve a cerrar los ojos. Esta vez se queda dormida. Siente que pasan muchas horas. Se acurruca debajo de la mesa. No tiene sentido intentar salir ahora de aquel sótano. Está cansada. Esperará al día siguiente. Dadiana va a sufrir por su ausencia. Y mucho. Sí señor. A ver si escarmienta. Se lo tiene merecido.

     Cuando despierta, escucha que alguien dice qué raro que la luz esté prendida. Una mano manipula la bombilla del techo. La luz se apaga y vuelve a prenderse. Alguien habla. Le parece reconocer la voz de Antúnez, uno de los bedeles.

     – Esta es la mesa de la que le hablé. Es de roble criollo.

     Le está hablando a una mujer. Claudina ve el dobladillo de una pollera y zapatos de taco alto.

– Fue hecha por Farkas, un carpintero húngaro que se unió a la causa patriota y fue expulsado de Montevideo después de los sucesos del año once. Eso se sabe por la efe que está tallada en el tabique trasero. Perteneció en un principio a Dámaso Antonio Larrañaga y fue la que se usó durante el congreso de Tres Cruces. También supo ser la mesa de trabajo de Miguel Barreiro en Purificación y la de Lavalleja, en la Quinta de la Paraguaya cuando se firmó la declaratoria de la independencia. La familia Peña heredó la mesa muchos años después como parte del mobiliario de la Quinta cuando se liquidó la propiedad. Luego fue donada a este instituto y cuando ya no se le encontró utilidad fue archivada aquí en el sótano. A mí me parece una pena que esté olvidada y comida por el polvo. Podría valer una fortuna si se le reconociera su valor histórico. Fíjese usted en los rayones de espuelas mal apoyadas, las manchas de vino patero y las quemaduras de pipa. Venía además con un tintero de bronce (llegué a verlo en su momento) y su correspondiente pluma de ganso. Imagínese, profesora Iriarte, la cantidad de próceres que apoyaron aquí sus manos.

     – Perdóneme, Antúnez, pero ¿lo puedo tutear? – pregunta la profesora Iriarte.

     – Claro, por supuesto.

     – Antúnez, estás en pedo.

     Alguien viene bajando por la escalera. Claudina reconoce esos mocasines. Sale de su escondite. Se abraza con Dadiana. Se besan.

     – Nunca más me hagas esto – dice Dadiana. – Me vas a matar con esa manía estúpida tuya de esconderte cuando te enojás conmigo. ¿Cuándo vas a madurar, idiota?

     Dadiana mira a Antúnez y a la profesora Iriarte y luego se fija en la mesa.

     – Ay,... no..., no me digas que pasaste la noche aquí...no puede ser...

     Claudina baja la mirada. Dadiana se lleva las manos a la cabeza.

     Antúnez se pone a tamborilear con los dedos sobre la mesa.

     Claudina reconoce la cadencia. Como si estuvieran hechizados, ella y Antúnez se ponen a tararear el himno nacional.

     – Bueno, basta ya de pavadas – interviene la profesora Iriarte.

     Hace ademanes de que se vayan todos escaleras arriba, por favor. Antes de subir ella también, nota lo que parecen ser pedazos de caña en el suelo, debajo de la mesa. Los recoge, los observa durante un instante, se alza de hombros y los tira al tacho de la basura.

 

La teoría del coseno

     Ahora comprendo, dije. Pitágoras me miró, se cruzó de brazos y me dijo bueno, menos mal, ya era hora, ya me parecía a mí que tan gil no eras. ¿Pero si el triángulo no es rectángulo, entonces qué? le pregunté. Ah, ahí no sé, mijito. Ahí le vas a tener que preguntar a otro.

     Era bárbaro haber llegado a los ochenta años. Y empezar a comprender de qué se trataba todo.

     Cuando lo llamé por teléfono, Einstein estaba en el baño, así que le dije a la secretaria que le dijera que había, al fin, entendido. Había entendido que si ibas a toda máquina, como un rayo, el tiempo pasaba más lento, por lo que podias tener cien pirulos y la cara de Brad Pitt. Y si ibas despacio eras un viejo de mierda a los veinticinco. Vaya y dígale que lo entendí, le pedí. Así lo hizo. Cuando volvió al teléfono me dijo que Einstein decía que era así, efectivamente. Yes! Después escuché el ruido de la cadena y la voz de Einstein preguntándole a la secretaria en alemán que quién era el que había llamado: ¿era el rompehuevos ese otra vez?

     Sí, señores, ochenta años bien vividos, permítanme decirlo. El haber comprendido todo es una cosa mejor que el orgasmo.

     Llegué hasta el vestuario del Inter Miami en Fort Lauderdale vestido de Beyoncé y me dejaron pasar. Los mastodontes de la seguridad se me quedaron mirando sin saber qué hacer. Les juro que nunca había hecho algo tan ridículo pero no se imaginan el poder que tienen un par de tetas de mentira, unas pestañas de un metro de largo, un almohadón en el orto y un andar elegante de jirafa. Agarré a Leo bajo la ducha y le dije ahora ya sé, Leo, ahora ya sé cómo lo hacés, ahora lo comprendí. Leo se secó el champú de los ojos con la mano y me miró. Ahora entendí que vos no pensás en tácticas, en puntos que hay que ganar de locatario o de visitante, en indicaciones de entrenadores, en estrategias, en dominio o posesión de la pelota, en contraataques, en triangulaciones, en marcajes o en repliegues. Vos lo que hacés es jugar, jugar por jugar, jugar hasta morir, jugar y divertirte, jugar que si vas por allá, o que si vas por allí y jugar como juega el infinito con lo finito, como juegan las mil caras del Buda con la cara del Buda, como juega el neonato con el sonajero, como juegan los bosones que están ahí pero no están ahí, pero sí están ahí y en realidad nunca se sabe, igualito que vos porque vos también estás ahí y después no estás y nunca se sabe y nadie te puede agarrar porque te escapaste antes de que te empiecen a buscar. Lo miré a ver qué me contestaba. Y me contestó. Me dijo: alcanzame la toalla. Yo se la alcancé y esperé su respuesta. Sí, es así, es así, me dijo. Ahora tomátelas antes de que entre alguien y te cague a palos.

     Ochenta años. Lo logré. No se imaginan el placer que te da el saberlo todo. El haber comprendido todo.

     Cuando entré en la botica, el médico le estaba sacando pus del brazo a Sarah, una muchacha que ordeñaba vacas en un tambo de las afueras de Londres. Cuando vi que después le iba a inocular esa porquería a un botija que estaba tranquilamente sentado en un banquito, me acerqué a él y le dije doctor Jenner ahora lo comprendí, ahora lo sé, lo que usted está haciendo es meterle un poquito de virus al chiquilín este para que los anticuerpos que el botija tiene en la sangre se vengan en patota a reventar al intruso a patadas. Y entonces si una vez llega a suceder que uno de esos bichos de verdad se le metiese adentro, ya el cuerpo va a saber lo que tiene que hacer y el botija podrá irse tranquilamente a jugar a la bolita. Pero me entró una duda. No sabía si los botijas ingleses del siglo dieciocho jugaban a la bolita. Se lo pregunté al doctor Jenner y el doctor me contestó, todavía sujetando la jeringa suspendida en el aire, estimado señor, no sé quién es usted pero sepa que ya en el antiguo Egipto los niños jugaban a la bolita. I'm sorry, le respondí, I didn't know. Me preguntó que si no me importaba callarme la boca y dejarle seguir con su trabajo. Of course, not, le contesté y salí contento por la puerta por la que había entrado.

     No sé cuántos años me quedan. ¿Uno? ¿Dos? ¿Tres? Pero ya me puedo morir tranquilo. Lo sé todo. No envidio la paz de los muertos porque esa paz ya la he asequido.

     Me bajé del camello en Uz. Venía de Batania y tenía la espalda a la miseria. Pregunté por Job en el pueblo y me dijeron que ya no se encontraba allí, que había tenido una racha horrible, que había perdido sus riquezas, sus hijos, su esposa y sus amigos y que se había enfermado de una peste desconocida. Pero bueno, ¿dónde está? pregunté. No sabían a ciencia cierta, el pobre hombre se había ido por ahí, angustiado y perdido. Había quienes lo habían visto en Petra trabado en lucha a muerte con Azazel, otros a las afueras de Gerasa postrado a los pies de la estela de Mesha y otros afirmaban que deambulaba por el monte Sinaí, recogiendo los pedazos de las tablas de la ley que Moisés había destrozado durante su célebre ataque de ira. Volví a montar en mi camello y a pesar de mi espalda continué la búsqueda. Después de unos días me lo encontré tumbado y distendido a orillas del río Jordán, cerca de Al-Ghor, en un jardín escondido en el desierto. Estaba comiendo dátiles y aceitunas y lo acariciaba una brisa fresca que provenía del mar de Galilea. Corrí hacia él gritando ahora al fin te entiendo Job, ahora comprendo cómo hacés para aguantar y sobrellevar tanta desgracia. Está clarísimo. Te abstraés y te vas con la mente a otro lugar, o sea a este, con su verdor, su clima templado y sus árboles frutales. Y dejás al otro Job atrás, el idiota aquel que sufre desnudo, hambriento y apestado. Que se joda el infeliz ese. Vos no, vos acá, echado, contento y agradeciéndole al Señor la belleza de la creación. Ta, me dijo Job, pero no se lo cuentes a nadie, por favor, que si no me arruinás la reputación. Sí, te entiendo, no te preocupes, es una cuestión de marketing, ¿no? ¿Una cuestión de qué?, me preguntó. Dejá, yo me entiendo, le contesté. Y lo dejé allí y me fui contento de haber comprendido al fin cómo se hacía para soportar las desgracias sin caer en la desesperación.

     Sí, señores, ochenta años me costó. Ochenta años. Pero ya lo sé todo. Soy un crack.

     Cuando lo vi, no me sorprendí para nada. Ya sabía yo que uno se iba a quedar dormido y que se iba a meter en un túnel y que allá a lo lejos había una salida con una luz muy intensa y mientras vos avanzabas por ese túnel te sentías muy bien, muy recontra bien y que blablabla y que blablabla. Así que llegué a la salida de ese túnel aburridísimo y se me apareció un botija uruguayo que tartamudeaba y yo le dije sí, sí, ya sé, vos sos yo y yo soy vos, hola qué hacés cómo andás y no me empieces a dar la lata ahora con alguna historia esotérica de que en este lugar uno se encuentra a sí mismo ya que el universo es una cosa que se repite y se repite y hay muchos dioses y al mismo tiempo no hay ninguno y no me aburras con todas esas estupideces que ya me las sé todas. El chiquilín me miró, se alzó de hombros y me dijo que no entendía lo que yo le estaba diciendo. Me explicó que él me había venido a recibir por encargo de Pitágoras. ¿Por encargo de Pitágoras?, le pregunté. Sí, me contestó. Usted le preguntó al griego qué pasaba si el triángulo no era rectángulo, ¿no? Porque entonces si el triángulo no tenía un ángulo recto, el teorema de él no servía para nada, ¿verdad? Sí, así es, exactamente, dije yo. Pues bien, déjeme decirle que para los triángulos que no sean rectángulos lo que hay que aplicar es la teoría del coseno.

     Sentí la voz de Humberta, la vecina.

     – Tiene ochenta años – la oí decir. – Lo encontré aquí tirado en la cocina. No hace otra cosa que repetir “la teoría del coseno, la teoría del coseno”.

     Vi la cara de un tipo que me decía que iba a intentar la reanimación cardiopulmonar. Me empezó a apretar el pecho rítmicamente. Le preguntó a Humberta si en la casa había un desfibrilador.

     Humberta se alzó de hombros. Igualito que el botija que me había venido a recibir de parte de Pitágoras.

     No sé cuánto tiempo pasó. Solo sé que en un momento dado me encontraba sentado en el suelo y que el desconocido me daba un vaso de agua.

     Gracias, le dije.

     – Se salvó de esta – me dijo.

     Asentí. Todavía me quedaba algo nuevo que aprender. No podía morirme todavía.

     – ¿Usted conoce la teoría del coseno? – le pregunté.

     – Claro. ¿Quién no la conoce? – me contestó. – Ahora permítame ayudarlo a levantarse. ¿Quiere que lo acueste en el sofá para que esté más cómodo?

 

El petirrojo

     Me agarró por la cintura cuando me dirigía al campo junto a mi esclavo Eliano y me arrastró hasta el bosquecito que estaba a la salida del pueblo. Eliano salió corriendo despavorido de vuelta a casa, donde yo había dejado a Thalia moliendo trigo y a mi hija barriendo el gineceo. Sabía que la que me había atrapado era Circe otra vez. Quién más podía ser. Me tiró al suelo, me arrancó la túnica y las sandalias, se sentó arriba mío y empezó a hacer flexiones. Yo, ni ahí. Circe, Circe, pará, pará, por favor, calmate, calmate, le dije.Tuve que esperar una eternidad para que se calmara porque había puesto aquellos ojos de loca que yo le conocía. Y cuando ponía esos ojos, mamita, te juro que no escuchaba ni los truenos de Zeus ni los vientos huracanados del mismísimo Bóreas. Yo en realidad no entendía qué bicho la había picado. Mirá que irse a fijar en mí, el griego más aburrido de todos los griegos, el pelagatos más pelagatos de toda la Tesalia, el más innombrado de todos los innombrados. Irse a fijar en mí, justamente ella, que era una de las estrellas más rutilantes del firmamento olímpico, la ninfa más cotizada del Peloponeso, la que más se mentaba en los cónclaves del ágora y en los chusmeríos de la ekklesía, la que se había hecho famosa por sus célebres revolcadas con Odiseo, con Pico y con Glauco. ¿Qué pretendía de mí?

     Cuando vio que mi herramienta no respondía (como nunca lo hacía cada vez que ella me arrinconaba de esa manera), se sacó del escote una vasija con una pócima y me la metió por la nariz. Me convirtió en cerdo. Salí de ahí revolviendo tierra con el hocico y repitiendo oinc, oinc como un tarado. Cuando llegué a casa, Thalia me recibió con un ademán de fuera bicho y yo le dije Thalia, soy yo, Andrónico, oinc, oinc, soy yo. Thalia me dijo oh no, ¿Circe, otra vez? Le quise decir que sí con la cabeza y me di con el hocico en el suelo. No estaba acostumbrado. Circe me había convertido antes en lobo, en caballo y en cisne, pero nunca en un animal con un pescuezo tan gordo y tan poco flexible. Sí, Thalia, fue Circe, otra vez, oinc, oinc.

     Esa noche, mientras Eliano ofrecía sus libaciones a Hestia en el altar del patio y mi hija juntaba leña para el fuego, Thalia me preguntó si no sería mejor que yo cediera a los arrebatos de lujuria de Circe y le engendrara el hijo que ella tanto quería. Es que los tres que había tenido tiempo atrás andaban desperdigados por Italia haciendo su vida y enquilombando la de otros, como era de rigor entre los semidioses. Por lo tanto Circe estaba sola y deprimida en su mansión de la isla de Eea, con la única compañía de su telar y de su caldero. Sí, querida, oinc, oinc, le dije yo, no me costaría nada engendrarle oinc, oinc, un hijo a la histérica esa, oinc, oinc, si a vos te da igual, oinc, oinc, pero no sé...no me quiero complicar la vida, oinc, oinc. Los inmortales son peligrosos. Están todos locos, oinc, oinc.

     Mi hija se acercó a cenar con nosotros. Había vino, queso de cabra y aceitunas sobre la mesa. Cuando me vio, se sorprendió al principio por mi aspecto, pero después me dijo:

     – Papá, cuidá los modales, no comas como un cerdo.

     Humor griego. Se da mucho en esta familia.

     Al día siguiente, acabado el hechizo, Eliano fue a recoger mi túnica y mis sandalias al bosquecito a la salida del demos y nos dirigimos después al ágora a escuchar a Trasímaco, un veterano que había llegado del Bósforo y que contaba anécdotas de Calcedonia donde la gente era ciega y domesticaba cocodrilos. Después, a la hora de la membresía, los sacerdotes de Dionisio repartieron pan de cebada, lentejas e higos secos y después de comer nos fuimos a sentar en los retretes públicos a descansar un rato. No habíamos estado allí más de un par de minutos cuando sentí un dedo metiéndoseme por ya saben dónde y la faz inconfundible de Circe asomándose por la alcantarilla. Hola, chanchito, me dijo, ¿me estabas extrañando? Eliano, valentón como siempre, volvió a huir despavorido y con él dos parroquianos más que estaban tratando de cagar en paz. Circe se sentó otra vez arriba mío y me preguntó ¿te gusto más así, oliendo a mierda? Me metió la lengua hasta la laringe y me acarició todo lo que yo tenía de acariciable en el cuerpo pero no hubo caso. Mi palanca de vida no reaccionaba. Hizo todo lo que pudo, la pobre Circe, pero yo me había convertido en el summum de la blandura. Entonces, apesadumbrada, sacó la pócima del escote y esta vez no me la metió por las narices a la fuerza sino que fui yo mismo quien la recibió de sus manos y la bebió con una melancolía repentina que en ese momento no comprendí. Se fue silenciosa atravesando la pared y a mí me entró una pena bárbara. Intenté llamarla para decirle algo, algo, no sé qué, pero algo y todo lo que surgió de mi boca fue un pío pío cantarín y agudo que me dejó sorprendidísimo. Eliano regresó al poco rato y yo me posé en su hombro, batí las alas e intenté volar. Pero por falta de experiencia todo lo que logré fue meter flor de alboroto. Alguien gritó: ¡no se admiten pájaros en este recinto! Pío, pío, vámonos a casa, pío, pío, le dije a Eliano. Bueno, contestó él, ¿pero no será mejor que primero pasemos por el mercado a comprar alpiste?

     Le metí un tremendo picotazo en la mejilla.

     Esa noche Thalia me depositó junto a ella en la cama. Abrió la puerta de la jaula y yo salí pegando unos saltitos ridículos y le dije querida, pío, pío, perdoname, pío, pío, sé que esta situación es espantosa para vos, pío, pío, pero no sé cómo hacer, pío, pío, para sacarme a Circe de encima. Thalia me posó en la palma de su mano, me dio un beso y me dijo sos el petirrojo más lindo que vi en mi vida, Andrónico, pero ¿sabés qué?, vas a tener que hacer algo porque ya me estoy cansando de que día por medio te me presentes como un lobo, o como un caballo, un cisne, un cerdo y ahora un pájaro. ¿Con quién estoy casada yo? ¿Con un hombre o con el zoológico de Alejandría? Derramó un par de lágrimas, se dio media vuelta y se puso a dormir, no sin antes meterme de nuevo en la jaula, pero dejando la puerta abierta.

     Al otro lado de la inmensa mar, en una isla perdida en el continente de las leyendas, Euriloco llegó corriendo desde la playa hasta la única mansión que había en aquellos parajes, gritando ¡ama!, ¡ama!, viene llegando, viene llegando. Circe abandonó el telar y corrió hasta el umbral de la puerta. Vio en el cielo a un petirrojo que descendía raudamente desde las nubes. Comprendió enseguida. Se convirtió ella misma en petirroja y voló a juntarse con él. Se encontraron pico con pico en el medio del éter homérico y fueron de árbol en árbol como dos acróbatas borrachos de amor, como dos trapecistas agradeciendo la liviandad del oxígeno, como dos milagros zigzagueando tiernamente sobre la vastedad del Egeo. Y en aquellas alturas de fantasía chocaron, se embarullaron y se trabaron en una cópula delirante de plumas y de trinos.

     Más tarde, en el momento de la despedida, Circe le puso al petirrojo un anillo de oro en una de las patas y el pájaro desplegó sus alas y se dejó llevar por el viento que llegaba desde la costa de los minoicos. Iba de regreso a aquel extraño e incomprensible mundo donde los hombres y las mujeres nacían sabiendo que un día se iban a morir. Dichosos ellos, pensó Circe.

     Por la mañana, cuando despertó, Andrónico besó la mejilla de su esposa todavía dormida y le deslizó un anillo de oro en uno de sus dedos. Thalia despertó y sonrió. La jaula cayó al suelo.

 

Argi

     Me llamo Argi y, por supuesto, no tengo apellido porque no estoy registrado en ninguna parte. Mi madre, como todas las madres de aquí, me parió antes de inocularse el taquioesperma y se fue al futuro que ella misma eligió, en la época en la que todavía se podía. Porque ahora está Bratz en el poder y confiscó todos los agujeros de gusano portátiles. Solo está permitido usar el Oficial y hay una larga lista de espera. En el futuro que mi madre llegó a ver (nunca me dijo exactamente a qué año o a qué planeta se había ido), me había encontrado barbudo, acostado en una cama rascándome las bolas y mirando cucarachas que se subían por las paredes. Pero igual decidió tenerme, cosa que todavía no entiendo, pero bueno, es lo que hay. Toda taquiomadre que se precie de tal va al futuro y ve cómo les va a sus hijos y decide luego si parirlos o no. También hay madres que hacen justamente lo contrario. Se van al pasado y cambian alguna cosa aquí y otra por allá para que en el presente los hijos les salgan como ellas quieren. Claro que los hijos luego cuando se hacen mayores van y hacen lo mismo, o sea que cambian el pasado para que no les toque en suerte la madre que han tenido y entonces tienen otras, con las que a veces están conformes y a veces no, porque hay tanta gente por ahí yendo del pasado al futuro y viceversa y pasando muy fugazmente por el presente, que al final hay un barullo de la gran siete donde todo lo que se hace, se dice o se vive no se sabe si sucedió, si sucede o si va a suceder. Pero bueno. La gente está contenta con hacer lo que le dé la gana. A eso le llaman libertad. Pero Bratz quiere que las cosas se hagan solo como a él le parece y cuenta con el apoyo de sus acólitos armados de taquiobalas que no matan, por supuesto, pero que incomodan. Porque hace mucho tiempo que nadie mata. El mismísimo concepto de matar dejó de existir. Lo que pasaba era que los allegados del difunto se iban al pasado (no necesitaban ir muy lejos en el tiempo) y cambiaban las cosas de modo tal que la bala asesina quedaba atascada en el cañón del arma o que la víctima no pasaba por donde iba a suceder el crimen y, ya me entienden, había una gama infinita de variaciones en eso de alterar la historia. Por lo tanto se dejó de asesinar porque era absolutamente al cuete. Lo que sí hacen las taquiobalas de Bratz es dejar mareado al afectado, de modo tal que pierde la noción del tiempo y aquí en la República Oriental de Taquiouruguay, cuando se pierde esa noción, estás cagado, compañero. Pero la gente, estimados señores de la época que sea en la que me estén leyendo, se sigue muriendo. Aunque tarde y de aburrimiento. A los 650 años. Algo pasa cuando se llega a esa edad. Ya se han vivido demasiadas cosas, se ha presenciado el big bang y se ha visto cómo todo se va a la mierda por la entropía. Se han experimentado todos los pasados y todos los futuros posibles. Y sufrido los choques terribles en los agujeros de gusano con tanta gente que viene y que va. Porque allí no hay semáforo que valga. La velocidad de la luz es muy lenta. ¿Quién la va a ver?

     Yo me voy dos veces por semana a la iglesia de San Alberto. Los fieles de allí quieren volver a la época del Santo cuando nada ni nadie iba más rápido que la luz y para cagar tenías primero que comer y para llegar a Melo tenías que haber partido antes de Dolores y no llegar antes de haber partido. En nuestro culto se reivindica el Presente. Algo muy anticuado y aparentemente irrelevante, pero que consideramos esencial para el bienestar del ser humano. El sacerdote hasta hace poco era Raúl Letelier, un chileno arrepentido de haber viajado al pasado como quinientas veces para cambiar el resultado de los campeonatos mundiales de fútbol, por lo que logró que Chile resultara campeón otras tantas quinientas veces. Pero eso duraba poco porque la Federación de Fútbol Taquionense mandaba inmediatamente un delegado al pasado a corregir ese desastre. Con mucho esfuerzo y mucha disciplina mental, Raúl había logrado superar ese problema y entonces desde el púlpito empezó a pregonar ardientemente la aceptación de lo pretérito como lo que es, o sea como las cosas que sucedieron y que están bien ahí donde están y a nosotros solo nos queda vivir con las consecuencias y apechugar con nuestros errores, propios o ajenos y también disfrutar de nuestras decisiones acertadas si las hubiera. Porque lo que realmente cuenta, como ya les dije, es el Presente.

     Un día irrumpieron los acólitos de Bratz en la iglesia. Nos cachearon. Querían confiscarnos los agujeros de gusano portátiles. No entendían que nosotros estábamos justamente en contra de esos aparatos. Cuál no sería nuestra sorpresa cuando le descubrieron uno al sacerdote Raúl. Lo tenía escondido en el relicario donde se guardaban las cosas del Santo, como un rizo de su melena y un pedazo de la lengua aquella que tenía y que siempre le colgaba de la boca. El sacerdote se negó a entregar su agujero de gusano y los acólitos le dispararon. Raúl quedó medio tarambana en el suelo aplaudiendo una vuelta olímpica imaginaria de la selección de Chile que había ganado, en su delirio, la final del año 5190 contra Fiji.

     En fin, tuvimos que buscar un nuevo sacerdote porque Raúl resultó ser tremendo fantasma. Los candidatos que se presentaron habían viajado antes al futuro para ver si ellos mismos habían logrado el nombramiento que ofrecíamos y todos nos decían que ellos eran la elección adecuada porque habían visto que nuestra iglesia florecía y que tenía muchos más adeptos que ahora y, en fin, cada uno pintaba el porvenir como mejor le parecía y nosotros, que éramos treinta y tres (ahora les explico por qué) nos aburríamos como loros sin espejo cuando decían eso, porque lo que nosotros queríamos era, justamente, la incertidumbre, la duda, el suspenso.

     Ah, les cuento lo de por qué éramos treinta y tres. Éramos treinta y tres porque habíamos estado una vez allí en la playa de la Agraciada mirando a aquellos patriotas desde nuestra taquionave. Iban a caballo, un animal que se extinguió hace mucho e iban por la campaña pregonando libertad, independencia y otras cosas muy lindas. Nosotros éramos jóvenes y pensamos “vamos a joderlos un poco para divertirnos”, pero decidimos que mejor no, porque yo qué sé, porque era gente bien intencionada, gente de corazón sano que se había levantado contra un imperio que tenía todas las de ganar.

     Decidimos seguir el ejemplo de aquellos treinta y tres chiflados. Queremos hacerle la vida imposible a Bratz. Yo tengo la ventaja, como les dije, de que no estoy registrado en ninguna parte. O sea que clandestino ya soy. Me llamo Argi y si me ven barbudo, acostado en una cama rascándome las bolas y mirando cucarachas que se suben por las paredes, no se engañen. No es que esté malgastando mi juventud y perdiendo el tiempo al santo pedo. Es que estoy pensando. Es que estoy tramando cosas.