Los cuentos que vienen

Luis Barros

Cantando bajo la lluvia

     Los repollitos de Bruselas son una porquería.

     La aversión por los repollitos me empezó durante la pubertad. No me pregunten qué pasó exactamente. Qué supuesto drama se produjo a la hora de la cena o del almuerzo. Tenía catorce años y estaba más loca que una cabra.

     Ahora tengo yo misma una hija de catorce años y estoy pagando mal aquel karma. Donde las dan las toman. Aguantar el chaparrón. Bailar al son que te tocan. Gracias, refranes, qué haría yo sin ustedes. Porque ante Sarita me siento inerme, desvalida y desgraciada. La retobada me acribilla a crueldades ante las cuales no sé cómo defenderme. La doctora Larragán me dice que el problema en realidad es mío y no de ella. Que soy yo la que anda cargando en la vida con ciertos asuntos no resueltos, como el de la repugnancia por los repollitos de Bruselas, un secreto que yo guardo como si fuera una cosa terrible, inconfesable. ¿Y por qué? ¿Qué explicación racional tiene eso? ¿A quién mierda le va a importar que a mí no me gusten los repollitos de Bruselas? Sarita es una puberta como hay miles, me dice. No le endilgue culpas que no le corresponden. Tiene toda la razón del mundo, le contesto yo. Pero soy una hipócrita. En realidad lo que yo quiero es que me recete una pastilla. Para que la química me salve. Y la doctora Larragán, como si hubiera escuchado los gritos de las cuatro neuronas desesperadas que me quedan, garabatea un jeroglífico en su libretita y yo salgo corriendo hacia la farmacia.

     Sarita se quiere ir a vivir a la calle Chicago, en Casavalle. La mocosa me lo dice así. Así nomás. Como quien dice hola qué tal cómo te va o chau me voy a dar una vuelta alrededor de la manzana. Dice que va a ser más feliz allí con Cosito que es un noviecito que yo ni sabía que era un noviecito hasta que me lo presentó en la kermés del liceo. A mí me entraron ganas de gritarle, pero guachita, vos qué te creés, cara cagada, si apenas sabés limpiarte bien el ojete, pero decime, ¿qué vas a hacer vos viviendo en Casavalle con Cosito o Cosote o con la concha de su santa abuela? No la podía agarrar de los pelos porque los tenía a la moda de las nabas como ella, con la mitad de la cabeza rapada. De la otra mitad le colgaban unas trenzas azules que eran difíciles de cazar al vuelo. Así que intenté tironearla del aro que se había insertado en la nariz. Pero se me escapó a tiempo. Entonces, hablé. Tuve la visión momentánea de la doctora Larragán conminándome a mantener la ecuanimidad. Subía y bajaba el dedo índice de una de sus manos frente a mis ojos. Pero no iba a dejar que me hipnotizara. A la mierda la doctora Larragán.

     – Primero vas a cumplir los dieciocho años, ¿me entendés?- le digo, clavándole mis peores ojos de dinosauria en sus ojitos sombreados de plata. – Y después, solo después, vas a poder hacer de tu vida un pito, loca de mierda, que total para lo que a mí me va a importar. Pero ahora sos una pendeja de catorce años y en esta casa vas a hacer lo que yo diga y sanseacabó. Vos te vas a quedar acá te guste o no te guste y el Cosito ese que se te quede esperando en Casavalle o en Casacarajo o dondequiera que sea. Que se te quede esperando hasta que se le antoje o hasta que se le caiga el pito de viejo o hasta que se le arrugue el ojete.

     Me parece que le causó gracia eso de hasta que se le arrugue el ojete. Pareció que se iba a reír pero enseguida se dio media vuelta y salió disparada por la puerta de la cocina.

     Pasaron dos semanas. Dos semanas, guacha de mierda. Dos semanas sin saber nada de ella. Llamé al 911, hice la denuncia, la policía se portó bien, aporté todos los datos necesarios menos el número de su cédula de identidad porque no lo sabía o no lo recordaba. Los agentes investigaron a sus compañeros de liceo, a algunos familiares, trataron de localizar a Cosito que también había desaparecido, imagino que junto a ella, y recorrieron el barrio de Casavalle incluyendo muy especialmente la calle Chicago donde fueron casa por casa tratando de dar con su paradero. Hasta que el jueves pasado asomó la jeta Elisa por la puerta de la cocina. Elisa es mi prima.

     – Vengo de parte de Sarita – me dijo.

     – ¿De parte de Sarita? ¿Sabés dónde está?

     – Sí. Vení conmigo.

     Me llevó a La Fragua sobre la calle Comercio y empezó a hablar de cualquier cosa menos de Sarita. Me entraron ganas de agarrarla por el pescuezo y de gritarle a la cara ¿dónde está Sarita, la concha de tu madre? Pero la pastilla que había ingerido media hora antes me ayudó a mantener la calma. Elisa siguió con la cháchara como si nada, hablando de esto y de aquello y de lo otro. Me daba la impresión de que quería estirar el tiempo todo lo posible antes de decirme lo que me tenía que decir. Que no sería nada agradable. Pidió dos cafés más para las dos, se mandó otra medialuna y yo empecé a rascar los bordes de la silla donde estaba sentada, clavándome astillas en los dedos. Cuando ya sentía el resorte de mis piernas dispuesto a reventar y saltar por lo alto, Elisa llamó al mozo y pidió la cuenta.

     Caminamos la cuadra y media de vuelta a mi casa y antes de entrar al jardín vi a Sarita y a Cosito esperándome al lado de la puerta. Yo corrí hacia ella enloquecida y me la comí a besos y a la vez la puteaba, cómo me pudiste hacer esto, hija de mil putas y la besaba en la frente y la apretaba contra mi pecho, nunca te voy a perdonar esta, grandísima soreta, dónde anduviste metida, por Dios, ni sabés cómo me morí por dentro, pedazo de una animal, qué vas a saber vos si sos una gila de aquellas y le besaba las manos y seguía largando el llanto, tanto llanto que ya no veía nada, que parecía que llovía, que era como si Rivera se hubiera convertido en la calle aquella de la película Cantando bajo la lluvia. Pero por suerte no vi al idiota de Gene Kelly pateando charcos. Menos mal. Porque uno de los posibles efectos secundarios que tenía la pastilla era el de hacerte ver cosas que no existían.

     En fin, Sarita me abrazó y Elisa me sujetó por el otro costado y me hicieron pasar al comedor como si estuviesen arrastrando a una convaleciente. Me sentaron en el sofá y Sarita me dio un discurso del cual recuerdo muy poco. Retazos. Cosito hasta hacía poco había sido Cosita y se estaba cambiando de sexo. No te preocupes, mamá, que todavía Cosito no tiene pirulo así que no vas a ser abuela, ja, ja, al menos no por ahora. Te quiero mucho, mamá. Voy a volver contigo. Y Cosito se viene a vivir con nosotros, mamá, porque la familia no lo quiere más y no tiene dónde meterse, ¿ta?

     Como una zombi, me dejé llevar a la cocina. Me sentaron a la mesa.

     – Para hacer las paces – me dijo Sarita y me sirvió, sonriente y orgullosa, la cena que ella y Cosito (o Cosita), me habían preparado mientras Elisa me daba la lata en La Fragua. Milanesas con puré y repollitos de Bruselas. Me comí todo. Los repollitos estaban riquísimos.

El dónut

     Puse el dónut y el capuchino sobre la mesa y desplegué el diario para leer la columna de Paulin Cornelisse. Hablaba de la guerra de Troya y yo entonces, por no tener nada que hacer, me imaginé a Aquiles irrumpiendo en la cafetería, montado en una cuadriga. Se llevaba por delante las puertas de vidrio que daban a la Spoorstraat y Héctor surgía desde atrás del mostrador de los pastelitos de vainilla y lo enfrentaba con una daga y un escudo de cuero. Dejé el diario a un lado. Se estaba armando tremendo quilombo. En mi imaginación vi volar flechas de fuego desde la calle pero las troyanas que defendían la cafetería con su camiseta con el logo del Hema respondían arrojando buñuelitos de manzana. Ahora lo único que faltaba era que se apareciera Tetis, la madre de Aquiles, y le gritara a todo el mundo ¡ojito con hacerle daño a mi hijo que si no os meteré un tridente por el ojete!, pensé, medio como riéndome, mientras le pegaba otro mordisco al dónut. De pronto, de un manotazo, Aquiles me lo sacó de la boca, se lo mandó de un saque y siguió peleando como si nada. Me encolericé. Ese dónut era mío. Me había costado dos euros con cincuenta. Pero sentí las manos de Tetis sobre mis hombros y me serené inmediatamente pensando en el tridente que me haría polvo las intimidades rectales.

     – ¿Ya te ibas? – me preguntó Tessa.

     ¿Tessa?

     Estaba de pie detrás de mí con sus manos apoyadas sobre mis hombros.

     – No te preocupes por ese dónut – me dijo. – Es solo un niño.

     Efectivamente, un gurisito que apenas podía caminar, se iba alegremente con mi dónut por entre las mesas.