Más cuentos para Beatriz
Luis Barros
El lunar
Parecía una carrera con obstáculos. Primero tuve que driblear las tres marionetas indonesias apostadas al final de la escalera y después el biombo japonés. Cuando creí que por fin tenía a Adina al alcance de la mano y que lo único que tenía que hacer era descorrer el mosquitero de la cama, me tropecé con uno de sus borceguíes de Marruecos esparcidos por el suelo y caí sobre ella fingiendo una pasión que en ese momento todavía no sentía. Quedamos nariz frente a nariz. Pestaña contra pestaña. Mis pechos contra los de ella como si fueran aguavivas frotándose en una playa del trópico. Fue un momento mágico en el que dejé de fingir, por fin dejé de fingir y oí una voz que me decía “Sandra, sé vos misma por una vez en tu vida y dejate llevar”. En ese momento sentí una especie de fogonazo en el corazón. Adina me había plantado la lengua en la boca. Se me erizó la piel y caí por un precipicio infinito. Me convertí en una hoja de arce, muerta de otoño, flotando a la deriva en un aire cálido y fragante. “Esto debe ser el amor”, me dije a mí misma, con palabras que no podía pronunciar porque la boca se me había llenado de pezones, de venitas azules, de piel erizada, de salivas desconocidas, de blandeces rosadas. Toda la felicidad del mundo se me cayó encima como las lenguas de fuego del espíritu santo. Las pulseras de piedra luna de Adina y su perfume a aceite de sándalo y sus oraciones en sánscrito acabaron por demolerme la poca Sandra Ravago que me quedaba, para convertirme en una acólita suya, en una devota y abandonada doña nadie que había renunciado a su yo y se había convertido en una con el universo, un alma libre y feliz, despojada de todo lo inútil.
No sé cuánto rato después volví a la vida, exhausta y ahíta, observando los elefantes azules y las nubes rojas pintados en el dosel. Adina se entretenía manipulándome la cara y yo la dejaba hacer. Extrajo cremas y no sé qué otras cosas inexplicables de estuches y de cajitas de diferentes tamaños. Sus dedos viajaban sobre mi frente. Yo respiraba hondo y pausado como si recién hubiera descubierto el poder mágico y sanador del oxígeno.
Cuando el sol de Leiden se empezó a ocultar detrás de las torres de la iglesia de San Pedro, me despedí de ella con un beso largo y demoledor. Luego me incorporé y me topé contra el biombo japonés que cayó aparatosamente sobre el piso de madera. Miré a Adina con una sonrisa de disculpa y ella, desde la cama, se alzó de hombros. Intenté levantarlo pero volví a tropezar con uno de los borceguíes de Marruecos y me fui de bruces contra las tres marionetas indonesias que estaban apostadas al inicio de la escalera. Rodaron hacia abajo. Acabaron convertidas en un amasijo de madera e hilo. En ese momento me di cuenta de que Sandra Ravago volvía a ser Sandra Ravago, la misma de siempre, la incauta que nunca miraba dónde ponía los pies e iba a los tumbos por la vida. Volví la vista hacia Adina. Vi que juntaba las palmas de sus manos debajo del mentón y me dedicaba una leve inclinación de la cabeza. Las perlas de peridoto de sus pulseras cantaban en el aire.
Caminé por el Hooigracht y me pareció que iba flotando. Teddy me esperaba en el café Plantage y yo iba descendiendo gradualmente de las alturas del nirvana y procuraba asirme al empedrado de la calle. Había descubierto al fin mi verdadero yo y mi verdadero yo había resultado ser una mujer que quería a otra mujer. Ahora tendría que explicárselo a Teddy. Abrí la puerta del café y me resbalé. Choqué contra una de las mesas y esta se me vino encima junto con una jarra de café y una torta que me dio en la cabeza y me dejó pegotes de manzana en el escote de la blusa. Durante mi ignominiosa caída vi por el rabillo del ojo a Teddy que se me acercaba con aire preocupado. Puso su cara junto a la mía y me dijo:
– Ah, Sandra, Sandra, siempre la misma atropellada, nunca vas a cambiar.
Y después me preguntó:
– ¿Qué significa ese lunar rojo que tenés en la frente?
El orfebre
Habíamos quedado a las tres en La Giralda y yo recién estaba cruzando Maipú. No sabía si iba a llegar a tiempo. La huelga del subte me había agarrado desprevenido.
– Por lo menos podrían haber avisado – le había gritado al funcionario que me había bloqueado la entrada de la estación de Florida. Inclusive forcejeé un poco a ver si lo impresionaba. Pero el tipo medía como dos metros.
– Los trabajadores no tenemos por qué avisarle a nadie cuando defendemos nuestros derechos – me explicó.
– Sí, pero...
– Pero ¿qué?
La dejé ahí. Si la clase trabajadora quería joderme el amor, que lo hiciera. Los aristócratas como yo, que vivíamos a mate y sopa boba no teníamos derecho a quejarnos. Miré el cospel que era toda mi fortuna y me dio lástima no ser mago para transformarlo en la guita necesaria para pagar el colectivo. Todo lo que me quedaba en el bolsillo era el papelito cuadriculado con el número de teléfono de Teresa y la miguita de la media luna que me había comido la semana anterior. Bueno, no tenía otra opción. Tenía que caminar. La Giralda quedaba a solo cinco cuadras pero con las dos calorías que tenía en el cuerpo era como tener que ir a Jujuy.
Al cruzar Suipacha vi a un policía desenfundar la pistola y dispararle a un coche. El conductor se agachó a tiempo y salió gateando a toda prisa, cruzó la calle y se metió en el Ópera bajo las puteadas de la mujer de la boletería que pensaba que quería colarse. En la marquesina del cine una gorda rubia mostraba una teta. Estaban dando una de Fellini.
Crucé la 9 de julio y me planté de espaldas al obelisco. Abarqué con la mirada aquel torbellino de autos, colectivos, bocinas y gente apurada. Buenos Aires era la reina del plata y yo venía de la tacita de plata. Plata por aquí y plata por allá. Me sentí un orfebre.
Llegué a La Giralda y apreté la ñata contra el vidrio pero no vi a Teresa. Miré el reloj pulsera que todavía se me estaba salvando milagrosamente del empeño y comprobé que eran las tres y veinte. Entré y me senté. El mozo me preguntó qué se va a servir caballero. Yo palpé el cospel en el bolsillo pero no me animé a preguntar si me lo aceptaría como medio de pago. De todos modos pedí un té con leche. Demoré en tomarlo como un año. Sorbito a sorbito. Con largas pausas durante las cuales observaba la calle Corrientes con ojos melancólicos o me quedaba absorto en la contemplación del techo o del ventilador de madera que giraba lentamente. Me removí en la silla setecientas veces apoyándome en una nalga y después en la otra, tamborileé en la mesa el baile de los morenos tucu tucu tucu tucutú bambá, me subí las mangas de la camisa y después me las bajé y ya no sabía qué hacer hasta que al fin a las cinco se apareció Teresa. Era mi salvación, era el pago del té con leche y era la promesa del amor que iba a poner fin a mi soledad. Me puse de pie para recibir y abrazar a aquella hermosura de rulitos castaños con su solera de botones desde el cuello hasta la rodilla, sus libros de magisterio, su dulce acento pampeano y sus uñas de los pies pintadas de colorado. Me sonrió desde la puerta como una aparición, orlada por el resplandor que entraba desde la calle. Extendió los brazos, se acercó y pasó de largo. Vi que detrás mío se abrazaba a un melenudo que llevaba una camisa hawaiana abierta hasta el ombligo. Todavía no muy repuesto de la sorpresa, me les acerqué con cierta cautela.
– Teresa. Teníamos una cita. ¿Te olvidaste? – le dije, mirándola a los ojos con cejas arqueadas para acentuar el reproche.
– Sí. Pero no viniste.
– ¿Cómo que no vine? Sí que vine.
– Habrás venido. Pero tarde – dijo ella, con cejas todavía más arqueadas que las mías.
Era una puja de músculos orbiculares.
Agregó que me había estado esperando quince minutos y que como no había venido se había ido y que a las cinco había vuelto porque tenía una cita planeada de antemano con Yurochka.
– ¿Yurochka?
– Mi profesor de ruso.
– Encantado – me dijo el hawaiano, alzando la ceja izquierda.
Si bien yo no era soviético de Honolulu, era al menos batllista de Dolores y no me iba a dejar impresionar así como así. Así que le espeté un cejazo recontraarqueado que me dejó la frente dolida durante el resto de la semana. Me llevé una mano al entrecejo y me dirigí hacia la salida. Al empujar la puerta el mozo me agarró del hombro y me puso el ticket del té con leche en la cara. Yo le di el cospel, le dije que se quedara con el vuelto y salí corriendo para el lado de Leandro Alem. No sé qué fuerzas ocultas tenía yo en el cuerpo que no sabía que tenía. Lo cierto es que corría como un gamo. Como corrían los gamos que no tenían nada en la barriga. Sin ningún resto, es verdad, pero muy livianito, lo cual, bien mirado, era una ventaja. Volví a pasar por el obelisco pero no repetí esa vez la pavada aquella de detenerme a absorber el bullicio y los apuros de Buenos Aires. Ahora yo también tenía apuro. Me estaba aporteñando.
Cuando me sentí a salvo aminoré la marcha y me detuve a recobrar el aliento frente al Ópera. Ahi fue que por el rabillo del ojo vi al mozo de La Giralda que, agitado y todo como estaba, le decía algo a un policía y que este me miraba con ojos de ahora sí que te reviento. Mozo de mierda, pensé. Mirá que correrme todas esas cuadras por un maldito té con leche. Como si La Giralda se fuera a fundir por mi culpa. El policía desenfundó la pistola. Yo me agaché y entré al cine gateando. Pasé por debajo de la mujer de la boletería. Me puteó todo.
El parche de pirata
Veía doble pero por coquetería rechacé el parche de pirata que me había ofrecido Ornella. Prefería taparme el ojo con la mano que no tenía enyesada. El doctor Raccaro me había asegurado que era una cuestión de días hasta que la vista se me acomodara. Sin embargo, lo que iba a llevar más tiempo de recuperación era la fractura de la mano y de las dos costillas y la luxación de la cadera.
– La sacó barata – me había dicho, dándome una palmadita en la cabeza.
Yo no sabía exactamente qué era lo que me había salido barato. De lo único que me acordaba era de haber estado esperando la luz verde en el cruce de 26 de Marzo y Larrañaga. Eso era todo. Me dijeron después que mi moto había quedado convertida en un amasijo irreconocible de fierros y que a mí me habían encontrado tirado en el pasto, cincuenta metros más allá, hecho también un amasijo.
En la misma sala frente a mi cama había una mujer preciosa. Tenía los dos brazos enyesados. Me tapé el ojo para asegurarme de que no me habia equivocado y vi que, efectivamente, tenía los dos brazos enyesados. Ella me miraba en silencio pero yo podía oír las palabras que me decía y que no pronunciaba. Lo que me decía era que si no fuera porque tenía los dos brazos enyesados, me abrazaría y me comería a besos. Yo le respondía que si me iba a dar esos besos que no me los diera en las costillas porque sino me iba a hacer ver las estrellas. Noté que se rió levemente y me dijo que no, tontito, que los besos me los iba a dar en la boca. Entonces yo le contesté que si no fuera porque tenía una mano enyesada le acariciaría los cabellos y le daría un pellizcón cariñoso en la nariz. Ella me miró con ojos penetrantes y me dijo que cuando saliéramos del hospital tendríamos que hacer una cita. Yo le contesté que claro que sí, pero que por favor no fuera en la esquina de 26 de Marzo y Larrañaga. No, mi amor, nos citaríamos en algún lugar romántico, me dijo, un hotel, por ejemplo. Yo me la quedé mirando e intenté incorporarme en la cama pero mis dos costillas rotas y mi cadera luxada me dolieron tanto que derramé un par de lágrimas. Ella me preguntó si lloraba por ella. Le contesté que sí, lo cual constituyó la primer mentira de nuestra incipiente relación. Cómo me odié. Mirá que mentir a los cinco minutos de haber empezado un romance. ¿Qué mierda pasaba conmigo? Ella notó que ahora además de las lágrimas, había puesto cara de preocupación. Se le ensombreció la mirada y me preguntó qué me pasaba, ¿era que ya no la quería más? Yo le contesté que no sabía, que me diera tiempo y espacio, que no me abrumara, que iba todo muy rápido, demasiado rápido. Entonces ella volvió los ojos hacia el ventanal y yo me quedé mirándole la mejilla izquierda, con una mano tapándome el ojo. No me dijo más nada. En eso llegó Ornella con las pastillas que me tenía que tragar y también me metió un termómetro en la boca.
– ¿Por qué un termómetro? – protesté.
Volvió a ofrecerme el parche de pirata.
– Va estar más cómodo – me dijo. – Así no va a tener que estar tapándose el ojo todo el tiempo.
Rechacé el ofrecimiento.
Cuando nos trajeron la comida, la mujer preciosa volvió a hablarme con la mirada. Era muy molesto comer y hablar al mismo tiempo, pero bueno. Para colmo vino Ornella a darle la sopa en la boca. La mujer preciosa me dijo con los ojos que si no fuera porque tenía los dos brazos enyesados me agarraría de los pelos y me daría una soberana paliza. Yo le contesté con cejas arqueadas ¿ah, sí?, ¿vos y cuántos más, eh?, mirá qué miedo que te tengo. Ella me respondió que ella nunca había querido abrumarme, que no fuera yo tan idiota y tan histérico y que qué me costaba hacerle un lugarcito en mi vida, que eso era todo lo que me pedía. Yo le dije que si no fuera porque tenía la cadera luxada me bailaría un tango con ella y que durante los ochos y las barridas la tomaría de la cintura y le diría al oído que mi mundo era el suyo y que en él había lugar de sobra para los dos. Ella interrumpió un momento el diálogo para que Ornella le pasara una servilleta por la comisura de los labios y después me dijo que si no tuviera los dos brazos enyesados se me colgaría al cuello y se dejaría arrastrar hasta el fondo de cualquier abismo, hasta lo más profundo del amor y de la pasión. Yo en ese momento saqué la mano que me cubría el ojo para verla por partida doble y así disfrutar de la felicidad más absoluta. No debe haber nada más hermoso en la vida que ver a la persona querida convertida en dos personas queridas. Pero un instante después, cuando me percaté de que también veía a dos Ornellas, me volví a tapar el ojo.
Después de la comida apagaron las luces pero yo sabía que ella me estaba mirando y ella sabía que yo la miraba. A través de la oscuridad le deseé buenos sueños y ella me contestó que si no tuviera los dos brazos enyesados me abrazaría y se acostaría a mi lado, a lo que yo le contesté que de acuerdo pero que se acordara de no apretarme las costillas.
A la mañana siguiente el doctor Raccaro entró a la sala y nos dio el alta, tanto a ella como a mí. Nos dijo que la recuperación la podríamos continuar en casa y que a partir de ese momento no quedaba otra cosa que dejar que el proceso siguiera su curso y que tendríamos que regresar al hospital periódicamente para efectuarnos los controles de rigor. Entonces yo miré a la mujer hermosa y ella me miró. Le sonreí y le pregunté sin palabras que cómo había sido que se había fracturado los dos brazos. Ella me contestó, con un movimiento de pestañas, que dos noches atrás estaba conduciendo su Volkswagen Gol y al llegar a una esquina le pareció haber golpeado algo con la parte delantera del coche y que había apretado mecánicamente el freno. El air bag había fallado y entonces ella se había golpeado contra el parabrisas y había perdido el conocimiento. Oh, mi amor, qué terrible, dije, todo lleno de solidaridad. Tenía los iris dilatados por la empatía, o mejor dicho, el iris del ojo que no me estaba tapando con la mano. Y ¿dónde fue que te sucedió ese accidente?, le pregunté. En la esquina de 26 de Marzo y Larrañaga, me contestó. Yo la miré furiosamente y le grité que si no fuera porque tenía una mano enyesada y la otra tapándome un ojo, que la estrangularía ahí nomás. Ella me miró distante e indiferente y a mí se me heló la sangre. No, no, por favor, no quería perderla. Para buscarle una justificación al topetazo que me había dado, una justificación cualquiera, la que fuera, le pregunté si ella no era acaso daltónica y por eso no distinguía bien la diferencia entre un semáforo en verde y un semáforo en rojo. Daltónica, tu madrina, me contestó, con una caída de párpados tan cruel y vengativa que me dejó noqueado y sin aliento.
Unos minutos más tarde vino Ornella, corrió la cortina que separaba su cama de las del resto de la sala y procedió a ayudarla a vestirse. Yo recogí las poquitas cosas que tenía en la mesita de luz y me fui caminando despacito y con mucho cuidado hacia la puerta de salida. Entonces me di la vuelta y la vi venir hacia mí. Le pregunté con los ojos que cuándo nos íbamos a volver a ver. Ella se detuvo y me extendió el parche de pirata con uno de sus brazos enyesados. Como yo no reaccionaba, me lo colocó ella misma. No sé cómo lo hizo, pero lo hizo. Ornella, que estaba detrás de ella, se aguantaba la risa.
El Pardo
Los muchachos dijeron que no. Que no me dejaban ir. Ondino los escuchaba con los ojitos semicerrados y se rascaba el mentón, preocupado. Aquello era una insubordinación. No estaba acostumbrado a que los jugadores le discutieran las decisiones. El que más protestaba era el mismísimo Jorgito Manicera, el del jopo del club del clan, pero qué se habría creído aquel botija. Ondino a todo esto me miraba de soslayo y yo estoy seguro de que veía en mí a un viejo, a un viejo de otra época. Y como viejo que era, no podría correr sobre el césped de Wembley a la misma velocidad que un Bobby Moore o un Roger Hunt. Estábamos a julio del sesenta y seis y yo iba a cumplir treinta y seis en setiembre. Sí, ta, puede ser que yo ya no volara a cuarenta por hora como lo había hecho en Suiza en el cincuenta y cuatro, pero por la punta derecha todavía no me paraba nadie. Bueno, la cuestión es que el Chiquito, el Boniato y el Milton propusieron una colecta para pagarme los gastos de la estadía en Inglaterra y ahí yo intervine y dije paren, paren, qué colecta ni qué colecta. Noté que Ondino suspiró aliviado y entonces fui y le dije al Vlayo, vámonos che y nos fuimos.
Durante el vuelo de Tel Aviv a Montevideo, el Vlayo y yo nos sentíamos los abuelos del mundo. Horas y horas mirando por la ventanilla sin decir nada. Dos viejitos rumiando recuerdos. Me imaginé que el Vlayo se estaba viendo a sí mismo haciendo una pared con Bergara y cruzándosela luego a Meneses. Había salido campeón con Nacional en el sesenta y tres. Yo rememoraba el gol que le había hecho a Carrizo en el arco de la Amsterdam en la primera final contra River hacía solo dos meses. Pegué tremendo salto y se la toqué al golero entre las manos cuando aquel creía que ya la tenía sujetada. Nada mal para un vejestorio, ¿no? Y pensar que el Vlayo y yo habíamos jugado juntos en Suiza, me cacho. En Suiza. Éramos historia. Tal vez Ondino tuviera razón. Había que darle paso a la juventud.
En el aeropuerto de Carrasco no nos esperaba nadie. Mejor así, pensé. ¿Qué les iba yo a decir a los periodistas? ¿Que Ondino me había mandado a la Caja de Jubilaciones? Me despedí del Vlayo debajo de los arbolitos. Después aquel se fue caminando hacia Avenida Italia y yo me tomé un ómnibus para el centro.
Tres meses más tarde salí a la cancha del Centenario junto a los ñatos de Peñarol, a enfrentar al Real Madrid. Aquella escuadra española era una máquina que había arrollado a todos los equipos de Europa. Yo me fui como siempre a la punta derecha pero después de un rato le hice una seña desde lejos a Máspoli. Él me entendió. Y entonces salí a correr por toda la cancha, que era lo que a mí realmente me gustaba. Frente a la América le metí el pase a Spencer que terminó en el primer gol. Peleé y gané el mediocampo junto al Tito y el Pocho. La derivé suave hacia Rocha cada vez que este venía embalado y también me mandé, claro, mis desbordadas de siempre por la punta derecha. La cuestión es que esa tarde ganamos por dos a cero y que este Matusalén dejó a los chavales de Chamartín rascándose la cabeza. Joder, ¿quién es ese bólido con canas?, parece que le preguntó el técnico de ellos a Cocito, cuando este volvía de la cancha después de haberme masajeado una rodilla.
Al final del partido, cuando bajábamos al túnel, identifiqué el jopito de Manicera detrás del arco de la Colombes. El Vlayo estaba sentado junto a él. Cuando los saludé, los dos bolsilludos se pusieron de pie y me gritaron:
– ¡Vamo' arriba los viejos!
El piercing
No la soportaba. Erlinda era una imbécil. Me exasperaba su piercing con diamante en la lengua y también la mariposa rosada que llevaba tatuada en el cuello. Ni que hablar de los pedacitos de bizcochuelo que se le caían por el mentón mientras charlaba con las mellizas Aburrá o aquella risa nasal con la que le festejaba los chistes al Wisconsin. Cuando Pokebola me pasaba un nuevo guión, yo me retiraba a mi rincón del estudio y allí lo leía, rezándole a la musa Melpómene que por favor Erlinda no figurara entre las actrices del elenco. Pero no. Melpómene me daba muy poca bola. Erlinda al final siempre aparecía como mi esposa o como mi amante o como la amiga de mi esposa o de la de mi amante o como la vecina que me espiaba con ojitos anhelantes o como la vendedora de seguros que tocaba a la puerta de mi casa una tarde cualquiera y se me tiraba arriba sin decirme agua va. Entonces Erlinda y yo teníamos que revolcarnos en el suelo o en la cama o en donde fuera y a veces teníamos que compartir esos revolcones con las Aburrá o con el Wisconsin o con algún otro intruso o intrusa que yo no conocía y que se había presentado esa misma mañana en la recepción del estudio con su carné de salud en regla. En realidad, los guiones eran una estupidez, pero Pokebola se creía Fellini y nos hacía aprenderlos. Había siempre tres o cuatro frases que se repetían hasta el cansancio y lo demás, bueno lo demás en realidad, ya lo saben. Y si no lo saben, fíjense en PokebolaFuck.com. En las películas de esa página web casi nunca se me ve la cara pero podrán admirar, si quieren, la poronga considerable que Dios me dio. Ese apéndice bendito me paga todas las facturas, cubre mis necesidades alimentarias y mantiene la calefacción encendida durante los crudos meses de invierno. De todos modos sigo teniendo en casa un altar dedicado a Melpóneme con sus cuatro velas encendidas y una espiral contra los mosquitos. Tengo fe en que un día la bella musa griega del puñal ensangrentado me encuentre un trabajo digno en el que no tenga que comer huevos duros todo el día para mantener la testosterona.
Esa noche estábamos filmando en exteriores, en un puente peatonal sobre el arroyo Miguelete. A Wisconsin lo habían ubicado de campana del lado de Mauá. Pokebola y el cameraman se habían situado en el otro extremo, debajo de unos árboles. La iluminación iba a ser un problema pero Pokebola estaba entusiasmadísimo con su nueva Panasonic AJPX con zoom integrado y su gran gama de distancias focales. A la voz de aura, Erlinda y yo nos empezamos a meter mano. Yo la odiaba con toda mi alma mientras ella me pasaba la lengua por las encías. Sentí en la mía el frío del pequeño diamante de su piercing y cerré los ojos para no pensar en nada. Quise putearla pero teníamos los micrófonos puestos. Erlinda me metió la mano por dentro del pantalón y yo escuché allá en la penumbra del Prado cómo cantaban las burbujas del Miguelete. La tomé entonces por debajo de sus hombros, la alcé y la senté en la baranda. Ella se aferró a mí con más fuerza aún y elevó su rostro hacia las alturas de la noche en un gesto de arrobamiento que me permitió ver la horrible mariposa rosada de su pescuezo. La pobre no tenía ni idea de lo oscuro de mis designios. Un empujoncito como al descuido en un momento de simulada pasión, un empelloncito como de nada y entonces ella caería al vacío y Melpómene descendería de las alturas del Olimpo y la recibiría en el fondo del arroyo con los brazos abiertos. Los peces y las anémonas aplaudirían y también por qué no Alfonsina Storni y todos los poetas y los suicidas que en el mundo habían sido. Traté de mirarla a los ojos por última vez. La tomé de la mandíbula, forcejeamos un poco y al final no tuvo más remedio que mirarme ella también. Entonces me dijo: – Fuck me, fuck me... – que era lo único que sabía decir en inglés. Era una de las frases recurrentes de los guiones de Pokebola. Pobrecita. Se creía una actriz de verdad. Yo me sonreí sardónicamente, cerré los ojos y la empujé.
Lo primero que vi cuando los volví a abrir fue una mujer vestida de seda, oro y plata. Llevaba un puñal ensangrentado en una mano y una corona de laurel ciñéndole los cabellos. Se acercó hasta mí y me dijo que no era feliz. Que lo tenía todo pero que no era feliz. Yo quería hablarle y no podía. Tampoco me podía mover. Fuck, fuck, seguía diciendo aquella mujer, no soy feliz, no soy feliz. Se paseaba de un lado a otro con cierta dificultad debido a los coturnos. Al fondo del recinto había otra mujer tocando una flauta. Tenía cuernos en la cabeza y patas de cabra. Yo hice un esfuerzo sobrehumano para decir algo y al final logré articular:
– Melpómene, Melpómene.
La mujer se acercó hasta donde yo estaba, se inclinó, me miró muy de cerca y me dijo:
– Melpóneme, no. Fernández.
– ¿Melpómene Fernández?
– No. Luisa Fernández.
– Ah – dije yo.
Mi cara de desconcierto la debe de haber alarmado porque me aclaró enseguida que me encontraba en el Pasteur con politraumatismo de cráneo y cianosis periférica.
– Se cayó al agua – me dijo Fernández para ver si así la entendía mejor. – ¿No lo recuerda?
– No.
La mujer con cuernos en la cabeza y patas de cabra también se me acercó. Me miró sonriente y me sacó la lengua. Tenía un diamante en el piercing.
El tren a Bruselas
El tren estaba lleno cuando subí, así que me acomodé en el suelo como pude, junto a la puerta del baño. Me di cuenta enseguida de que no era el único pasajero tardío en aquel rápido con destino a Bruselas. Una muchacha con pelos de rastafari estaba sentada también en el suelo enfrente mío. Debido al exiguo espacio, tanto ella como yo tuvimos que hacer maniobras de contorsionista para que las piernas no nos quedaran trabadas en un nudo gordiano. Ella me sonrió y yo le sonreí y ahí quedó la cosa nomás porque el tren arrancó y los traqueteos empezaron a meter un ruido bárbaro. Coloqué mi guitarra sobre el amasijo de muslos y pantorrillas que había entre los dos. No sabía a ciencia cierta dónde terminaba yo y dónde empezaba ella. De pronto creí sentir un pie, ¿el mío?, ¿el de ella?, palpándome la entrepierna. Le busqué la mirada con ojos asombrados pero los de ella estaban muy ocupados inspeccionando el contenido de un bolso de arpillera que llevaba colgado del cuello. De allí sacó una barra de chocolate que partió en dos. Me ofreció una mitad y antes de que yo pudiera decirle que sí o que no, me la metió en la boca. Mordí un pedacito y ella se me quedó mirando divertida. Esperó a que me tragara el pedacito y entonces volvió a meterme el chocolate en la boca y yo volví a morder. Así estuvimos un rato. Ella dándome de comer y yo obedeciéndola como un bebé a la hora de la papita. Cuando se acabó el chocolate, el tren se detuvo. Habíamos llegado a Rotterdam. Un rato después sentí otra vez que algo me palpaba la entrepierna. Me decidí, por lo tanto, a resolver el misterio. Traté de encontrar mis dos pies en aquel amasijo. Con dificultad hallé el izquierdo en un rincón imposible entre la bolsa de arpillera de ella y una rodilla que estaba seguro que también era de ella porque tenía una costura en el vaquero que la mía no tenía. Mi pie derecho lo descubrí asomando tímidamente por debajo de un muslo que tuve que pellizcar para asegurarme de que efectivamente era uno de los míos. Saqué la conclusión obvia de que el pie que me acariciaba la entrepierna era uno de los de ella. Pero apenas me había repuesto de la sorpresa cuando se me tiró arriba intempestivamente con la mitad superior del cuerpo y quedó exánime sobre mis muslos. ¿O eran los muslos de ella? No tuve ni tiempo para asustarme o preguntarme qué le había pasado porque de pronto escuché la voz del inspector del tren pidiéndome que le mostrara mi pasaje. Elevé la vista, saqué el pasaje del bolsillo de la camisa y se lo mostré. Me preguntó si la muchacha de los pelos de rastafari viajaba conmigo. Iba a contestarle que no con la cabeza pero de pronto una cierta intuición repentina me hizo decirle que sí, que viajaba conmigo. El inspector le tocó la espalda pero la muchacha no reaccionó. Volvió a tocarla pero siguió sin obtener respuesta. Entonces yo le expliqué que estaba muy cansada y que se había quedado dormida.
– Tiene el sueño muy profundo – le dije. – Cuando se duerme, se duerme.
– ¿Tiene pasaje? – me preguntó.
– Por supuesto que tiene pasaje – le contesté. – Pero no sé dónde está. Vaya usted a saber dónde lo puso.
Tanteé por aquí y tanteé por allá como si lo estuviera buscando. Metí la mano en el sobre de mi guitarra y después en el bolso de arpillera de ella y no encontré nada. Me alcé de hombros y puse una cara como de qué contrariedad, ¿no? El inspector suspiró y se fue. Entonces, por entre las rastas rubias de la muchacha se abrió un ojito celeste. El ojito celeste me miró y yo le guiñé al ojito celeste y después le dije que ya no había más moros en la costa. La muchacha se enderezó y me dio un beso. Enseguida me dio otro y después otro y después otro y después como tres más. Luego de un rato perdí la cuenta. Entre beso y beso me parece que mantuvimos una cierta conversación, aunque no me acuerdo exactamente de todos los temas tratados.
Cuando el tren llegó a Bruselas me dio el último beso. Me lo dio tan fuerte y con tantas ganas que casi me desmayo. Después se incorporó y saltó al andén. Allí volvió a saltar pero esta vez a los brazos de un morocho que la estaba esperando y que llevaba un gorrito marroquí. Yo les pasé por el costado con disimulo. Llegué a vislumbrar la espalda del hombre, las piernas de la muchacha anudadas a su cintura y un ojito celeste que me guiñaba entre las rastas.
El trigal
Me pasaba horas y horas mirando por aquella ventana. El trigal se extendía hasta el fin del mundo y la vista nunca se me cansaba de aquel delicado oleaje amarillo que producían los vientos de la Lombardía. Dieter no se moría, no quería morirse y me pedía agua cada vez que volvía en sí. Entonces yo le empinaba la cantimplora en la boca, pero la mayoría de las veces volvía a perder el conocimiento antes de beber. Agua, por suerte, había de sobra. La fuente quedaba en Forcello, a tres horas de caminata en dirección al río. Por aquel lado no había tiros así que se podía ir tranquilo. Los norteamericanos venían avanzando por el lado de Brescia y la brisa me traía el sonido de los disparos de sus carabinas y de sus bazucas.
Me dio tristeza aquel trigal infinito. No iba a poder resistir el rigor del verano y se moriría irremediablemente. Era el tiempo de la siega pero las hoces permanecían colgadas de un clavo en las paredes de los establos. Los campesinos de Tidolo yacían muertos frente a sus casas o habían huido a Piacenza con sus vacas y sus cerdos. Solo quedaba esperar y esperar, mirando aquel interminable mar de grano por la ventana. Dieter no se moría, no se quería morir y me contagiaba esa ridícula gana de vivir.
De pronto vi a mi hermano Benno avanzar hacia nosotros a través de las espigas de trigo. Llevaba una azada en la mano. Detrás de él venían mis otros dos hermanos, Volker y Wolfgang, con sus rastrillos y sus regaderas. Venían a los saltos, alegres, cantando, como si no hubiera guerra, como si nunca hubiera habido guerra, como si estuvieran de vuelta en la campiña de Baviera, en la campiña de nuestra Baviera de antes, de cuando había olor a cebada en el aire y geranios en las ventanas y aún no habían llegado los cobres y los tambores de la cruz gamada. Detrás de ellos avanzaban decenas de tractores grises, imponentes, ruidosos. Yo tiré mi fusil al suelo y salí a recibir a mis hermanos con los brazos en alto, gritando que aún estaba vivo y que Dieter también seguía vivo, el muy bruto, a pesar de tener un tajo enorme en el estómago y pedazos de metralla clavados en la cabeza. Benno fue el primero en llegar al galpón y cuando intenté abrazarlo me golpeó con la culata de su carabina y yo caí y lo observé desde el suelo. Me habló pero no entendí lo que me dijo.
Ahora sigo observando el trigal que llega hasta el fin del mundo. Puedo estar así horas y horas. Veo que se llevan a Dieter a rastras no sé a dónde. Levanto la vista y observo que la brisa sigue jugando con el trigal. Aquel mar infinito está alegre y yo no sé por qué. Debe ser una alegría que viene de abajo, de las raíces. Sobre la superficie hay botas y motos y jeeps y tanques que aplastan todo pero que no destruyen nada, qué van a destruir. No pueden. Mis hermanos corren a mi alrededor, gritan y revisan los rincones del galpón. Siguen sin reconocerme, sin darse cuenta de quién soy. Desesperado, me pongo a cantar la canción que entonábamos cuando éramos niños, cuando íbamos al molino del viejo Karl a recoger cantos rodados del fondo del arroyo: ...Das Wandern ist des Müllers Lust... Quiero que se acuerden, quiero que se den cuenta... De pronto, un soldado se inclina sobre mí, clava sus ojos en los míos y me grita algo en un idioma que no conozco. Benno se acerca corriendo y también se inclina sobre mí. Veo, para mi sorpresa, que tiene ojos marrones, cómo puede ser eso, Benno no tiene ojos marrones. Y también veo que lleva una banderita norteamericana cocida en la manga de la campera. Le grito angustiado que él no es Benno, que yo sé que no es Benno y entonces él me pega una patada en la rodilla. Me arrastran hasta la parte de atrás del galpón y me dejan tirado junto a Dieter. Este me pide agua. A mí me entran ganas de llorar y le pregunto bien bajito qué cuándo piensa morirse, que cómo es posible que aguante tanto. Y me contagia esa ridícula gana de vivir, maldición. Luego vuelve a perder el sentido y entonces yo vuelvo a mirar el trigal y pienso que cuando terminen los tiros y las bombas vamos a ir los dos juntos a buscar agua a Forcello y que vamos a ir cantando Das Wandern ist des Müllers Lust y en Tidolo los campesinos resucitarán y saldrán con las hoces a segar el trigo y él y yo regresaremos a Baviera. Mientras tanto, miro el trigal que se extiende hasta el fin del mundo y las horas pasan y pasan y yo no me canso de mirar. Se está bien aquí. Estoy bien aquí. Miro a Dieter y me sonrío. Qué ridículo. De dónde sacará esa gana de vivir.
Eppur si muove
Miré hacia abajo. Camila, mientras tanto, repartía piñas a diestra y siniestra. Aquellos matones borrachos veían con cara divertida cómo sus manitos de porcelana rebotaban contra el cuero de sus camperas. Yo, que era cagón confeso y en caso de riña siempre optaba por el raje, seguía observando la Plaza del Duomo allá abajo. Calculé que si la aceleración de la gravedad era efectivamente de nueve mil ochocientos seis metros por segundo, entonces Camila y yo, si saltábamos, nos íbamos a hacer bosta contra el piso. Una opción poco atractiva. Sobre todo teniendo en cuenta que la altura de aquella Torre de Pisa era de cincuenta y cinco metros con ocho centímetros. Imaginé a Galileo haciendo esos cálculos hacía tres siglos y medio. De acuerdo al gran maestro, tanto Camila como yo caeríamos juntitos y moriríamos simultáneamente a pesar de mis cien quilos y los cincuenta de ella. Grasas y huesos cayendo los unos al lado de los otros sin necesidad de agarrarse de la mano. Eso tenía algo de poesía. A todo esto, los matones seguían jugando con Camila tirándola de aquí para allá como si fuera una pelota de ping pong y la flaquita seguía repartiendo piñas indoloras. Yo tenía que hacer algo. Pero ¿qué? Entonces Galileo me volvió a la mente. Estiré los brazos, me agarré de dos ganchos de hierro que sobresalían de las columnas y empecé a balancearme. Si el gran maestro estaba en lo cierto (y casi siempre lo estaba), entonces mi movimiento pendular estaría determinado por mi longitud (un metro ochenta) y la fuerza de la gravedad. Teniendo en cuenta que mi aceleración sería proporcional a mi desplazamiento, tomé todo el impulso que pude y fui y vine por el aire otoñal de Pisa, columpiándome en aquel sexto piso y escuchando el ooohhh de los turistas allá abajo cada vez que mi cuerpo se asomaba por afuera de la balconada. Al tercer o cuarto envión separé las piernas y descargué todo el peso de mi masa sobre las cabezas de los dos matones. Yo no me había dado cuenta pero tanto estos como Camila habían suspendido las hostilidades en el momento en que yo había decidido convertirme en péndulo. Los tres se me habían quedado mirando. Los matones cayeron noqueados sin pena ni gloria. Camila me miró arrobada igualito que Luisa Lane cuando Supermán se aparecía en el último momento para salvarle la vida.
Dos carabinieri llegaron a la escena del crimen resollando por las escaleras y me querían llevar preso por armar escándalo. Los japoneses agolpados allá abajo en la Plaza del Duomo les habían mostrado los videos de mi balanceo en las alturas. Camila, que hablaba un poco de italiano, les explicó lo sucedido. Los dos matones seguían tendidos en el suelo. Pero no hubo suerte. Igual me esposaron y me llevaron. Yo, en realidad, todavía no me explicaba cómo era posible que un cagón como yo hubiera hecho lo que había hecho. Y entonces me empezó a entrar una bronca bárbara. ¿Me iban a meter en cana por haber hecho al fin algo en mi vida que demostraba cierta valentía? No era justo. Mientras bajábamos las escaleras de la Torre castigué a los agentes con un soberano discurso:
– Capaz que ustedes todavía creen a pie juntillas en la teoría geocéntrica, ¿no?, manga de ignorantes. ¿Acaso no les contó Galileo que Copérnico tenía razón? Y seguro que no entienden tampoco las ecuaciones de transformación de coordenadas, ¿eh? Claro, ustedes siguen aferrados a la física aristotélica, seguro. No hay conflicto entre religión y ciencia, ¿verdad? Y les importa un corno la caída de los cuerpos o el punto de una circunferencia cuando rueda sobre una línea recta. O la ley del movimiento uniformemente acelerado o que los proyectiles sigan trayectorias parabólicas o la invención del termoscopio y ni que hablar de la estructura de los imanes....
Cuando pasamos por entre la multitud de turistas y curiosos sentí que la furia se me redoblaba. Entonces aspiré profundamente y grité a todo pulmón:
– ¡Eppur si muove!
No venía al caso. Pero quedó bárbaro.
Esprit de corps
El pomo del Tata parecía una botella de Agua Jane. El de Sergio, en cambio, era anaranjado y finito pero el chorro era temible. El de Carlitos Dorronsoro tenía la figurita de un dragón sobre el plástico pero a pesar de su aspecto feroz largaba agua de colonia. Carlitos se avergonzaba de este detalle pero no tenía más remedio que llenar el pomo con aquella porquería porque así se lo exigía la vieja. Nosotros lo comprendíamos. Doña Dorronsoro era de aquellas señoronas hinchapelotas que jodían todavía con lo de que carnavales, lo que se dice carnavales, eran los de antes. Si por ella fuera, habría que vestirse con corbata y zapatos nuevos para ir al corso, arrojar serpentinas delicadamente y reírse con urbanidad cuando una mascarita te tiraba papel picado a la cara. Pero lo que nosotros queríamos era causar destrozos. Romper los huevos. Molestar. Pegarles una patada en la rodilla a los cabezudos cuando se nos diera la ocasión. Bajar los parlantes de las columnas de una pedrada. Cosas así. Divertidas.
La tarde se iba yendo y la calle se iba animando poco a poco. En la esquina de Comodoro Coe y Propios la comisión de fiestas había armado una tarima de madera con una guirnalda de lucecitas de colores y nosotros fuimos y nos sentamos en los escalones. Enfrente había un puesto de Coca Cola. Llegó un camión y de él se bajó un petiso viejo y pelado que rengueaba. A pesar de su aspecto poco herculino se puso una bolsa de arpillera al hombro y sobre esta cargó un bloque enorme de hielo que depositó en el tanque de lata de los refrescos. El que atendía el puesto era Servando. Los fines de semana era violinista en la orquesta de Zagnoli y de lunes a viernes daba clases a los botijas del barrio en un gallinero insonorizado que tenía en el fondo de su casa de Neira. Pero ese día se había puesto el uniforme blanco y colorado de la Coca Cola y estaba llenando el tanque con botellas. Las sacaba de una torre de cajones que estaba frente a la verja de hierro verde de la casa del italiano Di Matteo. Este viejo zapatero estaba trabajando en el garaje y cantaba...vecchia viola garrufera e vibratora... con la música de fondo del bandoneón de su hijo Luis que estaba improvisando en la cocina. Lo que tocaba Luis no tenía nada que ver con el tango Vieja Viola, pero eso era lo de menos. El italiano igual canturreaba feliz. Tenía cuatro clavos en la boca y un martillo en la mano con el que le daba sin misericordia a la suela de una bota. A todo esto en los parlantes de la calle empezó a sonar Only You de Los Plateros y la canción se trepó ignominiosamente al aire del Buceo. A partir de ese momento nadie quedó a salvo del tartamudeo del norteamericano. O..o..o..o... Parecía que no iba a arrancar nunca. Carlitos Dorronsoro, pobre, no pudo aguantar tanto quilombo acústico. Colocó el pomo entre sus rodillas y se llevó las manos a los oídos. El Tata, para joderlo, se puso a cantarle parece que va a llover, el cielo se está nublando y yo, para no ser menos cruel, arranqué con es muy bella mi bandera, mi bandera. Sergio, que tenía cierta tendencia a estar pero no estar, seguía impertérrito mirando hacia Avenida Italia con el gesto absorto de una estatua griega y apretaba de vez en cuando su temible pomo. Aquel tubo finito y anaranjado despedía un chorro que surgía imponente como un géiser del Canadá y se perdía en la atmósfera en cuestión de segundos. No se sabía hasta dónde llegaba. El único que tal vez lo hubiese sabido era Gagarin, un soviético que andaba por aquel entonces orbitando la tierra en una bola de latón.
Cuando cayó la noche, la calle empezó a llenarse de gente. Por el repecho que llevaba a Rivera vimos que los carros alegóricos se estaban alineando para empezar el desfile. De pronto observé que la ceja rubia del ojo derecho de Sergio se alzaba levemente como una ve corta invertida. Señal de que había detectado algo. El Sergio tenía un olfato especial para las joditas. Me di cuenta de que el Tata también se había dado cuenta porque se puso a acariciar su enorme pomo o botella de Agua Jane o lo que fuera esa cosa que llevaba y yo le saqué a Carlitos Dorronsoro las manos de los oídos. Entonces Carlitos me miró y yo le indiqué con el mentón que mirara a Sergio. Carlitos lo miró y comprendió. Subiendo la cuesta desde el lado de Presidente Oribe venía Mirtha por la vereda, acompañada de dos chiquilinas. El Tata nos hizo aquel gesto que nosotros conocíamos muy bien, que consistía en rascarse los pelitos del pecho que se le asomaban por encima del cuello de la remera. Con eso nos daba a entender que él se hacía cargo de la situación. Era nuestro líder natural. Con un movimiento leve de la cabeza le indicó a Sergio que se ubicara frente a la verja de Di Matteo para cortarles el paso a las chiquilinas en caso de que decidieran escaparse hacia Thiebaud. Sergio, con indiferencia de aristócrata, hizo lo que le mandó. A Carlitos Dorronsoro le ordenó cubrir una supuesta retirada para el lado de Comercio.
– Vos venís conmigo – me dijo.
Yo estuve a punto de decirle “no, pará, mirá que yo a Mirtha la conozco, que es la que le hace la permanente a la vieja en Buceo's Beauties, mirá que sabe quién soy yo, vo, que voy a quedar como un nabo”, pero no se lo dije. Porque yo no era un desertor. Tenía esprit de corps. Espíritu de cuerpo, para los que no saben francés, ¿comprenez-vous?
– Esas locas van a recibir el baño de sus vidas – me susurró el Tata al oído mientras caminábamos hacia ellas lentamente con cadencia de cowboys que van a desenfundar. Tragué saliva y procuré hacerme el cancherito ejecutando incómodos malabares con el pomo a la vez que bajaba la vista en la vana ilusión de que con un poco de suerte Mirtha no me reconocería.
– El primer bombazo de agua se lo doy a la del medio – me seguía chamuyando el Tata al oído. – Vas a ver que con el pecho mojado se le van a notar enseguida los pezones.
Yo no tenía ningún interés en verle los pezones a Mirtha. Ni mojados.
Estábamos a pocos pasos de las muchachas y me extrañé de que siguieran tan panchas. Conversaban alegremente como si no pasara nada, como si no se hubieran dado cuenta de lo que se les venía encima. Ahí había gato encerrado. Vi que el Tata se les plantaba delante con una sonrisita sobradora. Sergio y Carlitos Dorronsoro se acercaban por los flancos. Llegué a detectar un leve aroma de agua de colonia en el aire y también llegué a ver un chijetazo de agua proveniente del pomo de Sergio antes de que algo marrón me diera en la cara violentamente. Me tambaleé y quedé viendo estrellitas. Entre las vueltas que empezó a dar el mundo vi al viejo Di Matteo martilleando la bota y al Tata salir corriendo hacia la carnicería de Rodríguez perseguido por Mirtha. La peluquera revoleaba una cartera marrón como si fuera una boleadora. También llegué a ver a Sergio arrinconado contra un muro. Las dos chiquilinas le tiraban de los pelos. Carlitos Dorronsoro intentaba defenderlo a golpes de perfume. El mundo me seguía dando vueltas. Vi, como en una calesita a cámara lenta, a Servando tomándose una cocacola, a Gagarin mirando cómo un chorro de agua atravesaba el espacio interestelar, a la vieja Dorronsoro gritar que carnavales eran los de antes, al negro de Los Plateros cantar... o...o...o... y a las gallinas de Neira escuchando muy educaditas un concierto de violín.
Llegué a casa no sé cómo y me encerré en mi cuarto a ver si se detenía el mundo. Oí que en la cocina mi vieja conversaba con Mirtha. Mi vieja se reía.
– ¿Así que llevás un ladrillo en la cartera?
– Y sí. Hay que defenderse. Hay mucho guarango suelto por ahí – contestó Mirtha.
Friedrichstraße
Nos pusieron en fila india frente a la puerta. Cuando esta se cerraba pegaba un ruido raro, misterioso, como si fuera el acceso a una catacumba de la que nunca más se iba a poder volver a salir. Entonces vos tragabas saliva y dabas un pasito adelante. Cuando me tocó entrar cerré los ojos y le recé a toda prisa una oración a Marx, sabio barbudo que estaba en los cielos, proletario sea tu nombre, hágase tu voluntad aquí en Alemania como en el cielo y perdóname mis deudas que no eran muchas pero que eran bastantes. Avancé un par de centímetros y aquella puerta que separaba dos mundos se cerró detrás mío. Me encontré en un pasadizo oscuro y largo. Al final de este se divisaba con dificultad otra puerta sobre la que había una rayita de claridad. Había luz al final del túnel. Menos mal. Levanté la vista a mi izquierda y vi a tres agentes uniformados de verde. Uno de ellos era una mujer. Al primer agente le pasé mi pasaporte por debajo de la ventanilla y este se lo pasó al segundo quien lo miró y me ordenó que le mostrara la oreja. Se la mostré y me dijo:
– No. La otra.
Ah. Me puse de costado para que me la mirara bien y quedé enfrentado a la puerta por la que había entrado, la puerta que me llevaría otra vez a la estación Friedrichstraße, al Berlín de mis amigos turcos, capitalistas burgueses decadentes que vendían kebab en un kiosco del Waldeckpark. Meto una carrerita, pensé y me vuelvo por donde me vine y adiós socialismo real, que te vaya bien, te quería conocer pero no, gracias. El agente, a todo esto, me seguía estudiando la oreja con mucho detenimiento y comparándola con la que estaba fotografiada en mi pasaporte. ¿Qué diferencia habría entre una oreja alemana y una oreja uruguaya? ¿O delataría mi oreja mi obsoleta predilección por la democracia pluralista? Al final me devolvió el documento por debajo de la ventanilla. Le había estampado un sello en el que se estipulaba que debía volver a occidente antes de la medianoche. Igualito que la Cenicienta. Di entonces tres pasos por el corredor en dirección al comunismo y cambié veinticinco marcos de la República Federal por veinticinco marcos de la República Democrática. Tenía que gastarlos todos ese mismo día porque estaba prohibido volver al oeste con un centésimo de sobra.
Completados los trámites caminé hacia la puerta que tenía en la parte de arriba el rayito de claridad y esta se abrió con un ruido metálico impresionante. Se ve que ponerle aceite a los goznes no era una prioridad del socialismo. Avancé por un par de pasillos más, luego subí una escalera y al fin fui a dar a una estación de trenes donde me tomé el primero que pasó. Era uno de madera, precioso, que circulaba por la ciudad en un riel elevado. Cuando se detenía en algún punto intermedio entre dos estaciones, tus ojos quedaban a la altura de las ventanas de los primeros pisos. Vi una señora que estaba tomando el té. Me saludó con la cabeza.
Me bajé en Alexanderplatz y subí a la Fernsehturm, la torre de la televisión, que tenía un restaurante giratorio a trescientos metros de altura. Allí me senté a tomar un café y entablé conversación con una jubilada checoslovaca que estaba contentísima porque había obtenido una visa turística para ir a Berlín Occidental por un día. Solo por un día. Resulta que ahora éramos dos las Cenicientas. Tendríamos que volver a nuestros respectivos Berlines antes de que sonara la última campanada de las doce de la noche. Le pregunté por Dubcek por conversar de algo. Yo de Checoslovaquia no sabía nada, pero me acordaba de los quilombos de la primavera del sesenta y ocho. Se puso colorada como un tomate, se atragantó con un pedazo de torta y me dijo media enojada que Dubcek era un trabajador como cualquiera, como todos los demás. Y quedó ahí la cosa. No me preguntó nada acerca del Uruguay. Lástima, porque me sabía unas anécdotas preciosas de Isabelino Gradín. Terminé mi café y observé a Berlín desde las alturas. Después me dirigí al ascensor y ahí empezó el quilombo. Descendiendo conmigo, iba una muchacha rubia y delgada abrazada a un tipo de dos metros de altura. Al salir a la calle escuché que aquellos dos se ponían a discutir bajito y con mucha bronca. Trataban de no exagerar y de no hacer ademanes demasiado aparatosos pero en aquel diálogo había mucha rabia y mucha angustia. Yo seguí mi camino y cuando llegué a la fuente que estaba en medio de la plaza, la muchacha pasó corriendo a mi lado y se metió en la confitería Schankstube. Allí me metí yo también y la vi sentada a una mesa secándose las lágrimas. Me le acerqué medio preocupado. Entonces levantó la vista y se me quedó mirando.
– John me falló en el último momento – me dijo en ese alemán claro y perfecto que hablan los prusianos. Después bajó la voz y prosiguió hablándome casi en secreto como si yo fuera su compinche en un algún negocio ilegal. Yo, a todo esto, no había dicho nada. Pero la dejé hablar. Aquella muchacha necesitaba desahogarse.
– Íbamos a irnos hoy. Íbamos a escaparnos. John es de Minnesota. Pero se arrepintió a último momento.
– ¿Escaparse adónde? ¿Y por qué? – pregunté. Y agregué: – ¿Y por qué me contás todo esto a mí si no me conocés? ¿Cómo sabés que no soy de la policía?
En vez de contestarme se pasó una mano por el pelo y se rió con una risa cálida y tierna que no me esperaba.
– Vos no sos de aquí, Dummkopf. Cualquiera se da cuenta.
Dummkopf quería decir nabo.
– Soy del Uruguay. Lo confieso.
– ¿Cómo es el Uruguay?
– Era una democracia. Ahora es una dictadura.
– Igual que acá – me contestó.
– ¿Cómo te llamás? – le pregunté.
– Angelika.
El camarero se acercó y pedimos cerveza. Se mandó un buen trago de aquella Radeberger que estaba riquísima y le quedó un bigotito blanco.
– Así que vos no sos comunista – le dije.
– Aquí nadie es comunista – me contestó.
De pronto se largó a llorar otra vez y entonces yo la tomé de la mano y prácticamente la arrastré hasta Alexanderplatz. Allí nos subimos a un tren que nos llevó al parque de Treptower. Nos bajamos y caminamos hasta el monumento al soldado soviético. Debajo de aquella mole de hierro y de cemento me contó que John era diplomático. El plan había sido que Angelika se iba a esconder en el baúl de su auto oficial y así iban a pasar la frontera. Pero el norteamericano se había arrepentido a último momento.
Se estaba haciendo tarde. Yo tenía que volver a Berlín Occidental. Si no, iba a caer una maldición sobre el mundo. El bloque soviético se derrumbaría. Angelika me acompañó como si fuera la cosa más normal del mundo. Ni lo hablamos ni lo planeamos. Se vino simplemente conmigo al paso de la frontera y a las doce menos diez nos pusimos en la fila. La tomé de la mano como si fuéramos una pareja. Un policía nos miró y desconfió del asunto y le indicó a Angelika que se ubicara detrás mío porque de todos modos por esa puerta solo se entraba de a uno. Cuando Angelika le estaba explicando muy distendida y cordial que íbamos juntos porque éramos un matrimonio, se encendió la luz verde que estaba encima de la puerta. Yo la tomé de la mano nuevamente y antes de que el agente pudiera reaccionar nos apresuramos a traspasarla. Se cerró detrás nuestro con aquel estruendo que ya conocía. Quedamos en aquel pasadizo oscuro. Vi que los tres agentes que nos observaban arriba a nuestra derecha no eran los mismos que me habían controlado esa misma mañana. Menos mal. Nos miraron perplejos y uno de ellos le gritó ¡Halt! a Angelika y esta se quedó paradita junto a la puerta mientras yo me les acerqué y les pasé mi pasaporte por debajo de la ventanilla. También me levanté el pelo que me cubría la oreja derecha para que me la pudieran estudiar con toda comodidad. Uno de los agentes descolgó el tubo de un teléfono que estaba fijo a la pared. Disculpe, sargento, le oí decir, pero tengo aquí una situación irregular. Hay dos personas en el corredor. ¿Qué hago? ¿Me manda a alguien para desalojar a una de ellas? Colegí que la respuesta que le dieron fue que se quedara tranquilo, que no pasaba nada, que controlara a uno y después al otro y listo. Que no había peligro, que cómo iban a poder escaparse esos intrusos teniendo en cuenta que se encontraban en un pasadizo tan bien vigilado y con tanta policía alrededor. Colegí bien la respuesta porque el agente, ya visiblemente más tranquilo, volvió a colgar el tubo del teléfono y procedió a controlarme el pasaporte y a exigirme que le devolviera el resto de los veinticinco marcos que no me había gastado. Después caminé hacia la puerta de salida. Esta se abrió al mundo capitalista sin tanto ruido de goznes desaceitados. Vi por el rabillo del ojo que en ese momento Angelika emprendía una carrera olímpica y que se abalanzaba sobre mí a toda velocidad. Me pegué el julepe del siglo y calculé que era imposible que llegara a tiempo porque la puerta se estaba cerrando. Pero pegó un salto inhumano y pasó volando por encima mío. Me dio con la rodilla en la nuca y quedé viendo estrellitas. Desde el otro lado del pasillo escuché gritos y una sirena de alarma. Un pie se me había quedado trancado en el resquicio de la puerta y no lo podía zafar. Tuve que desprenderme del zapato. Me incorporé y me tambaleé entre curiosos que se me acercaban y me preguntaban qué estaba pasando. Medio mareado todavía, salí a la calle y busqué a Angelika pero no la vi por ninguna parte. Lo que sí vi fue un zapato tirado en el asfalto junto a una volqueta. Lo recogí y lo examiné. En la plantilla estaba estampada la marca Exquisit, hergestellt in der DDR, o sea fabricado en la RDA. Levanté la vista y al fin la divisé en la vereda de enfrente. Descalza de un pie, como yo. Lloraba desconsoladamente. Crucé la calle saltando en una pierna, me hinqué junto a ella y le calcé el Exquisit. No era de cristal pero le entró perfectamente.
Glándulas sebáceas
La peluquería Beutats se encontraba en la planta baja del Palau de Balaguer, en el Carrer de l'Hospital. Allí acudían las damas de la alta burguesía barcelonesa a acicalarse para sus saraos y sus cócteles de sociedad. Mercé, sentada en un banco de la plaza de enfrente, las miraba, los codos apoyados en las rodillas y masticando una gominola del obrador de Carmina. Las señoras bajaban de sus autos con cromados que reflejaban la luz del sol y la enceguecían. Llevaban de la correa perros pekineses que tenían pompones rosados en las orejas.
En el cine La Pantalla D'Or, un poco más allá, ponían El Golfo y Mercé se incorporó, caminó hasta la entrada y se detuvo frente a la marquesina. Se acercó a la taquilla.
– Hola, Maite – le dijo a la rubia que estaba detrás del vidrio.
– Ay, no, hija, tú otra vez – contestó esta, aplastando una colilla de cigarro en un cenicero. –
¿Es que no has visto tú esta película ya más de mil veces?
Mercé se sonrió y se alzó de hombros, como disculpándose.
– Después de hoy ya no volveré más, te lo juro. Déjame entrar, hala – dijo, poniendo la vocecita de una niña pequeña que está a punto de ponerse a llorar.
– Tú vas a hacer que me echen de este empleo – respondió Maite al tiempo que le deslizaba una entrada por debajo de la ventanilla.
En la pantalla, Raphael cantaba y se abrazaba a aquella norteamericana del pelo cortito y después bailaba con ella en las arenas de las playas de Acapulco y Mercé se hacía pequeñita en la butaca y soñaba y soñaba. Se conocía todas las canciones de memoria. Después, acostada en su litera del albergue de Sant Joan de Déu, las repetía mientras se quedaba dormida... tengo un techo que es el cielo, tengo las estrellas mientras duermo... Mientras tanto, los demás niños y los que no eran tan niños, dormían el sueño de los inocentes en aquella sala enorme. Todos menos Oriol, el enano, que la miraba con ojos que resplandecían en la oscuridad. Oriol quería que ella trabajase para él, como lo hacían ya Finestres y la Hormiguita. Esas dos andaban bien alimentadas y calzaban botas de cuero con tacón de aguja. Mercé suspiró y tanteó sus sandalias de siempre debajo de la litera. Luego le rezó una oración a San Jerónimo agradeciéndole por las gominolas y por las canciones de Raphael. Así el hambre se le hacía más llevadera.
La tarde siguiente vio que habían puesto un cartel en la vidriera de la peluquería Beutats. Se acercó a leerlo. Ponía Es necessita auxiliar. Fue hasta el obrador de Carmina y esta le prestó una falda y una blusa presentables. Luego caminó hasta la Plaça de Sant Agustí y allí se apoyó contra una columna del alumbrado. Le temblaba el cuerpo. No entendía lo que le pasaba. Finestres y la Hormiguita pasaron junto a ella y se inquietaron al verla tan bien vestida.
– Hija, aquí treballem nosaltres – le dijo Finestres.
– Que nos quitas los clientes, vete de aquí, marrana – le espetó la Hormiguita.
Más allá, Oriol jugaba con unos niños junto al estanque. Llevaba globos en una mano y tenía puesta una gorra de marinero.
Mercé llegó al Palau de Balaguer, se detuvo frente la peluquería y respiró hondo, muy hondo, procurando dominar el temblequeo. Empujó la puerta y entró. La invadió enseguida un aroma a loción, a esencias y a varillas de incienso. La dueña, una mujer muy elegante, se le acercó y antes de que Mercé pudiera reaccionar, la llevó de un brazo hasta un sofá alejado, la hizo sentar y le dijo:
– Vienes por el aviso, ¿verdad?
Mercé dijo que sí con la cabeza.
– ¿Tienes alguna experiencia?
Mercé había aprendido de su abuela a quitar piojos del cuero cabelludo. También sabía atar una coleta con una banda elástica.
– Sí – mintió.
– Explícame.
– Pues... He trabajado donde Carmina.
– ¿Carmina?
– Sí. La peluquería Carmina. Está en Poble Nou.
La mujer la miró entre divertida e intrigada.
– Nunca he oído hablar de esa peluquería.
Mercé tragó saliva.
– Pues verá usted...lo que pasa es que cerró.
– ¿Cerró?
– Sí. Han demolido el edificio...
El temblequeo se le estaba volviendo imposible de controlar. Posó sus manos sobre los muslos e hizo como que se estiraba la falda.
A todo esto una limusina se detuvo en la calle y de ella se apeó una dama. Entró muy desenvuelta a la peluquería, vistiendo una blusa blanca de almidón con puños franceses con mancuernillas y una falda canalé. Fue directamente a sentarse en uno de los sillones para las clientas y desde allí le hizo seña a Mercé de que se le acercara. Mercé miró a la dueña de la peluquería sin saber qué hacer. Esta se extrañó de la llegada de aquella desconocida. Se incorporó para ir a atenderla, pero la desconocida volvió a hacerle seña a Mercé de que se acercara, esta vez con cierta impaciencia. Entonces la dueña de la peluquería titubeó y pensó que tal vez sería una buena idea, por qué no, dejar a la postulanta que fuera ella quien la atendiera. Se inclinó hacia Mercé y le dijo, bajando la voz:
– Bueno. Ya que te ha llamado a ti, pues ve a ver qué quiere y atiéndela. Yo me quedaré aquí, observándote a distancia.
Antes de que Mercé llegara hasta la clienta, esta ya había echado la cabeza hacia atrás sobre la pila. Mercé le cubrió los hombros con una toalla y después le cepilló el cabello cuidadosamente y se lo desenredó. Luego abrió el grifo del agua, puso la mano debajo del chorro y dijo, como hablando para sí misma pero conciente de que la dueña de la peluquería la estaba escuchando, que la temperatura ideal del agua era de treinta grados, sabe usted, porque si está muy fría o muy caliente puede dañarle las glándulas sebáceas. Luego se frotó un poco de champú en las palmas de las dos manos, extendió los cabellos de la dama en forma de cruz y le dijo que se lo aplicaría más que nada en los contornos. Después volvió a humedecerle los cabellos y a masajeárselos delicadamente. Repitió esta operación, pero esta vez le aplicó menos champú y comentó en voz alta que no convenía hacer demasiada espuma. Durante el enjuague final agregó que era muy importante quitar todo el champú. Que no debía quedar ningún resuido.
– Residuo – la corrigió la dama.
– Pues eso – respondió Mercé.
El lunes siguiente empezó a trabajar. A las seis de la tarde terminó su turno y salió de la peluquería con los ojos llenos de vida, igual que los de la norteamericana del pelo cortito que bailaba con Raphael en Acapulco. Caminó por el Carrer de L'Hospital hasta llegar al cine La Pantalla D'Or. Allí le lanzó un beso a su ídolo y este le sonrió desde la marquesina. Luego siguió su camino hasta el obrador de Carmina.
– Ahora vas a poder pagarme las gominolas – le dijo esta al verla llegar.
Mercé la abrazó y le dijo gracias, entre lágrimas.
– Qué gracias ni qué gracias, chica. Y no te olvides, ¿eh?, a ver cuándo me devuelves lo que pagué por el alquiler de la limusina.
– Pronto, pronto, hija – le contestó Mercé y luego le preguntó:
– Dime, Carmina, ¿qué son las glándulas sebáceas?
La alegría de vivir
El tren estaba entrando en la Gare de Lyon y yo no podía más de la emoción. Miré por la ventanilla a ver si pescaba a Gene Kelly bailando con Leslie Caron a orillas del Sena o por lo menos a Erik Satie con su sombrero de hongo y su paraguas, sentado a la mesa de un bar de la Rue de Clichy, componiendo gimnopedias. Estaba loco de la vida pensando que cuando llegara a la estación me iba a encontrar con Charles Trenet cantando la mer qu'on voit danser y a Brigitte Bardot corriendo hacia mí con un ramo de flores en la mano. No me aguantaba más. Tenía ganas de ponerme de pie ahí mismo e invitar a todos los pasajeros del tren a entonar conmigo aquello de allons enfants de la patrie, aux armes citoyens, formez vos bataillons.
Miriam me sacó de la ensoñación. Me dio un codazo y me preguntó que por qué ponía esa cara de gil y yo le contesté que se confundía, que no era cara de gil, que era cara de francés. Me ajusté la boina de nuevo. Medio de refilón. Me la había regalado el viejo Fiquet en Maroñas, el domingo glorioso en el que había acertado la tripleta. El veterano, de la alegría que le había entrado, la había tirado por los aires y yo me había mandado una palomita y la había agarrado justo antes de que cayera entre los pingos que estaban trotando en el picadero. Además llevaba una baguette debajo del brazo que me había agenciado en Creil, donde el tren se había detenido durante unos minutos. Más francés que eso no se podía ser. O la, la.
Vino el inspector y nos pidió los pasajes.
– Mais oui, ils sont ici – dije yo, impostando la voz a lo Ives Montand y se los alcancé. Y después agregué:
– Il fait beau, n'est-ce pas?
– ¿Sos uruguayo o argentino? – me preguntó el inspector.
Miriam no pudo contener una risita.
– Soy polaco – le contesté, bastante molesto.
El inspector nos devolvió los pasajes y nos deseó una buena estadía en París. Yo decidí que no me iba a dejar bajonear por el desafortunado encuentro con aquel intruso. Venía dispuesto a conquistar la douce France, oui monsieur, la France de la libertad sin corpiño, la de los derechos del hombre y del ciudadano, la del camembert y el pot au feu, la del sol naciente de Monet.
Caminamos por el Boulevard Diderot y nos metimos en el café Columbus. Varias cabezas se volvieron hacia mí y me miraron raro.
– Es la baguette – me dijo Miriam, bajito. – Estás haciendo el ridículo con esa baguette debajo del brazo.
– Pero estamos en Francia, ma chéri – aduje yo. – C'est pour le couleur locale.
– Decime una cosa, Roberto.
– Robertó, Miriam, Robertó, ¿ta?, estamos en París, no te olvidés – le dije yo.
– Robertó, me parecé que tenés merdé en el maroté.
Miriam no me comprendía. Nunca me comprendió. Siempre se había burlado de mis berretines de galo. Pero yo la perdonaba, n'est- ce pas? Porque ella era de Melo, así que qué iba a saber, la pobre. Uno tenía que ser comprensivo.
Cuando vino el mozo yo no dije nada por temor a que este también fuera rioplatense como el inspector del tren y me volviera a dejar pegado. Así que dejé que Miriam hiciera el pedido. La arachana, muy desenvuelta, le pidió dos cafés, así nomás, en uruguayo y el mozo le contestó que mais oui, bien sûr, mademoiselle y después de un rato nos los trajo. Entonces tuve que hacer unas maniobras raras con la baguette sobre la mesa para dejarles lugar a las tazas. El mozo me miró y después se volvió hacia el bar. Iba haciendo noes preocupados con la cabeza. Me estaba empezando a sentir un bicho raro.
– Mirá que sos un bicho raro, Robertó – me dijo Miriam entre dos sorbos.
– Le monde est fou – contesté yo. – Yo, no.
Tomé la taza entre mis manos. Era un momento sublime. Iba a ser mi primer café en París. Cerré los ojos y sorbí. Me sentí de pronto Proust sufriendo por la ausencia de su madre, Jean Sorel seduciendo a la señora de Rênal, Napoleón cruzando los Alpes, Voltaire abominando de las religiones, Brassens cantando en el cabaret de Patachou, Molière muriéndose en escena vestido de amarillo, Rousseau afirmando que todos los hombres nacían libres e iguales y Seurat llenando un lienzo con puntitos de óleo. Por mis venas empezó a correr el agua mágica del Loira, la sangre enferma de Margarita Gautier, la bilis maldita de Baudelaire y el vino soñador del Languedoc. Entraron por mis oídos las palabras de Malraux de que una vida no valía nada pero que nada valía una vida, las de Valéry afirmando que el bobo volaba y las tonterías cabalgaban sobre la luz y las de Rimbaud gritando ¡muera Dios! por las calles de Charleville. Si todo eso me había sucedido con el primer sorbo de café no quería ni imaginarme lo que me iba a ocurrir con el segundo. Pero entonces levanté la vista y vi a Miriam. Pero ya no era Miriam. Se había convertido en Simone Signoret y me decía je t'aime, Robertó. Yo la miré con los ojos de Jacques Brel.
– ¿Te das cuenta de que te estoy mirando con los ojos de Jacques Brel? – le pregunté.
Miriam me observó un tanto incomodada y me contestó:
– Jacques Brel era belga, Robertó.
Salimos otra vez al Boulevard Diderot y cruzamos el Sena por el puente de Austerlitz. Yo iba cantando La Vie en Rose y de vez en cuando me apartaba de Miriam con una cabriola de arlequín y sin soltarla de la mano daba unos pasitos de baile muy rococós que atraían las miradas de los paseantes. Me trepé graciosamente al pretil del puente y sobre él dancé a lo Maurice Chevalier, utilizando a la baguette como compañera de escenario. Aquel pan flauta volaba por los aires y volvía a caer elegantemente en mis manos porque en ese momento yo me encontraba bajo las candilejas del Folies Bergère y la platea era francesa y yo era francés y Miriam era francesa aunque ella no lo quisiera y me estuviera mirando con esa cara de preocupación que, dicho sea de paso, me estaba empezando a preocupar. Cerré el acto hincando una rodilla sobre una de las cabezas de león del pretil y entoné a toda voz ¡¡¡..Au cieeel de Pariiiiis...!!! Esa frase final me salió, justo es decirlo, très magnifique, porque para qué me voy a andar ahora con pruritos de falsa modestia, ¿no? Estuve bárbaro. Me pasé. Recibí inclusive el aplauso de una parejita de novios. Una mujer que llevaba una campera demasiado abrigada para el tiempo que hacía, se detuvo un instante, extrajo una voluminosa cámara fotográfica de un bolso que llevaba al hombro y me sacó un par de instantáneas. Había triunfado. Había accedido a la gloire.
Pasamos esa noche en el Hotel Vaugirard en una buhardilla donde se decía que había vivido Anatole France. La luna del Quartier Latin entró por la ventanita y yo me convertí en Jean Paul Belmondo. Saqué músculo para impresionar a Miriam y me desnudé. Después, con ademán deliberadamente lento, me puse la boina del viejo Fiquet y le hice el amor como nunca. Miriam me premió el esfuerzo acariciándome la nuca y diciéndome al oído Robertó, Robertó. Pero esa vez me lo dijo en serio, tiernamente, sin ninguna burlá.
Tres jours más tarde volvimos a la Gare. A mí se me habían empañado los ojos. Había sido francés por setenta y dos horas y ahora iba a dejar de serlo. Miriam, en cambio, estaba muy ocupada escrutando los enormes tableros de los horarios de partida de los trenes. A las diez y cuarenta y cinco, me informó, partiría el nuestro con destino a Amsterdam. Nos detuvimos frente a un quiosco de diarios y revistas y vimos que en la portada de la revista L'Hebdomadaire du Terre había una foto a todo color de un tipo con boina bailando con una baguette en el pretil de un puente. Tenía una pierna en el aire y un brazo extendido hacia las nubes. Debajo de la foto decía: Joie de vivre, quand l'avons-nous perdu?, o sea La alegría de vivir, ¿cuándo la perdimos? Miriam recogió un ejemplar y se lo quedó mirando. Se quedó con la boca abierta durante unos instantes y después le atacó la risa boba. Juro que yo estuve también a punto de tentarme pero me aguanté, le saqué la revista de las manos y me dirigí con ella al quiosquero.
– Combien ça coûte? – le pregunté.
– Cinq francs.
Saqué un billete de cinco francos y se lo di.
– S'il vous plaît.
Me di vuelta para irme pero el quiosquero me tocó el hombro. Me volví y vi que había sacado una lapicera de no sé dónde y me daba a entender que quería un autógrafo mío.
– Mais oui – le dije.
Me alcanzó otro ejemplar de la revista y garabateé algo sobre la portada. No me acuerdo qué. Imposible acordarme. Estaba emocioné.
La consultoría
Elena se me apareció frente a la cama con un negligé negro que hizo temblar las paredes de todos los edificios de la calle Soriano. A mí, por contraste, me dieron vergüenza mis boxers Made in China de tres por cincuenta pesos, por lo que haciéndome el erótico, me los saqué de un tirón y los lancé al aire. Elena tuvo el acierto de esquivarlos justo a tiempo antes de que le dieran en la cara. Al fin estábamos solos en aquella habitación del Cervantes y al fin íbamos a consumar aquel cariño que nos teníamos, que era mucho y que era complicado y que nos había obligado a pergeñar ardides rocambolescos. Yo vivía con Nélida desde hacía dos años y Elena estaba casada con Lucio que era español y trabajaba conmigo en la consultoría Sosefi. Elena y yo íbamos a cometer adulterio. Bueno, ella iba a cometer adulterio. Lo que yo iba a cometer era una infidelidad. Era menos grave.
Apartó los boxers con el pie y yo le rogué al Todopoderoso que no les viera la marca en el orillo. Porque ella era de gustos caros y refinados. Yo en cambio era hincha del Tanque Sisley y lo más fino que había hecho en mi vida era haberme puesto un sombrero de copa de cartón piedra el año que salí con Don Timoteo. Se sentó en el borde de la cama y me miró. Yo la miré. Pecar o no pecar. Eso era seguramente lo que estábamos pensando. Estiré la mano, ella estiró la suya y cuando iban a tocarse llamaron a la puerta. Elena corrió a esconderse en el baño y yo dije desde la cama:
– ¿Sí?
– Ruperta, abrí que se me enfría la pizza.
– Se equivoca de habitación – contesté. – Aquí no hay ninguna Ruperta.
– Disculpe.
Elena volvió del baño con los hombros caídos. Se sentó en un sillón y empezó a prender y a apagar la portátil. Prender, apagar, prender, apagar. Yo le detuve la mano con la mía. Le dije que no podíamos detenernos ahora. Que habíamos llegado demasiado lejos.
– Qué lejos ni qué lejos, Tabaré – me contestó. – Si Sosefi queda ahí enfrente y yo vivo arriba del Bar Americano a una cuadra de acá. Hacé el favor.
Elena tenía eso. Era chistosa cuando menos te lo esperabas.
– Ja, ja.
Me puse de pie y me le acerqué. Ella me apoyó la mejilla en la barriga. Entonces sonó el celular con la musiquita de la Garota de Ipanema.
– Tengo que contestar. Perdoname – me dijo.
Se levantó, rebuscó en su bolso, encontró el celular y contestó. Se alejó hacia la ventana. No podía escucharla. Hablaba muy bajito y dándome la espalda. Así que empecé a prender y a apagar la portátil. Prender, apagar, prender, apagar. Mientras tanto le admiraba el negligé. Elena era elegante hasta cuando te daba la espalda. Tenía clase. Escuché que dijo de acuerdo, en una hora. Después cortó, se dio media vuelta y se zambulló arriba mío. Fue entonces que volvieron a llamar a la puerta. Elena hundió la cara en la almohada y yo dije:
– ¿Sí?
– Abrí, dale – dijo una voz de mujer.
– ¿Quién es?
– ¿Quién va a ser? Yo. Ruperta. Dale, abrí.
– ¿Ruperta la de la pizza? – pregunté.
Silencio al otro lado de la puerta. Una pausa como de alguien que está pensando. Y después:
– Disculpe. Me equivoqué de puerta.
– Vámonos – me dijo Elena.
– De acuerdo – le contesté yo.
Cuando salimos, notamos que la puerta de la habitación de al lado estaba abierta. Una mujer nos observaba a través del marco. Detrás de ella, vimos a un hombre en el balcón. Llevaba puesta una camiseta de Peñarol. Tanto él como la mujer comían pizza.
A Nélida le había costado decidirse pero al final le había dicho que sí a Lucio. Iba a cometer una infidelidad. Y bueno. Y qué. Tenía derecho, ¿no? El compañero que le había tocado en suerte en la vida era un tarado. Tabaré sabía todo lo que se tenía que saber acerca de software y de sistemas informáticos pero si lo sacabas de ahí era un desastre. Estaba harta de acompañarlo todos los domingos a ver al Sisley. Se había enamorado de él, o así le había parecido, hacía seis carnavales en el tumulto de los húsares de Momo cuando Don Timoteo había ido a actuar al Monte de la Francesa. Entre una nube de pintados chiquilines, ella le había enviado una sonrisa y aquel murguista, después de haber borrado los restos de pintura con su mano, se le había acercado y le había preguntado: – Princesa, ¿cómo te va? Ella le había dicho que bien. Minutos más tarde un tacho los llevaba contra el viento todo derechito por Burgues hasta el Momentos. Había sido un amor a primera rotatividad. Lucio, en cambio, tenía mundo. Era de Murcia. Lástima que estuviera casado con esa arpía de Elena a la que lo único que le interesaban eran los zapatos de Alexander McQueen y las carteras de Louis Vuitton. Nenita egresada del Crandon, la Elenita, una monada, una muñequita. Estaba bien que Lucio le metiera los cuernos. Se lo merecía. En cambio lo que ella le iba a hacer a Tabaré iba a ser, a lo sumo, una infidelidad. Un desliz. Una pavadita. Nada tan grave como el adulterio.
Lucio se sentó en el borde del escritorio y abrió los brazos como para recibirla. Aquella mujer sencilla, de barrio, le encantaba. Por detrás de su silueta, a través del resplandor de la ventana, vio los árboles tristes de la calle Soriano y un hombre vestido con una camiseta de Peñarol comiendo pizza en un balcón del hotel de la acera de enfrente. Un ramalazo fulminante le trajo a la mente a su compañero Tabaré sentado en aquel mismo escritorio, lidiando también con una porción de pizza, muy concentrado en la pantalla de la computadora. Hostias, pensó y tragó saliva. Nélida empezó a besarlo y él bajó la cabeza. Y así estuvieron un rato. Él con la cabeza baja y ella acariciándole la nuca. Al final Lucio rebuscó en el bolsillo del pantalón, sacó su celular y llamó. Nélida comprendió. No dijo nada.
– Hola, Elena, mi cielo. Mira, voy a estar en el Bar Americano en una hora, ¿te parece bien?... ¿qué?... no, no me pasa nada, es que...bueno... ya te contaré...sí, sí, sí, sí, me fue bien en Nueva Helvecia, mucho trabajo, como siempre. Ahora estoy entrando por Carlos María Ramírez... hala, maja, hasta luego...sí, sí...en una hora...vale, hija...adiós.
Bajaron a la calle y vieron a Tabaré salir del hotel de la acera de enfrente y caminar hacia el lado de Andes. Por detrás de él salió una mujer con peluca rubia, lentes negros y el cuello del abrigo embozándole la cara. Tomó la dirección de Convención. Lucio recién se dio cuenta de quién era cuando le vio los botines negros de Alexander McQueen con tacones de stiletto. Él mismo los había comprado en Nueva York. En el balcón del primer piso, el hombre de la camiseta de Peñarol seguía comiendo pizza.
– Ruperta, está riquísima – dijo.
– Sí, pero un poco fría – le contestó esta, desde la habitación.
La espía
Yo andaba con descompostura. No era por algo que pudiese haber comido. Qué iba a ser, si hacía como tres días que no probaba bocado. Vivía a mate. Debían de haber sido las aguas del Asencio, la vez aquella que descabalgué para refrescar el buche. Perico Viera me había advertido: – Não beba essa água, garoto – pero yo no le hice caso. Mi yegua también bebió y por eso andaba la pobre tan desganada como yo. Íbamos al tranco lento. Llevaba una carta del teniente coronel Benavides dirigida al capitán Artigas que iba camino a Santa Fe. Se estaba armando la de San Quintín en la Banda. Me crucé con el capitán a la orilla del San Juan. Iba con un teniente y un cura. Me bajé de la yegua y me olvidé de ajustarme el cinto de las bombachas por lo que no ofrecí buena figura. Hice la venia como correspondía con la mano derecha y con la otra me sujeté el chiripá.
- ¿Capitán don José Artigas? - pregunté, aunque ya sabía yo muy bien quién era.
- Descanse – me contestó.
Iba a extenderle la carta cuando de pronto picó las espuelas en el alazán y salió al galope para el lado del poniente. El cura se persignó y se fue tras él. El teniente, que después supe que se llamaba Hortiguera, sofrenó el zopenco y se me acercó. Era un blandengue de chupa azul y collarín encarnado. A la distancia se distinguía la polvadera de una caballada que se acercaba. Era gente que no venía con buenas intenciones.
- Va a tener que defenderse solo – me dijo.
Después se afirmó en la grupa y desapareció por el horizonte.
Al brigadier Muesas lo conocía de vista y no era santo de mi devoción. Se bajó del bagual y vino hacia mí. Los chapetones, de tiradores verdes, no desmontaron y se quedaron observando a distancia. Yo estaba echado y hacía como que descansaba pero tenía el puñal listo debajo del poncho. Y la carta de Benavides oculta en la camisa.
- ¿Vio pasar a alguien por acá?
Levanté la visera del chambergo y arrugué la vista por el sol.
- No.
- Por aquí andan ladrones de fruta – dijo.
- Andarán.
Los caballos resoplaron. Uno de ellos lanzó un chijetazo de bosta y yo entorné los ojos otra vez. Se me movían las tripas.
El brigadier me hurgó las costillas con el rebenque. No me gustó nada. Después volvió a montar y se fue con los suyos en la misma dirección que traía. Cuando me vi solo, aflojé los intestinos. La yegua husmeó la montañita que dejé en el juncal de la orilla y me miró con ojos tristones y comprensivos.
La palmeé en el hocico y le dije:
- Ahora un descansito y después seguimos. ¿Le parece bien, compañera?
Le pareció bien.
Llegué a Santa Fe dos días más tarde. La yegua venía más animadita y yo ya me había atrevido a manducar algún par de galletas y también un poco de arrope que me había agenciado en una pulpería de Nogoyá. Mi salud mejoraba pero desde el San Juan hasta esta provincia había dejado en cada legua la huella indeleble del desorden que me aquejaba. Pregunté a un soldado por el capitán Artigas y me mandó a la casa de Estanislao López. Hasta allí me fui pero cuando llegué al lugar que me había indicado vi al oriental a lo lejos cabalgando al frente de un batallón de granaderos. Saqué la carta que llevaba debajo del poncho y revoleándola en el aire grité:
- ¡Carta del teniente coronel Benavides, mi capitán!
No me oyó. Qué me iba a oír.
Azucé a la yegua para que emprendiera la persecución pero comprendí que la pobre no estaba en condiciones de echarse a galopar. Le acaricié el pescuezo.
- Van para Buenos Aires – escuché decir a alguien.
Volví la vista. La que había hablado era una vieja andrajosa que estaba sentada en el suelo. Murmuraba salves y tenía entre las manos un rosario de cristales colorados.
- Siga el río – agregó. - No puede perderse.
Noté que mi yegua la miraba con las orejas paraditas.
- Gracias – le contesté.
- Zanahorias hervidas – dijo.
- ¿Qué?
- Zanahorias hervidas. Curan la cagalera.
Llegué a Buenos Aires rendido y lo primero que hice fue agasajar a mi potra en la caballeriza Seis Dientes con agua fresca y limpia, un buen cepillado y un par horas de sueño en un lecho de paja. Yo me saqué las espuelas de plata para no meter tanto alboroto por las calles y me fui a pie hasta la Plaza del Fuerte. Allí reinaba un gran revuelo. Había cabildo abierto así que me metí en el edificio sin que nadie me molestara y quedé apretadito entre la multitud. Hablaba un tal Mariano Moreno. Muy tranquilo el hombre pero muy enérgico. Yo estiraba el cogote todo lo más que podía a ver si divisaba al capitán Artigas por algún lado. No hubo suerte. Después de un rato salí a la balconada y apoyé un hombro contra una columna.
- Se fue a Montevideo – escuché que alguien me dijo.
Volví la vista y me quedé de piedra. La que así me había hablado era una dama elegante y fina, de pelo blanco con rizos, miriñaque y diadema.
- Lady Whitelocke – se presentó.
- Juan Miranda, para servirla – contesté, haciendo una reverencia. Yo también podía ser fino.
- Aborde el Cork esta noche. Llegará usted a la Banda antes que él. Dígale mi nombre al capitán Gray.
- ¿Que le diga su nombre?
- Sí. Lady Whitelocke.
- Leidiuáitloc?
- Sí.
Me saqué el chambergo y me rasqué la cabeza. No entendía nada. Yo lo único que tenía que hacer era entregar una carta al capitán Artigas de parte del teniente Benavides. Eso era todo. Pero las cosas se me estaban complicando.
- Un momento... - dije. - ¿Cómo sabe usted que yo...?
Me extendió una mano enguantada. Se la tomé y me incliné para besársela. Pero antes de que pudiera hacerlo me depositó un rosario de cristales colorados en la palma de la mía.
- Esto vale algunas libras. Tómeselo como una contribución a la causa – me dijo.
Antes de volver a entrar en el edificio, muy aristocrática y distinguida, se volvió levemente hacia mí y agregó:
- Zanahorias hervidas. Son lo mejor para curar la cagalera.
La señora Bachmeier
La señora Bachmeier alzó la vista de la máquina de escribir y me miró con cansancio. Adiviné que me iba a decir que no, mein Herr, bitte, no me moleste, ¿no ve que estoy ocupada?, así que le extendí rápidamente el recibo de los diez marcos.
– La Fraülein de la oficina de la Öffentliche Ordnung – le dije – me dijo que usted me daría el permiso.
– ¿Qué permiso?
– El de tocar en la calle.
Los ojos grises de la funcionaria me recorrieron de arriba a abajo. Me sentí Arnold Schwarzenegger. No estaba acostumbrado a ser observado con tanta atención. Pensé en desnudarme ahí nomás y mostrarle mi ropa interior. Ella no podía saberlo, pero yo llevaba puestos aquellos calzoncillos largos de poliuretano que habían desatado pasiones entre las bávaras, ítalas y magiares del continente. Era verano y hacía un calor de la gran siete pero yo no me los sacaba. Me traían bellos recuerdos.
Salí a la calle con la guitarra en bandolera y el permiso asomándome en el bolsillo delantero de la camisa. Por una vez en mi vida iba a hacer algo legal. Hasta las veintidós horas de ese día de agosto estaba autorizado oficialmente a cantar chamarritas y milongas en la ciudad sin temor a que me metieran en cana. Múnich sería toda mía.
Llegué al centro a eso de las ocho. Gabriela estaba sentada en el murito de la boca del metro de Odeonsplatz. La saludé al pasar y ella, como siempre, abrió su bolso, rebuscó algo en su interior y lo volvió a cerrar. Eso quería decir que estaba todo bien. Svetlana, la condesa ucraniana de los aretes de amatista, iba y venía muy aristocrática entre los geranios municipales. Alika, frente a las vidrieras de la Kaufhof, observaba el mundo desde las inconmensurables alturas de sus zuecos y lanzaba cada tanto guiñadas que parecían flashes de magnesio. Avancé por la Theatinerstraße y allí estaban los Hamilton tirando antorchas por los aires y unos metros más allá Jürgen, borracho viejo, hacía equilibrio sobre una latita de atún. El polaco Wicus cantaba Mister Tambourine Man en la otra esquina. Siempre cantaba lo mismo. Yo seguí caminando buscándome un rincón en aquel barullo. Encontré un lugar ideal bajo el alero de una farmacia y cuando estaba por empezar con ven a ese criollo rodear, rodear, rodear me pegaron un empujón y este criollo rodó, rodó y rodó. Una especie de Jesús de unos dos metros y medio de estatura, cubierto con una sábana con manchas de grasa y coronado por un sombrero de cowboy, se puso a cantar West Virginia, mountain mamma, take me home bajo el alero usurpado. Me incorporé con toda la dignidad que me era posible, me le planté delante y le refregué en la cara el permiso que me había dado esa mañana la señora Bachmeier. Country roads, country roads, continuó el voluminoso hijo de Dios como si nada. Sacudí el papel en el aire frente a sus ojos y nada. Presa de la indignación, le grité finalmente:
– ¿Qué te pasa? ¿Sos ciego vos?
Movió la cabeza diciendo que sí.
Me alejé unos pasos. Después me volví y le grité:
– Pero igual tenés que tener un permiso. Como yo. Yo tengo permiso.
Y volví a sacudir el papel en el aire.Varias personas me miraron. Me sentí como un imbécil.
Múnich estaba abarrotada esa noche. Había titiriteros franceses, trompetistas de Nueva Orleans, un pianista ruso de smoking, gaiteros escoceses y charanguistas del Altiplano. Un espectáculo al aire libre que no se podía creer. Me senté en el suelo desconsolado. Faltaba media hora para las diez y yo no había hecho un miserable mango. A las diez menos diez me encaminé de capa caída a la boca del metro de Odeonsplatz. Allí estaba Gabriela todavía y cuando me vio no abrió el bolso. Mala señal. Svetlana con sus aretes y Alika con sus ojazos venían cruzando la calle apresuradas y detrás de ellas corría un agente de policía con cara de muy pocos amigos. Cuando se juntaron las tres frente a la boca del metro, me les acerqué, les hice un gesto como de quédense tranquilas, muchachas, saqué la guitarra y empecé con ven a ese criollo rodear, rodear, rodear. Gabriela, Svetlana y Alinka se ubicaron inmediatamente detrás mío y contestaron a coro chuá, chuá, chuá...Yo seguí: los paisanos le dicen mi general... y ellas contrapuntearon: chuá, chuá, chuá... El trío improvisado se balanceaba rítmicamente y chasqueaba los dedos al estilo de Los Cinco Latinos. El agente de policía se nos quedó mirando y yo, que era oriental en la vida y en la muerte también, seguí metiendo para adelante... Va alumbrando con su voz la oscuridad... y las muchachas empezaron a entusiasmarse. Gabriela siguió con el chuá, chuá, pero Svetlana y Alinka se descolgaron con un dubidubidú que empezó a atraer a los paseantes. En eso llegó un coche patrulla y ahora eran tres los representantes de las fuerzas del orden. Cuando se nos vinieron encima yo les mostré el permiso para cantar en la calle que me había dado la oficina del Öffentliche Ordnung. Les señalé a los agentes el lugar donde estaba estampada la delicada firma de la señora Bachmeier y también les mostré, bitte schön, el recibo de los diez marcos.
– Y ahora, si nos disculpan, nos vamos – agregué. – Ya dieron las diez de la noche. Se acabó el show. Si quieren escuchar más, vuelvan mañana.
Almacenes Abace
Cuando bajé al living lo vi. Estaba sentado en el sillón rojo, con las manos cruzadas sobre la barriga y la cabeza embutida en una bolsa de nailon. Era una bolsa de Almacenes Abace. Siempre las mejores ofertas. Llevaba los lentes puestos y tenía los ojos muy abiertos. El plástico se le había pegado a la nariz y también a la boca. Me lo quedé mirando un rato y la verdad es que no sabía qué hacer. Al fin me incliné sobre él y lo observé bien de cerca. Recién ahí vi que debajo de la frase siempre las mejores ofertas decía que presentando esa bolsa durante el mes de mayo se le obsequiaba al cliente un litro de aceite de oliva. Me quedé pensando. Estábamos a veintidós. La oferta tenía todavía nueve días de validez. Luego llamé por teléfono al doctor Doz. Le conté que Héctor se había suicidado.
– ¿Le salió bien esta vez? – me preguntó.
– Me parece que sí – le respondí.
Escuché un suspiro de alivio al otro lado de la línea.
– ¿Cómo se mató? – preguntó el doctor.
– Con una bolsa de plástico de Almacenes Abace.
– ¿El de siempre las mejores ofertas? – quiso saber.
– Sí. Ese – le contesté.
Doz llegó una hora después con su valija de cuero repujado. Lo acompañaba un médico forense que se presentó muy formal como el doctor Treus.
– Noy hay Doz sin Treus – dije yo sin poder aguantarme la risa y me arrepentí enseguida de la guarangada. Ahora era viuda. Qué iban a pensar de mí. Les ofrecí café. Aceptaron y me fui a la cocina. Dudé por un instante si abrir el paquete de Guilis Black Blend que me había regalado la gerencia el día que me jubilé. Destapé en cambio uno de los tarros de Nescafé que había comprado el día anterior en Almacenes Abace. Te vendían tres al precio de dos. Cómo podía rechazar eso. Pensé que seguramente los doctores no iban a estar fijándose en la calidad del café que les iba a servir. Estarían muy ocupados con Héctor.
Los intentos fracasados de mi marido nos habían dejado prácticamente en la ruina. AFE nos había reclamado un millón y medio por la destrucción de dos vagones de carga cuando Héctor se había tirado en las vías de Sayago frente a un tren que venía de Fray Bentos trayendo celulosa. De aquello salió con una pierna rota y un raspón en la cabeza. La viuda de Pérez nos había requerido tres millones cuando su marido se ahogó tratando de salvarlo. Héctor se había tirado al Río de la Plata frente a la fábrica de gas. La KLM también nos demandó por otro millón pero esa vez fue de dólares porque a Héctor se le había ocurrido prenderse fuego durante un vuelo a Río de Janeiro. Yo le pregunté mil veces que por qué quería matarse. Y las mil veces me había contestado que no, que no quería matarse. Que lo que él quería era vivir, pero vivir de otra forma.
– ¿Vivir de qué forma?
– No sé. De otra. Pero no de esta.
Y ahí me quedaba yo rascándome la cabeza. No solamente yo sino también el doctor Doz, AFE, la viuda de Pérez y la KLM.
Después de un rato, el aire del living empezó a oler a lavandina y Doz sin decirme nada ni preguntarme nada, fue y abrió la ventana que daba a Isidoro de María. Yo corrí enseguida a bajar la calefacción. El gas no te lo regalaban.
Por suerte se llevaron pronto a Héctor. Iban a hacerle una autopsia en la morgue de Uruguayana y Río Grande. Cuando lo estaban subiendo a la ambulancia, le pedí a Doz que me diera la bolsa que le envolvía la cabeza. No me iba a perder el litro de aceite de oliva.
Dadadá
Tanteé en la oscuridad los mofletes de Ángel y por el ruido de su respiración supe que dormía. Le acomodé el chupete en la boca y caminé en puntas de pie hasta la puerta del dormitorio. Vi por el agujero de la cerradura las manos de mamá sobre la mesa del comedor y oí la voz de mi padre anunciando que esa misma noche iba a venir un león con alas de águila y también un dragón con dientes de hierro y que nos iban a matar a todos. Escuché el suave crepitar de la hojas de su biblia, la puerta del bargueño que se abría y el gluglú de la ginebra llenando una copa. La voz de mi padre temblaba en el aire, yo no sé si de furia o de miedo y comprendí que daba vueltas a la mesa porque la visión de las manos de mamá se tapaba a intervalos. No vamos a poder detener a esos monstruos nosotros solos, decía, pero sí podemos adelantarnos a sus designios. Mi padre siempre hablaba así, medio raro, con palabras que salían del libro sagrado. Yo me moría de miedo en cuanto lo tomaba entre sus manos y empezaba a leernos historias de serpientes que hablaban, cerdos que corrían enloquecidos, plagas de langostas, mujeres que se convertían en estatuas de sal, muertos que resucitaban, cabezas degolladas servidas en bandeja y padres persiguiendo a sus hijos para matarlos. Vi que sacó algo del cajón de los cubiertos. Traté cautelosamente de mover el pestillo pero sabía que era inútil porque la puerta estaba cerrada con llave. No había luz en la casa. En la cocina, por suerte, ardía una vela. De pronto oí un ruido como un topetazo y vi la cara de mi madre desplomarse sobre la mesa. Un hilo de sangre le corría por la mejilla. Fui hasta la cuna de Ángel y lo tomé en mis brazos. Nos sentamos en el suelo a un costado de la puerta. Escuché los pasos de mi padre acercándose por el pasillo. Metió la llave en la cerradura y abrió. Se detuvo en el umbral durante unos instantes. Gracias a los parpadeos de la vela de la cocina pude ver la cuchilla ensangrentada que sostenía en la mano. Dio unos pasos en dirección a mi cama y aproveché para salir sigilosamente de la habitación. Me metí en el baño y me senté en el water resollando y tratando de pensar. Le di un beso a Ángel. Le dije que no tenía más remedio que dejarlo solo pero que volvería lo antes posible. Tanteando en la oscuridad logré pararme en el borde de la bañera y con una mano me agarré de la ducha. Apoyé un pie en la canilla y me sujeté de la cadena de la claraboya. Trepé por ella y logré meter la cabeza por debajo de la hoja de vidrio. Después escurrí el resto del cuerpo. Salí a la noche y bajé por la enredadera. Corrí hasta la vereda de enfrente. Toqué el timbre en la casa de los Goldberg. Abrió Zulmita, que era compañera mía de la escuela.
– Ángel, hay que salvar a Ángel... – le dije casi sin resuello antes de caer de rodillas.
El viejo Goldberg se asomó y yo atiné a señalar hacia mi casa en la vereda de enfrente.
– Ángel... – volví a decir.
De pronto vimos a mi padre salir al jardín. Llevaba a mi hermano en un brazo. En la mano libre sostenía la cuchilla ensangrentada.
El viejo Goldberg corrió a llamar a la policía.
Los monstruos no tardaron en llegar. Vinieron por tierra y por aire despidiendo luces enceguecedoras y atronando el mundo con sus bramidos y sus sirenas. Mi padre los enfrentó gritándoles citas del libro sagrado y los mantuvo a raya todo lo que pudo. Pero cuando le puso la cuchilla a Ángel en el cuello, un fogonazo surgió en el medio de la noche, los elevó a ambos por los aires y cayeron sobre el cantero de los malvones. Mientras un león con alas de águila flotaba allá arriba en el mar de las estrellas, un dragón con dientes de hierro surgió de la nada y se tragó a mi padre en un despliegue dantesco de destellos rojos y azules. Entonces un querubín cubierto por un manto blanco tomó a Ángel en sus brazos. Yo aproveché para cruzar la calle y pasar corriendo por entre los demonios de uniforme azul que intentaban detenerme. El querubín, por suerte, permitió que me acercara a mi hermano. Le acaricié la cabecita, le dije Ángel, te quiero, le di un beso en el moflete y le acomodé el chupete. Mi hermanito abrió un ojo, se desperezó y me dijo dadadá.
El Sarraceno
El Sarraceno queda a media cuadra de mi casa. Serían como las dos de la tarde. Por el ventanal vi al Chinche apoyado contra el mostrador y al Bandera sirviéndole algo. Este llevaba su acostumbrado repasador al hombro. Como en ese momento yo andaba medio al pedo, agarré, me decidí y entré. La Tota se iba a enojar conmigo. Era bravísima la Tota. Me tenía ordenado evitar la atmósfera cargada de humo del Sarraceno. Por aquello del asma.
– ¿Qué hacés, Chinche? – lo saludé.
Se demoró un rato en contestar. Después me dijo:
– Mal.
Me pasé la mano por el pelo. Me quedó enchastrada del Lord Cheseline.
– Pastelito no me quiere. Me dio el raje.
“Siempre la misma historia”, pensé. Pastelito le había dado el raje al pobre Chinche como quinientas veces pero las tantas quinientas veces me lo encontraba después en un banquito de la plaza Budapest y allí entre cerveza y chistes lograba levantarle el ánimo. Hasta que llegaba la Pastelito cargando a una de las gurisas y se lo llevaba de una oreja.
– ¿Cómo sabés que no te quiere? – le pregunté.
– Me lo dijo.
Entonces intenté la medicina de siempre. Los chistes. Le conté el del tipo que le pregunta al panadero si tiene galletas dulces. El panadero le contesta que muy buenas y entonces el tipo le dice muy buenas, ¿tiene galletas dulces?
No se rió. Me miró hasta con desdén, me pareció. Pero por lo menos había logrado que levantase la vista del mostrador aunque fuera por un momento. Después se limpió el bigotito de cerveza que le había quedado arriba del labio y volvió la cabeza hacia el lado de la calle. Ahí fue que vio entrar a la Pastelito. Yo también la vi. No traía buena cara. Se nos acercó y apoyó los codos en el mostrador. Detrás de ella venía Galletamaría, la más chica de las gurisas. Yo la miré y le guiñé. La chiquilina me observó con un dedo metido en la boca. Pastelito pidió una cerveza y con la vista puesta en las botellas de adorno que estaban frente al espejo que había detrás del mostrador dijo:
– Es verdad, Chinche. No te quiero. Nunca te quise.
A la mierda. Eso cambiaba el libreto. ¿Y ahora qué? No sabía qué hacer. Le hice seña al Bandera de que me pusiera también a mí una cerveza. Cuando quise agarrar el vaso, se me resbaló. Por el Lord Cheseline. Un enchastre. El Chinche y la Pastelito se pusieron a mirar el laguito de espuma que había quedado sobre el mármol. Entonces vino el Bandera cansinamente con un pucho bailándole en la boca y limpió el desaguisado con el trapo.
– Ya era hora de que lo admitieras – le dijo el Chinche a la Pastelito.
A pesar del Lord Cheseline, se me pusieron los pelos de punta.
– Hoy mismo me voy. Cazo el bolso del Bohemios, meto un par de cositas y adiós que te vaya bien – agregó.
– ¿Adónde te vas? – preguntó Pastelito, casi con la misma indiferencia.
– A Botsuana.
Galletamaría miraba una fila de hormiguitas que iba por el suelo.
Yo me estaba angustiando. Quería levantarles el ánimo a aquellos dos. Eran mis amigos.
– Ah, ya que mencionás a Botsuana – dije, – ¿sabés qué le dijo una iguana a su hermana gemela? Le dijo: somos iguanitas.
El Chinche me miró con el mismo desdén de antes. Después me preguntó:
– ¿Hay iguanas en Botsuana?
No le contesté. No sabía. Empinó un último trago de cerveza, dejó unos pesos sobre el mostrador y se fue. Pastelito se lo quedó mirando mientras cruzaba Estero Bellaco. Galletamaría hizo finta de irse detrás de él pero después se quedó paradita en el medio del bar. Entonces Pastelito la tomó de la mano y salió con ella a la calle.
– No hay iguanas en Botsuana – me dijo de pronto el Bandera desde la otra punta del mostrador.
– ¿Cómo sabés?
– Lo acabo de mirar en Google – me respondió, mostrándome el celular.
Después de un rato de rumiar el problema sentimental de aquel matrimonio y de considerar los pros y los contras de los chistes como remedio contra las crisis, salí del Sarraceno, doblé por Monte Caseros y ya desde el repecho que va hacia Garibaldi vi al Chinche sentado en el banco de siempre de la plaza Budapest. Me le acerqué. Tenía el bolso del Bohemios sobre sus rodillas. Apenas me vio venir, se incorporó y caminó hasta la parada del 402. Yo me fui detrás de él. Cuando el ómnibus llegó, le hizo seña, se subió y le dijo al chofer que le diera un boleto para Botsuana. En ese momento, no sé de dónde, surgió la Pastelito cargando a Galletamaría. Lo agarró de una oreja, lo hizo bajar del ómnibus y se lo llevó a rastras hacia el lado de Surraco. Yo me los quedé mirando. Después, ya más tranquilo, volví al Sarraceno a tomarme otra cerveza antes de volver a casa. Quería festejar el hecho de que el melodrama del Chinche y la Pastelito había tenido, otra vez más, un desenlace feliz. Cuando estaba empujando la puerta, escuché la voz de la Tota por detrás mío.
– ¿Conocés el del tipo que le dice al médico: doctor, soy asmático, ¿es grave?
Sin darme vuelta, le respondí:
– Sí, lo conozco. El doctor le contesta: no, es esdrújula.
La Tota me agarró de los pelos y me llevó a rastras hasta el apartamento que compartíamos en la esquina de Carlos Anaya. Era brava la Tota. Yo me reía asmáticamente para mis adentros pensando que la mano le iba a quedar toda pegajosa del Lord Cheseline.
Hotel del Prado
Unté el escón con mermelada y al alzar la vista vi una sombra subiendo los cinco escalones que llevaban al salón principal. Beatriz vertió té en mi taza y debe de haber advertido mi cara de susto, porque me preguntó:
– ¿Qué te pasa? ¿Viste un fantasma?
– Sí – le contesté. – Una mujer.
– ¿Cómo podés saber si un fantasma es una mujer? – me preguntó, mientras vertía té en su propia taza sujetando la tapa de la tetera.
– Por la pollera, la manera elegante de caminar y un cierto frufú que creí oír, como de seda.
Me llevé el escón a la boca pero no lo pude morder. Vi otro fantasma aparecer por el pasillo que daba a la cocina. Era un hombre y llevaba un revólver. Le disparó a la mujer. Un camarero vestido impecablemente de negro pasó entre ellos llevando una bandeja con pasteles y cañoncitos de dulce de leche. La mujer yacía en el suelo y el fantasma del revólver se le acercó y le disparó otra vez. El camarero vestido de negro vino hasta nuestra mesa, nos ofreció la bandeja y Beatriz se sirvió un cañoncito.
– Estás pálido – me dijo ella. – ¿Te sentís bien?
Yo tenía la vista fija en el pasillo. Beatriz se volvió para mirar hacia el mismo lado y después se alzó de hombros. Era una tarde preciosa en el Hotel del Prado. En la fuente de Cordier las tres damas se tomaban de la mano y jugaban con agua. Los árboles se habían empezado a desnudar y el otoño era una gloria en Montevideo.
– ¿Viste otro fantasma? – me preguntó mientras masticaba y se daba golpecitos con la servilleta en la comisura de los labios.
Quise responderle pero justo en ese momento un tercer fantasma atravesó la pared de hierro y vidrio del salón y corrió hacia la mujer que yacía en el suelo. Se inclinó sobre ella y escuché claramente que le dijo:
– ¡Chela!
Evidentemente me estaba volviendo loco. Miré a mi alrededor. Los demás comensales seguían sentados a sus mesas tranquilamente, disfrutando de sus meriendas. Beatriz seguía esperando una respuesta a su pregunta. Abrí la boca para decir algo pero no pude porque el fantasma que estaba inclinado sobre la mujer le preguntó al que la había matado:
– ¿Qué hiciste, Adolfo?
– Teófilo...yo... – contestó este.
De pronto se trabaron en lucha. Teófilo le quitó el revólver y le disparó. Adolfo cayó junto a Chela. El camarero impecablemente vestido de negro volvió a pasar entre ellos camino a la cocina y una muchacha con uniforme azul y cofia blanca movió una silla de lugar. Sobre ella se sentó Teófilo. Se agarraba la cabeza y lloraba.
– Comete ese escón – me dijo Beatriz. – Hace un rato largo que lo untaste de mermelada pero ni lo probaste.
– Beatriz...yo... – le dije.
– Me estás preocupando – dijo.
Yo no sabía qué hacer. Si llamar a la policía para dar parte del doble asesinato del que acababa de ser testigo o si llamar al Vilardebó para que me vinieran a buscar y me internaran de urgencia.
De pronto tuve que abrir la boca. Beatriz me estaba metiendo el escón entre los dientes. Cedí y dejé que aquella delicia me acariciara el paladar. Después me acercó la taza de té y me obligó a sorber. Té y escones. Qué británico.
– Qué británico – dije.
– Yes, darling – contestó Beatriz.
El camarero impecablemente vestido de negro volvió a aparecer por el pasillo llevando otra bandeja con tortas y masitas y fue mesa por mesa ofreciendo las vituallas. Chela y Adolfo habían desaparecido, lo que me tranquilizó un poco. Pero Teófilo seguía llorando en su silla.
– Te volvió el alma al cuerpo – me dijo Beatriz. – Tenés más color.
– Sí – contesté yo.
Pagamos la cuenta y nos fuimos. Afuera, mientras ayudaba a Beatriz a ponerse el abrigo, vi que Teófilo se secaba las lágrimas con un pañuelo, se incorporaba, salía del hotel atravesando la pared de vidrio y se me acercaba. Me puso el revólver en la mano. Después bajó los escalones rosados que llevaban a la fuente y se esfumó. El arma era una Smith y Wesson, calibre veintidós. Me la quedé observando.
– ¿Por qué te estás mirando la mano? – me preguntó Beatriz.
No supe qué contestarle.
Jouli is de lord
Le expliqué a Rodríguez que el ángel Moroni se le había aparecido a José Smith en Nueva York.
– ¿Ángel Moroni? – me preguntó. – ¿Aquel que jugaba en Bella Vista en mil novecientos cincuenta y dos? Me acuerdo de que era incapaz de dar una patada. Cuando hacía un foul se arrodillaba a rezar en la línea del óbol para pedir perdón y los hinchas se agarraban la cabeza. Al final tuvieron que echarlo y el muy nabo se tomó un ómnibus de la Onda y se fue al Brasil. Quería jugar en Santos.
– No, Rodríguez, no – dije yo. – El que se le apareció a José Smith no era el Ángel Moroni de Bella Vista. Era un ángel de verdad. De esos que flotan y tienen como un aura alrededor y son rubios y van de blanco.
– Ah, ya sé: Nicolasito. Nicolasito Moroni, claro. El ángel Moroni– dijo Rodríguez.
– ¿Eh?
– Nicolasito Moroni. Le decían el Ángel. Era arrimador de Los 33. Un as para las bochas. Lo de él era juntar la bocha al chico pero cuando había que bochar había que verlo. Era rubio y se elevaba graciosamente en el aire todo blanquito, pantalón blanco, camisa blanca y alpargatas blancas. Le juro que levantaba la bocha y parecía que se oía como una música de órgano que venía del techo.
Me acomodé el nudo de la corbata y murmuré las palabras sagradas de Brigham Young que me había aprendido de memoria y que me ayudaban a mantener la calma en situaciones difíciles. Jouli is de lord, jouli is de lord. No las entendía. Pero no importaba. La gracia de Dios era intraducible.
Retomé el hilo como pude.
– El ángel Moroni – proseguí – que no jugaba en Bella Vista y que no era arrimador de Los 33 – aclaré pacientemente – se le apareció en un bosque a José Smith y le dijo que tenía unas planchas de oro.
– Eran de contrabando, seguramente – interrumpió Rodríguez.
– ¿Eh?
– Está clarísimo. Fíjese. Se le aparece todo misterioso en un bosque y le ofrece planchas. Y de oro. Ni más ni menos. ¿Usted se imagina lo que debe valer una plancha de oro? Con lo que cuesta, sin ir más lejos, una Punktal de segunda mano...
– Pero no, Rodríguez, no. No eran planchas de planchar la ropa. Eran planchas sagradas. Tenían inscripciones en egipcio arcaico que Smith tenía que traducir.
Rodríguez se me quedó mirando, divertido.
– Ah, sagradas, claro. En egipcio arcaico. Sí, seguro – dijo con cierta dificultad, como aguantándose la risa.
Lo único que me faltaba. Que un pecador ignorante como Rodríguez se tomara la religión para la chacota. Así andaba el mundo.
Suspiré, repetí lentamente para mis adentros lo de Brigham Young y pasé a explicarle que José Smith tradujo las inscripciones de las planchas sagradas y que de ahí había salido el libro de Mormón. En él se revelaba que Jesús había estado en América.
– Sí. Ya sé – dijo Rodríguez. – En Casupá, para ser más específico.
– ¿Eh?
– Sí. El loco cayó por Casupá allá por octubre del sesenta y seis, pero nadie le dio bola. Jesús De los Santos. Lo había mandado el Partido Comunista. Dio un sermón en La Montaña, el bar que era del judío Ismael y que ahora es la fábrica de pastas La Caserita. Jodió un rato con que los más infelices serían los más privilegiados, que bienaventurados los pobres, que bienaventurados los mansos y que bienaventurados los que lloran y que bienaventurados los que yo qué sé. Quiso multiplicar panes pero el partido no le había dado presupuesto. Le fue muy mal.
– No me refiero a ese Jesús – dije.
Volví a suspirar profundamente y decidí no amilanarme. Mi fe era mucha y era muy fuerte. Puse la mano derecha sobre el libro de Mormón y apoyé la izquierda en el hombro de Rodríguez. Entonces oré:
– Oh, Señor, te ruego que bendigas a Rodríguez y que toques su corazón. Tráelo, Señor, a tu redil y acógelo en el seno de la iglesia de Jesucristo de los santos de los últimos días.
– ¿De los Santos? ¿El de Casupá? Así que terminó poniendo iglesia y todo, pero mirá vos... – exclamó Rodríguez.
Jouli is de lord.
La montaña de los espíritus danzantes
Úrsula se incorporó en la cama, dijo me muero y se murió. Quedó boca arriba mirando al techo y yo le pregunté si estaba hablando en serio. No me contestó. Así que me incorporé yo también, me apoyé en un codo y me la quedé mirando. Sí. Estaba muerta. Llamé a recepción.
Durante la misa de réquiem, dos días después, el cura dijo que Úrsula había visto al Señor y que ella había acudido a su llamado. Que ella se había dado cuenta de que le había llegado la hora, que había extendido la mano y que el Señor se la había tomado. Yo me moví incómodo en mi silla de circunstante y pensé en ponerme de pie y gritarle ¡mentiroso! Pero me imaginé el eco de mi improperio sonando en todos los rincones de aquella iglesia y decidí que era mejor no armar escándalo. Para qué. Úrsula estaba ahí quietecita y durita en su féretro, con su naricita romana apuntando a la calva de San Benito en el techo, mientras sus hermanastros se removían en la primera fila de bancos frente al altar, con cara de aburridos, mirándose las uñas. Lo que todo el mundo quería era que aquello terminara lo antes posible. Si yo armaba quilombo, lo único que iba a lograr era alargar el suplicio. Así que esperé. Cuando el cura dijo al fin per christum dominum nostrum, amen y se disponía a abandonar el altar, yo caminé hasta el púlpito y le di unos golpecitos al micrófono.
– Todo lo que dijo Úrsula antes de morirse fue me muero – afirmé ante la feligresía. – Lo demás es una patraña del cura. No le hagan caso. Yo sé. Yo estaba ahí. Úrsula no vio al Señor, ni le tendió la mano, ni nada. Además Úrsula ni creía en el Señor.
Vi que el cura se detenía a medio camino hacia la sacristía, que volvía la cara y que me miraba mal.
– Si no vio al Señor, ¿entonces cómo supo ella que se iba a morir en ese preciso momento, eh? – preguntó un tipo de lentes que yo no conocía. Me dio la impresión, no sé por qué, de que era un habitué de la casa, o sea una de esas personas que iba siempre a la iglesia porque sí, para no perderse ninguna misa, ninguna ceremonia.
– No sé cómo lo supo – le contesté. – Habrá sido una intuición repentina.
– ¿Quién es usted? – me preguntó de pronto Andy, el hermanastro mayor. Había salido de su letargo y me miraba con curiosidad. – ¿Y qué es eso de que usted lo sabe? ¿Que usted estaba ahí?
¿Dónde estaba usted?
– Estaba con ella en la cama. En una habitación del hotel Lancaster.
El cura miró al cielo o sea a la calva de San Benito y se persignó.
Se hizo un silencio. Un silencio largo, muy largo.
Al día siguiente me fui por la tarde hasta una dirección que yo conocía en Nuevo París. Me quería sacar una duda de encima.
– ¿Es posible que una persona sepa el momento preciso en el que se va a morir? – le pregunté al doctor Pereyra, que no era ni doctor ni era Pereyra, sino la bageense Gloamar que se había cambiado de sexo. Yo, evidentemente, ya sabía la respuesta a esa pregunta, pero me interesaba conocer la opinión del doctor, dado que Pereyra era experto en cuestiones del más allá.
– Naturalmente – me contestó. – Hay gente que inclusive decide el día y la hora. Hay otra que lo atrasa o lo adelanta. Mi tío carioca, por ejemplo, en el año dos mil dos postergó su muerte por veinticuatro horas para no perderse la final de Brasil contra Alemania.
– Pero si su tío vive todavía – le objeté.
Yo lo conocía. El viejo era sacerdote del Mestre Ireneu y le daba sin asco a la ayahuasca.
– Claro. Porque cambió de opinión. Se quedó tan contento con la victoria de a seleçâo que quiso seguir viviendo. Y ahí sigue todavía el muy pícaro.
Gloamar Pereyra se incorporó y se sirvió otra copita de anís. Me convidó pero le dije que no, que gracias. Yo quería estar lúcido porque había cosas que quería preguntarle.
– Si a mí se me ocurriera morirme ahora, en este preciso momento...
– Lo podría hacer sin ningún problema – me contestó.
– ¿De verdad?
– De verdad.
Y me explicó. Se extendió sobre el piso boca arriba, encogió los músculos del abdomen, se masajeó la arteria carótida, se mojó la frente con su propia saliva y me dijo que se iba mentalmente a la montanha de los espíritos dançantes.
– ¿A la montanha de los espíritos dançantes?
– Nâo existe. Es un lugar imaginario. Una manera de engañar al cerebro para que este le mande al corazón carradas y más carradas de dopamina y de norepinefrina. El corazón se aquieta y llega un momento en que deja de latir. Entonces usted se muere.
Dicho y hecho. Abrió los ojos desmesuradamente y se quedó frito. Me entró el pánico. Me agaché y le tomé el pulso. No tenía. Y además estaba helado como la nieve. Iba a gritarle que no, que no, que no, que no se me muera, Pereyra, despiértese Gloamar, por favor. Pero no fue necesario. Después de unos instantes, cuando ya la piel se le estaba volviendo azul y yo me había empezado a tirar de los pelos, se incorporó lentamente, sonrió muy tranquilo y me advirtió:
– Pero tenga cuidado, meu amigo. Recuerde que para volver del trance no debe olvidarse de gritarle mentalmente a los espíritos dançantes: ¡eu nâo gosto de samba! Si no lo hace, se va ir derechito al más allá y una vez que esté en el más allá, ya no podrá volverse, ¿você entende?
– Entiendo – le contesté.
Andy no me sacaba los ojos de encima. Aquellos no eran ojos, eran lanzallamas. Estábamos en el despacho del escribano Valverde y los demás hermanastros de Úrsula seguían sentados con sus caras de aburridos y parecían no haberse enterado de nada. El escribano se puso de pie y cerró la carpeta. Nos había acabado de leer el testamento de Úrsula. Me había dejado casi toda su fortuna y yo todavía no me lo podía creer. Entonces Andy se me abalanzó, me tiró al suelo, se me sentó arriba, me plantó sus manazas peludas en el cogote y empezó a sacudirme. Yo me fui derechito a la montanha de los espíritos dançantes y allí me encontré con Úrsula quien me preguntó qué mierda pintaba yo entre aquellos nabos.
– Te dejé un montón de guita - me dijo. – Y aquí no te la podés gastar, belilún. Andá, volvete.
Me llevaron en ambulancia al Clínicas. Me contó después la enfermera Correa que fui todo el tiempo murmurando: ...eu nâo gosto de samba...eu nâo gosto de samba...
La muerte de Daft
El autobús salió a la A 66 y yo me arrellané en el asiento y me dispuse a leer el último capítulo de La Muerte de Daft. Era una novela escrita por un tal Eric Yanes del que nunca había sentido hablar. Sevilla había quedado atrás y tenía varias horas por delante antes de llegar a Madrid. El tal Daft vendía aspiradoras eléctricas en el Miami de los años cincuenta y tenía amoríos con casi todas las amas de casa de la ciudad y yo me deleitaba oscilando la vista entre el paisaje verde y alegre de Andalucía y las líneas mal impresas de aquel libro de bolsillo que alguien había dejado olvidado en una mesa de la cafetería de la estación de la Plaza de Armas. Yo lo había recogido con un poco de resquemor, debo reconocerlo, pero bueno, no había nada que me diera más lástima que un libro abandonado.
Me faltaba poco ya para llegar al final de la novela y aquello se ponía cada vez más interesante. Al pobre Daft lo perseguía casi todo el estado de Florida. Amas de casa apasionadas por el doble poder de succión de las Hoover, maridos con cuernos, niños que lo llamaban papá sin que él pudiera impedirlo, predicadores evangelistas que veían cómo aquel intruso dejaba lodos donde antes había habido polvos y representantes engominados que procuraban vender sus Electrolux y no podían porque Daft con sus Hoovers acaparaba todo el mercado de aquella región y porque los pobres ingenuos no tenían ni su labia ni su sex appeal. En las últimas páginas Daft estaba acosado por una pléyade de enemigos. Les pido perdón por la palabra pléyade. No me culpen a mí. Culpen a Eric Yanes.
El primer bandazo casi me arranca el libro de las manos. Pero lo sujeté y no lo solté. Vi con horror cómo la mitad delantera del autobús desaparecía en un amasijo infernal de fierros y de chirridos y la jeta espantosa de un camión llegaba hasta a mi asiento y allí se detenía. Algo que se asemejaba a un ser humano pero que ahora se había convertido en un revoltijo de carne y de huesos ensangrentados se aferraba al volante y me miraba con ojos de disculpa. El parachoques había quedado a pocos centímetros de mi nariz y yo volví la vista al libro y leí que Daft se había teñido el pelo y se había metido en el bar Joey's donde pensaba que nadie lo reconocería y allí pidió un café y un emparedado de queso. Cuál no sería su sorpresa al ver que el barman era el mismísimo O'Brien. O'Brien se la tenía jurada y había hecho añicos la Hoover que su esposa había comprado lo cual era una lástima porque era un modelo nuevo que tenía setecientos vatios de potencia y muy bajo nivel de ruido.
El segundo bandazo me sorprendió en el momento en que el sargento Collins había entrado al Joey's. Daft volvió la vista entonces hacia el lado de los servicios para que Collins no lo reconociera porque el vendedor de aspiradoras había dejado preñada a Margareth, la mujer del sargento, a quien él llamaba cariñosamente mi sargenta. Margareth era católica y estaba desesperada. Si tenía ese hijo era un pecado mortal. Si lo abortaba era un pecado mortal. Si se suicidaba era un pecado mortal. Si no le confesaba su pecado a su marido era un pecado mortal. Si se lo confesaba también. Estaba agobiada, la pobre. El autobús empezó a rodar. Pegó varias vueltas de modo tal que de pronto vi los campos de Andalucía donde debería estar el cielo y un segundo después el cielo volvía a estar en su lugar pero no por mucho tiempo, lo cual resultaba bastante mareador. Yo no solté el libro en ningún momento. Me encontraba en la página ciento cuatro y la novela constaba de ciento cinco páginas. O sea que me encontraba ya a poquitas líneas del desenlace y al fin me iba a enterar de cómo iba a morir Daft. Así que soltarlo, ni loco. No podía quedarme con aquella incertidumbre. Quise doblar la página en el espacio mínimo que me quedaba entre un pie sin zapato que no sabía a quién pertenecía y una mano que colgaba lánguida del techo y que se interponía entre mis ojos y el libro. Pero no pude. No sentía mi cuerpo. Mis manos no me respondían aunque a fuer de verdad tampoco sabía si tenía manos y si las tenía no hubiera podido decir dónde estaban exactamente. Imagínense. El pobre Daft acorralado en el Joey's entre un marido carcomido por el rencor y un agente de policía que quería hacer justicia por su propia mano. Y yo que no podía dar vuelta esa puta página para enterarme del desenlace.
De pronto me vi en un túnel en cuyo final había una luz muy intensa y muy cálida. Me sentí arrastrado hacia esa luz y cuando llegué a la boca de salida de aquel túnel me encontré en un jardín muy bello y muy pacífico. Allí había gente conocida que me recibió y que me daba la bienvenida. Estaba el tío Marcos que siempre me sentaba en sus rodillas y me hacía ico ico y yo sentía algo duro entre mis nalgas y también estaba el enano Eurípides a quien le gustaba meter ratones vivos en la trituradora de carne de las primas Heredia e incluso vi a Gutiérrez, aquel que le había prendido fuego a un gato callejero y se reía mientras el animal corría desesperado por la pared de la fábrica de vidrio. Un tipo que medía como dos metros, vestido con una túnica blanca y cuya cabeza irradiaba una luz muy agradable se me acercó y se me quedó mirando.
– ¿Hay libros acá? – le pregunté.
– No – me contestó.
A la mierda. Nunca me iba a enterar de cómo había muerto Daft.
Elevé los ojos y vi allá en lo alto un círculo de fuego. De él surgieron varias caras y varias manos y también una camilla que empezó a descender hasta donde yo me encontraba. No me pregunten cómo pero sentí que me acostaban en esa camilla y que me elevaban con unas correas que habían surgido mágicamente de la nada y que mi cuerpo atravesaba aquel círculo y que emergía a la luz del bendito cielo de Andalucía que estaba al fin, gracias a Dios, donde debería estar o sea en el lado de arriba. Constaté aliviado que me encontraba en el techo del autobús. De allí fui a parar a una ambulancia. Una mujer se sentó a mi lado.
– No se preocupe. Va a salir bien de esta – me dijo, mientras me miraba con cara de lástima.
Me inyectó algo en el brazo y me conectó a una serie de aparatos con pantallas de colores que empezaron a hacer ruiditos y a emitir pitidos. Con el brazo libre me palpé el cuerpo para ver si estaba completo y constaté ya más calmo que el libro también se había salvado y que había quedado atrapado entre los jirones de mi camisa.
– ¿Necesita algo? – me preguntó la mujer.
– Sí.
Le señalé el libro con el mentón.
– Ábramelo en la página ciento cinco, por favor.
La Webley
Le apunté la Webley a los ojos y el alemán piojoso se me quedó mirando como petrificado. Una gota de sudor le bajó por el bigotito rubio. Andelina se llevó una mano a la boca y yo grité pum pum mientras apretaba el gatillo y hacía como que disparaba. El alemán se zambulló de cabeza en la montaña de heno y yo aproveché para levantar a Andelina de un tirón y salir corriendo. La Webley no funcionaba. Era una reliquia de la Gran Guerra con la que mi tío escocés había matado a una docena de soldados durante la batalla de Verdún. Eso había sido en el dieciséis. Ahora estábamos en la primavera del cuarenta y cinco.
Nos escondimos detrás de una pila de ladrillos. Mientras Andelina se acomodaba la enagua vimos al nazi recuperarse del susto, asomar la cabeza por debajo del rastrojo, incorporarse, levantar los brazos en señal de rendición y caminar hacia nosotros. Volví a apuntarle con la Webley. Era un gesto tan desesperado como inútil, pero qué otra cosa podía hacer. El rubio se siguió acercando y de pronto se hincó y se dejó caer al piso. Quedó tendido de bruces con la frente clavada en el polvo. Kitty se acercó a husmearlo. Era una cabra muy curiosa. La aparté delicadamente. Andelina también quiso acercarse y yo la detuve con un gesto de la mano. Le pegué al caído por las dudas una patada en los riñones y recién ahí me di cuenta de que estaba desarmado. Entonces le quité las botas y lo arrastré hasta el granero. Andelina vino detrás nuestro ajustándose el corpiño mientras yo me reabrochaba los pantalones. El rubio nos había interrumpido el amor. La maldita guerra.
Después de un rato el alemán abrió los ojos y ahí estábamos Andelina, mi padre, mi hermano menor y yo rodeándolo. Mi hermano empuñaba un rastrillo y mi viejo había sacado tabaco de la faja y se estaba enrollando un cigarrillo. El nazi nos pidió agua y comida. Y refugio. Nos dijo que había desertado. Mi padre no le creyó y quiso echarlo de la granja. Yo tampoco le creí. Nos contó que era de Bad Bentheim, un pueblo al otro lado de la frontera donde se hablaba un dialecto muy parecido al nuestro. Yo, en realidad, odiaba el idioma de aquellas bestias. Se nos habían metido en Holanda a robar y a matar gente y a tratar de convencernos de que nuestro país les pertenecía porque ellos eran los amos de la tierra. Manga de imbéciles. Mi hermano menor le puso el rastrillo en el pecho y mi viejo le escupió tabaco en la cara como si no se diera cuenta. Así hacía las cosas mi viejo. Como al descuido. Andelina me miró y comprendí enseguida que estaba pensando lo mismo que yo. Si le dábamos asilo al alemán en el granero, entonces ¿dónde nos íbamos a esconder nosotros cuando nos entrara el acaloramiento? Maldita guerra. Ruud, nuestro vecino, que había fabricado una radio en su casa con cartón viejo, velas y un cable de cobre, escuchaba la BBC y nos había dicho que los canadienses ya estaban en Assen. O sea que la guerra se iba a terminar pronto. Yo miré mi Webley. Me sentí un inútil. A lo lejos, por la carretera que llevaba a Denekamp, vimos a un grupo de alemanes marchándose en retirada. No les quedaba nada de aquel orgullo con el que nos habían invadido. Esta vez no metían ruido con sus tambores de hojalata ni hacían sonar sus clarines. En el cielo zumbaban los Spitfires ingleses y de pronto bajaban en picada. Entonces aquellos harapos de sangre aria se desparramaban y se tiraban a los arcenes.
Después de darle un par de pitadas al cigarrillo, mi viejo le dijo al alemán que le permitiría pasar la noche en el granero pero que al día siguiente tendría que irse. Y a Andelina le ordenó que se volviera a su casa y que no le contara a nadie acerca de lo del nazi. Mi hermano menor pegó un par de golpes en el suelo con el rastrillo dando a entender que no estaba de acuerdo. Mi viejo pasó por su lado dándole un topetazo como si no se hubiera dado cuenta, recogió una gavilla de trigo que estaba junto a la puerta y se fue.
Cuando cayó la noche, Andelina entró al granero por la trampilla y yo la abracé y la besé y ella también me abrazó y me besó y luego nos tendimos sobre la paja. Al nazi lo puse a hacer guardia en la puerta armado con mi Webley, pero no pudo con Kitty. La cabra entró al granero, fue hacia donde estábamos nosotros y ahí se nos quedó mirando como exigiendo explicaciones. Era imposible seguir en lo que estábamos. A Andelina le entró la risa y a mí también pero después nos alzamos de hombros y decidimos continuar con lo nuestro. Cuando íbamos a darnos el beso de nuestras vidas escuchamos un bullicio que venía del patio. Arrimé el ojo a uno de los intersticios de la madera y vi con horror que mi viejo, mi hermano menor y nuestro vecino Ruud corrían hacia donde estaba el nazi y que forcejeaban con él para quitarle la Webley. Andelina y yo nos acomodamos las ropas a toda prisa y cuando nos asomamos al patio nos sorprendimos de ver a aquellos cuatro abrazados y cantando como si estuvieran borrachos. Ruud se desprendió del grupo, vino hacia mí y me gritó que los nazis habían firmado la rendición. La guerra se había terminado. El alemán, que todavía tenía el arma en la mano, apuntó al cielo y disparó. Aquello sonó como el clarinazo del arcángel Miguel. La Webley había vuelto a la vida. Mi tío escocés estaría contento en las nubes y seguro que se había puesto a bailar la danza de las espadas.
Latitud sur
El sextante le indicaba que el Leda se encontraba a treinta y tres grados con cincuenta y cinco de latitud sur. El buque descansaba frente al puerto de Ciudad del Cabo. Lowell se restregó los ojos, apartó el sextante y cerró el cartapacio que contenía la orden del primer ministro británico de no atacar las colonias españolas del Río de la Plata. La había recibido por un emisario de Whitehall en un asentamiento de contrabandistas de la Costa de Marfil. Vio por la escotilla al viejo Ethan pegando latigazos a los negros que subían encadenados a la cubierta del Elizabeth, el buque esclavista que estaba anclado a diez yardas del Leda.
– Esos van para San Salvador – dijo el general Baird entrando al camarote, quitándose la peluca y arrojándola sobre el canapé.
– Pitt sigue sin darnos el permiso – suspiró Lowell.
Baird lo miró con ojos nobles y cansados, como le cuadraba a un hijo benemérito del almirantazgo.
– De Pittt me encargo yo – dijo.
Lowell se incorporó, fue hasta la puerta del camarote, la abrió y le ordenó al grumete de guardia que les preparara el té.
Mientras tanto en las entrañas del Elizabeth los bosquimanos arracimados en la oscuridad se ponían a cantar. La desesperación había dado paso a una música de ayes y de miserias y el velamen se combaba ante los embates de las voces. El viejo Ethan mascó tabaco y escupió. Estaba acostumbrado a aquellas letanías.
Después del té, Lowell y Baird bajaron al puerto y se presentaron en la tienda de campaña donde el comodoro Popham estaba organizando la flota.
– Ahora está usted a cargo – le dijo Baird al comodoro. – Ya sabe lo que tiene que hacer.
– Sí, pero necesito la orden explícita del gobierno de Su Majestad – le recordó Popham.
Lowell tragó saliva y apretó instintivamente el cartapacio contra el pecho.
Baird apoyó su mano enguantada en el hombro de Popham y con la otra jugueteó con el borde dorado del tricornio. Después lo llamó por su nombre de pila.
– Home, deja eso por mi cuenta. Yo me hago responsable ante Pitt. Tú a lo tuyo y yo a lo mío, ¿comprendes?
Le palmeó el hombro y después se volvió hacia Lowell.
– Y tú, mi amigo, tú vas a tener que cruzar el Atlántico bajo las órdenes del comodoro. Que tengas buena suerte.
Con sus treinta y seis cañones por banda el Leda era uno de los navíos más imponentes de la armada de Su Majestad. Agazapados detrás de las dunas de la costa septentrional del Plata, en el paraje de Rocha, seis milicianos del virreinato observaban boquiabiertos aquellas tres velas mastodónticas. Cuando Lowell bajó a tierra escoltado por tres soldados de casaca roja y mosquetes al hombro, sonaron los disparos de las armas criollas y la arena se tiñó de sangre británica. Lowell quedó solo, levantando los brazos y encomendándose a Dios. En la cubierta del Leda, Popham, que había observado la escaramuza, maldijo de impotencia, plegó su catalejo y le ordenó al oficial del puente que pusiera rumbo a Buenos Aires. Era evidente que los milicianos estaban informados. Tomar la capital del virreinato no iba a ser cosa fácil.
Lowell fue conducido hasta la fortaleza de Santa Teresa y allí, frente al jefe de la plaza, protestó que había venido en son de paz y exigió que se le tratase como correspondía a un súbdito de la corona británica.
El capitán Luciano González, que era de Cádiz y que había perdido dos dedos de la mano izquierda el año anterior luchando contra las naves del vicealmirante Nelson frente al cabo de Trafalgar, lo miró de arriba a abajo y le chapurreó algo en inglés. Lowell no lo entendió y González no se lo repitió. Entonces ordenó a dos blandengues que procedieran a desnudarlo y a encerrarlo en la mazmorra del fuerte. Tres días después, mientras la flota inglesa invadía Buenos Aires, Lowell se puso a cantar en la oscuridad de aquel encierro. La desesperación había dado paso a una música de ayes y de miserias. Al caer la noche, los blandengues lo escuchaban con el mentón apoyado en la horquilla de los mosquetes. Medio adormilados, salmodiaban junto a él aires de la provincia que se parecían a las tristezas del inglés. Lowell no lo sabía, pero si hubiera tenido un sextante a mano habría constatado que se seguía encontrando a treinta y tres grados con cincuenta y cinco de latitud sur.
Piazza Navona
Era muy flaco, pelado y debía tener como ochenta años. Estaba sentado frente a la Fuente de los Cuatro Ríos y cantaba una canción en napolitano que yo no conocía, acompañándose de su acordeón. Io te voglio bene assaje e tu non pienze a me. A mí se me caían las lágrimas. ¿Cómo era posible tanta belleza? Yo no me había atrevido a ir a Nápoles por miedo a que la Camorra me robara los calcetines de lana que me salvaban de los sabañones, pero Nápoles no se había olvidado de mí y me había mandado ese hermoso cantor a Roma, a la Piazza Navona y ese cantor cantaba para mí, solo para mí. De un golpe se me fue el frío seco y milenario que subía del Tíber y que me calaba los huesos y me vi sudoroso, feliz y apasionado en la Piazza Dante de la hermosa capital de la Campania, aquella urbe del mediodía mediterráneo, cantando una canzonetta con gorgoritos dieciochescos que reverberaban en la cumbre del Vesubio. Pero estaba en Roma. Me lo recordaba el frío de enero y me lo recordaban también la mole del Panteón y la Fontana del Moro. Me acerqué al viejo cantor y le dejé en la gorra dos mil liras que todavía me quedaban de las que había ganado esa tarde en el bingo. Eso significaba que iba a tener que omitir los bucatini all’amatriciana de la Tavola Calda del agareno Dabir de la Via del Salvatore y pasar de la sopa al café. Pero qué me importaba. Tenía el corazón rebosante de palabras en napolitano y por los recovecos de mi cerebro se paseaban dulcemente las notas de la melodía más hermosa del mundo. Ricordate lu juorno ca stive a me vicino. Estaba emocionado. Por culpa de las lágrimas me costaba ver por dónde iba. A juzgar por el revolear de carteras y los taconeos de las pelanduscas, me encontraba en ese momento en la Via degli Staderari. Me acordé de que Chiara era de Caserta así que me le acerqué y antes de que pudiera abrir la boca, me miró y me dijo:
– ¿Otra vez estás llorando? ¿Y ahora qué te pasa, signore delle lacrime?
Yo tenía cierta reputación.
– E te scorreano 'nzine li lacreme accusi – le dije con voz temblorosa, porque cuando a mí se me metía en el cuerpo la vena sentimental entonces me empezaba a temblar todo. La voz, las manos, las piernas y las cejas, sobre todo la derecha.
– Che cosa dici?
– Te corrían las lágrimas por los senos. Es de una canción en napolitano. Vos hablás napolitano, ¿no?
Chiara sacó un pañuelo del bolso y me enjugó las lágrimas. Después me miró y me dijo:
– Borrate. Tengo que trabajar.
Llegué a lo de Dabir y me senté a la mesa de siempre. La que daba al Palazzo Madama. Me trajo los platos, los cubiertos y el pan y yo le dije que esa noche iba a tomar la sopa y después el café. Y nada más. Dabir me preguntó si estaba inapetente y después me miró y me dijo uyuyuy, ¿otra vez andás con el ataque de lágrimas? No es que yo fuera la llorona de México. Es que la vida me había castigado con una sensibilidad un poco exagerada y unas glándulas lacrimales que a veces se pasaban de revoluciones. No, no, estoy bien, le mentí. Pero la canción del viejo cantor me seguía torturando. Yo no podía con tanta belleza. La belleza me destruía, me descuajeringaba todo por dentro y entonces yo ya no sabía cuál era el norte, qué era una raíz cuadrada o para qué servía una lechuga.
A eso de las nueve y media de la noche, con solo sopa de tomate caprese y un espresso en el estómago y la melodía del viejo cantor dándome vueltas alrededor de la cabeza, volví sobre mis pasos y regresé a la Piazza Navona. El napolitano ya no estaba frente a la Fuente de los Cuatro Ríos. Su lugar lo ocupaban ahora dos muchachas que cantaban tarantelas y tocaban la pandereta. Vi a Benno, el alemán de la nariz partida y me contó que la policía había copado la plaza hacía un rato y que había capturado a un spacciatore de droga de la Camorra que se hacía pasar por un cantante de la calle. Se comercializaba heroína a la vista de todo el mundo. Se dejaba la plata en la gorra del músico y de esta se recogía el paquete con la mercadería. En plena vía pública. Así no levantaban sospechas.
Me fui cantando bajito. Ricordate lu juorno ca stive a me vicino. Recuerda los días cuando estábamos juntos. Me temblaba todo, especialmente la ceja derecha.
Player's
Abrí los ojos y vi a un pelirrojo acercándoseme lentamente. Tenía una hoz en una mano y en la otra un brizna de hierba que se llevaba a la boca mientras me miraba. Sus zuecos crujían sobre el pasto y al escuchar ese sonido me alegré porque eso quería decir que mis oídos aún estaban intactos. Lo último que recordaba era la explosión en la cabina y luego un silencio mortal. Después supongo que floté en el aire. Mi paracaídas se debe haber abierto en el cielo. Me había precipitado, pero eso solo lo supe después, sobre una fila de álamos que flanqueaba un arroyo.
El pelirrojo me ayudó a liberarme del arnés. Luego intenté ponerme de pie pero no pude. Tenía una pierna rota. El muchacho me dejó abandonado por unos instantes pero volvió después con una carretilla. Me cargó en ella y atravesamos un campo de trigo. Era la época de la siega. Los campesinos detuvieron su faena un momento para vernos pasar. Un par de ellos elevó una mano al cielo haciendo el signo de la victoria. Yo correspondí el gesto. Olía a hierba fresca. Me dolía mucho la pierna. Saqué un cigarrillo de mi cajilla de Player's del bolsillo superior de mi campera y lo encendí. El pelirrojo detuvo la marcha y se me quedó mirando. Le ofrecí uno. Dejó caer la brizna de hierba que venía mascando y tomó el Player's entre sus dedos con tanto respeto y tanta devoción que me causó gracia. Me pidió que le diera la cajilla. La leyó.
– Player's – murmuró, con labios que le temblaban, como un cura bendiciendo una hostia.
Le encendí el cigarrillo al holandés, le dio una pitada y exhaló el humo con un gesto absorto, cerrando los ojos, arrobado. Me recordó la cara que ponía mi padre cuando se desplomaba feliz en su sillón con un cigarro en la boca, después de una jornada de trabajo en el puerto de Southampton.
El pelirrojo me llevó hasta una choza escondida en un bosque, cubierta con maleza. Allí, tendidos en sendos catres, había dos soldados canadienses que me saludaron haciendo la venia. El recinto estaba sorprendentemente limpio. Uno de los heridos estaba conectado a una sonda de suero. El otro tenía una venda en la cabeza sujetada por un esparadrapo. Aquello parecía un pequeño hospital de campaña. El pelirrojo desdobló un tercer catre que estaba apoyado contra una de las paredes y me depositó sobre él. Unos minutos más tarde entró un hombre elegantemente vestido. Llevaba un maletín de médico. Me saludó en un inglés perfecto y me examinó la pierna.
– Jan – me dijo el médico, señalando al pelirrojo – lo va a entablillar. Después usted no va a poder caminar durante un par de semanas. Si sufre mucho por el dolor, le dejo aquí esta jeringuilla con morfina. No abuse.
– Gracias, doctor – dije yo.
Le di un Player's para mostrarle mi aprecio y se lo encendí. El doctor inhaló, cerró los ojos y empezó a mover la boca como si estuviera masticando el humo. Luego inhaló una segunda vez y el pecho se le hinchó. Sus hombros se elevaron. Al fin despidió el humo por la nariz. Lentamente. Yo le di una pitada al mío y en ese momento se hizo el silencio en el mundo. Por un instante no hubo guerra, no hubo muertos, no hubo tanques despidiendo fuego. Mi Spitfire volvió a surcar el cielo sobre los trigales de Holanda y mi padre a fumar tranquilamente en Southampton y yo a caminar con mis dos piernas intactas.
– Player's – dijo el doctor al volver en sí, con un suspiro profundo y feliz.
– Sí – confirmé yo.
Volví la vista hacia los canadienses. Miraban implorantes.
– Hay para todos – los tranquilicé.
A la mañana siguiente irrumpieron los alemanes. Tiraron abajo la puerta de la choza. No teníamos escapatoria. Nos apuntaron con sus rifles. Un oficial inspeccionó el recinto y pareció dudar por un instante. ¿Nos mataba, nos tomaba prisioneros o hacía quemar todo? Por el boquete de la puerta atisbé las siluetas de los campesinos allá a lo lejos, observándonos desde el borde del bosque. Me pareció que el oficial se percató de ello. Dejó a uno de los soldados apostado junto a la entrada y se retiró con los demás. Luego de un rato el soldado entró a la choza. Saqué mi paquete de Player's del bolsillo de mi campera y le ofrecí uno. El soldado me miró durante unos instantes sin saber qué hacer. Al fin me lo aceptó y yo se lo encendí. Vi cómo cerraba los ojos y se le dilataban las narinas. Fue bajando lentamente el rifle y elevando la cara hacia el techo de la choza en un gesto de abandono. Entonces sonó un disparo y el alemán se fue al suelo. En el boquete de la entrada vi al médico con una pistola humeante en la mano. Detrás de él venía Jan, el pelirrojo, con otros dos campesinos. Traían carretillas para evacuarnos. Mientras el pelirrojo me ayudaba a incorporarme, vi que el soldado alemán aún estaba con vida. Nos miramos entre todos. Sentado todavía en el borde del catre, me incliné hacia él y vi que el moribundo abría un ojo. Seguía teniendo el cigarrillo en la boca. Como si no lo quisiera soltar.
– Player's – murmuró, con un último hilo de voz.
– Sí – le contesté yo.
Expiró el humo lentamente y después se quedó quieto. Parecía feliz.
Schubert y Mozart
Estaba frente a la casa donde había nacido Mozart. Qué lo tiró. También había estado una vez, hacía ya mucho tiempo, frente a la casa donde había nacido Schubert pero entonces había sentido otra cosa. Había sentido frío. El Mono me ajustó la bufanda y después me señaló el campito donde había jugado por primera vez de número cuatro. El loco llevaba ya puesta la camiseta de Mar de Fondo debajo del pulóver porque esa tarde había partido contra Canillitas. Tenía cuarenta pirulos pero no podía dejar la globa así como así. Yo no me podía creer que aquel gigante de Maracaná me estuviera llevando de la mano por la calle Médanos. A mí, nada menos que a mí, que tenía apenas cinco años y no podía ni levantar un corner con mis patitas escuálidas de veinte centímetros. No podía más de orgullo.
Pero ahora me encontraba en Salzburgo frente a la casa donde había nacido Mozart y ni había sentido frío ni nada. Bueno, nada no. Había sentido un respeto que para qué les voy a contar, eso sí. En una infancia muy remota de gofio y de sacapuntas, la profesora Ureña me había enseñado Eine Kleine Nachtmusik y desde entonces los deditos se me habían quedado rojos de entusiasmo y de admiración. Y ahí estaba yo, dos décadas y medio más tarde, frente al número 9 de la Getreidegaße con una cara de nabo de aquellas, mirando hacia la ventana del tercer piso del edificio y repitiendo bajito para mis adentros qué lo tiró, qué lo tiró, qué lo tiró. ¿Cómo se diría qué lo tiró en alemán?
Subí aquella escalera del siglo dieciocho entre turistas japoneses y norteamericanos y vi la cocina donde me imaginé al gran Mozart friéndose un huevo. Tarareaba la, si, la, si y mientras el aceite chisporroteaba lo vi menear la cabeza al ritmo de la melodía de la Nachtmusik. Aquellas corcheas se le habían empezado a revelar en el marote en un allegro rabioso. Cuando sacó la sartén del fuego ya le desfilaban en el cerebro tantas negras y tantas semicorcheas que se empezó a marear. Pero ahora le surgían en un andante en re mayor que parecía un torbellino. Fue y se sentó al piano y empezó a escribir. El austríaco era un rifle para el menuetto y para el rondo pero Schubert le daba dos vueltas y media en el rubro tangos. Cuando mi vieja le pasaba el mate el Mono arrancaba con fue a conciencia pura que perdí tu amor, nada más que por salvarte y yo lo oía desde el comedor, cerraba el piano y me iba corriendo a la cocina a escucharlo. El Mono cantaba como la mona pero a mí me fascinaba mucho más que Mozart. Le ponía tal emoción a la letra que yo sentía que me faltaba el aire y al llegar al chan chan del epílogo las lágrimas me empezaban a salir a borbotones. Me daba una vergüenza bárbara. Schubert era un capo para los finales dramáticos. En Maracaná había agarrado la pelota con las manos dentro del área penal, cuando Brasil había sacado el último corner. El Mono había sido el único que había escuchado el pitazo del árbitro. Los demás jugadores celestes casi se mueren ahí nomás de un infarto.
Me acerqué al clavecín y vi a Mozart tocando el andante para teclado en do mayor. La profesora Ureña siempre me decía que yo esa pieza la ejecutaba muy apurado y me torturaba con el metrónomo. Un dos, un dos, métrica, Carlitos, métrica, métrica. A mí el aparatito ese me parecía un instrumento de tortura. Qué diferencia con Mozart, mi Dios. Qué suerte que había tenido el austríaco de haber podido tocar sin el agobio de metrónomos y de profesoras. Por eso fue seguramente que ya escribía piezas para piano y violín a los cinco años. Y un poco más allá, guardado en una vitrina como si fuera una reliquia de un mundo que supo ser más bello y más inteligente, estaba su violín, su bendito violín. De ese artilugio de madera y cuerdas de tripa había surgido su adagio en mi mayor. Qué lo tiró. Me lo quedé mirando y cuando cerré los ojos lo imaginé deslizando el arco sobre el diapasón en un trémolo exquisito antes de ponerse a pellizcar las cuerdas en un pizzicato que me puso la piel de gallina. Piel de gallina que solo había experimentado una vez antes en mi vida al ver a Schubert en aquella canchita sobre la rambla sur avanzar por la punta derecha, meterse en el área de Canillitas, eludir a Caetano y levantar el centro. El Omar era un botija y Schubert un cuarentón pero aún así se le fue por el costado como si nada y a mí se me derramó la Crush de la pura emoción. Porque Schubert casi nunca salía de su propia área. Aquello era inconcebible. Igual de inconcebible que lo que había hecho con Chico aquel dieciséis de julio del cincuenta. Juancito López le había dicho que estuviera siempre arriba del puntero izquierdo, que no lo dejara ni a sol ni a sombra, que no lo dejara ni tocar la pelota. Y así lo hizo. Por ese lado Brasil no existió.
Salí de la casa de Mozart y me fui a los jardines de Mirabell donde había un piano debajo de un emparrado. Me acerqué a él, me senté en el banco de piedra que tenía enfrente y deslicé mis dedos sobre las teclas. Aquello sonaba sorprendentemente bien para un instrumento que estaba al aire libre. A unos cincuenta metros de distancia, alrededor de la fuente del caballo con alas había un grupo de veteranas cantando el Do Re Mi de La Novicia Rebelde. Yo, de este lado, en aquel rinconcito de sombra y de verde, tecleé el andante en do mayor de Mozart y un grupo de curiosos se me acercó. Me puse nervioso por la afluencia de público y escuché a la profesora Ureña diciéndome ...métrica, Carlitos, métrica, métrica. Procuré seguir su consejo y no acelerar la ejecución. Vi en mi cerebro un huevo frito, los colores de Mar de Fondo, la calle Médanos, el violín del austríaco inmortal y un centro al área en la rambla sur que me dejó las alpargatas empapadas de Crush. Hice el acorde final con un gesto de Daniel Barenboim y escuché aplausos. Me volví sobre el banco para saludar formalmente a la audiencia y tuve que cazar una pelota en el aire que había pateado un chiquilín que estaba jugando al fútbol unos metros más allá. Yo también era un campeón.
Tácate, tácate
La musiquita de las chancletas de Isidora me ponía de muy buen humor. La escuché venir desde la cocina tácate tácate y entonces plegué el diario y bajé el volumen de la radio. Llegó al living con su sonrisa de siempre y depositó la bandeja con el mate y las galletas marinas en la mesita ratona. En ese momento me enternecí y cuando le iba a decir cuánto la quería, sonó el golpe en la ventana. Volví la vista y vi al Atila saltando el murito y entrando al jardín. Recogió la pelota que había quedado oculta debajo del arbusto de las camelias y se me quedó mirando como disculpándose. Los botijas de la vereda le hacían señas de dale apurate. Yo me levanté de la poltrona con todo mi reuma y con todas mis pocas ganas y mientras Isidora le echaba agua al mate fui hasta la ventana a calibrar el daño. Ahí fue que vi la rajadura. Casi en el mismo sitio que la semana pasada. Siete mil quinientos pesos me había costado poner un vidrio nuevo. Siete mil quinientos. Isidora masticó un pedazo de galleta marina y dijo:
– Chiquilines de porquería. Parece que lo hicieran a propósito.
Le hice un cariñito en el pelo, me pasó el mate, le di un par de sorbidas a la bombilla y me apresté a salir a la calle.
– Voy a tener que decirles unas palabritas a esos rompepelotas – dije, mientras me ajustaba la faja y me ponía la boina.
– Poneles los puntos sobre las íes, Francisco – me recomendó Isidora.
– Y las diéresis sobre las úes – le respondí yo, haciéndome el gramático.
Cuando me vieron venir, el Atila hizo una seña y la botijada interrumpió el picado. El Bubi se me quedó mirando medio como con susto y el Ampolla empezó a hurgarse la nariz. La única que siguió jugando como si nada fue Rosa que pateó la pelota en mi dirección. Yo la dejé pasar sin mover un pie y Rosa corrió detrás de ella, la agarró, se la acomodó en la cadera y me dijo, visiblemente molesta:
– Don Francisco, si quiere jugar va tener que patear. No se quede ahí parado como un bobo.
Noté que el Atila se agarraba la cabeza y que el Ampolla se miraba un cachito de moco que le había quedado en la uña. Yo volví a ajustarme la faja como imponiendo autoridad y les dije que se fueran a jugar a otra parte porque si no, iba a llamar a la policía.
– ¿Quiere jugar de golero? – me preguntó Rosa, tironeándome del pantalón.
Yo la ignoré y le recalqué a la botijada que los siete mil quinientos pesos de la primera rotura más los siete mil quinientos pesos de la segunda que me habían hecho ahora, arrojaban un hermoso total de quince mil pesos y que si me llegaban a romper el vidrio una tercera vez entonces el monto iba a ascender a...
– Una pila de guita – me ayudó el Ampolla sin dejar de mirarse el moco de la uña.
– ...Sí... – dije yo.
– Veintidós mil quinientos pesos, para ser más exactos – agregó.
Vi que Isidora me observaba desde el quicio de la puerta.
– Doña Isidora, dígale a don Francisco que juegue de golero – le dijo Rosa a mi mujer. Esta le preguntó a la chiquilina si quería una galleta marina con mermelada.
Al día siguiente vino don Salvin, el ruso. Estudió el daño de la ventana y me recomendó poner un panel de vidrio templado. Era más resistente. Sí, pero más caro, le dije. Bueno, la cuestión es que Isidora y yo nos lo pensamos bien y al final nos decidimos por el templado. Una semana después el ruso volvió a casa y mientras ablandaba la masilla, la introducía en las ranuras del marco y limpiaba los rebordes con una espátula, se me iba calentando la cabeza. Chiquilines de mierda, pensaba. Esa me la iban a pagar. Isidora vino desde la cocina con su tácate tácate y eso me calmó un poco, la verdad. Pero no mucho. Don Salvin midió los lados del panel, se puso los lentes protectores y empezó a cortar con el cortavidrios. Mi presión sanguínea subió entonces de un saque a ciento ochenta milímetros de mercurio cuando me puse a pensar en quemarles la pelota a los botijas o quizás mejor pincharla con una chaira o mejor todavía desguazarla con un martillo y después clavarla en una pica y desfilar con ella por el vecindario como un jacobino exhibiendo la cabeza de María Antonieta. Llegué al colmo de la bronca cuando vi al Atila atravesar el jardín y caminar hacia nuestra puerta. No le di ni tiempo a tocar el timbre. La abrí de sopetón, me le enfrenté y lo iba a putear todo cuando me extendió un fajo de billetes.
– Veintidós mil quinientos pesos, don Francisco. Hicimos una colecta por todo el barrio. La viuda Pérez fue la que puso más. Pero me pidió que no le dijera cuánto. Eso sí. Me encareció que le diera un mensaje de parte de ella. Usted disculpe.
– ¿Qué mensaje?
– Que no sea usted tan hinchabolas.
El resto de la botijada nos miraba desde la vereda. Me quedé observando el fajo de billetes y no sabía qué hacer. Rosa me sacó del encanto.
– ¿Quiere jugar de golero? – me preguntó.
Caminé hacia y ella y le dije:
– Bueno. ¿Pero por qué de golero?
– Por viejo.
– Ah.
Me fui al arco. Eran dos piedras. El partido empezó y el Bubi eludió al Ampolla, se cortó rasante por el murito de la viuda Pérez y remató bajo hacia el ángulo izquierdo que yo defendía. Para evitar el gol pateé la pelota con el pie derecho que era el que tenía menos jodido por el reuma y el esférico salió despedido hacia mi jardín, sobrevoló el arbusto de las camelias y fue a estrellarse contra la ventana. Alcancé a ver la cara de don Salvin detrás del vidrio y me temí lo peor. Astillas de cristal volando por los aires y paredes salpicadas de sangre eslava. Pero no. El ruso, indemne, abrió la ventana y me dijo:
– Vidrio templado, don Francisco. Impecable y resistente. ¿Se lo había dicho, no? Buena inversión la suya. Lo felicito.
Isidora recogió la pelota y me la alcanzó.
– Voy a preparar el mate – me dijo y volvió a entrar en la casa, tácate, tácate.
Utrecht
Era una ciudad preciosa pero tenía un nombre horrible. Utrecht. Sin embargo, sus canales eran tan bellos y tan tranquilos como los de Amsterdam. Me senté en la terraza del Spacey's en el Oudegracht y pedí una cerveza. Marijke me había dicho a las cuatro y eran las cuatro menos cuarto. Tenía quince minutos para estirar las piernas y pensar lo que le iba a decir. Una de las posibilidades, por supuesto, era no decirle nada. Ponerla nerviosa con mi silencio. Otra posibilidad era agobiarla con un discurso lleno de hipérboles, metonimias y metáforas. También estaba la opción de abrirme el corazón y decirle lo que me dictaran los sentimientos. Pero esta opción la descarté enseguida porque la honestidad, la maldita honestidad, me había metido en cada lío que mejor no les cuento.
La cerveza estaba riquísima. Los Heineken, tanto el papá como la mamá y los hijos, sabían cómo alegrarte la sangre. Pedí otra vuelta y la musiquita del carrillón de la catedral anunció que eran las cuatro de la tarde. Sentí un beso en la mejilla. Levanté la vista y ahí estaba Marijke, puntual y aseada, como siempre, perfecta y perfumada, elegante y fina. “Cómo pude hacerle lo que le hice”, pensé y me debo haber puesto tan colorado como la guinda del pastel que se estaba comiendo el muchacho de al lado. El remordimiento me dio un mordiscón en el estómago y me moví incómodo en la silla. Marijke se sentó enfrente mío y me miró con sus ojos de bruja. Esos ojos eran mi perdición. Parpadeaban y a mí se me abrían los esfínteres. Pero no parpadearon. Miraron hacia abajo. Pensé que era por timidez. Pero no. Me equivoqué. En realidad estaban mirando algo en el smartphone. Entonces escuché un ping y Marijke volvió a levantar la vista. Los esfínteres se me dilataron. Pobrecitos.
Me quedé mirando el vaso de cerveza durante algunos instantes. Noté que ella también lo miraba. No me pregunten qué tenía de interesante aquel vaso de cerveza. Era un vaso de cerveza como tantos otros. De pronto le hizo seña al mozo de que ella también quería un vaso de cerveza.
– Acerca de lo de ayer de noche... – dije y me interrumpí porque volvió a clavarme aquellos ojos negros negritos como mi suerte. Pero tragué saliva y continué.
– Estaba borracho... – aduje.
– ¿Y? – me contestó. – Siempre estás borracho, Lorenzo. No me estás diciendo nada nuevo.
– Perdoname – le dije.
Eso fue todo lo que le dije: “perdoname”. Bien mirado, eso era lo mejor. A qué sacar a relucir las viejas pendencias de antaño y hogaño, las antiguas luchas de capa y espada, de estocada va y estocada viene.
– Dame otra oportunidad – dije bajito, avergonzado.
Mi Dios, estaba hablando como un galán de telenovela mexicana. Solo faltaba volverme de perfil y soltar una lagrimita.
Marijke tomó un trago de su Heineken y se me quedó mirando. Mi pobre uretra se estaba anegando.
La noche anterior se me había ido la mano con el whisky. Estábamos mirando una película horrible de Jean Claud Van Damme en la televisión y yo no sé si fueron los músculos del belga o el ronroneo del gato que hicieron que a Marijke se le despertara la india y a mí el cacique Caupolicán. Hubo un forcejeo digno de un entrevero gauchesco y hubo lenguas que parecían quinientas y hubo tragos de whisky de apuro y un minino que huyó despavorido del living. Pero a la hora de la verdad el exceso de Grant's me había vuelto fláccido y por más que quisiera no podía y cuando me parecía que podía el muñeco no quería. Situación incómoda la mía. Pero mucho más para Marijke, entiéndanme, que se levantó y se fue al dormitorio. Yo me quedé mirándome el muñeco durante un rato y le pregunté qué le había pasado. No me contestó. Le pregunté de nuevo. Volvió a darme la callada por respuesta. Me di cuenta de que era una conversación entre borrachos que jamás llegaría a nada. Sobre todo porque el único que hablaba era yo. Jean Claude Van Damme, a todo esto, se estaba abriendo paso en la jungla a golpe de machete. Sus pectorales eran impresionantes. Sentí una envidia bárbara. Mi muñeco también. Me prometí empezar a levantar pesas al día siguiente. Después creo haberme quedado dormido durante un rato. Cuando desperté, oh milagro divino, el muñeco estaba erguido como si fuera a ponerse a cantar el himno. Así que subí al dormitorio a la carrera, descorrí las cobijas de la cama y desparramé toda la vida que tenía por dentro sobre una de las rodillas de Marijke. Esta levantó un párpado y me dijo:
– Mañana a las cuatro de la tarde en el Spacey's. En Utrecht. Tenemos que hablar.
Me senté en la cama y me pregunté que por qué Utrecht y enseguida me acordé de que Marijke estaba haciendo una pasantía los jueves en la universidad de aquella ciudad. Qué nombre horrible: Utrecht.
Pasaban barquitos por el canal. La tarde estaba preciosa. En la terraza del Spacey's había quien dormitaba, quien leía y quien bebía cerveza, como nosotros. Menos el muchacho de al lado, que seguía lidiando con su pastel con guinda.
– ¿Querés otra oportunidad? – me preguntó Marijke. – ¿Querés realmente otra oportunidad?
Dije que sí con la cabeza.
– ¿Para qué querés otra oportunidad? Ya me acabaste en la cadera, en la nariz, en el pie, en el ombligo, en la mano, en el codo y en la oreja. Y ayer en la rodilla. ¿Qué lugar me queda disponible? Hace ya cuatro meses que estás con ese problema, Lorenzo. O dejás el whisky o te dejo yo. Sin mencionar que además me interrumpís el sueño, pedazo de nabo.
Volvió a accionar el smartphone y después de unos instantes escuché que el mío hacía ping. Marijke me había mandado un mensaje con la dirección y el teléfono de un tal doctor Suang Wo, especialista en conductas sexuales no ortodoxas. Cuando levanté la vista, me dijo:
– Andá a verlo.
– Podría haber puesto heterodoxas. Lo de no ortodoxas es una estupidez – comenté.
Entonces clavó sus ojos en los míos, ay diosito y aquel tijeretazo me taladró el occipital y me llegó hasta el fondo del alma. En el otro extremo del cuerpo, allá abajo, los esfínteres ya no podían más y por eso tuve que salir corriendo al baño. Mientras orinaba pensé que no solamente tendría que ir a ver a un sexólogo. También tendría que hacerme ver por un urólogo. Siempre que el urólogo no resultara ser uróloga. Y no tuviera los ojos de Marijke. Si no, estaba frito.
White Stones
Yo estaba dale que te dale con Milonga Para Una Niña en la Königstraße de Stuttgart y nadie me daba ni cinco de pelota. Después de dos horas de rascar y de rascar y de echar al asfalto todos los bofes que tenía, habían caído en la gorra solo tres miserables moneditas de cinco peniques. Ese, evidentemente, iba a ser día de ayuno. Me parecía, iluso de mí, que debido al catarro, me estaba saliendo una voz preciosa, oscura y baja como la de Alfredo. Pero al público eso le importaba un carajo. ¿Quién entendía al público? Veinte metros más allá un pinta se estaba llenando de guita con rocanroles de Elvis Presley y en la otra esquina tres chantas de Nueva Orleans levantaban una fortuna con banjo, armónica y tabla de lavar la ropa, o sea uashbor, que le decían.
A las seis de la tarde decidí levantar campamento y decirle a Suttgart Auf Wiedersehen y metete la Königstraße en el soberano Arschloch. Pero justo pasó Mark llevando una flauta traversa en el estuche. En ese momento yo no sabía que el loco se llamaba Mark y tampoco sabía que llevaba una flauta traversa en el estuche. Me preguntó en inglés si quería que tocásemos juntos y yo me apiadé de él, pobrecito y le dije que sí. Seguramente estaba peor que yo. Me dijo que era de Nueva York, del Bronx y yo le dije que yo era de Piedras Blancas, de la calle Helvecia entre Yacuy y Azotea de Lima, para ser más preciso.
– ¿Piedras Blancas? I know a liitle bit of Spanish. Piedras Blancas means White Stones, doesn't it?
– Sí. En realidad es White Stones. Pero allá todos decimos Piedras Blancas. Locuras nuestras.
Sacó la flauta y se la puso a soplar. Frunció los labios y le metió unos terribles ventarrones como si quisiera limpiarle las telarañas que el instrumento llevaba por dentro. Después me pidió la llave y yo le contesté que no tenía ninguna llave, que para qué quería yo una llave si ni casa tenía. La llave, me repitió, la llave de lo que íbamos a tocar, ¿era A, B o F? Ah, le contesté, la tonalidad, la tonalidad. Es en A menor, le aclaré. En Piedras Blancas al A menor lo llamábamos la menor. Más locuras nuestras.
Miré entristecido mi gorra en el suelo con sus tres moneditas de cinco peniques, suspiré hondo y arranqué con mi maravillosa voz acatarrada. El que ha vivido penando por culpa de un mal amor no encuentra nada mejor que cantar e ir pensando. Mark me miraba y no tocaba nada. Y si anduvo calculando qué culpa pudo tener cuando ve que la mujer no conoce obligaciones, se consuela con canciones y se olvida de querer. Ya estaba a punto de gritarle vo, nabo de mierda, si querés ganarte el mango soplá, dale, tocá algo, qué te creés, ¿que todo el gasto lo tengo que hacer yo solo? Pero justo en ese momento el loco arrancó. Empezó con un sol sostenido larguíííííííísimooooo y yo lo apoyé con el dominante de la. El sol sostenido aquel duraba tanto que una señora con un pañuelo floreado en la cabeza se lo quedó mirando preocupada y el gordo que vendía diarios y revistas en la vereda de enfrente levantó la vista del Der Spiegel. Cuando terminó ese sol sostenido, se produjo un silencio rarísimo en la calle. Como de expectación. Entonces vi el torso de Mark ensancharse y llenarse de todo el aire de las sierras de Suabia. Afirmó los dedos, se volvió ligeramente de costado y de aquella flauta traversa empezaron a brotar todas las melodías del mundo. Las notas bailaban alrededor de los postes de la luz, le hacían cosquillas a las hojas de los robles y acababan metiéndose en mis oídos y armándome una milonga en el cerebro que para qué les voy a contar. Aquello no se podía creer. Las tres octavas del instrumento se habían transformado en dieciocho.
Cuando arpegié el acorde final empezó el diluvio. Monedas de todos los colores y de todos los tamaños empezaron a llover sobre la gorra. Esta amenazaba con desbordarse. Lamenté no haber puesto en el suelo un sombrero de copa o una gorra de chef. Yo no me había dado cuenta, pero habíamos congregado una multitud que aplaudía a rabiar.
– Let's go – me dijo Mark de pronto y enfiló apresurado para el lado del Staatstheater. Yo todavía no me había recuperado de la sorpresa y de los aplausos y flotaba embelesado en el séptimo cielo. Estaba saboreando las mieles del éxito. Con cuchara sopera. Y pensar que hacía un rato había estado totalmente seguro de que ese día no habría morfi. Pero, no sé cómo, logré al fin salir de aquel estado de éxtasis. Entonces me encajé la gorra en la cabeza sin pensar en lo que estaba haciendo. Las monedas volaron en todas las direcciones. Mientras apresuraba el paso miré hacia atrás y vi el reguero que iba dejando. Sufrí pensando en los refuerzos de queso y mortadela que ya no me podría comprar. Mark entró en la Putlitzweg y cruzó el Parque del Castillo. En ese parque, entre los dos arbolitos por los que ahora estábamos pasando, había dormido yo la noche anterior. Seguimos hasta la mole barroca del Staatstheater y llegamos hasta una puerta lateral que decía Entrada Para Artistas. Yo pensé que íbamos a afanar. Tenía alguna experiencia en eso y me había ido como el reverendo, así que le puse la mano en el hombro para disuadirlo con una prédica acerca de la futilidad del crimen. Pero entonces me hizo pasar a una especie de restorán donde vos mismo te podías servir todo el morfi que quisieras.
– You eat – me dijo. Y agregó que se tenía que ir pero que volvería dentro de media hora.
– No tengo money – le recordé.
– No problem. It's free.
Me dejó solo en aquel paraíso de platos, tenedores, ensaladas, carnes, arroces, postres, café y pancitos. Me mandé un suspiro que se debe de haber escuchado hasta en Barriga Negra, agarré una bandeja, dije por eso niña te pido que no me guardes rencor y ataqué con todo. Cuando Mark regresó yo estaba pegándole el último sorbo al cafecito con el que le había puesto broche de oro a un ágape inolvidable.
–- Let's go – me dijo.
Esa vez lo seguí sin chistar. Estaba tan contento y tan entregado que si el loco me hubiera dicho ahí nomás pimpollo date vuelta y cerrá los ojitos que te voy a hacer feliz, yo le hubiera contestado soy todo tuyo. Me llevó por un corredor alfombrado que tenía lucecitas en las paredes. Después volvió a abrir otra puerta y me indicó que pasara. Me encontré en un palco para mí solo a un costado del escenario. Abajo en la platea había hombres y mujeres metiendo un bullicio muy educado y sentí a mis espaldas la puerta del palco que se cerraba y los pasos de Mark alejándose.
Unos minutos más tarde se abrió el telón y ahí estaba, sí señor, la Orquesta Filarmónica de Nueva York toda enterita, bajo la dirección de Zubin Mehta. Identifiqué a Mark entre los flautistas y lo saludé con la mano. Después no sé que pasó. Solo sé que anunciaron la quinta sinfonía de Beethoven y yo me morí. Tengo solo recuerdos vagos de haberme encontrado en el cielo con don Ludwig y de haberle hablado a los gritos porque aquel era sordo como una tapia. Yo andaba entre nube y nube con un escarbadiente en la boca, medio borracho todavía de buena comida y de semicorcheas sublimes y de solos de flauta y de florituras de piano y tenía que mirar dónde pisaba porque sabía que en cualquier descuido me iba a bolear contra el suelo.
Cuando resucité, salí del palco tan mareado que me olvidé de ir a darle las gracias. Mark me había dado amor y yo no podría darle olvido. Me acosté entre los dos arbolitos del Parque del Castillo y me puse a mirar las estrellas con los brazos cruzados por detrás de la cabeza. Me dormí feliz.
Dos a uno
La existencia precede a la esencia. Esa pelota ya existía antes de que yo tuviera conciencia de mi pie. Ahí encajadita dentro de la línea curva del banderín parece un mundo dispuesto a echarse a volar en cualquier momento. Kierkegaard afirmaba que solo la dificultad inspira a los nobles de corazón y mi dios, vaya si tenía razón el danés. La onicomicosis me tiene los dedos del pie derecho a la miseria y la ametropía me hace ver borrosos a los backs del Atlético Júpiter. Pero como soy noble de corazón, voy a patear el córner como dios manda y si García cabecea bien entonces nos ponemos dos a uno y la copa es nuestra. Ah, estimado don Søren, qué orgulloso estaría usted de mí y de mi pique y de mi manera de desbordar al marcador de punta volcándome para la izquierda. Porque la fe es un salto hacia la oscuridad, como usted afirmaba y yo pego ese salto todos los partidos y le juro que solo así, como usted predijo, encuentra uno el alivio verdadero para la ansiedad. En fin, pateo el córner y la pelota me sale para cualquier lado. Termina cayendo detrás del arco y García se me queda mirando desde el medio del área con los brazos clavados en la cintura. Supongo que se estará acordando de mi madre.
Subjetividad es verdad y verdad es subjetividad, le chamuyo bajito al back de ellos unos minutos más tarde y me coloco junto a él en la barrera del Atlético Júpiter. Para molestarlo. El hombre me responde con un codazo y yo le replico que la incertidumbre objetiva es la verdad más alta que hay. Me mira durante un instante con una puteada en los ojos y entonces García patea el tiro libre y yo me desprendo de la barrera. La pelota pasa zumbándome la cabeza y el arquero del Atlético Júpiter vuela como un monstruo con alas y la saca al córner. García le protesta al juez porque la barrera se le adelantó y yo me acerco a mi compañero de equipo y le digo che, García, hay una distinción entre tener la verdad y estar en la verdad. No me rompas las pelotas, me responde él. Su improperio no me preocupa porque aprendí del maestro Kierkegaard a no ofuscarme ante la agresividad de un yo atrapado por el fracaso. Pobre García, es un yo atrapado por el fracaso. Pero no se lo digo. No quiero ligarme una piña.
Kierkegaard me ayuda también en el alargue. El maestro afirmaba que parte de la fe es tener dudas. La duda es el lado racional de la fe. Por eso no me asusto por la duda y tengo fe en que vamos a ganar. Eso me alivia la onicomicosis del pie. Es el pie con el que me llevo la pelota hasta la entrada del área penal. Pero allí la duda vuelve a agobiarme cuando veo a García haciéndome ademán de que se la pase. El nabo está en clarísimo órsay. Ah, don Søren, otra de las cosas que aprendí de usted es que hay que tener un compromiso apasionado consigo mismo. Por eso, estimado gran danés, en su nombre, en su escandinavísimo nombre, me meto al área y el bulto difuso del arquero se me viene inmediatamente arriba. Debido a la mala refracción de mis ojos, su imagen se me escapa de la retina y entonces tengo que improvisar. Así que me vuelvo rápidamente, le doy la espalda a aquel monstruo con gorra y le pego a la pelota de taquito. Golazo. Por entre las piernas del arquero. Nadie se lo puede creer. La Pocha a un costado de la cancha salta y grita ¡bien, Cacho!, pero los del Atlético Júpiter me quieren matar. ¡Quién te creés que sos, cara cagada!, me gritan, ¡no te hagás el Pelé, sorete! Yo saco pecho y los enfrento.
– ¡Soy seguidor de Kierkegaard, giles! – declamo a todo pulmón.
Yo también puedo gritar.
Esa noche en la policlínica, García trata de consolarme. Tengo la nariz quebrada y un ojo en compota.
– Bueno, de todos modos, la copa es nuestra – me dice. Y me la muestra. En realidad no es una copa. Es un trofeo. Un zapato de fútbol dorado, de unos treinta centímetros de largo. En la suela lleva la inscripción: Al Ganador de la Liga de Caraguatá, 1999.
– El maestro Kierkegaard opina que... – empiezo a decir, pero García me interrumpe con un gesto de impaciencia.
– Me importa un carajo lo que ese maestro opine. Vos lo que tenés que hacer es leer menos filosofía y aprender algo que te sea más útil. Boxeo, por ejemplo. Así te hubieras defendido mejor de los bestias del Atlético Júpiter.
Me quedé mirando el techo pero no podía enfocarlo bien.
– ¿Por qué no me defendiste, García? – le pregunté finalmente.
García hacía como que estaba estudiando el trofeo. Lo toqueteaba y no decía nada. Me imagino que no se animaba a confesarme que en realidad le había parecido fenómeno que alguien me pegara al fin una buena piña. Todos en el club estaban hasta los huevos de mí y de Kierkegaard y de la mar en coche. Esa era la verdad. Qué pena. En fin. Pero no me calenté. Don Søren opinaba que había que ser claro, concienzudo y humilde. Entonces me concentré y cerré el ojo izquierdo. El derecho, el que estaba en compota, ya lo tenía cerrado. Y hablé con el maestro. Fui claro, concienzudo y humilde. Le dedico el dos a uno, don Søren, le dije mentalmente. Y no se tome a mal la falta de humildad en la que incurrí cuando metí el gol de taquito. Es que por ahí, a cada tanto, sin darme cuenta, me sale el uruguayito de mierda que llevo en el alma, ¿vio?
– ¿Qué hacés? ¿Estás rezando? – me preguntó García, medio preocupado.
Volví a abrir el ojo izquierdo, me tomé la aspirina que me había dejado la enfermera y salimos a la calle. Hacía frío. Me subí el cuello de la campera.
– La existencia precede a la esencia – dije. – ¿Entendés eso vos, García?
– Claro, Cacho. Eso lo entiende cualquiera – me respondió, resoplando.
– A mí en cambio me cuesta, che. A veces Kierkegaard me resulta difícil de interpretar. Vos sabés que...
De pronto me di cuenta de que estaba hablando solo. García había desaparecido. Miré para todos lados, desorientado. A pesar del ojo en compota y de la ametropía del otro, llegué a atisbarlo corriendo unos cien metros más adelante. Dobló la esquina de la Avenida Córdoba y lo perdí de vista.
El caniche
Baltasar afirmó la válvula con el bulón de modo tal que el tubo encajara justo debajo del orinal. Después maniobró la varilla del flotador y se quedó mirando el émbolo que había pintado de verde esa misma mañana. La pregunta que lo había atormentado durante horas volvió a rondarle la cabeza. ¿Para qué pinté este cachivache de verde? ¿Por qué verde? ¿Por qué no de otro color, digamos azul o violeta? Pero sacudió la cabeza y procuró concentrarse. Se alejó dos pasos de aquel monstruo sanitario que estaba construyendo y se rascó el mentón. De pronto, en un arrebato de inspiración encajó el émbolo en la llave de paso y enganchó esta a la cadena de abalorios de vidrio que había pertenecido al inodoro del baño del restaurante hindú Tandoori Nights. Aquello empezaba a tomar forma. Era hora de fumarse un cigarrillo.
En el atelier de Tencha las cosas iban un poco mejor. La murciana estaba dando los últimos toques al óleo figurativo del caniche de Rosita. El animal la miraba con ojos que le decían que no aguantaba más, que necesitaba urgentemente hacer pis. Tencha descolgó entonces la correa del gancho de la pared y lo sacó al patio. Al pasar por la ventana del taller de Baltasar vio a este sentado en uno de sus tantos retretes, fumándose un cigarrillo. Joder. El ayuntamiento tenía prohibido el tabaco en los talleres. Entre las volutas de humo, Baltasar observaba otra de sus creaciones. Tencha vio que se trataba de lo de siempre. Una montaña de caños y de loza blanca que no tenía ni pies ni cabeza. Suspiró. Unos pasos más adelante vio a Adalberto tendido junto al plátano. El portorriqueño soplaba su flauta sacándole melodías que apuntaba luego en un bloc de hojas pentagramadas. Esas melodías iban a parar a un ordenador. Este las interpretaba y las comunicaba por radiofrecuencia electromagnética a un plumero coloreado que se movía sobre una plancha de plata. El resultado era cualquier cosa. No era un menjunge de caños de desagüe como los que perpetraba Baltasar pero sí un caos de colorinche. Tencha no entendía cómo a eso se le podía llamar arte.
– Hola, Adalberto – le dijo.
– Wepa – contestó este.
“Wepa, tu santa madre”, pensó Tencha.
En ese momento el caniche de Rosita tironeó de la correa. Tenía prisa. El perro se la llevó arrastrada hasta el portón de hierro que daba a la calle y se detuvo debajo del cartel que decía Centro Municipal de Arte. Allí hizo lo que tenía que hacer.
El vernissage de la sala Espátula estaba muy concurrido. El Centro Municipal de Arte de Villaseca de Polán presentaba las creaciones de sus jóvenes artistas. Baltasar sufría obsevando el émbolo que había pintado de verde y se preguntaba todavía por qué le había dado ese color. Él nunca coloreaba sus caños y sus retretes. ¿Qué le estaría pasando?
La subsecretaria de Cultura sorbió su champán y le preguntó:
– ¿A qué viene ese émbolo verde?
Baltasar tragó saliva. Quiso morirse.
– Me encanta el detalle – agregó la funcionaria. – ¿Cómo se llama la obra?
Baltasar le señaló el pequeño cartel.
La subsecretaria se acercó y se inclinó para leerlo.
– “Verde” – leyó en voz alta.
Se rió y le apretó la mejilla cariñosamente.
– Eres la hostia, majo.
En el otro extremo de la sala era la plancha de plata de Adalberto la obra que concitaba más atención. El portorriqueño estaba tocando la flauta frente a su cuadro mientras una muchacha lo filmaba con su smartphone. Estaban saliendo al aire en directo por YouTube.
El retrato figurativo del caniche colgaba en la pared de enfrente. De pronto irrumpió Rosita en la sala con gran bamboleo de caderas. Llevaba a su perro de la cadena. Quería ver cómo había quedado el cuadro que Tencha había pintado. Luego de haberlo estudiado durante unos instantes, miró a la murciana con ojos de poca paciencia y le dijo:
– Mil quinientos euros. Es todo lo que te voy a dar por ese trasto.
– De acuerdo – contestó Tencha.
Le dio el dinero, descolgó el cuadro y se fue.
Tencha se quedó inmóvil observando los tres billetes de quinientos que tenía entre las manos. La subsecretaria de Cultura se le acercó y la miró con cara de cierto disgusto. Sorbió un poco de su champán y le dijo:
– Ay, Tencha, maja, no debemos confundir el arte con el comercio.
Afuera, en la acera, bajo el cartel luminoso del nombre de la sala, Rosita tuvo que detenerse. El caniche había levantado una de sus patas traseras y se había puesto a hacer lo que tenía que hacer.
El David
Piero Soderini llevaba chaqueta de oveja española, camisa de algodón de la India y calzado de pico de pato. Con una mano se resguardaba del sol y con la otra señalaba hacia arriba. Miguel Ángel Buonarroti estaba de pie a su lado y lo miraba con desconfianza. Se preguntaba a ver con qué saldría ahora aquel gonfaloniero de Florencia. Mientras tanto, una multitud se había congregado detrás de ellos frente al Palazzo Vecchio. Algunos exaltados tiraban piedras. La desnudez del coloso de mármol los indignaba.
Soderini se rascaba el mentón para que quedara claro que estaba pensando. Examinó los muslos de la estatua. Después pasó un dedo sobre los empeines de los pies. A su lado, Buonarroti se estaba impacientando. Había estudiado los cadáveres de la basílica del Santo Spirito durante varias semanas y sabía que la anatomía de su David era irreprochable. Pero de todos modos el pasmarote de Soderini seguía buscando algo que objetar. Tenía que hacer valer su reputación de mandamás de la Toscana. Y entonces, después de varios minutos de suspenso, con mucho gesto de conocedor de la estatuaria moderna y con mucha pose de paladín de las artes, posó al fin sus ojos sobre el órgano viril.
– Mmm...muy chico...mmm...demasiado chico... – dijo, como murmurando.
– Es que está en reposo, onorevole signore – le explicó Buonarroti con gesto cansino y se sintió ridículo por tener que aclararle lo obvio.
El gonfaloniero lo miró alzando una ceja. Después le dio la espalda y elevó la vista hacia la cabeza del coloso.
– La nariz...la nariz... – dijo.
Miguel Ángel, que ya había esculpido a Hércules, a San Próculo y a San Petronio, apretó con furia el cincel que tenía en una de sus manos. Debajo del sayo llevaba además una barrena. Se imaginó a sí mismo utilizando ambas herramientas para taladrar el cráneo de Soderini. Pero la tentación del magnicidio le duró poco porque el gonfaloniero se dio vuelta imprevistamente y con su mirada de idiota condecorado, le dijo:
– Hay que achicar esa nariz, Miguel Ángel.
El artista se sorprendió a sí mismo respondiéndole que sí, que por supuesto, onorevole signore, que no faltaba más y que iba a proceder inmediatamente a corregir ese desastre, que qué mirada tan certera y tan diestra la suya, magnifico magistrato, esa nariz, por cierto, me quedó en verdad muy grande, muy grande...
– ¡¡Giovanni!! – gritó de repente el artista.
De entre la multitud se desprendió un muchacho melenudo vistiendo sayo sin mangas y calzas coloradas.
– La escalera, Giovanni, tráeme la escalera – le ordenó.
El muchacho salió disparado hacia el taller de la catedral y Piero Soderini y sus acólitos se retiraron hacia el palazzo Uguccioni con noble y estudiada parsimonia. El gonfaloniero subió a su despacho y un rato después vio a través del ventanal a Miguel Ángel trepado a la escalera con su cincel y su barrena. Miguel Ángel sabía que Soderini lo estaba observando y entonces hacía como que retocaba la nariz. Luego de un rato el artista volvió a bajar de la escalera y se sacudió el polvo imaginario que le había quedado en las ropas y en las manos.
Al otro día a primera hora de la mañana, Soderini volvió a detenerse frente al David. Lo acompañaba Antonio Rossellino y también el signore Fantiscritti, dueño de la cantera de mármol de Carrara. Soderini observó detenidamente la nariz de la estatua.
– Ahora sí. Ahora está bien – dijo.
Rossellino y el signore Fantiscritti lo miraron sin entender.
– La nariz – les explicó – la nariz es perfecta, ¿no? Tiene las dimensiones exactas que debe tener una nariz, ¿verdad?
Rossellino y el signore Fantiscritti elevaron la vista, observaron aquella nariz durante unos instantes y luego se alzaron de hombros.
El gonfaloniero se sonrió satisfecho.
Habitación 504
La cita es en el Cosme a las nueve de la noche, un bar casi invisible, empotrado entre el Hotel des Indes y la embajada de Hungría en La Haya. Un lugar sobrio y exclusivo de apenas dos metros de ancho y con una sola fila de mesas. Ada levanta su copa de champán y Esteban imagina que la besa en la boca. Edin les pregunta si van a comer algo y Ada se incorpora, se acerca a la fila de tapas, elige calamares a la romana y acaricia al gato que está sobre el mostrador. Esteban la observa con ojos atortolados y palpa disimuladamente la caja de pastillas de sertralina que lleva en el bolsillo del pantalón. El doctor Kabrinsky le ordenó no tomarse más de una por día, pero Esteban no quiere que se le caiga el infierno encima justo ahora, no mientras esté con Ada. Ella y el gato, a todo esto, juntan nariz con nariz y Ada murmura cosas que parecen maullidos. La muchacha recuerda muy vívidamente las palabras del doctor Kabrinsky: la sertralina la toma solamente una vez al día, señorita, ¿está claro?, solo una vez al día, recuérdelo. Pero Ada quisiera tomarse una pastilla en este mismo momento para que Esteban no le descubra la tiniebla que le amenaza el alma. De vuelta en la mesa hablan de proyectos de trabajo y de cosas de la niñez. Intercambian opiniones de política y de economía. Los envuelve una nube de terror que los une y los separa a la vez, un miedo espantoso a decir una palabra de más o una palabra de menos, a que un foco feroz de tungsteno los ilumine de pronto despiadadamente y los sorprenda desnudos sobre el escenario. Edin desde la barra los observa y se sonríe. Esos dos, piensa, están enfrascados en una guerra que se parece a la que él tuvo que librar en su juventud en Sarajevo. Edin había luchado por sobrevivir. Lo mismo estaban haciendo aquellos dos ahora. A veces los monstruos interiores son más mortíferos que los fusiles de los chetniks.
Ada y Esteban salen del bar a medianoche y caminan por el Lange Voorhout. Él quiere tomarla de la mano pero no se anima. Ella lo que quisiera es reclinar la cabeza sobre el hombro de él pero no se atreve. La pobre no se entiende a sí misma. Los pasos de ambos resuenan en el empedrado bajo las dos hileras de tilos del siglo dieciséis. Después de lo que parece una eternidad se detienen frente a un portal de la Denneweg y Esteban la toma de la mano, ahora sí, en un arrebato de sertralina. Ada se da cuenta de que han entrado al Hotel Romano y suben los cinco escalones alfombrados de rojo. Se detienen frente a la recepción. Esteban le da un beso.
La ducha de la habitación 504 es una delicia. El agua tibia les acaricia los cuerpos y Ada masajea delicadamente los hombros de Esteban. Este cierra los ojos y siente cómo el amor va tomando forma. Ya no es el concepto teórico de las charlas largas y tensas con el doctor Kabrinsky. Ahora tiene el cuerpo de una mujer, la música de la lluvia y el color de los azulejos. Ada sale de la ducha, se seca el pelo frente al enorme espejo y luego rebusca algo en su neceser. Una caja de pastillas de sertralina cae al suelo y Ada se apresura nerviosa a recogerla. Esteban, detrás de la cortina, hace como que no ve nada. Después llega el amor, calmoso y suave como las manos de una madre y ellos se quedan dormidos. Completos. Felices.
Afuera, en la vereda, frente al portal del hotel, Edin, el veterano bosnio que ha terminado su jornada de trabajo en el Cosme, se fuma un cigarrillo. Percibe una cierta paz en el aire, un sosiego inesperado. Presiente que se ha declarado una tregua en alguna guerra cercana, pero no sabe en cuál. Suspira y sigue su camino silbando un aire de los Balcanes.
A las seis de la mañana Ada se despierta. Se levanta de la cama. Va al baño, recoge al pasar el pantalón de Esteban y lo coloca sobre el respaldo de una silla. Entonces una caja de pastillas de sertralina se desprende de uno de los bolsillos y cae al suelo. Ada se lleva una mano a la boca. Se ríe. Es una risa convulsa. Al darse vuelta ve que Esteban también se despertó y la está mirando. También se ríe.
Esteban apoya un codo en la almohada y le dice:
– Me toca a las siete. ¿Y a ti?
– También. A las siete – responde ella.
– ¿Kabrinsky? – pregunta él.
– Kabrinsky – confirma ella.
Vuelven a reírse. Más fuerte esta vez.
Kalinka
Estaba hojeando un libro de Adriaan van Dis cuando vi por el rabillo del ojo que la condesa se estaba ajustando la bombacha. Movía las caderas con delicada discreción, una mano entre sus piernas y la otra acariciando el lomo de la obra completa de Cees Noteboom. Anna y Amira tomaban el té y se reían de no sé qué. Mientras tanto, la condesa y yo merodeábamos entre los anaqueles de la biblioteca, ella balanceando incómoda la pelvis y yo husmeando entre los volúmenes con mis lentes de mirar de cerca. La condesa iba hablando bajito en ruso. De vez en cuando cerraba los labios y musitaba la melodía de Kalinka. Yo conocía esa canción, así que en un momento de arrebato y de irreflexión me dejé llevar por aquellos aires cosacos, apreté también mis labios y me puse a musitar con ella. Unos minutos más tarde la condesa rusa y este ciudadano holandés empezaban a cantar a dos voces a todo pulmón. Anna y Amira nos miraban con las tazas de té suspendidas frente a sus bocas. Anna era sueca y Amira angoleña. Vi también que Heribert, el alemán jubilado que atendía la cantina, nos observaba desde lejos y que dudaba si llamarnos al orden o hacer como que no oía. Dos niños levantaron la vista del castillo inflable y suspendieron sus juegos. Una bebota negra asomó sus motitas por la boca del túnel de plástico y se puso a cantar con nosotros con ruiditos de chupete. Aquello parecía un concierto multicultural patrocinado por la Unesco.
A la directora de Cultura le temblaba la voz de la indignación. Se acercaba demasiado al micrófono. Las pes que pronunciaba resonaban en las paredes del paraninfo como pistoletazos. Los ediles democratacristianos y también los socialistas se llevaban las manos a los oídos pero Janssen, con su parsimonia habitual y su uniforme de mayordomo, repartía impertérrito el café y las galletitas. Al fondo, en una pantalla montada detrás del escaño del burgomaestre, se estaba proyectando el video que un ciudadano alerta había grabado con su teléfono. El incidente que había sucedido unos días antes en la biblioteca de Haaksbergen se había esparcido por las redes sociales y el gobierno municipal consideraba que había que tomar cartas en el asunto. Janssen se me acercó, me sirvió café y me dijo:
– Esté atento, Temmink. Después de la directora le toca hablar a usted.
En el video, de un minuto de duración, se veía a una mujer cantando con una mano metida entre las piernas mientras que un hombre le hacía una segunda voz. Este se había acuclillado y cruzado de brazos y estiraba las piernas alternativamente con saltitos de cosaco. A falta de gorro de piel se había puesto un libro de Adriaan van Dis sobre la cabeza. La mujer movía la pelvis sugestivamente. Al fondo de la imagen se veía a dos mujeres. Tenían sendas tazas de té suspendidas entre las manos y las balanceaban alegremente al ritmo de la canción. Luego la cámara se desviaba hacia un grupo de niños que jugaban. En los últimos segundos se escuchaba la voz del dueño del teléfono que decía:
– ¡Si quieren joda, ya saben, vengan a Haaksbergen, ja, ja!
Cuando terminó la proyección me puse de pie, me acomodé el saco, me estiré los puños de la camisa y encaré valientemente a la asamblea de curules. Se produjo un silencio amenazador y Janssen se me acercó para graduar la altura del micrófono. Mientras lo manipulaba, lo cubrió con una mano y me susurró al oído:
– No se me achique, tovarich.
Lo miré sin contestarle, suspiré hondo y proclamé solemnemente lo que los veinte mil habitantes del pueblo ya sabían:
– Sí, soy yo. Yo soy el cosaco bailarín.
Fui conciente inmediatamente de que mi carrera política se había terminado. Adiós puesto de subdelegado de Cultura, adiós tarta de nueces de la confitería Mallotti a cuenta del municipio, adiós tarjeta especial de estacionamiento para dejar el coche en donde se me ocurriera, adiós cafecitos servidos por Janssen.
Salí a la Plaza del Mercado desconsolado. Era un atardecer frío y ventoso. Llevaba bajo el brazo legajos y documentos que ya no me servirían para nada. Busqué un tacho para tirarlos. Pero no encontré ninguno. Encontré a la condesa. Estaba sentada en el banco de madera frente a la iglesia de San Pancracio. Me le acerqué. La noble señora llevaba puesta la estola de piel de zorro que le había obsequiado la duquesa María Vladimirovna y el anillo de oro y rubí que había pertenecido a Tatiana Romanov, la segunda hija del último zar. A pesar de toda su dignidad de aristócrata en el destierro, noté que seguía molesta por la bombacha. Se ladeaba con dificultad en el asiento y procuraba acomodársela con una mano.
Nos pusimos a mirar las hojas que bailaban en el viento. La tristeza de octubre nos heló la sangre y la condesa se puso a cantar la canción de Kalinka. Yo me puse a cantar con ella. Entonces fue que vimos pasar a una mujer en bicicleta. En la sillita de atrás iba la bebota negra. La bebota nos miró, alzó las manitas alegremente y se puso a cantar con nosotros con ruiditos de chupete.
La ducha
El hermano Lihue me había dado la solución infalible para aventar al diablo. Una ducha fría. Eso no figuraba en Proverbios ni tampoco en Corintios, pero en Hebreos 13:4 quedaba claro que los adúlteros y los fornicadores serían juzgados por Dios.
– Por eso lo mejor para la humanidad y también para usted, Lopetegui, es una ducha fría y nada de sexo – me dijo – porque sino créame que la cosa se le va a complicar allá arriba cuando le llegue el momento de presentarse ante San Pedro.
El hombre sabía mucho. Pero a mí me entró una duda.
– En la Judea de aquellos tiempos no había ducha – aduje.
– Pero sí había agua y barriles y baldes – prosiguió el hermano Lihue. – Por eso Lopetegui, me permito afirmarle que si el baldazo o barrilazo se hubiera utilizado más a menudo, hubiera habido menos cabras montesas impregnadas por impetuosos zagales y menos onanistas derramando semen en la tierra para horror de Jehová.
Me quedé rumiando la idea y me di unos golpecitos con los dedos en el mentón.
– Ducha fría, ¿eh?
– Exactamente, Lopetegui. Cuando Satanás siente el gélido fluido deslizarse por la epidermis de la víctima en cuyo cuerpo se ha metido, huye a toda prisa porque está acostumbrado a los insoportables calores del averno. Y entonces el espíritu se libera.
Romy y yo estábamos bajo la ducha de aquella habitación del hotel Bella Vista, ella ofreciéndome una bella vista con sus pechos sulamitas del cantar de los cantares y yo vestido con el saco marrón con el que iba a la iglesia de Coronel Raíz y los zapatos con los que me caminaba toda Lezica pregonando la palabra del Señor.
– ¿Estás seguro de que esta manera venceremos la tentación, Lopetegui? – me preguntó Romy temblando de frío, con los cabellos mojados y adheridos a sus hombros huesudos.
Yo no le contesté porque estaba muy concentrado bisbiseando una oración.
– ¿Me dejás que abra un poquito el agua caliente por lo menos? – me rogó.
Yo seguí invocando a Jesús.
– Para vos es más fácil, Lopetegui, porque estás vestido. Pero yo estoy aquí en pelotas y me estoy helando – insistió Romy.
Entonces ahí fue que me di cuenta. A pesar de las invocaciones a Jesús y de las palabras sabias del hermano Lihue, Satanás, ese diablo maldito, ese hijo de la gran perra, había encontrado la manera de escaparse de mi cuerpo y de meterse en el de ella y ahora me estaba hablando por su boca. Tenía que hacerla callar. Así que le tapé la cara y le grité:
– ¡Calla, Satanás!
En ese momento escuchamos otra voz. Era la voz de la Chola. Nos llegaba a través de la puerta de la habitación.
– ¡No se me eternicen ahí abajo de la ducha, que los desagües andan medio tapados!¡Miren que después viene el gerente y me caga a mí a pedos!
Dio unos golpecitos impacientes en la puerta y preguntó:
– ¿Me escucharon?
Romy se liberó de mi mano de un tirón, cerró la ducha, se cubrió con una toalla, salió del baño, entró en la habitación y le respondió mirando hacia la ventana que daba a Antonio Machado:
– Sí. Quedate tranquila.
Después se sentó en la cama y se puso a mirar a través de aquella ventana. Yo me le acerqué. Mis ropas iban dejando un rastro de agua. Plas, plas, plas sonaban mis zapatos. Me senté a su lado y le dije:
– ¿Y ahora qué hacemos?
Romy suspiró, bajó la vista y se miró los dedos de los pies.
– Lopetegui – me dijo, con cierto desconsuelo en la voz– está bien que se te haya metido en la cabeza que tenemos que llegar vírgenes al matrimonio. Ta. Lo entiendo. Pero no tenemos por qué torturarnos de esta manera, ¿no?
Yo le pasé el brazo por los hombros y me puse también a mirarle los dedos de los pies. ¿Andaría Satanás ahí también, entre sus tarsos y sus metatarsos, el muy cretino? No. No. Los pies de Romy eran puros y eran bellos. Me pregunté cómo era posible que Salomón, que había cantado las glorias de su amada, de sus ojos de paloma, de sus mejillas de granada, de sus pechos de gacela y de sus labios de miel, nunca hubiera dicho nada acerca de los dedos de sus pies. ¿Sería que el amor se le acababa en el empeine?
Respiré hondo y traté de explicarle.
– Mirá, es una teoría del hermano Lihue – le dije. – Una ducha fría espanta al diablo y entonces vos y yo, libres de él, podríamos disfrutar de nuestro amor sin que nos atormentase la tentación de la carne. ¿Te imaginás, Romy, lo feliz que seríamos si no nos vinieran esos calorazos que nos entran y que echan a perder la pureza de nuestro amor?
Por toda respuesta Romy me puso la toalla sobre la cabeza y empezó a secarme el pelo.
– ¿Y me pediste que me desnudara para que de esa manera la tentación fuera más fuerte? – me preguntó.
No le contesté. Me puse colorado, bajé la cabeza y oré en silencio.
Esa tarde el hermano Lihue estaba inspirado. Tenía a la feligresía en un puño. El sermón resonaba en las paredes y se elevaba hasta más allá del cielorraso. Dios lo escuchaba sentado en su trono y se enorgullecía de su elocuencia.
– ¿Pensamientos obcenos? Ducha fría – gritaba el hermano. – ¿Tentación carnal? Ducha fría. ¿Cosquilleos incómodos debajo del ombligo? Ducha fría. ¿Sueños eróticos? Ducha fría. ¿Desasosiegos primaverales? Ducha fría. ¿Fiebres de la pubertad? Ducha fría. ¿Minifalda? Ducha fría. ¿La diosa Gularte? Ducha fría. ¿Brigitte Bardot? Ducha fría.
Los feligreses se iban emocionando y se iban dejando atrapar por la pasión y el carisma del hermano Lihue. Empezaron a ponerse de pie y a corear todos juntos ¡ducha fría!, cada vez que el hermano proponía alguna cosa que propiciase un pensamiento pecaminoso o una conducta deshonesta. En un éxtasis supremo, el hermano elevó sus brazos al Todopoderoso, encendió un diario viejo que sacó de atrás del órgano y empezó a rebolearlo por los aires. La llama iba y venía enardeciendo a la multitud. Entonces se accionaron los extintores del techo y el agua empezó a caer sobre la gente que gritaba alborozada ¡ducha fría!¡ducha fría!¡ducha fría! Romy aprovechó el tumulto para tomarme de la mano. Se puso de pie y me instó a seguirla. Salimos por una puerta lateral y tuvimos la suerte de agarrar un taxi casi enseguida, cosa que no era muy frecuente en una calle como Coronel Raíz. Apenas nos subimos, Romy le dijo al conductor:
– Al Bella Vista.
El taxi arrancó y yo la miré sin comprender.
– Tranquilo, Lopetegui – me dijo bajito, mientras me besaba en los labios.
Les confieso que al principio me sentí un poco ridículo, desnudo bajo la ducha fría de la habitación del hotel. A mi lado Romy estaba vestida con su saquito de lana de siempre y su pollera plisada y me hacía cosquillas entre las costillas, la muy satanasa. Yo le pedí que por lo menos me dejara abrir un poco el agua caliente, pero no hubo caso. Cuando la Chola nos llamó al orden para que no nos eternizáramos, saltamos sobre la cama y nos revolcamos como locos. Debo confesarles que no logramos llegar vírgenes al matrimonio, lo cual fue una verdadera pena. Pero lo que sí logramos, fue llegar vírgenes al amor.
La uruguayez
Yo no quería llamar la atención pero la verdad es que no podía renunciar a ciertas cosas de la orientalidad. Así que me cebé otro mate y le pegué un par de chupaditas. Estaba parado en la Pluutstraat, en Purmerend, esperando el ómnibus a Amsterdam. Termo bajo el brazo y mate en ristre. Cancherito, como si estuviera en la plazoleta de Lucas Obes y Joaquín Suárez. La uruguayez, la puta uruguayez. Me atacaba solo cuando estaba en Holanda, fijate vos. En el terruño me pasaba todo lo contrario. Allí me entraban berretines de europeo. La tía Corazón se había dado cuenta y me había empezado a llamar Charles.
– Dieron las cinco, Charles. ¡Títaim!
– ¿Títaim?
– Títaim. La hora del té. ¿Vivís en Gringolandia y no sabés inglés?
Cómo explicarle que en Holanda se hablaba otra cosa.
Había una monjita sentada en el banco de la parada. Tenía un tatuaje en el dorso de la mano. Una cruz. Llevaba toca blanca y pollera gris hasta los tobillos. Un escapulario de la Virgen del Carmen le colgaba del cuello. Me pregunté si no sería española. Me cebé otro mate y enseguida me arrepentí. Dentro de un rato tendría que andar a las corridas buscando un baño. El mate, la tortura de la vejiga de los vejigas. Pero bueno, mea culpa.
Vino el ómnibus y dejé que la monjita se subiera primero. Un caballero, el oriental. Ahí fue que me fijé que llevaba botas coloradas con taco de aguja. Y que movía el trasero de una manera muy poco católica. Luego me senté detrás de ella y durante el viaje me entretuve mirando por la ventanilla. Y me cebé otro mate. Hay que ser gil.
Amsterdam estaba hasta los topes. Era Pentecostés. Al entrar en la Nieuwendijk ya no aguantaba más. Me detuve por un instante frente a un cantante de la calle que se pensó que le estaba siguiendo el ritmo con mis movimientos de cadera. No tuve más remedio que dejarle un par de monedas en la gorra. Después seguí mi camino hasta el Red Light Bar donde al fin pude vaciar la angustia yerbal que me aquejaba y más tarde fui y me senté a la mesa de siempre. Los tres Jiménez aún no habían llegado y Nathalie tampoco. Me entretuve un rato barajando las cartas y haciéndome trampa en un par de solitarios hasta que se me ocurrió mirar el celular. Carajo. Los tres Jiménez no iban a venir y Nathalie estaba enferma. Fui hasta la barra, pagué mi cerveza y me fui.
Caminé un rato por ahí y para matar el tiempo me metí en el peep show del Erotic Kingdom. Me sobraban un par de monedas así que las puse una por una en la ranura. De pronto vi ante mis ojos a la monjita de la parada de Purmerend sentada a horcajadas sobre un morocho que movía la cabeza alternativamente de un lado a otro esquivando el escapulario de la Virgen del Carmen. Por los altavoces se escuchaba un canto gregoriano y cuando la plataforma giratoria me puso el trasero de la monjita en primer plano se me cerró la ventanita. No me quedaban más monedas así que decidí volverme a Purmerend. El trasero de la monjita se me había metido en la cabeza y me puse a pensar y a pensar y entonces ahí fue que me vino una idea.
A la mañana siguiente me presenté a las nueve en punto en el peep show del Erotic Kingdom. Estaba renervioso pero algo tenía que intentar. Hacía un año que no laburaba y todavía no había encontrado un aviso en los diarios que dijera: se necesita uruguayo al pedo. Así que era hora de lanzarse al agua.
Los mastodontes de la entrada me miraron con cierta impaciencia cuando les expliqué que venía a buscar laburo pero después me dijeron que pasara y que me desnudara. Ahora va venir Julie a hacerle una prueba. Quedé en pelotas pero con el termo bajo el brazo y el mate en la otra mano. Me llevaron hasta una sala donde había una enorme cama redonda. Ahí estaba la monjita vestida con su toca y su pollera, mirando un celular. Yo me le acerqué y le dije hola. Ella ni se molestó en responderme. Apenas volvió la vista para observar mi miembro fláccido y temeroso. Entonces me lo empezó a masajear con la mano que le quedaba libre. La de la cruz tatuada. A mí no me daba la más mínima bola. De pronto el celular sonó. La monjita se lo llevó al oído y dijo:
– Hi, there.
Se puso a conversar y al mismo tiempo me seguía masajeando. Después de lo que me pareció una eternidad la monjita cortó al fin la comunicación y se decidió a calibrar el estado de mi miembro viril que, pobrecito, a esas alturas ya de viril no le quedaba nada. Seguía tan fláccido y asustado como al principio.
Esa noche jugué al truco con los tres Jiménez en el Red Light Bar y cerca de la medianoche se nos apareció Nathalie con una gripe de la masita. Nosotros nos alarmamos y le dijimos pero qué hacés, loca, andá, volvete a tu casa y metete en la cama pero ella nos dijo que no, que tenía que laburar, que si no, no iba a poder alimentar a los dos botijas que tenía. Nathalie alquilaba una ventana en la Korte Kolksteeg. Si trabajás así como estás vas a contagiar a la clientela, le dijo el segundo Jiménez y entonces vas a causar una epidemia a nivel mundial. Y bueno, si es así, mejor que mejor, le contestó Nathalie, sonándose la nariz. Yo no me animé a contarles mi fallido intento de agarrar un laburito en el Erotic Kingdom. El orgullo y la uruguayez no me lo permitían.
Me fui a esperar el ómnibus de vuelta a Purmerend. Allí estaba la monjita en la parada. Me escondí detrás de un poste del alumbrado y justo sonó mi celular. Era la tía Corazón.
– Hola, Charles – me dijo – ¿working?
– Sí, working, tía – le contesté – siempre working como un animal.
– Ja, ja, no me hagás reír.
Conversamos durante un rato. Cuando corté la comunicación, me cebé el último mate. La monjita alzó la vista y me parece que me reconoció. Así que bueno, no me quedaba otra. Salí de atrás de mi escondite y me puse a silbar. Después me metí la mano en el bolsillo haciendo como que me masajeaba el muñeco. Como si quisiera explicarle a aquella monjita de morondanga cómo se hacía bien la cosa, ¿ves, idiota? Así se masajea, así, así, ¿te das cuenta, pelandruna? Cerré los ojos. En realidad no estaba teniendo fantasías sexuales. Lo que estaba haciendo era imaginarme a mí mismo esperando el ciento ochenta y uno en la plazoleta de Lucas Obes y Joaquín Suárez. Allí, en el corazón del Prado, me sentí envuelto por el aroma de la garrapiñada del puestito del vasco Oliarraga y creí escuchar el repiqueteo de las lonjas del Cuareim que llegaba desde Palermo. También me imaginé que saboreaba uno de los choripanes de doña Franca y que veía bailar las burbujas del arroyo Miguelete y que oía los maullidos de los gatos de la escollera Sarandí. Artigas proclamaba ¡clemencia para los vencidos!, el vasco Cea gritaba ¡tuya, Héctor!, Vázquez exclamaba ¡festejen, uruguayos, festejen!, Benedetti voceaba ¡no te salves!, el Canario Luna entonaba ¡me vooooyyy! y la tía Corazón asomaba su cabeza llena de ruleros por entre las nubes y anunciaba:
– ¡Títaim, Charles!
Ahí llegué al clímax. Pegué un gritito de placer.
La monjita me miró disgustada. Se persignó y murmuró:
– Fucking pervert.
La vejentud
Me tomé la pastilla de warfarina recordando la cara de incomodidad que había puesto el doctor Chaudri cuando le había dicho que quería volar a Madrid.
– Pero mujer, ¿está segura de lo que va a hacer? – me había preguntado.
Él no quería que yo me subiera a un avión. La presión alta, la diabetes, el riesgo de trombosis, la artritis y, en fin, la vejentud. Sí, ya sé que no se dice vejentud, se dice vejez. Yo también fui a la escuela. Pero me cuesta pronunciar esa palabra, qué quieren que les diga. Vejentud, en cambio, suena parecido a juventud. Duele menos.
La musiquita de la cabina se interrumpió y se escuchó la voz del capitán anunciando buen tiempo para el vuelo y una duración aproximada de doce horas. Pasó la azafata controlando que todos tuviéramos los cinturones de seguridad ajustados y yo pensé en el discurso que le tenía preparado a Sánchez, pobrecito Sánchez, tan enamorado de mí y yo un poquito también de él, la verdad, pero bueno. Procuré relajarme, me encomendé a Santa Quiteria y me dormí.
Sánchez tenía una papada que me causaba gracia. Y un bigotito que no aparecía en las fotos que me había mandado por Solera Dating. Pero en aquel café de la glorieta de Embajadores, el gordito simpático encajaba perfectamente en lo que yo me suponía que era un ambiente típicamente madrileño. La manera campechana en que se comunicaba con los camareros, la familiaridad con que se dirigía a los demás parroquianos, el aire de comodidad que exhalaba toda su figura. A mí se me contagiaba esa placidez y me llevé a la boca un bocado de mi ración de mondongo.
– Callos – me corrigió Sánchez, – aquí se llaman callos.
– ¿Callos? Tengo una prima que es podóloga – le contesté como una boba, por asociación de ideas. Yo era así. Asociaba ideas.
Sánchez me miró raro y después calibró mi escote. Lo calibró muy descaradamente. Yo me di cuenta y casi me atraganto. Me pregunté si no le habría atacado de repente el síndrome del macho ibérico. ¿Querría pasar a los hechos lo antes posible? Me lo imaginé acercándoseme con sus carnes fofas en mi habitación del Hotel del Pez y susurrándome al oído que me quitara las bragas, maja, que lo íbamos a pasar de puta madre. Pero yo tenía otros planes. Me encogí de hombros como si quisiera disminuir el perímetro de mi busto y me aclaré la garganta. Iba a hablar. Levanté la vista y noté que Sánchez había notado mi incomodidad.
– Lo nuestro no va a funcionar – le dije.
Sánchez tomó un trago de vino y se me quedó mirando como si no me hubiera entendido.
– ¿Lo nuestro? Pero si lo nuestro aún ni ha empezado, Gatita.
Gatita. Ese era mi seudónimo en Solera Dating. Fíjense qué guaranga. A mis setenta y nueve años.Traté de acordarme del discurso que le tenía preparado. Me fue imposible. No sabía ni cómo empezar. Los ojos se me llenaron de lágrimas y bajé la vista. Vi el mondongo a medio comer y pensé que me iba a morir ahí mismo de pena y de vergüenza.
– A ver, Gatita, si te entiendo – oí que me decía Sánchez. – ¿Has volado doce horas sobre el Atlántico desde Montevideo hasta este bar de Madrid solo para decirme que lo nuestro no va a funcionar? ¿Te has tomado toda esa molestia tan solo para decírmelo personalmente?
Me pareció que estaba un poco conmovido. Yo seguía con la vista puesta en la cazuela de barro de mi ración de mondongo. Había un pedazo de chorizo y otro de morcilla. Mmm.
– Pero ¿no podrías habérmelo dicho por internet, Gatita? Mira tú que venir hasta aquí tan solo para darme calabazas, vaya mujer, por Dios.
– En Uruguay decimos zapallos – le dije.
– Bueno. Has venido hasta aquí solo para darme zapallos, entonces.
Me reí. Qué otra cosa podía hacer. Sánchez era gracioso. Yo ya lo sabía. Y un poquito lo quería, la verdad, como les dije anteriormente.
Después me miró con ojos preocupados y me dijo:
– ¿No será que estás nerviosa y muy cansada por el viaje, Gatita? Mira, hazme un favor, bébete una taza de té de tila y ya verás que quedarás como nueva.
No quería decirle que en el Uruguay a la tila le decíamos tilo. No quería ser pesada.
– En Uruguay decimos tilo – le dije. Contradictoria de mí.
Después no me aguanté más y pinché el pedazo de chorizo con el tenedor. Mmm. Mientras masticaba, comprendí que tendría que explicarme mejor.
– No quería lastimarte, Sánchez. Quería decírtelo en persona. Para que el golpe no fuera tan fuerte.
Y le conté que hacía dos semanas había conocido al padre viudo del doctor Chaudri. El viejito estaba podando los abetos enanos del jardín de la casa de su hijo cuando pasé por su lado camino a la consulta. De pronto me miró, me señaló con las tijeras de podar y me dijo pero qué pedazo de orto que tenés, locomotora vieja. Yo lo miré sin entender y él se disculpó enseguida y me aclaró que no era él el que hablaba. El que hablaba era el síndrome de Gilles de la Tourette. Antes de que yo pudiera reaccionar, agregó que me cogería por todos los agujeros que yo tuviera disponibles. Ni tiempo me dio a sorprenderme porque enseguida elevó las manos al cielo en un ademán de disculpa. El doctor Chaudri nos vio por la ventana y vino apresurado hacia nosotros gritando papá, papá, te olvidaste de tomar la flufenazina y le pasó una pastilla que el viejo se mandó en seco sin chistar. Después el doctor me tomó del hombro y me acompañó hasta la puerta del consultorio.
– Tiene que disculparlo si es que le dijo alguna grosería – me dijo.
Miré a Sánchez y suspiré. Sánchez me miró como instándome a que continuara con mi relato.
– Al otro día el viejo Chaudri se me apareció en casa con un ramo de flores y me ofreció sus más sentidas excusas – continué. – Yo lo hice pasar y a partir de ahí nos hicimos inseparables. Fueron solo quince días, ya sé, pero a partir del primer momento sentí, o mejor dicho, supe, que estaba enamorada de él. Es muy olvidadizo el viejito, ¿sabés? Nunca se acuerda de tomarse la flufenazina. Entonces empieza a decirme barbaridades.
Después bajé la vista y agregué casi como en un susurro que en realidad a mí me encantaba que me dijera barbaridades. Una ola de rubor se me subió por las mejillas. Lo sé porque Sánchez me miró con ojos muy tiernos y empezó a atusarse las puntas del bigotito. Yo pinché el pedazo de morcilla que me quedaba en la cazuela y después rebañé el resto de la salsa con una rodaja de pan. Los callos a la madrileña eran un manjar del cielo.
– Pues mira tú por dónde, Gatita. Yo también me he olvidado esta mañana de tomarme la flufenazina. ¿No te apetecería, zorra de mierda, acariciarme la polla? – dijo Sánchez, profiriendo una carcajada que reverberó por toda la Ronda de Atocha.
– ¿Polla? Mi prima trabaja en una granja avícola – le contesté.
Ya saben. Asociación de ideas.
Sánchez sacó un pañuelo de su bolsillo y se dio unos toquecitos en los ojos para secarse las lágrimas de la risa. Después se repuso, me miró extrañado y me preguntó:
– ¿Pero no era que tu prima era podóloga?
– Tengo muchas primas, Sánchez. Trece, para ser exacta. Siete de ellas todavía con vida.
Durante el vuelo de regreso a Montevideo me preguntaba cómo me iba a recibir el viejito Chaudri. Yo no le había contado la razón de mi viaje a Madrid. Él tampoco me había preguntado nada. Me estaba esperando en el aeropuerto y allí mismo nos abrazamos y nos besamos como si fuéramos noviecitos quinceañeros. Nos sentamos en el McCafe y él me miró con una pasión tal que yo deseé que me dijera una barbaridad. Pero en vez de eso elevó su capuchino con gesto muy solemne y me dijo:
– Brindo por nuestro amor, querida. Y rememoro aquí las palabras de aquel poeta franco, iracundo y sanducero que decía… natural es que luchemos por un mundo mejor... con la fuerza que nos da...
– ¡...la vejentuuud... la vejentuuud...! – cantamos a coro.
Modibo
Derrotar al silencio y a la quietud. Hacer que los robles vuelvan a hablar, que la brisa traiga la melodía de los balafones de Yasumukro. Modibo con su bolsa de arpillera al hombro va esparciendo semillas de algodón sobre los surcos y lo mismo hacen sus compañeros. Van agobiados por la muerte súbita de la música. El gobernador prohibió los tambores y los cánticos. Prohibió la alegría de las voces esclavas porque pueden llevar mensajes de insurrección. El sol se había pintado de verde en el cielo de Virginia y Nat Turner, el cautivo que leía la Biblia, se había fugado a los montes y había degollado a cincuenta y cinco blancos. Por eso ahora Modibo y los suyos no levantan la voz. No pueden. No se atreven. Esparcen semillas. Llevan en las espaldas las marcas del látigo del caporal. Todavía escuecen. Pero aun así hay que derrotar al silencio. Hay que hacer que renazca el bullicio, que vuelva el gbofe de los tagbanos a estremecer el aire de Jetersville, que Babalú Ayé, el viejo cojo, regrese del otro mundo con sus melodías de madera béné. Esta vida de sumisión no se aguanta sin gargantas alegres y tamtames que entibien la sangre.
De noche en las barracas el silencio hace estragos. Los hombres se sientan frente a la hoguera y rememoran cosas de un tiempo de sabanas y de elefantes y de abubillas de tres sílabas. Había habido una época de libertad, cuentan los más veteranos, en un país al otro lado del agua grande donde los duendes vivían en las flores y las piedras tenían alma. Se cantaba de sol a luna y la música no se moría nunca porque era un águila coronada que abarcaba todo el cielo. Las voces eran las dueñas del aire. Pero aquí, en el único mundo que él conoce, Modibo, acuclillado ante el fuego, siente que ni siquiera es dueño del oxígeno que respira. Hay una melodía en su corazón, pero tiene que encadenársela al pecho. La alegría se le muere en los pulmones. De pronto un pie le toca la espalda. Modibo se vuelve y ve a Patty que le está sonriendo con esos belfos de bosquimana que lo enloquecen. Patty le vuelve a poner el pie pero esta vez es en el pecho y lo tumba. Modibo cae hacia atrás y se levanta enseguida como un resorte. Corre detrás de ella y los dos se pierden en la oscuridad. A Modibo le cuesta alcanzarla porque Patty calza ojotas de cuero crudo y vuela como una gacela. El muchacho se detiene de pronto aguzando los sentidos. Algo lo empuja por la espalda y vuelve a caer. Se da vuelta rápidamente y siente los pies de Patty apoyados en su pecho. La muchacha se ríe y alza sus brazos a la luna como ofrendándole la presa que tiene sujeta contra la tierra. Entonces Modibo, con velocidad de pantera, la toma de los tobillos y esta vez es Patty la que cae. Pero la muchacha se levanta enseguida, sale corriendo y vuelve a perderse en la oscuridad. Modibo se queda sentado en el suelo. Tiene en las manos un par de ojotas.
El sol vuelve a salir. Ya no es verde sino del color de la gualda. Los hombres se dirigen al campo, silenciosos. Modibo se aparta de ellos y se acerca a la ventana de Patty. Esta se ríe sorprendida al ver el chaquetón de bayeta y el sombrero de copa de cartón que gasta el muchacho. Modibo sube los tres escalones de madera del porche y allí, sobre las tablas empieza a moverse cadenciosamente. Se balancea como un títere y Patty se sobresalta al escuchar el tac tac que producen sus pies. Reconoce sus ojotas. Modibo le puso pequeñas piedras a las suelas y las sujetó con pedazos de jerga. El gobernador no puede haber prohibido eso. Y resuenan rítmicamente. Modibo baila y baila y las mujeres se asoman a verlo. Pero él solo tiene ojos para Patty. Y Patty entiende los mensajes del tac tac. Modibo va y viene bajo el alero del porche y el tac tac se multiplica en una avalancha de ritmo. Entonces milagrosamente los robles vuelven a hablar y la brisa trae otra vez la melodía de los balafones de Yasumukro.
Morrones rojos
– ¿Y los morrones rojos? No veo morrones rojos por ningún lado – dijo Paula, removiendo la lasaña con el tenedor.
Yo, por mi parte, bajé la mirada y seguí masticando. No le dije nada. Agarré la botella de Legón de Ribera del Duero e iba a preguntarle si quería que le rellenase el vaso. Pero no me dio la oportunidad.
Siguió estudiando la lasaña.
– A ver, a ver, fijémonos bien, no nos equivoquemos, no nos equivoquemos, morrón verde tiene esta lasaña, cebolla tiene, ajo tiene, salsa blanca tiene...carne picada tiene... – siguió murmurando mientras escarbaba en el plato – pero ¿morrón rojo?, no veo ningún morrón rojo... morrón rooojoo, morrón rooojoo...iuju, iuju, ¿dónde te has metido, querido y adorado morroncito rojo? ¿Te habrás esfumado? ¿Estarás por aquí? No. Por aquí no estás. ¿Estarás por acá? Tampoco. ¿O será que me he vuelto daltónica de pronto y por eso no te veo?
Estaba acostumbrado a las ironías de Paula. La miré sin hacer ningún comentario.
– Tan típico vos – me dijo.
– ¿Tan típico yo? – le pregunté.
Hizo un gesto abarcando la mesa.
– Mirá la mesa que pusiste, Taibo. Exquisita. Perfecta. La ensalada, una maravilla. Los pancitos de grano integral recién salidos del horno, el vino Legón...
La miré con ojos de agradecimiento. Me sentí reconocido.
– Y además te acordaste de colocar un clavel blanco en el florero. Y de prender dos velas aromáticas.
– Y de poner las servilletas blancas de algodón con nuestras iniciales bordadas en hilo de oro – agregué, para sumarme méritos.
– Pero Taibo, decime una cosa.
– Sí, Paula.
Apoyó los codos sobre la mesa. Yo me agarré del mantel.
Esperó unos instantes y después me dijo:
– ¿Por qué echás siempre todo a perder? ¿Qué te costaba acordarte de ponerle morrón rojo a la lasaña? Siempre estás cerca de la perfección en todo lo que hacés, Taibo, cerca, muy cerca. Pero llegado el momento de la verdad, fallás, siempre fallás. Y no creo que lo hagas a propósito. No creo que lo hagas solo para joderme.
Y después de un silencio:
– ¿O sí?
Puse cara de culpable.
Dije que no con la cabeza.
Revolví en mi propio plato buscando algún pedacito perdido de morrón rojo. Me entró la desesperación.
– Hacés todo bien, Taibo. Pero siempre se te escapa un detalle. Y todo tu esfuerzo se viene abajo.
– Soy imperfecto – reconocí.
Se incorporó, vino hacia mí, le pegó una patada a mi silla y me fui al suelo. Luego se me sentó en la cara y me ordenó chupar, chupar y chupar hasta que no ardieran las velas. Me jodí, pensé, porque las velas eran de parafina líquida y tenían para rato. Me empezó a faltar el aire. Justo antes de morir asfixiado, se incorporó y me preguntó:
– ¿Qué hiciste de postre?
Parque Bellán
Trenzas está sorda, tiene artrosis, moquillo, sarna y parásitos. La señora Guzmán, en cambio, goza de buena salud aunque a veces se queja de que la fibromialgia le perturba el sueño. Yo, qué quieren que les diga, a mis setenta y cuatro añitos, también tengo mis nanas, pero entre los tres lo pasamos muy bien en estas tardes de domingo en el parque Bellán. El amor en la setentena, ya se sabe, anda despacio y por la sombra, pero anda. Se sirve de bastones y de andadores y a veces hasta de la mano gentil de algún jovenzuelo custodio de débiles, pero siente, sufre y se deleita como el que más. El amor no tiene edad. Es eterno como la bombilla del mate.
Cuando llueve, desplegamos el enorme paraguas de la Maison Antoine que yo todavía conservo de los tiempos en que jugaba al golf en el club del Cerro. Agachaditos los tres debajo de esa pieza de museo de seda laqueada y mango de ébano, miramos pasar el mundo en desbandada. La señora Guzmán entonces ceba otro mate y Trenzas apoya la cabeza en mi rodilla mientras yo le paso pedazos de torta frita. Somos una Debbie Reynolds, un Gene Kelly y una Lassie muy venidos a menos en este Montevideo agobiado por la nueva ola y el colegiado blanco de Martín Echegoyen.
Cuando hace buen tiempo y el pampero limpia el aire de los sulfuros que llegan de La Teja, la señora Guzmán ataca su labor de croché y yo me voy a dar un paseíto con Trenzas. Llegamos como siempre hasta el murito que da a Agraciada. Pero esta tarde, la perra, en vez de ponerse a husmear como siempre, eleva la cabeza y me mira. Me imagino que quiere otro pedazo de torta frita. Pero no. Cuando le alargo uno, me doy cuenta de que le está pasando algo. Se me queda durita, mirándome, sin reaccionar. Me agacho, le acaricio las orejas y le digo:
– Trenzas, no te me vayas a morir ahora, no me jodas. No es momento.
Recojo a la pequinesa en mis brazos y vuelvo lo más rápido posible hasta el banquito donde está sentada la señora Guzmán. Esta, al verme, recoge inmediatamente sus bártulos, mira a la perra sin decir nada y luego me observa como haciéndome una pregunta que no sé contestar.
Caminamos hasta la casita de la calle India Muerta, esa que está pintada de azul y tiene un salón de belleza al frente. Pongo a Trenzas con mucho cuidado en su pequeña cucha revestida de franela y luego le acerco su platito de miel, su bol de avena cocida y el recipiente con agua fresca. La perra me mira hacer con su cabeza apoyada en el borde de mimbre. Me imagino que es su manera de darme las gracias. Después cierra los ojos. Hay olor a lavanda en el aire. La señora Guzmán la observa desde el sofá en el que todas las semanas, de martes a sábado, se sientan sus clientas mientras esperan el turno. Yo me ubico junto a ella y le tomo la mano. Juego con sus pulseras, sus venitas azules y sus uñas esmaltadas de violeta. Pero ella no le quita los ojos de encima a la perra. Trenzas continúa inmóvil. La muerte está rondando entre los secadores y los frascos de champú. La señora Guzmán y yo la vemos. Es una vieja. Tiene artrosis, moquillo, sarna y parásitos.
Me sorprendo un poco cuando la señora Guzmán reclina su cabeza sobre mi hombro. Nuestro romance hasta ahora solo ha tenido el poco contacto físico que admiten las buenas costumbres. Un beso de saludo, otro de despedida y el acostumbrado tomarse de las manos. Nada más. Por eso ahora su cabeza sobre mi hombro me llena de incertidumbre. Siento un cosquilleo en el alma. Es como una especie de ternura. Entonces, con mucha dificultad, le planto un beso tangencial sobre la frente. Ella me abraza y yo me siento abrumado. Se me vuelcan encima todos sus aromas de mujer. La dulzura ocre de sus polvos faciales, el efluvio residual del chocolate con el que mal acostumbra a sus nietos y también el de los caramelos que guarda en pequeños estuches de loza esmaltada en un cajón del neceser. Vuelvo a besarla pero esta vez le busco la boca y ahí me doy cuenta de que ella, aunque responde a mis arrumacos, sigue sin sacarle los ojos de encima a la perra. Sin saber por qué, me incorporo. Voy hasta la mesita de cármica donde la señora dejó el mate y las tortas fritas. Tomo una de estas y la parto en pequeños pedazos. Luego los despliego frente a la cucha de Trenzas. Retiro la miel y la avena. No sé bien lo que estoy haciendo. A todo esto la perra continúa imperturbable en la misma posición en que la dejé cuando regresamos del parque. Parece que durmiera. La vieja que anda entre los secadores y los frascos de champú chasquea la lengua. Está ansiosa. No puede esperar. Se pone ruleros, da pasos de bailarina y se ríe con su boca sin dientes. Luego se rocía de aerosoles y juega con peines y tijeras. Parece no decidirse si llevarse a Trenzas o a uno de nosotros. La señora Guzmán y yo nos miramos como nunca lo habíamos hecho antes. Con una intensidad rarísima. De pronto vuelan los volados de su camisa y pegan elegantes volteretas por el aire perfumado. Mis gemelos, no sé cómo, aparecen esparcidos por el suelo. Hay un zapato de taco alto que rebota contra un zócalo y mi reloj de cadena se desencadena y se cae y se rompe y a mí no me importa. Un muslo con liga irrumpe frente a mis ojos y una sonrisa de labios muy rojos me recorre el antebrazo. Escucho suspiros que parecen ser las brisas marineras de la punta de Trouville. Se me desarma todo Montevideo, qué digo Montevideo, lo que se me desarma es todo el Uruguay y el país queda convertido inexplicablemente en un escombro de risas contenidas. Lo único que sobrevive del desastre es el faro de Punta Carretas. Mi faro de Punta Carretas. Se yergue, orgulloso, encendido. Quién lo iba a decir. Gracias a él, la señora Guzmán encuentra finalmente el rumbo que se le había perdido. La señora tiene todas las velas desplegadas y todas se dirigen hacia él. Toca tierra al fin en La Estacada y allí la recibo y le doy la bienvenida con setenta y cuatro salvas de cañón.
Después de una hora o de dos, o de quince minutos, o de una eternidad, sobreviene el silencio y en el salón de belleza solo se escuchan dos respiraciones. Son las de dos septuagenarios semidesnudos, abrazados sobre un sofá, con la vista puesta en una perra inmóvil en su cucha. Contra la pared hay una estantería con frascos y potes. A su lado un espejo gigante.
– ¿Te parece que se nos fue? – me pregunta la señora Guzmán con un suspiro tan profundo que me hace temblar.
Yo miro a Trenzas. Muy contra mi voluntad se me escapan de los ojos ciertas humedeces.
– No sé – miento. Porque sé.
– ¿Por qué le sacaste la miel y la avena?
– Porque es sabido que la torta frita tiene ciertas propiedades milagrosas que curan afecciones caninas – sigo mintiendo.
Y de pronto, alabado sea San Roque, parece que Trenzas presta oídos a la barbaridad que acabo de decir, porque se incorpora, se acerca a los pedazos de torta frita, los husmea y empieza a comerlos y a mover la cola. La vieja sin dientes que se había inclinado sobre ella, chasquea la lengua otra vez, visiblemente contrariada. Nos hace una reverencia media payasa a la señora Guzmán y a mí y después desaparece por el tragaluz.
Pepito
Yo lo llamo Pepito. Porque su nombre científico, Melanerpes Erythrocephalus, me parece demasiado aparatoso. Yo tampoco le exijo a él que me llame Homo Sapiens Erectus, ¿no? Porque de erectus no me queda nada y de sapiens muy poco. Así que lo llamo Pepito y ya está y él no me tiene que llamar de ninguna manera porque es pájaro y ni siquiera pío pío dice. Lo único que hace es pasarse todo el día picoteando la corteza de un árbol a ver si le toca en suerte alguna larva o algún gusano. Yo, sin ánimo de interrumpirlo, le hago preguntas filosóficas, como por ejemplo che, Pepito, ¿hasta qué punto tenés conciencia de ser pájaro? ¿O es que saberse a sí mismo un ser viviente es solo prerrogativa de nosotros, los humanos? Y él en vez de responderme, mueve esa cabecita roja que tiene y me mira y después vuelve a picotear y después me mira y después vuelve a picotear y después me mira y así ad nauseam. Cómo lo envidio. Si yo me atrevo a torcer un poco el pescuezo, me entra una tortícolis que ni te cuento.
Hay días en que el viento afloja, el aire se humedece adecuadamente y hay forraje a mansalva. Entonces llega Pepito en vuelo rasante y empieza a embuchar termitas, hormigas y escarabajos. Yo, estimulado por la alegría de su ingesta, le hinco el diente a mi sándwich de mortadela. Con la barriga llena se filosofa mejor, cualquiera sabe. Y además, como no solo de pan vive el hombre, me mando unos sorbos de café. A tres kilómetros de Haaksbergen, en la quietud del otoño y al arrullo de las aguas del Buurserbeek, cualquiera es Platón y cualquiera es Siddhartha. O Jaime Roos, si vamos al caso. Mientras tanto, allá arriba, en la cima de los robles, el sol juega a las escondidas. Hace ochocientos años que juega a las escondidas. Pestañeando a través del ramaje, seguro que vio pasar por aquí alguna vez a Julio César camino a Galia. Y también a Clodoveo cabalgando rumbo a Borgoña y a Bonifacio cargando con su cruz. Y a Guillermo el Taciturno escapándose de los tercios del rey Felipe. Porque este es un pedazo de Europa cargado de historia, ¿no te parece, Pepito? Tic toc, tic, toc. Esa es su respuesta. Inteligente. Honesta.
– ¿Hablando solo, como siempre? – me pregunta Lina, mientras se baja de la bicicleta, se sienta a mi lado y me sacude las migas de la rodilla.
– Estoy hablando con Pepito – le contesto.
– ¿Pepito?
– Sí. Pepito –. Y le señalo el pájaro carpintero.
Lo mira y dice:
– Ah, Pepito. Claro.
Me parece que no queda muy convencida.
– ¿Y de qué están hablando?
– De historia. Aunque normalmente hablamos de filosofía.
Se queda en silencio unos instantes y después dice:
– De historia y de filosofía.
– Sí. De historia y de filosofía. ¿Querés un poco de café?
Me contesta que sí con la cabeza y yo le sirvo del termo.
Pepito sigue picoteando la corteza del árbol. De pronto Lina me pone una pastilla en la boca y me pasa una botella de agua.
– Gracias – le digo.
– Lástima que Pepito no te haga recordar que tenés que tomarte tu lisinopril – dice, entre irónica y preocupada.
Hinchapelotas, mi nieta.
Fueron varios años de lo mismo. O sea de conversar con aquel pájaro carpintero. Y siempre era él, créanme. Pepito. Sí, ya sé. Hay miles de pájaros carpinteros en los bosques del este de Holanda. ¿Cómo podía estar seguro de que siempre se trataba de él? Les explico. Yo llegaba hasta aquel meandro del Buurserbeek y no pasaban más de dos minutos hasta que se aparecía. Era como si me hubiese estado esperando. ¿No era demasiada casualidad que fuera siempre el mismo árbol? ¿Y que siempre se apareciera a los dos minutos de mi llegada? ¿Y que no parara de picotear hasta que yo decidía levantarme y seguir mi camino?
Su tic toc, tic toc me encantaba. Yo, meta divagar acerca del fundamento de la existencia, del sentido del ser y de si la verdad era cognoscible. Y él respondiendo, como siempre, tic toc, tic toc. Tengan en cuenta que este viejo hipertenso se había malgastado la vida en ruedas de café y en ateneos literarios debatiendo el meollo de todas las cosas. Y había tenido que aguantar los circunloquios de los charlabaratas que te dejaban la materia gris convertida en piedra pómez. Pepito, en cambio, solo respondía tic toc, tic toc. Un campeón.
Esta mañana estoy sentado en el jardín del asilo de ancianos. Ahí está Lina otra vez. Ahora ya no me recuerda el lisinopril. Ya es demasiado tarde para eso. El derrame cerebral del año pasado me condenó a las muletas y a no poder hablar. Lina me acondiciona el cuello de la camisa, me peina y me deja un vaso de jugo de naranja en la mesita de vidrio. Tomo unos sorbos y me quedo observando la pajarera de madera que está clavada en uno de los robles. Me hago la ilusión de que un día va a venir Pepito a construir allí su nido. Y yo no le voy a poder hablar, qué macana. Ni siquiera le voy a poder decir tic toc, tic toc...
Tic toc, tic toc, tic toc, tic toc...
– ¡Abuelo! ¿Dijiste algo? ¡Te escuché! ¡Estás hablando! ¡Estás hablando!– exclama, de pronto, Lina.
Me despierto de la ensoñación.
– ¿Eh?
Suelta una risita nerviosa. Se lleva una mano a la boca.
– ¡Y ahora dijiste “eh”, dijiste “eh”!
Los ojos de Lina se llenan de lágrimas.
– No. Lo que me parece que dije fue tic toc, tic toc – la corrijo.
Se lleva otra vez la mano a la boca, cae de rodillas frente a mí y me abraza por la cintura.
Hinchapelotas, mi nieta.
Perspectiva
Vos tenés quince años y te enamorás. Paf. Sonaste. El cielo se te llena de un arco iris que va desde la esquina de Justicia y Hocquart hasta el golfo de Tonkín y te ponés a pegar saltitos como Neil Armstrong, solo que los saltitos no los pegás en la luna sino que los pegás detrás del arco de la cancha del Alto Perú y siempre hay un gil que te grita che, vo, nabo, ¿qué te pasa? ¿quién te creés que sos, el sapo Ruperto? Vos te enamorás y te parece que el sol es un farol a mantilla que se encendió el día en que ella te devolvió aquella mirada que le mandaste desde el balcón de la casa del Toto y entonces te das cuenta de que los quarks que componen los protones que componen los núcleos y que componen los átomos se hicieron solo para vos, porque vos sos el único que existe en La Comercial mientras que todo lo demás es pura ilusión, como un truco de magia del mago Ariel, pura irrealidad. Y entonces te ponés a pensar en los nabos que andan por ahí sin enamorarse, muertos en vida los infelices. Pero vos no, vos estás vivo y tenés tanto oxígeno en la sangre que te salen burbujitas por los agujeros de la nariz.
Vos tenés quince años y mientras el mundo se despierta con la mursimónica vos vas y te levantás del catre con un lanzallamas en los ojos, la boca hambrienta de rimas y de palabras con sabor a almíbar y a canela y las orejas como radares encendidos en dirección a Venus porque desde allí te llega una musiquita que te pone la piel de gallina y te carga la ametralladora de innumerables macaquitos con colita que quieren salir a comerse el universo y a llevarse por delante a la damisela aquella que te devolvió la mirada cuando vos la flechaste desde el balcón de la casa del Toto mientras este te decía che pajarón ¿a quién estás mirando, a la bobeta esa de la Verónica? Pero paf. Sonaste. Te enamoraste. El mundo empieza de nuevo, volvés a abrirte paso entre las paredes de un útero que dejó de ser tu casa y se convirtió en una prisión y dejás todo atrás para aventurarte en el país de las mil maravillas donde Luis Suárez te coloca un pase que te deja solo frente al arco y vos la metés adentro con un cabezazo sutil que hace estremecer a las multitudes y allí está Verónica en la tribuna gritando qué grande que sos guacho y una orquesta se pone a tocar Let It Be y el amor, el amor, el amor te hace más grande todavía y el arcángel Miguel te da un diploma de enamorado hasta los tuétanos y todo es nuevo, todo es hoy, todo es perfecto, todo es quince años, todo es no me toqués el calendario che gil que no quiero que me cambien la fecha de hoy ¿no ves que acabo de descubrir América, no ves que estoy escalando los volcanes de Júpiter, no ves que resolví la cuadratura del círculo?
Porque vos tenés quince años y la esperás a la Verónica justito debajo del balcón de la casa del Toto, mirando hacia arriba y asustándote un poco porque el encalado está medio resquebrajado y andá a saber si no se viene abajo en un de repente y entonces a la mierda vos y a la mierda todo. Pero te acordás de aquella mirada que le habías mandado el miércoles y que ella te había correspondido y que había desatado incendios en California y en los bosques de Tasmania y entonces se te calman los nervios. Mirás hacia la esquina del taller de reparación y recauchutaje de neumáticos y ahí se aparece ella, ella, la Verónica, mayúscula y pequeñita, con sus dos pechos impecables, su tiara de plástico, sus orejitas de diosa griega, bueno, ta, andá a saber vos cómo tenían las orejitas las diosas griegas y sus lentes de ratona de biblioteca. Viene y se te acerca y vos sentís que el corazón se te acelera, se te escapa del pecho y se pone a bailar la rumba en la acera de enfrente y ahora estás sin corazón y no sabés qué decirle. La Verónica se para enfrente tuyo, te da un beso en la mejilla y te pregunta que por qué te la quedaste mirando tan fijamente el miércoles. Y vos contestás ¿eh?, y ella te dice sí, el miércoles ¿te acordás?, no me sacabas los ojos de encima y yo pensando este muchacho me quiere decir algo y no se atreve. Y como a todo esto en la vereda de enfrente tu corazón sigue bailando la rumba, vos sacás coraje de algún lado, no sé, ponele que del páncreas, yo qué sé, y le decís me tenés loco, Verónica. Y entonces vas y le das un beso en la frente para empezar y después un pellizcón en la mejilla y después la abrazás fuerte, muy fuerte, tan fuerte que te metés en el cuerpo de ella y ahora los dos cuerpos forman uno solo, pero siguen siendo dos, lo que son las cosas, clarísimo ejemplo de la Santísima Dualidad, alabado sea el Señor. Porque lugar para el Espíritu Santo ahí no hay. Ese éter misterioso está en la acera de enfrente tomándose una Fanta con pajita mientras le habla bajito a tu corazón que ahora ya no baila más la rumba y huye y cruza la calle desesperado y se te vuelve a meter en el pecho que es el lugar que le corresponde y donde se siente más a gusto.
Ese domingo el Basáñez le había metido tres goles a nuestro querido Alto Perú. Detrás del arco, Verónica y yo nos matábamos a arrumacos.
– Qué desastre – llegué a murmurar con dificultad entre beso y beso. – Estamos perdiendo por goleada.
– Estamos ganando – contestó ella.
La miré sin entender.
– Estamos ganando 0 a 3 – me aclaró. – La propiedad conmutativa de los números naturales indica que el orden de los sumandos no altera el resultado. No hay nada linear ni en las matemáticas ni en la vida. Perder o ganar es una cuestión de perspectiva. Depende desde dónde empezás a contar.
Le tapé la boca con otro beso.
En ese momento el puntero del Basáñez nos encajó el cuarto gol de córner. Nos habíamos puesto 0 a 4 en el marcador, qué no ni no.
– Qué goleada que les estamos metiendo – le dije.
El amor no solamente me había hecho feliz. También me había dado perspectiva.
Sandunga
Otto me empujó hacia el centro de la sala de baile del Antro y yo, que venía medio mareado por el mojito de vodka, crucé tambaleando entre la gente. Iba inclinado con la cabeza hacia adelante, abriendo un surco entre la multitud. Después de unos tres o cuatro metros de desparramar gente hacia los costados, sentí que dos manos me sujetaban por los hombros y me devolvían a la verticalidad. Alcé la vista y quedé enfrentado a la Sandunga. Era bella la Sandunga. La Sandunga era una neoyorquina que estudiaba robótica en Chihuahua. Yo la veía todas las mañanas en el refectorio de la universidad. Lo mío era la germinación de mezcal, sotol y bacanora y lo de ella eran las ciencias y las matemáticas. La única conversación que tuvimos fue una vez que yo le dije hola y ella me contestó hola.
– Hola – le dije, tratando de reanudar la conversación de otrora.
Me pregunté si me habría escuchado. La música atronaba.
Sandunga me miró con cierta furia en los ojos. Después bajó los brazos, se inclinó levemente hacia adelante, dio dos pasos en mi dirección y empezó a bailar tap americano. Igualito que Eleanor Powell. Iba y venía por la sala de baile como una aparición de los años treinta cuando Elliot Ness te corría a los tiros por las calles de Chicago si te pescaba tomándote un whisky on the rocks. En un momento determinado se quedó quietecita, se puso una mano en la cintura y empezó a marcar el ritmo con el talón y la punta de uno de los zapatos. Clic, clac, clic, clac. Yo era salteño de Tartagal y estaba estudiando agronomía en México. Aquello me pareció un insulto a mis raíces argentinas, así que le respondí con un quebrado doble imaginándome que calzaba botas de potro y bombachas abotonadas en los tobillos. Di un paseíto a su alrededor saludándola con un chambergo imaginario. Ella dejó la pavadita esa de taconear con el zapato y empezó a girar sobre sí misma sin dejar de hacer clic, clac, clic, clac. Me pregunté cómo mierda haría eso. Le contesté con un doble quebrado con boleo, adornado por un estentóreo aijuna que me salió desde el fondo del alma y debe haber conmovido las rocas milenarias de los Andes. Después de algunos minutos notamos que la concurrencia nos había dado espacio para que prosiguiéramos aquella lucha a muerte, así que yo agarré envión, me mandé un zapateo reivindicador de la gloria de la pachamama y terminé hincando una rodilla en el suelo, sacando pecho como afrontando todos los vientos del mundo. Entonces la vi venir desde el lado de los baños tomando carrerita sin dejar de hacer clic, clac, clic, clac. Llegó hasta mí, pegó un salto impresionante apoyándose en mi rodilla y cayó por detrás mío totalmente abierta de piernas. Pensé cómo le debe haber quedado la cachucha, mi Dios. Se puso de pie enseguida como una tijera que vuelve a cerrarse y yo también pegué un saltito y quedé enfrentado a ella nuevamente pero esta vez hincando la otra rodilla. Sandunga volvió a correr hacia mí y yo le adiviné la intención y junté las dos manos para que apoyara el pie. Entonces se apoyó y voló por los aires en un salto mortal. Cayó grácilmente de pie, como los gatos. Se escucharon un par de aplausos timoratos al principio y luego otros y después otros hasta que aquello se convirtió en una ovación. Algunos idiotas, emocionados por el espectáculo, quisieron imitarnos mezclando tap americano con malambo pero no tenían ninguna gracia y abandonaron el intento enseguida. El hiphop que surgía de los parlantes les exigía retornar a las contorsiones de rigor. Entonces vi que Otto llegaba hasta mí y me daba el mojito de vodka que yo había dejado en la barra. La sala del Antro daba vueltas a mi alrededor. Mi cabeza era un remolino de Sandunga, malambo y zapatos que hacían clic, clac, clic, clac.
– ¿Viste lo que puede ocasionar un empujoncito dado en el momento justo? – me preguntó Otto.
Unos días después volví al Antro y mientras Otto sacudía su osamenta en la pista de baile, yo me acomodé en un taburete de la barra con mi mojito de vodka y procuré no pensar en nada. Tenía examen de sistemas de riego y optimización de recursos acuíferos al día siguiente así que esa noche necesitaba relajarme. Sabía cómo me funcionaba el marote. Y el marote, como ya me imaginaba, se me puso a pensar en Sandunga, por supuesto, la bella Sandunga, la neoyorquina con la cual tenía un diálogo pendiente en el que yo tenía dos holas en mi haber y ella solo uno.
– Hola – sentí a mis espaldas.
Era Sandunga.
Estábamos dos a dos.
Intenté decir algo para salir del empate pero Sandunga me puso la mano en la boca imponiéndome silencio. “Sí, ya sé, ahora te vas a poner a bailar tap americano”, pensé. Pero no. Elevó los dos brazos y juntó ambas manos allá arriba mientras me miraba con cierta extrañeza y empezó a bajar lentamente el derecho hasta que le quedó horizontal, mientras giraba sobre un solo pie. Después deslizó el otro sobre el suelo antes de lanzarlo al aire en un gracioso arabesco. A mí me pareció escuchar música de Chaikovski. Cuando me le acerqué, me sorprendió elevándose por los aires, para volver a pisar tierra y rebotar suavemente y luego dejar una rodilla suspendida en un ángulo de noventa grados. Antes de que se me escapara de nuevo, le pasé un brazo por detrás y le agarré firmemente la mano derecha mientras pensaba para mis adentros “ahora ya no te me escapás, Sandunga, ahora te voy a matar a cortes, a quebradas y a firuletes”. Sentí la voz de Alberto Castillo cantándome en el corazón y me convertí en un compadrito del novecientos. Arrastré a Sandunga a mi antojo por la sala del Antro sujetándola por la cintura en una caminata de canyengue que convirtió a Chihuahua en un conventillo del arrabal. Cuando le iba a encajar un beso machazo y feroz que le iba a arrancar toda la vida que llevaba por dentro, la Sandunga se arqueó hacia atrás y se me escapó de las manos con increíble delicadeza, como si se hubiera convertido en gelatina. Se alejó de mí y se mandó unos tres o cuatro trompos en el aire y empezó a dar vueltitas alrededor mío con saltitos de gacela. Terminó de perfil apoyándose en una pierna, mientras estiraba la otra hacia atrás. Otra vez sentí aires de Chaikoivski. Entonces la neoyorquina pegó media vuelta y desapareció entre la multitud. Recién ahí noté que la gente nos había hecho otra vez un espacio para el show y que ahora que había terminado, sonaban algunos aplausos. Sandunga y yo nos estábamos volviendo famosos en el Antro. De vuelta en la barra, con gesto de tanguero frustrado, retomé mi mojito de vodka y Otto se me acercó y me dijo:
– Ahora ya no necesitas empujoncito, che.
Otto era alemán. Ese “che” le salía muy forzado.
Al día siguiente la vi en el refectorio. Yo venía de haber dado mi examen y estaba muerto de nervios. Me pareció que había contestado correctamente todas las preguntas, pero en fin, sentía que tenía la responsabilidad de dejar bien en alto el honor de Tartagal y no estaba seguro de haberlo hecho bien. Sandunga manipulaba un pequeño robot que había al lado de su taza de café. Me senté frente a ella y le dije hola. Estábamos tres a dos. Sandunga no me contestó, con lo cual perdió su oportunidad de empatar. Lo que sí hizo fue preguntarme si tomaba mi café con azúcar. Le contesté, sorprendido, que sí. Entonces le dijo al robot go y este agarró un terrón del platito y lo depositó en mi taza. Antes de que yo pudiera decir o hacer algo, Sandunga me detuvo con un gesto de la mano y me dijo wait. Entonces el robot agarró la cucharita del café y me lo revolvió. A mí se me pusieron los ojos así de grandes y le dije, bastante confundido, gracias. Entonces el robot me contestó de nada.
– Le estoy hablando a Sandunga, no a vos – le dije al robot.
– Ah, perdón – me contestó este.
El casamiento se llevó a cabo este verano pasado en el Blue Note Jazz Club de Nueva York. Ofició de cura un robot cuántico que Sandunga había programado para la ocasión y se ve que tanto el quark de arriba como el quark de abajo se le habían atravesado porque en el sermón nos dijo cosas tales como que a Jesús no le gustaba que en el matrimonio faltara el vino y que había que acogerse a la gloria porque la gloria estaba rebuena, oh señor. Sandunga me apretó la mano y me murmuró que aún no había podido solucionar ciertos problemas de lenguaje cibernético relacionados con la sintaxis castellana.
– Sí. Se ve – le contesté yo.
Al finalizar la ceremonia, la Brooklyn Dixieland Jazz Band arrancó con sus banjos, sus trombones, sus trompetas y sus clarinetes y Sandunga empezó a bailar el charleston con mucho doblar de rodillas. El negro Benítez, a todo esto, al otro lado del pasillo, gritó ¡primerita! y mis compadres de Tartagal que habían llegado la noche anterior a Nueva York se afirmaron en sus guitarras y se lanzaron con una chacarera con bombo legüero y violín que me hizo vibrar la sangre. Saqué el pañuelito que tenía en el bolsillo interior del saco y empecé a revolearlo.
Y así nos encaminamos hacia la puerta que daba a la West 3rd Street, ella bailando charleston y yo chacarera. Nunca nos íbamos a poner de acuerdo.
World Post Incorporated
A través del gran ventanal puedo ver todas las instalaciones del depósito. Además, los seis monitores que rodean la consola me ofrecen una visión instantánea de cada rincón y de cada estantería. Con la yema de mi dedo maniobro los brazos articulados que retiran los paquetes de los anaqueles y los depositan en los carros automatizados. Puedo despachar de esta manera una tonelada de mercadería en menos de cinco minutos, en parte porque el software reconoce pedidos anteriores y ya sabe de antemano lo que tiene que hacer y en parte porque los nuevos robots next stage se mueven ahora con el doble de velocidad.
Si mi padre me viera en este momento se caería de espaldas. Fue en el año sesenta y uno del siglo pasado cuando me trajo aquí por primera vez. Me llevaba agarradito de la mano y como tiraba hacia arriba yo tenía que caminar con las puntitas de los pies. Avanzábamos por pasillos angostos evitando chocar con obreros de túnica azul que cargaban bártulos, cajas enormes y paquetes pesadísimos. Los más astutos acarreaban sus bultos sobre una carretilla. Había un par de operarios con afán modernista que se desplazaban en bicicleta. Iban haciendo equilibrio con envoltorios debajo del brazo y para completar el show cargaban con un fardo en la cabeza. Había que tener cuidado con esos bólidos zigzagueantes porque si no les prestabas atención, te llevaban por delante y ahí sí que la quedabas. Por aquel entonces la vida humana valía poco o por lo menos no tanto como ahora. Cada dos por tres se iba alguien al otro barrio aplastado por una estantería o terminaba en un hospital con una vértebra destruida. Entonces el depósito cerraba durante un par de días hasta que venía un inspector del ministerio a levantar un informe y después se seguía trabajando como si nada.
A las tres de la tarde había un recreo de quince minutos y se salía al patio a conversar y a tomar mate debajo del guayabo. Ese patio ya no existe. Ni la pausa existe. Como laburo yo solo, la dirección me permite ahora el lujo de merendar cuando me venga la gana. Pero en aquel entonces el recreo de las tres de la tarde era sagrado. Durante aquellos quince minutos de libertad se forjaban noviazgos, se discutía la sequía en Tacuarembó y la reforma agraria y se intercambiaban consejos sobre cómo evitar la picazón de la vinchuca. Aquel tiempo pasado fue mejor, continúan diciendo los fósiles que todavía se sientan en la plaza Zabala a desenhebrar recuerdos, pero mis recuerdos me desenhebran otras cosas, como por ejemplo el hambre que se sufría en casa a fin de mes o la cabeza ensangrentada de mi viejo cuando volvía de los enfrentamientos con los milicos durante la huelga del setenta y cuatro.
En el dos mil el depósito pasó a formar parte de World Post Incorporated y hoy en día se trabaja exclusivamente por internet. Somos tres. Además de quien les habla, está Jorge que es el que pasa el trapo por las instalaciones y Daracha en la recepción haciendo sebo. La pobre no tiene otra cosa que hacer que estar ahí sentada con una sonrisa perenne y la sagrada misión de decirle buenos días a algún trasnochado que se aparece por acá muy de vez en cuando. Pero hasta el dos mil éramos doscientos cincuenta en la plantilla. Doscientos cuarenta y siete volaron al seguro de paro. Un ahorro del noventa y ocho, coma ocho, por ciento. Impresionante. Todo un ejemplo de eficiencia. Yo me salvé del naufragio debido al máster en informática que había hecho en Massachusetts y porque me defendía bien en inglés. I'm a lucky man. Y, como ya les dije, también quedaron Jorge y Daracha. Con sus capacidades cognitivas disminuidas, como se dice ahora. Yo prefiero llamarlos gente buena. Jorge con su síndrome de Down. Y Daracha con su indolencia y su apatía y sus imprevisibles arranques de hiperactividad.
En una de mis pantallas veo a Jorge empujando su carro con cepillos, escobas y esponjas. Por encima de él, a una distancia segura, maniobro el robot prensil número dos. Le doy la orden de recoger los diez costales de cien kilos de harina de la estantería B17 y cargarlos en el carro H. Jorge se arrima peligrosamente a la estantería y se pone a pasar un trapo en los espacios que quedan entre los costales. El muchacho es un exquisito de la limpieza. Pero espero que se dé cuenta de la proximidad del robot. Por suerte eleva la vista a tiempo y lo ve. Menos mal. El robot empieza a cumplir su misión y va recogiendo los costales uno por uno y los deposita en el carro. Yo me reclino tranquilamente en mi sillón y cruzo las manos por detrás de la cabeza. Ya le di al enter y no tengo más nada que hacer. Veo en la pantalla que Jorge parece estarle hablando al robot. ¿Se habrá vuelto loco? De pronto se trepa a la estantería, empuja uno de los costales y este cae al suelo. Entonces se sienta en el lugar que queda libre y espera. El robot llega hasta Jorge, lo levanta delicadamente y lo deposita en el carro. Jorge parece reírse. No puede ser. Hago un zoom. Sí, efectivamente, se está riendo. El robot vuelve a tomarlo con la misma delicadeza de antes, lo eleva por los aires y lo ubica otra vez en la estantería. Repite esta operación cuatro, cinco, seis veces más. Yo muevo la yema de mi dedo frenéticamente sobre el panel y aprieto teclas aquí y allá pero no hay caso. Pierdo el control de la situación. Me desespero. Trato de comprender lo que está pasando. Sé que estos nuevos robots next stage tienen teóricamente la capacidad no solo de aprender sino también de tomar decisiones y de experimentar cosas nuevas. ¿Será eso lo que está pasando? ¿Se han puesto a jugar esos dos? ¿Se han convertido en dos chiquilines de escuela divirtiéndose a la hora del recreo? No salgo de mi estupor. Estoy tan ensimismado observando lo que está pasando en el depósito que no me doy cuenta de que Daracha entra en la sala de control, pasa por mi lado, me mira de costado como reprochándome algo y golpea el vidrio del ventanal con los nudillos. Luego agarra el micrófono y dice:
– A ver, un poco de orden allí abajo. Menos relajo y más laburo, che.
El robot vuelve a cargar costales de harina y Jorge a pasar el trapo.
Después Daracha me mira con un cierto rezongo en los ojos y me dice:
– González, te falta autoridad.
Cremona
Yo, en realidad, no tocaba el violín. Pero agarré el arco como si fuera Paganini e hice el solrelamisolre solrelamisolresolre que me había enseñado la señorita Valeria aquella tarde en que Bottinelli había venido a hablar al club de la Unión Blanca Democrática. Yo me había aburrido como loco durante la perorata pero me aguanté porque sabía que al final iban a repartir cocacolas. Al fondo del salón habían colgado una sábana en la que alguien había escrito: o gana la UBD o queda todo como está. Después, cuando terminó el acto y me tomé mi cocacola, el club pasó a ser lo que era siempre, o sea el garage donde la señorita Valeria daba clases de violín. Entonces fue que saqué el instrumento del estuche y ella me hizo cantar mentalmente la frase que estaba escrita en la sábana. Así era más fácil. De ese modo no tenía que pensar en compases de cuatro por cuatro y tampoco en blancas, en negras y en corcheas con puntillo. El arco iba y venía por las cuerdas y yo entonaba para mis adentros o gana la UBD o queda todo como está, o gana la UBD o queda todo como está... solrelamisolre solrelamisolresolre, solrelamisolre solrelamisolresolre...
Dicho sea de paso: ese año ganó la UBD y sin embargo todo quedó como estaba.
En fin, como les estaba diciendo, agarré el arco como si fuera Paganini, toqué esas notas y Albertina quedó impresionada. Desde el otro rincón de la tienda el hombre del corbatín colorado me miró y como yo sabía que él sabía, decidí no hacer el ridículo y no seguí. Me limité entonces a inspeccionar el arco como si estuviera calibrando su peso y su elasticidad. El violín era un Etinger de abeto y costaba su buena plata. Por supuesto que no lo iba a comprar. Pero meterse en una tienda de instrumentos musicales y ponerte a manosear violines era lo que se suponía que tenías que hacer cuando ibas a Cremona. Si no para qué mierda ibas a ir a Cremona. Mejor te quedabas en tu casa, que en aquel caso era una capanna a orillas del río Po que Albertina y yo habíamos alquilado para el ferragosto y donde no hacíamos otra cosa que freír panqueques y leernos mutuamente cosas de Proust y de Pío Baroja.
– Sos un Stradivarius – me dijo Albertina cuando salimos de la tienda y el sol de la Lombardía nos volvió a abofetear la cara.
– Ferme ta bouche – le contesté.
– ¿Por qué no te dedicaste a la música? Hubieras llegado muy lejos – insistió ella, con una risita malintencionada.
– Andá a cagar – le dije.
Caminamos por el Largo Boccaccino entre turistas y jubilados y al pasar por la catedral de Santa María Asunta vimos que en la explanada de acceso había un arreglo floral en forma de violín y que la gelateria Talamini, unos pasos más allá, ofrecía al caminante atribulado por la canícula una copa helada que se llamaba il violino di fragole. Por no irnos de Cremona sin desentonar, compramos un vibrador en forma de violín en una sex shop. Algo tenías que comprar.
– ¿Y esto por dónde se mete? – me preguntó Albertina mientras inspeccionaba el artilugio.
Yo lo agarré, lo palpé, lo apreté, lo estiré, lo aflojé, lo doblé y lo exprimí.
– Mejor preguntá por dónde no se mete – le contesté.
Después de unos quince minutos de paseo, no aguantamos más el calor y nos metimos en la iglesia de San Domenico. Pucha que se estaba a gusto allí dentro. Suspiré aliviado y Albertina rezó bajito credo nello spirito santo e la santa chiesa cattolica. Mi novia se había convertido. Lo que podía un poco de fresquito. Al pasar por la tercera capilla que estaba a la derecha de la nave principal, escuché un solrelamisolre solrelamisolresolre que me dejó perplejo. Miré a Albertina pero me di cuenta enseguida de que ella no había escuchado nada. Me acerqué a la capilla y me pareció que la musiquita aquella procedía del sepulcro de mármol que había detrás de la reja. Sobre la lápida leí esta inscripción: Qui dorme in pace Bottinelli. Y debajo, entre comillas, como si hubiera sido la divisa de su vida, decía: O vince la UBD o resta tutto come sta.
Se me erizaron los pelos de la nuca.
Albertina se acercó y se detuvo a mi lado.
– ¿Quién era Bottinelli? – le pregunté.
– ¿Bottinelli?
Observó el sepulcro y me contestó: – Ah. Ese. Ese Bottinelli. Fue uno de los primeros domínicos de esta región. Los domínicos eran frailes mendicantes.
Después de un silencio, agregó:
– Fue el fundador de la Unione Biblica Dominicana.
Me la quedé mirando.
– La UBD – me aclaró, como si no la hubiera entendido. Y me señaló la inscripción del sepulcro. – ¿Capisci?
Luego agregó:
– Bottinelli quería reformar la congregación.
– ¿Y le fue bien con la tal UBD? – pregunté, con un hilito de voz.
– Al principio sí. Pero después quedó todo como estaba.
El alcornoque de Cupido
Sucedió en la esquina de Costa Rica y Mones Roses. El alcornoque de Cupido estaba trepado a un alcornoque y cuando pasé me tiró con un ladrillo. Normalmente tiraba flechas desde una nubecita que pasaba por ahí y sus víctimas se ponían a correr contentas de la vida cantando cosas como la felicidad ja, ja, ja, ja, de sentir amor, o, o, o, or, o alguna estupidez parecida. Pero a mí no. A mí va y me tira con un ladrillo. Me noqueó, se bajó del árbol con sus alitas y empezó la cuenta de los diez segundos reglamentarios...uan, tu, tri...dando golpecitos en la vereda con la palma de la mano. Por suerte abrí los ojos antes de que me gritara ¡out! Cuando me incorporé sentí que el aroma a leña quemada de Carrasco se me metía en el alma. Mis quince años estaban enamorados hasta el tuétano, pero enamorados ¿de quién? Miré para el lado de Avenida Italia y vi a un heladero de la Kasdorf. No, no podía ser. Un perro me ladró y quedé enfrentado a sus ojitos que me miraban con intensidad. No. Descartado. Un tipo que estaba regando su jardín y cuya remera no llegaba a tapar su voluminosa panza me observó sosteniendo la manguera. No gracias. Entonces vi que para el lado de Rivera iba Cupido a los saltitos. Inconfundible gracias a sus dos alitas. Salí corriendo detrás de él con la intención de preguntarle de quién debía enamorarme. Recién lo alcancé frente a las canchas de tenis cuando intentaba subirse a un 142. Lo agarré de un ala y me quedé con el ala en la mano. Lo vi alejarse en el ómnibus para el lado de Malvín y yo me quedé en la parada rascándome la cabeza.
Debo de haberme quedado dormido no sé cuántas horas porque ya era de noche cuando lo vi bajarse de otro 142 en la acera de enfrente, cruzar la calle y venir hacia mí. Se sentó a mi lado y le di el ala. Lo ayudé a ponérsela. Fue fácil. Tenía una ranurita en el omóplato.
– ¿Y? ¿De quién me enamoro? – le pregunté.
– De quien quieras.
– ¿Por qué me tiraste con un ladrillo?
Me dio un beso en la mejilla. Después me dio otro en la otra mejilla. Entonces me preguntó:
– ¿No tenés más mejillas?
– Tenía, pero solo me quedan dos.
– Entonces te doy un beso en la nariz.
– Dale.
Me dio un beso en la nariz y me dijo:
– Vení.
Y me llevó hasta el edificio de la Conaprole. Entramos y vi a una mujer hermosísima sentada a una mesa tomándose un vascolet con pajita.
–- Che, te presento a Luis – le dijo Cupido.
La mujer tenía una cabellera rubia brillante. Estaba desnuda y no tenía brazos. Viendo mi cara de sorpresa, me aclaró:
– Soy Venus. La madre de este payaso.
Y me indicó a Cupido con la cabeza.
– ¿Venus Afrodita? – le pregunté, mandándome la parte de que estaba al tanto de esas cosas de la mitología.
– No.
– ¿Venus de Milo? – deduje, acordándome de su condición de amputada.
– No.Venus Peralta – me corrigió.
Me observó con curiosidad. Me revolvió los cabellos con la nariz hasta dar con el chichón que me había ocasionado el ladrillazo del nabo de su hijo. Me lo estudió y dijo:
– Mmm. Este amor es del bueno. Te va a durar toda la vida. Pero vas a tener que esperar un poquito.
Entonces Cupido me tironeó del brazo y me llevó hasta una casa que estaba en la calle Fedra. Una lámpara colgada del alero iluminaba a una chiquilina de unos trece años que estaba sentada en el escalón de la puerta. Al lado suyo había una mujer pelirroja y un tipo que llevaba bombachas criollas. El hombre miraba por un telescopio mientras cantaba una canción en italiano.
– ¿Y? – le pregunté a Cupido. – ¿Qué pito toco yo acá?
El loco me puso un dedo en el chichón y me dijo:
– Volvé dentro de seis años.
Seis años después el chichón me empezó a doler. Yo ya me había olvidado del ladrillazo pero por alguna razón mágica que tal vez solo Venus Peralta y su hijo conocían, mis piecitos me llevaron hasta aquella casa. La imagen era la misma de antes. Ahí estaba la pelirroja y el tipo de las bombachas. Pero la niña ya había crecido y se había convertido en la mujer más bella del planeta. Cuando me vio, se ve que a ella también le entró el amor porque se puso a cantar dodomimirefalamisolfafamido.
Yo me le acerqué y no sé de dónde saqué el coraje para preguntarle:
– ¿Querés ser mi novia?
El comité
Me bajaba del ciento cuarenta y tres a las siete de la tarde y los botijas y Paperas venían corriendo a recibirme. Noelia me abrazaba, Leandro me tiraba del saco y Pimpollo me pedía upa. Natalia nos observaba desde el portón.
A Noelia le pusimos un aparato ortopédico cuando cumplió siete años. De esa manera le corregimos el pie zambo. Pero ahora Leandro y Pimpollo tenían que agarrar más empuje para mantenerse a la par. El que empezó a retrasarse fue Paperas, que según el veterinario tenía un gusano en el corazón.
El comité de bienvenida se hizo famoso. El guarda del ciento cuarenta y tres decía “...ahí vienen los botijas..” cuando el ómnibus se acercaba a la parada. Los pasajeros se sonreían. Entre ellos Martínez, el peluquero, que volvía a su casa de Florencio Varela para el almuerzo.
Pero pasaron los años. Noelia empezó a ir al gimnasio para aprender a caminar derecha. Sino, nunca iba a encontrar novio, decía. A Leandro le salió el bigote y me hablaba poco y nada. Pimpollo comenzó a disfrazarse con trapos de colores.
Un día ya no hubo más comité. Solo quedó Natalia esperándome junto al portón. Con su sonrisa de siempre. La de Natalie Wood. La que se lavaba con jabón Lux.
Hoy cumplo sesenta y dos pirulos. A pesar de ciertas manías de viejo, la cabeza me sigue funcionando bastante bien. La única macana es que la osteoporosis me jodió las piernas y me condenó a la silla de ruedas. Por suerte tengo a Natalia, que si no. Acaba de hornear la torta de nuez que me gusta tanto y la pone en medio de la mesa. Empiezo muy ceremoniosamente a cortar las porciones. Las deposito en los platos que me va alcanzando. Una es para Noelia, que vive en Estocolmo y es enfermera en el hospital de San Göran. Otra para Leandro que trabaja en el casino de Paysandú. Y la tercera es para Pimpollo, que es modista en Porto Alegre. Natalia pone los platos simbólicamente frente a las sillas vacías y me dice:
– ¡Feliz cumpleaños, Magariños!
– Te amaré por siempre, Natalia – le contesto.
El aire huele a jabón Lux.
Luego salimos al jardín. Hace un sol precioso. Un ciento cuarenta y tres se acerca a la parada de Comodoro Coe. Veo que Noelia se baja, seguida por Leandro y después por Pimpollo. No puede ser. Corren hacia nosotros. Noelia lleva la delantera a pesar de su renguera. Llega hasta el jardín y me abraza. Luego viene Leandro y me tira del saco. Pimpollo me pide upa. Qué guarangos. Entonces los tres cuarentones inesperados me rodean y me cantan el cumpleaños feliz. Desafinan una barbaridad. Debe ser por eso que Natalia llora. Paperas nos ladra desde una nube, contentazo de ver cómo crecieron los botijas.
El fuego de la pasión
Me aposté con Juan Carlos detrás de las gardenias del jardín de los Koning. Me había pintado rayas negras sobre la nariz pero tuve que borrármelas porque a Juan Carlos le parecían una estupidez. Yo quería ser un indio del Amazonas. Un campeón de la cerbatana. Pero Juan Carlos me dijo que me dejara de joder. Después sopló delicadamente el tubo de la birome que le habíamos robado a Cariño. A continuación, con gesto de experto, se lo llevó a la altura de los ojos para inspeccionarlo por el lado de adentro.
– Cualquier basurita puede afectar la trayectoria del proyectil – me explicó con voz que quería parecerse a la del maestro Zubillaga.
Yo tenía las arvejas prontas en un calcetín que me había anudado al cinturón. Me pregunté cuántas de ellas darían en el blanco y si cambiarían la historia del mundo. Me imaginé los títulos de los diarios del día siguiente: Arvejazo Criminal, Arveja Causa Pánico en Montevideo, Gobierno Prohíbe Arvejas, Arvejas: ¿Amenaza Mundial?
La gente se agolpaba en la acera dificultándonos la visual. Un agente de policía se asomó de pronto por encima de las gardenias y a mí se me heló la sangre. Nos miró y nos preguntó si estábamos jugando a las escondidas. Juan Carlos ocultó rápidamente el tubo de la birome en la manga del pulóver y le contestó que sí con la cabeza. Yo tuve un momento de debilidad y casi me meo encima. Me faltó muy poco para levantar los brazos en señal de rendición, entregarle las arvejas y confesarlo todo. Pero de pronto vi a Cariño haciéndome adiós con la mano desde el cantero de Bulevar Artigas y me tranquilicé. Yo le tenía cariño a Cariño. El policía, a todo esto nos dijo diviértanse botijas y después se dio media vuelta y se fue. Juan Carlos y yo nos miramos entonces en silencio, muertos de nervios. Mi amigo volvió a sacar lentamente el tubo de la birome de la manga del pulóver y yo, a mi vez, acaricié el calcetín con las arvejas dándonos a entender mutuamente que estábamos decididos a todo. Había que poner manos a la obra. En la acera de enfrente la dentista Martínez había colgado una bandera uruguaya en el balcón y tiraba papel picado a la calle. Los hermanos Morales, que vivían en el edificio de al lado y que según mi viejo tenían un casino clandestino en Atlántida, agitaban banderitas norteamericanas. El barrio estaba de fiesta. La agitación iba en ascenso. La radio había anunciado que la comitiva oficial ya había dejado atrás el Club de Golf y estaba cruzando Luis de la Torre. Entonces Juan Carlos y yo abandonamos sigilosamente nuestro escondite y fuimos a mezclarnos entre la gente que agitaba pañuelos, soplaba pitos y gritaba uelcam, uelcam.
Después todo sucedió muy rápido. Cuando aparecieron las primeras motos yo le pasé subrepticiamente una arveja a Juan Carlos y al pasar los jeeps del ejército, mi compinche se llevó la cerbatana a la boca y cerró el ojo derecho para afinar la puntería. Y ahí fue que lo vi. Venía en una limusina descapotada saludando de pie a todo el mundo con los brazos extendidos. Se los llevaba a cada tanto al al corazón como acusando recibo del afecto que le ofrecía la gente. Aquel viejito pelado había ganado la guerra en Europa, me había contado mi padre. Junto a él iba Nardone, sentado. Juan Carlos sopló y la arveja salió disparada. En ese momento Nardone se puso de pie y la arveja le dio en la espalda. Enseguida le pasé otra y Juan Carlos volvió a disparar. Esta segunda arveja le pegó a Eisenhower en el hombro derecho y el viejito se llevó la mano izquierda al lugar del impacto y la dejó allí durante unos instantes. El tercer arvejazo fue a estrellarse contra la gorra del policía que nos había dado la caza detrás de las gardenias del jardín de los Koning. Cuando se dio vuelta, Juan Carlos y yo ya nos habíamos zambullido nuevamente en nuestro escondite. Rápidamente le pasé un par de arvejas más y Juan Carlos las disparó cuando el policía no estaba mirando. Pero el momento álgido ya había pasado. La comitiva siguió su camino y se dirigía hacia Bulevar España. La gente empezó a dispersarse. Juan Carlos y yo nos miramos y nos alzamos de hombros. No sabíamos si lo que habíamos hecho iba a cambiar el curso de la historia. En realidad, lo que sí iba a cambiar era el curso de otra historia. El de la mía. Juan Carlos volvió a ocultar la cerbatana en la manga del pulóver y se fue. Entonces vi que Cariño seguía todavía parada en el cantero de Bulevar Artigas y crucé la calle. Cuando me le acerqué noté que tenía una de las arvejas clavada en el pelo justo debajo de la vincha. Así que estiré la mano para sacársela y ella malinterpretó mi gesto. Se pensó que le estaba haciendo un cariñito. Por eso tomó mi mano entre las suyas y le dio un beso. Yo me quedé de piedra.
– Cariño, te tengo cariño – fue todo lo que atiné a decirle.
– Ja, ja – se rió con desgano. – Esa pavada ya me la dijeron como más de mil veces.
Entonces le di un beso en la mejilla, después otro en la sien, un tercero en la frente y así me fui acercando a la arveja. Cuando la tuve entre mis labios la mordí y ahí fue que Cariño me gritó ¡ay, animal, qué hacés! y me dio flor de sopapo.
– Perdoná – le dije. – Me dejé llevar por el fuego de la pasión.
Yo sabía decir esas cosas. En mi casa escuchaban el radioteatro de Blanca Burgueño y algo había pescado.
Entonces Cariño me sonrió, me pellizcó la mejilla, me dijo pasá esta noche por casa y cruzó la calle hacia el jardín de los Koning. Aspiré profundamente todo el aire de Punta Carretas y me quedé masticando aquella arveja durante un rato. Después me la tragué.
El Niño
Era una mesa de corcho, muy livianita. Tenía irregularidades sobre la superficie. Yo las estaba recorriendo con el dedo cuando Norma trajo el cazo de leche, prendió la radio y las noticias del Perú inundaron el ambiente. Descubrí un agujero sobre la superficie de la mesa y ahí metí el dedo. Norma vertió leche en mi taza y me dijo que los cirrocúmulos que veía por la ventana presagiaban una tormenta. Yo también miré y le contesté que no, que no eran cirrocúmulos, que eran altostratos, que no era para tanto. Cuando quise llevarme la taza a los labios tuve que hacerlo con la mano izquierda porque el dedo de la mano derecha se me había quedado trancado en el agujero de la superficie de la mesa. Tironeé pero no lo pude zafar. Norma me miró un poco raro cuando me vio tomar el café con leche con la mano izquierda pero no dijo nada. Yo tampoco dije nada. Disimulé como pude y le dije que me parecía que la hoja de ruta de Humala de la que hablaba la radio era puro blablablá. Norma me miró medio tristona y me contestó que ese no era el momento de hablar de política. Cagamos. Quería hablar en serio. Pensé en escaparme como lo hacía siempre en tales circunstancias, pero no pude por el dedo. De todos modos me incorporé y tironeé mientras Norma volvía a mirar por la ventana y negaba con la cabeza porque no se convencía de que aquellas nubes fueran altostratos y no cirrocúmulos. En vista de que no podía zafar el dedo, me volví a sentar. Norma interpretó mi gesto como que le estaba dando la razón. Sí.Teníamos que hablar. Suspiré.
– Quiero volver al Uruguay – dijo mi mujer.
– Al Uruguay guay, guay, yo no voy, voy, voy porque temo naufragar... – canté.
Me ignoró. Ella siempre tan seria. Yo siempre tan para la pavada. Un matrimonio perfecto. Después de unos segundos de angustiante silencio, agregó:
– Extraño Paysandú.
Éramos un caso patético. Un uruguayo encantado con el Perú y una peruana que extrañaba el Uruguay. El amor y la geografía no se ponían de acuerdo. Porque si bien los dos estábamos contentos con los tres mil dólares por mes que me pagaba el Servicio Nacional de Meteorología e Hidrología del Perú por estudiar el fenómeno de El Niño, estaba claro que el dinero no hacía la felicidad. Y yo sentado ahí, condenado a tener que enfrentar esa realidad y a tener que discutirla con Norma porque no me podía levantar de la mesa. Por el maldito dedo trancado.
El primer golpe de viento se llevó el cazo de leche. Lo vimos salir volando y estrellarse contra la pared. Norma me miró y en la mirada me decía “altostratos, tu madrina”. Volví la vista hacia la ventana. Aquellas nubes eran efectivamente cirrocúmulos, tremendos cirrocúmulos y venían avanzando por el cielo arrastrando una tormenta de la pitimitri, como decían allí en tierra del inca. Norma se incorporó para cerrar los postigos pero el segundo golpe de viento la devolvió a su silla y me miró y le dio como una risa. Yo también me reí y se debe haber quedado sorprendida de mi aplomo, dado que yo seguía sentado a la mesa como si nada, con un dedo apoyado sobre la superficie. Pensó que su marido debía tener nervios de acero. De pronto sentimos los rugidos del Ucayali. Sobre sus aguas estaba asentado el palafito que habitábamos. La corriente entró furiosa por las rendijas del piso y un instante después Norma y yo nos encontrábamos bogando en las aguas de aquel río. El Niño se reía allá en las alturas mientras nosotros dos nos debatíamos entre la mojadura y la muerte. Aferrados a una mesa de corcho que no estaba hecha para flotar. Una vieja y un niño iban más adelante en un barquito de totora y les grité pidiendo ayuda. La vieja estiró una mano y yo se la aferré desesperadamente. El índice de mi otra mano seguía estando atrapado en el agujero de la superficie de la mesa y Norma se cayó al agua pero llegó a agarrarse de una de las patas. Así avanzamos durante lo que me pareció una eternidad. Norma luchaba por mantenerse a flote y me imploraba con los ojos que por favor no soltara la mesa. No la solté. Qué iba a soltar. No podía. Tenía el dedo trancado. Cuando llegamos a la confluencia con el Marañón el barquito de totora encalló en una de las orillas y allí nos tendimos los cuatro a recuperar el aliento y a agradecer a los dioses. Después de mirar el cielo durante un rato y comprobarlo libre de cirrocúmulos, de altostratos y de cualquier otra amenaza de nube, Norma se acurrucó a mi lado y me dijo entre sollozos:
– Extraño Paysandú.
Me sentí invadido por una tremenda ternura e intenté abrazarla pero no pude. Un caimán había asomado la cabeza por entre las turbias aguas del río y estaba tironeando de una de las patas de la mesa. Norma se incorporó de un salto y fue a esconderse detrás de los juncos de la orilla. La vieja y el niño hicieron lo mismo y yo quise unirme a ellos pero no pude porque mi dedo seguía trancado. Desesperado me puse de pie como pude y empecé a forcejear con aquella bestia escamosa. Me imaginé a mí mismo atrapado entre sus fauces y convertido después en una billetera. No, no, ah no, ese no iba a ser mi destino, pensé con la única neurona que todavía me funcionaba. Empecé a hacer unos aspavientos terribles y lancé un grito tarzanesco desde lo más profundo del cagazo. Así pude liberar el dedo. Me pareció que el caimán me miró agradecido y se volvió a meter en el agua con la mesa en la boca. Recién ahí fui conciente de que Norma, el niño y la vieja seguían escondidos tras los juncos y que habían presenciado mi heroica acción. Así que no queríendo defraudar las expectativas del público hice todavía unos ademanes desafiantes contra el caimán mientras este se alejaba río arriba y después fui y pateé la arena dándomelas de valiente e iracundo.
Vi por el rabillo del ojo que Norma corría hacia mí con los brazos extendidos, lista para abrazarse a su héroe y yo me volví lentamente hacia ella como dándole poca importancia a la cosa. Cuando llegó, me apretó contra su pecho y me dijo, entre sollozos:
– Alberto, Alberto, eres un héroe, eres mi héroe.
Después agregó con voz temblorosa:
– ¿Sabes qué, mi cielo? Nos quedaremos aquí en el Perú si eso es lo que a ti te gusta. Así podrás seguir estudiando al Niño.
Apoyé mi mentón en su hombro y dije bajito:
– Extraño Paysandú.
– ¿Qué, qué es lo que has dicho, mi amor? – me preguntó.
– No, nada, nada – le contesté.
El sapito
Llegué a la esquina acordada. No me bancaba el maldito perfume que Maruja me había obligado a ponerme. Tenía las mejillas y las solapas del saco azul empapadas de aquella porquería. Saco azul que ni siquiera era mío. No sé de dónde lo había sacado mi mujer. Llevaba también la corbata roja, la espantosa corbata roja que había sido del abuelo Saúl y que me tuve que poner (otra vez a instancias de Maruja) el día que nos casamos. Cada vez que miro la foto esa que está sobre la cómoda, donde posamos frente al registro civil de la calle Sarandí, veo esa corbata roja y no veo una corbata roja. Lo que veo es una soga al cuello. En fin. Se supone que tengo que pasar desapercibido en esta esquina. Pero ¿cuán desapercibido se puede pasar con estas pilchas y este perfume? El perro que está echado frente a la puerta del bar olfatea el aire como sospechando algo. Claro, con este aroma... Si pudiese hablar, seguramente daría la voz de alarma. Levantaría el hocico y gritaría: ¡Tupa, tupa, anda un tupa por aquí cerca! Los muchachos dijeron a las tres. Van a venir por Ejido. Caupolicán con championes Funsa, Fonseca se baja del 164 y Rosita con pantalones a rayas verticales. Yo, en esta esquina medio regalado por el perfume y la corbata roja del abuelo, qué se le va a hacer. Pero mantené la calma, Iriarte, tenés que mantener la calma, me digo a mí mismo. Un ojo puesto en la puerta del banco y el otro en la subidita de Ejido. En la mano el sapito de Margarita. No me lo quería dar, el sapito. ¿Para qué lo querés, papá?, me había preguntado. Me dio pena sacárselo y entonces pensé en utilizar el cornetín de plástico. Pero no podía aparecerme en la esquina de Ejido y Uruguay con un cornetín de plástico. Obvio. El sapito, en cambio, quedaba perfectamente disimulado dentro de mi puño. De pronto sale González del banco con el portafolios, saluda al agente que está apostado frente a la puerta y cruza Uruguay. Por el rabillo del ojo veo un pantalón a rayas verticales que se acerca por Ejido. En la esquina de enfrente se detiene un 164. Pero no veo championes Funsa por ningún lado. Acciono el sapito. Es un crua crua que sale bastante bajito y que coincide con el ruido del 164 que arranca. Pero audible, de todos modos, para el oído que lo espera. Fonseca y Rosita pasan por mi lado a la carrera. Van armados. El agente que estaba apostado a la entrada del banco se sorprende y solo atina a refugiarse detrás del Volkswagen rojo. Se agacha, saca la pistola y apunta pero Fonseca y Rosita ya están adentro. Al fin se aparece Caupolicán en bicicleta. Championes Funsa y palillos de colgar la ropa sujetándole los bajos del pantalón. Yo me acerco al Volkswagen como si nada. El agente no me da pelota. Está concentrado en la puerta del banco. Apuntando. Yo me le pongo detrás, le aprieto el sapito en la nuca y le susurro chis chis chis, quedate tranquilo. Lo desarmo. En la acera de enfrente se está juntando gente a ver qué pasa. Caupolicán se sube al Volkswagen y se pone al volante. Yo obligo al agente a acercarse conmigo hasta la puerta de vidrio del banco. La empujo con un pie. Rosita y Fonseca salen corriendo, se meten en el Volkswagen y el vehículo se aleja por Ejido.
– Caminá – le digo al agente.
Me doy cuenta de que está recontra asustado y no es para menos. Yo también me entro a asustar. Nos miran desde la acera de enfrente y nosotros cruzamos hacia abajo, hacia Paysandú. Linda figurita, hacemos. Un agente de policía caminando durito como un muñeco que se está quedando sin pila y un rubio encorbatado sujetándolo por la nuca. Llegamos a la escribanía Ferreira y lo meto en el zaguán. Lo empujo contra la pared y lo miro.
– Iriarte – me dice.
– ¿Kasparian? – le pregunto.
No me lo puedo creer. Compañero de escuela. De la Sanguinetti. Se sentaba al lado de Luzardo.
– No pongas esa cara de miedo. No te voy a hacer nada – le digo para tranquilizarlo.
– No es cara de miedo – me responde. – Es cara de asco. Tu perfume. Es espantoso.
No le contesto pero sé que tiene razón. Pero no le iba a explicar que había sido idea de Maruja. No era el momento.
– Me llevo tu arma – le digo y pego media vuelta.
El sapito se me debe haber caído al suelo porque escucho de pronto un crua crua que me salva la vida. Kasparian se me abalanza por detrás, lo pisa y el batracio de mentira me avisa. Esquivo al agente justito a tiempo y el loco pasa de largo, se lleva por delante a una mujer y a una niña y los tres caen aparatosamente en la vereda. Yo no desaprovecho la ocasión. Recojo el sapito pensando en lo alegre que se va a poner Margarita cuando se lo traiga de vuelta y salgo corriendo para el lado de Cerro Largo.
La canción de los canales de Amsterdam
No se me va a morir entre mis manos. Por favor Alá, no lo permitas. El señor Zabeu abre los ojos de pronto y su brazo entubado señala hacia el rostro de Samuel. Yo le acaricio la frente y le acomodo la almohada. Samuel, como de costumbre, está declamando algunas de sus tantas profecías y el señor Zabeu lo escucha arrobado mientras yo procuro que se tome otra cucharada de la sopa que le trajo su hija Dorothea. Con el brazo que tiene libre me sujeta por el codo y me obliga a mirar hacia donde se encuentra Samuel. El presunto profeta se supone que está flotando arriba de la fotografía de la enfermera que exige silencio con un dedo ante sus labios. Entonces yo hago como que miro y escucho. La señora Janssen está cantando otra vez a viva voz en la habitación de al lado así que luego voy a tener que ir a convencerla de que baje un poco el volumen porque los demás ancianos ya no la soportan y Betty la amenazó más de una vez con cortarle la lengua con la tijera de podar las camelias. El señor Zabeu me traduce las palabras de Samuel porque el profeta, aparentemente, solo se expresa en hebreo. Hay que arrepentirse, me traduce y hay que derrotar a los amonitas y después hay que buscar la redención en el desierto del Néguev. Y también hay que ir al cementerio de Ramah a besarle los huesos. Tengo que retenerlo en la cama porque el señor Zabeu hace finta de querer levantarse. Después de unas palabras de cariño y de un par de caricias en la calva, lo convenzo de que se quede acostado y que termine la sopa. Los huesos del tal Samuel yacen en ese cementerio desde hace miles de años, le digo. No hay apuro.
Salgo de la habitación y entro en la de la señora Janssen sin tocar a la puerta. Está sentada frente al ventanal y yo me ubico a su lado y le pongo una mano en el hombro. Canto junto a ella esa canción de los canales de Amsterdam que es la única que todavía recuerda de su época dorada de actriz de varieté y voy gradualmente bajando el volumen de la voz hasta que ella hace lo mismo y al final terminamos tarareándola al unísono casi en un susurro. A través del ventanal veo a Betty junto al arbusto de las camelias con su tijera de podar. Le sonrío y trago saliva. La señora Janssen besa el pequeño crucifijo que lleva colgado al cuello y me pregunta si sé qué registro de voz tenía Jesús. Tenor, le contesto. Y le agrego también que cantaba bajito, muy bajito para no molestar a las bestias del campo y a los fieles que oraban en el templo. La señora Janssen mueve la cabeza como comprendiendo mi indirecta y me sonríe. Yo le acomodo un poco las ropas y le ordeno las pocas cosas que tiene sobre la mesita de luz. Luego salgo de la habitación y me llevo las manos a la cabeza. La señora Janssen vuelve a cantar a todo pulmón.
Veo a Dorothea en el pasillo. Está de pie observando a su padre a través de la puerta abierta de su habitación.
– Me parece que está escuchando otra vez a ese profeta imaginario – me dice.
– Sí. A Samuel – le contesto.
– ¿Eh?
– Samuel. Así se llama el profeta.
– Ah.
Nos quedamos en silencio. Dorothea se seca las lágrimas con un pañuelito. Yo no lloro. Al contrario. Me alegro de ver que los ojos del señor Zabeu vuelven a la vida cuando Samuel se le aparece. El resto del tiempo yace en un incómodo estado de semiinconsciencia esperando una muerte que se demora cruelmente en venir.
– ¿Se tomó toda la sopa? – me pregunta Dorothea.
– Sí. Bueno..., no. No toda. Casi toda – le respondo.
El plato sigue todavía sobre la mesita de luz.
Hago mis abluciones en mi habitación y luego me arrodillo con las palmas de las manos y la frente apoyadas sobre el tapete. Mi plegaria vuela en dirección a La Meca. Sé que Alá es grande y le pido por el señor Zabeu, por la señora Janssen, por Betty y por todos los ancianos de este hospicio. Allahu akbar. Apenas me reincorporo escucho la voz de Dorothea llamándome desde el pasillo. Me dirijo hacia ella. Me hace seña de que algo le está pasando a su padre. Cuando entro en la habitación lo veo sentado en la cama tratando de levantarse. Tironea con su brazo entubado. La sonda y los monitores amenazan con caerse. La señora Janssen entra también de pronto en la habitación y se pone a cantar a toda voz. Por detrás de ella irrumpe Betty con su tijera de podar. Me temo lo peor. Betty se acerca al señor Zabeu y le corta los cables de la sonda y los de los monitores. Y entonces se ponen a cantar los tres la canción de los canales de Amsterdam. Yo no atino a hacer nada. Me quedo parada ahí como una tonta. Tendría que intentar algo. Soy una profesional. Miro hacia el lugar de la pared donde se supone que se aparece de vez en cuando el profeta Samuel a ver si me orienta, si me ayuda. ¿Estaré perdiendo el juicio? Luego de dos o tres estrofas, el señor Zabeu se desploma sobre la cama. Yo me llevo las manos a la cara. Dorothea apoya la suya contra mi hombro. Vemos cómo las dos damas terminan la canción, le dan un beso en la frente al señor Zabeu y luego salen de la habitación. Dorothea se va con ellas. Llora desconsolada. Yo me acerco a la cama y llamo al doctor Bannink por el intercomunicador. Llega en menos de un minuto. Examina al señor Zabeu, se cerciora de que ha fallecido y después observa los cables cortados del suero y de los monitores. Me mira como acusándome de algo y yo no me atrevo a decirle que fue Betty la que los cortó con la tijera de podar y que el señor Zabeu se murió contento cantando con ella y con la señora Janssen la canción de los canales de Amsterdam.
– ¿Cómo explica esto? – me pregunta el doctor Bannink, sosteniendo los cables en las manos.
Yo no le contesto. No sé qué decirle. Me acerco al plato de sopa que está sobre la mesita de luz. Tomo la cuchara y la pruebo. Es horrible. No tiene gusto a nada. Voy a tener que pasarle algunas de mis recetas a Dorothea.
La entropía de los agujeros negros
Ángel ya se consiguió novia y el Pato también.
– ¿Y vos, cuándo te vas a conseguir una novia, che? – me pregunta el Pato, mientras el yoyo que tiene en la mano sube y baja y sube y baja y yo lo miro y lo miro y me quedo hipnotizado y no puedo entender qué gracia puede tener esa cosa. Me pregunto si el Pato escuchó alguna vez hablar de la tendinitis.
Y bueno, se supone que tengo que contestarle algo. El doctor Wilson me explicó que tengo que contestar cuando alguien me hace una pregunta. “Lo que no queremos es que te aísles, ¿no?”, me había dicho. “Es una interacción muy común entre los humanos, Zacarías. Pregunta, respuesta, pregunta, respuesta. Así se mantiene una conversación. Y la gente se entiende conversando”. En fin. Yo no entiendo por qué es tan importante que la gente se entienda. Y tampoco entiendo por qué me tengo que entender yo con la gente. El mundo es muy complicado. Todo es muy complicado. Sigo mirando el yoyo y la verdad es que ese asunto me entra a gustar. Es lindo, es predecible, siempre es lo mismo, va para arriba, después va para abajo y después va para arriba y después va para abajo y así ad infinitum, aunque seguro que el Pato no sabe lo que quiere decir ad infinitum. Ángel me saca de mi ensoñación.
– Te tenés que cargar a Yvonne, Zacarías – me dice, riéndose.
El Pato se ríe con él.
– Sí, Zacarías, te tenés que cargar a Yvonne – confirma. – Esa mina está buenísima.
Le hace una guiñada a Ángel. Esa es otra cosa que no entiendo. Guiñadas. Le voy a tener que preguntar al doctor Wilson. No es que me importe, realmente, pero bueno, se supone que tengo que comprender esos códigos de comunicación que tiene la gente porque si no me “aíslo”.
– No creo que pueda cargar a Yvonne – les contesto.
– ¿Por qué no?
– Es muy grande y demasiado pesada para mí.
Los dos se ríen a carcajadas.
Yo los miro sin entender nada. Como siempre.
Mis viejos me miran tomados de la mano con esa sonrisa boba que ponen en ciertas circunstancias como por ejemplo la vez que mi profesor de matemáticas les dijo que yo era un genio o cuando encesté todos los tiros en la final de básquetbol contra los juveniles de Colón. Yo era uno de los cinco del equipo del liceo e iba y venía por la cancha y nunca me pasaban una pelota. Pero cuando el juez pitaba una falta a nuestro favor entonces era yo el que las tiraba. Las encestaba todas. Era infalible y todos festejaban como locos mientras yo, como de costumbre, no entendía nada. Yo lo único que hacía era separar mis pies a una distancia de veinticuatro centímetros con ocho milímetros, escalonar las piernas ligeramente, flexionar las rodillas, cerrar un ojo para asegurarme de que hubiera una línea recta entre la pelota y el cesto, colocar el codo debajo del esférico sin ladearlo, verificar que la presión metacarpiana fuera moderada y después saltar sin inclinarme hacia adelante. Lo demás, o sea la trayectoria y las leyes que determinaban el efecto de la comba eran ya conocidas desde la época de Galileo. No entendía qué magia podía tener eso y por qué la hinchada se ponía tan contenta de que yo no errara ni un solo tiro.
– Que te diviertas – me dicen.
Yo lo que quiero realmente es quedarme en mi cuarto leyendo El Fenotipo Extendido de Richard Dawkins. Lo que no quiero es tener que ir a la fiesta de los Elizalde. Lo que no quiero es tener que bajar por Obligado hasta Bulevar España y lo que no quiero es tener que subir al apartamento de aquella familia y encontrarme con Yvonne y lo que no quiero es que me diga qué bien que viniste, Zacarías, pasá y ponete cómodo y lo que no quiero es que venga la vieja Elizalde y me dé un beso en la mejilla y me diga vení, sentate en el sofá, ¿qué te traigo?, ¿una cocacola? Pero en fin. Obedezco a mis viejos y al doctor Wilson y entonces hago justamente todo eso que no quiero hacer y por eso estoy ahora sentado en este sofá tratando de poner cara de contento. Sonamos.Viene el Pato y se desploma a mi lado. El sofá se hunde como cinco centímetros.
– Yvonne está regaladísima, Zacarías. Está loca por vos.
¿Regaladísima? No entiendo el término. Pero bueno, a estas alturas me da igual. Total. Nunca entiendo nada. Por suerte recuerdo el consejo del doctor Wilson: “no te angusties por no comprender una broma, un giro idiomático o una frase con doble sentido. Vos participá, Zacarías, participá. Seguile la corriente a la gente. Relajate. Divertite”.
Viene Ángel, me agarra de los brazos y me pone de pie. El Pato me da un empujón en la espalda y me dice que salga al balcón y que le vaya a hacer compañía a Yvonne.
– Andá que te está esperando, Zacarías.
No entiendo cómo es posible que Yvonne me esté esperando en el balcón. Esperando ¿para qué? ¿Y en el balcón? ¿Por qué en el balcón?
El Pato vuelve a empujarme. Me manda de un envión hacia afuera y cuando recupero la vertical me encuentro parado junto a Yvonne que está apoyada en la baranda.
Ella suspira y se pasa la mano por el pelo. No me da la impresión de que me haya estado esperando.
– ¿Te gustan las estrellas, Zacarías? – me pregunta de repente.
¿Que si me gustan las estrellas? Otra de esas preguntas difíciles. ¿Cómo que si me gustan las estrellas? ¿Qué clase de pregunta es esa? Es como si me preguntara si me gustan las moléculas de carbono del ácido salicílico o la entropía de los agujeros negros. ¿Cómo se puede contestar una pregunta así?
– ¿Cuál de ellas? – atino a decir.
Yvonne se ríe. Otro misterio. ¿Habré dicho algo gracioso? ¿Por qué se ríe la gente de las cosas que digo? ¿Es que soy un humorista y yo soy el único que no se da cuenta?
Yvonne me mira divertida y me contesta:
– Todas.
La muchacha me abruma. Decido cambiar el tema de la conversación. Trato de seguir el esquema que me marcó el doctor Wilson y entonces soy yo esta vez el que hace una pregunta.
– ¿Cuánto pesás?
Yvonne se me queda mirando. Me parece vagamente que interpreto el significado de su mirada. Es como si me estuviera viendo a mí mismo cuando no entiendo algo, que es lo que me pasa la mayoría de las veces. Me siento aliviado. Se ve que no soy el único en esta tierra que de vez en cuando se siente perdido.
– No te entiendo – me contesta.
Qué raro. La pregunta no es tan difícil. Si alguien me pregunta a mí cuánto pesás yo le contesto cincuenta y dos quilos, doscientos gramos.
– Ángel y el Pato me dijeron que te tengo que cargar – le explico. – Y, en fin, no sé si puedo.
Yvonne vuelve a reírse pero esta vez con más fuerza.
Yo me siento más perdido que nunca.
Entonces se vuelve hacia mí y me toma de las manos. Yo detesto el contacto físico. Me da repeluz. Pero no sé, hay algo en ella, una especie de espontaneidad que no veo en otra gente, una calidez que me hace sentir algo en el estómago, una simpatía que me descoloca, unos ojos negros que se me meten en el cerebro y le preguntan a mis neuronas ¿puedo pasar?, ¿me hacen un lugarcito aquí junto a ustedes, por favor?
– Sos divino – me dice.
Volvemos del balcón tomados de la mano y Ángel y el Pato nos aplauden cuando nos ven.
Yo decido seguirles la corriente y también aplaudo aunque no sé bien por qué. En fin. El tiempo dirá. Habrá que seguir aprendiendo.
La sinagoga
La sinagoga del pueblo se había construido a principios de los años veinte, pero el color gris amarillento de la piedra caliza de Bentheimer le daba a la fachada una sugerencia de antigüedad. El arquitecto Diego Gatzar había hecho traer paneles de caoba de la India para decorar el interior y la bimah, el hejal y los asientos de los fieles habían sido diseñados por artesanos venidos de Italia. Sin embargo, al inicio de la guerra, cuando los alemanes invadieron el país, quedaban ya pocos hijos de Israel en el pueblo. Se necesitaban diez de ellos para recitar el kaddish y a veces no se llegaba a ese quorum. Para evitar el deterioro del edificio, Jaim, el herrero, lo abría de todas formas los sábados, lo aireaba y luego fregaba el piso y las ventanas. Después, alumbrado por los rayos de sol que se filtraban a través del vitral de la estrella de David, se cubría con su kipá y se ponía a conversar un rato con Yavé. Le rogaba que su corazón nunca se le volviese duro como una roca.
El mismo corazón le seguía latiendo ahora en el pecho. A pesar de la nieve que caía sobre Mathausen y a pesar del hambre y del frío, no se le había vuelto duro como una roca. Yavé había escuchado sus plegarias. Lo había bendecido con una suavidad de carácter que irritaba a sus compañeros de barraca y también a los capos que repartían latigazos y tiros de gracia. El arquitecto Gaztar yacía muerto en su litera y Jaim le acariciaba la frente y le hablaba con ternura. Has construido una casa de Dios sobre la tierra, Diego. Te puedes ir en paz. Has hecho lo que tenías que hacer en esta vida y lo has hecho muy bien. Y no te preocupes por las mellizas. Están en buenas manos. Cuando termine este martirio volveré al pueblo y me ocuparé de ellas.
Eva y Esther Gatzar se acurrucan y se cubren las caras con las manos. No pueden ver el cielo de la noche pero saben que se prendió fuego y que los monstruos voladores caen en picada sobre la casa y sobre el pueblo. La señora Hoornsman se asoma por la trampilla y les hace un gesto para tranqulizarlas. Las mellizas están tendidas debajo del piso de la cocina e intentan conciliar el sueño pero les es imposible. Luego de unos minutos Eva no puede más de angustia. Cierra el puño y golpea en el entarimado. Son dos golpes apenas, seguidos por un tercero después de una pausa, tal como la señora Hoornsman le tiene enseñado. La señora vuelve a abrir la trampilla, percibe en la penumbra el terror de las pequeñas y las ayuda a salir. Las niñas se abrazan al delantal de la matrona. Afuera en la noche sigue rugiendo el vendaval de bombas y aviones. Eva se acerca a la ventana y abre la cortina. La señora Hoornsman corre detrás de ella pero no puede evitar la imprudencia de la niña. La pequeña alcanza a ver la sinagoga en llamas. Suspira entristecida. El vitral de la estrella de David, el candelabro de siete brazos y los rollos de la ley se iban a perder para siempre.
– Papá construyó esa sinagoga – dice la niña.
– Sí, ya sé – le contesta la señora Hoornsman, acariciándole el pelo.
Por el resquicio de la cortina que la señora intenta cerrar, Eva alcanza a ver todavía las paredes del edificio derrumbándose. Sin embargo, el manzano centenario que está frente al pórtico de la entrada se mantiene increíblemente indemne. Señala el camino que conduce a Jerusalén.
Después de una taza de leche caliente, las mellizas vuelven a su escondrijo debajo del piso de la cocina. Están golpeando a la puerta de la casa y la señora Hoornsman se apresura a abrir. Una voz atiplada grita en alemán que los soldados entrarán a la fuerza si no se les recibe inmediatamente. Eva y Esther se toman de las manos y cierran los ojos porque hasta las lágrimas pueden hacer ruido. Esas voces funestas ya se habían llevado a su padre y también a Jaim, el herrero. De pronto las botas hacen temblar el piso de la cocina. Eva y Esther no entienden lo que está pasando. La señora Hoornsman les había dicho que en realidad nadie entendía lo que estaba pasando. Hay un frenético abrir y cerrar de armarios y de cajones y un estruendo de cristales que se hacen añicos contra el suelo. Los soldados revisan todos los rincones de la casa. Pegan con la culata de los fusiles en las paredes buscando huecos donde pueda haber gente escondida. Gritan órdenes que no se entienden. No usan lenguaje humano. Rugen como fieras.
Un año más tarde, en el otoño del cuarenta y cinco, las mellizas Gatzar se toman de la mano bajo el manzano. Observan en silencio los restos calcinados de la sinagoga. Eva lleva bajo el brazo lo único que los soldados canadienses habían podido rescatar del hogar paterno. Un cartapacio de cuero. Absortas como están, apenas se dan cuenta de que un viejo macilento se les acerca rengueando. El viejo le quita el cartapacio a Eva con toda la naturalidad del mundo y se recuesta contra el manzano. El cartapacio contiene una enorme hoja de papel plegado que el viejo extiende sobre el piso. Se agacha y lo examina.
– Ajá – dice el viejo.
Esther lo mira y parece al fin reconocerlo.
– ¿Jaim? ¿Eres tú, Jaim? – le pregunta.
A su lado Eva recién parece salir de su asombro. Quisiera preguntarle enseguida por su padre. ¿Sobrevivió? ¿Va a volver? ¿Dónde está? Pero no le salen las palabras.
Jaim sigue enfrascado en la hoja de papel.
– Este es el plano original de la construcción de la sinagoga – dice al fin.
Las mellizas siguen tomadas de la mano.
Luego de unos instantes de silencio, las niñas preguntan al unísono, en voz muy baja:
– ¿Se va a construir de nuevo?
Jaim, el herrero, las mira y les sonríe.
Lo de siempre
– ¿Lo de siempre? – me pregunta la signora Radetti.
– Lo de siempre – le contesto.
Junto a la máquina de café il signore Radetti, con el repasador en el brazo, canta su acostumbrada canzonetta napolitana. Yo voy hasta mi mesa y me apoltrono suspirando, contento de estar en Roma y en paz con la vida y con los inspectores de hacienda. La última redada de aquellos alacranes me dejó la oficina dada vuelta y a la pobre Gioia con la gioia perdida, lamentándose de tener que trabajar conmigo por un salario de mierda. Los sustos no le compensan los míseros euros que le pago, me dijo. Yo le contesté que se los iba a aumentar. ¿Los euros?, me preguntó. No, los sustos, le dije y ella me dio una patada en el tobillo. Me tiré al suelo como un jugador de fútbol que se manda la parte pero después me quedé pensando que en realidad tenía razón, que era bravo laburar para un personaje como yo. Pero, en fin. Todo se solucionó. Una llamadita al senatore Marchetti y luego un giro fantasma que arreglé a través de un banco nigeriano. Y también unas promesas vagas de no darle por la cabeza en mis editoriales. Entonces los inspectores de hacienda empezaron a darme un poco de pace. Ah, la pace italiana, la pace italiana, con sus spaghetti alla carbonara, sus copas de Montepulciano y sus arias de sobremesa. Con su mosaico de soles mediterráneos y su funiculí funiculá y su teatro y sus pasiones y sus puñaladas por la espalda. Mamma mia, cómo quiero a este país.
Despliego el periódico y me pongo a resolver las palabras cruzadas. Apago el teléfono. Este ratito cotidiano en el café San Lorenzo es mi momento de descanso en el jardín del edén y no quiero que vengan las serpientes a conversarme y a complicarme la vida. Veo por el rabillo del ojo que il signore Radetti ya tiene pronto mi marocchino y que me lo trae entonando a todo pulmón che bella cosa e' na jurnata 'e sole. Con gesto de bufón de ópera me lo deposita en la mesa y se vuelve al mostrador donde la signora me está preparando il medaglione con pecorino. Sí, signore Roberto Benigni, usted tenía toda la razón del mundo, la vita è effetivamente bella. Molto bella. Luego de resolver las palabras cruzadas y cuando ya estoy a punto de irme, llega il senatore Marchetti y se sienta enfrente mío. Yo lo miro y me aguanto apenas la risa. Debajo de la peluca y de los lentes de sol está él, todo él, a pesar del vestido floreado y del busto exagerado. Pone una cartera de dama sobre la mesa y la abre levemente para que yo note el cañón de la Glock Parabellum apuntando en mi dirección.
– ¿Va a tomar algo, signora? – le pregunto.
No me contesta. Se me queda mirando. Los Radetti nos observan desde el mostrador.
Marchetti habla bajito. Tengo que afinar el oído.
– Estás haciendo negocios con Sunny por tu propia cuenta, sorete – me dice y le veo el rouge labial en la punta de la lengua. Lo de sorete lo aprendió de mí. Fue mi contribución lingüística a la limitada riqueza idiomática de la mafia. Me sigue costando horrores aguantarme la risa. No debe haber nada más gracioso que escuchar decir sorete al senatore Marchetti con su marcado acento calabrés.
– El periodismo no da para mucho – le contesto en el mismo tono bajito de él.
– No te vas a tirar por tu propia cuenta, uruguaiano di merda. A mí no se me ignora así como así. Te puedo mandar inspectores de hacienda otra vez pero de los que hacen bien su trabajo, ¿capisci? Y si te seguís haciendo el vivo...ya sabés... – y me señala con los ojos a la Glock Parabellum con un gesto de película. Me hace acordar a Robert Mitchum.
La signora Radetti se acerca a la mesa y le pregunta a mi interlocutor, bueno, a mi interlocutora, si se va a servir algo. Il senatore Marchetti la despide con un gesto impaciente de la mano.
Sunny controla los suministros que vienen del Caribe y de España. Yo, con mi carné de periodista, tengo acceso libre al puerto de Civitavecchia y me llevo muy bien con los inspectores del servicio de vigilancia aduanera. Uno de ellos, no voy a dar aquí el nombre, me dio a entender el mes pasado que Sunny prefería entenderse conmigo directamente. No entendí bien por qué. Il senatore Marchetti es un aliado en las esferas del poder. Yo, en cambio, soy un pelagatos con alguna habilidad para facilitar negocios. Nada más que eso. Soy un mandadero con una oficina de mala muerte en el Largo di Villa Perpetti y una empleada que siempre se está quejando. Escribo artículos en periódicos de cierta influencia y tengo un poco de plata guardada en Barbados. Eso es todo. Pero en fin, como sea. Ya tramité personalmente un par de cargamentos de Sunny y el senatore Marchetti no tocó ningún pito en el asunto.
Salgo del bar San Lorenzo y camino por la Via dei Liguri hasta donde tengo estacionado el Fiat 500. Pongo la llave de contacto en el arranque y la mujer de la peluca rubia se me mete en el coche a toda prisa antes de que pueda reaccionar. Otra vez me tengo que aguantar el ataque de risa. Il senatore Marchetti, esa vieja de peluca rubia y gesto de Robert Mitchum, está nuevamente a mi lado y a punta de pistola me obliga a ir hasta un bosque cercano a Velletri. Me pone contra un árbol, me apunta a la cabeza y después, igualito que los malos de las películas, en vez de disparar y acabar enseguida con el asunto, se pone a hablar.
– Sunny es mío, solo mío y no lo comparto con nadie.
Ajá, pienso. Esta cuestión tiene una connotación personal. Esto va más allá de los negocios. Así que me digo a mí mismo, González, vas a tener que improvisar si querés salir vivo de esta.
– Eso fue lo que yo le dije, senatore, créame. Que él era de usted, solo de usted.
Se me queda mirando en silencio. Noto que duda. También que tiembla. Es un ser humano herido. Un corazón destrozado.
– No llegamos a hacer el amor, se lo juro, Marchetti – le digo con las palmas de mis manos vueltas hacia él como suplicando perdón. Y agrego bajito, con un suspiro:
– No es mi tipo.
– ¿Cómo que no es tu tipo? – me pregunta, secándose una lágrima con el dorso de la mano.
– El bigote. No me gustan los hombres con bigote.
– Sunny no tiene bigote.
– Se lo dejó... – digo y trago saliva. Dos litros de saliva. La payada me está saliendo como el reverendo.
Il senatore Marchetti cierra un ojo como tomando puntería y se apresta a disparar. Lo que no sabe il senatore es que yo soy un Robert Mitchum mejor que él y entonces salto hacia un costado con una agilidad que ni yo mismo me creo. Ruedo por la hojarasca y unos metros más allá me detengo y me pongo de rodillas. Entonces lo veo peleándose con su pistola trabada y maldiciendo en calabrés. Gesticula desesperado. Cuando ya no sabe qué otro insulto endilgarle a la pobre arma, la tira al suelo, le grita sorete y después se deja caer de espaldas y se pone a llorar. Yo camino hacia él y me lo quedo mirando.
– González – me dice, con una vocecita lastimada – cuidate, borrate por un tiempo, yo no soy el único que te la quiere dar.
– Grazie per il consiglio – le contesto.
Al otro día vuelvo al bar San Lorenzo. Con mi nueva identidad. Me dirijo a mi mesa tratando de pasar desapercibido pero escucho a la signora Radetti preguntarme desde la barra:
– ¿Lo de siempre?
Me detengo, se me escapa un suspiro de resignación y le contesto, sin volverme:
– Lo de siempre.
Unos minutos más tarde il signore Radetti me trae el marocchino, me canta fígaro qua fígaro la, me guiña y me susurra al oído:
– Esa peluca lo favorece, signore, pero no exagere con el rouge y no se pinte los párpados de violeta. Además ese vestido está demasiado escotado. Se le ven los pelos del pecho.
Por debajo de su bandeja me pasa, disimuladamente, una hojita de afeitar.
Los ojos
Esos ojos. No tenían nada de particular. Pero a mí me descalabraban el mundo. Así de simple. Era verlos y me venían unas cosquillas insoportables en la nariz. Tenía que restregármela contra la pared. Urticaria nasal nerviosa había diagnosticado el doctor Ferreira Watson cuando le fui a preguntar. Dos comprimidos de Loratadina al día.
El pueblo era muy chico y por lo tanto la posibilidad de encontrarme con aquellos ojos era muy grande. En honor a la verdad yo no sabía exactamente lo que tenían a su alrededor porque nunca me había fijado. No sabía si había una melena rubia que los coronara o si existía una boca con dientes parejos o desparejos en la parte de abajo. Lo que sí sabía era que aquellos ojos eran de mujer porque cada vez que parpadeaban me mandaban oleadas de estrógenos. Qué digo oleadas. Eran tsunamis de estrógenos.
La primera vez que los vi fue cuando crucé en bicicleta la plaza Gallinal y me llevé por delante a Yuste que jugaba en Sud América y que estaba de vacaciones en lo de los viejos. Casi me agarra a las piñas pero yo no podía despegar mis ojos de los ojos de aquella mujer que ahora pasaba por debajo del tablero de básquetbol y salía por Bernardo Berro.
La segunda vez que me deslumbraron fue cuando me los crucé a la entrada de la peluquería de Selva. Me llevé por delante a Marianela que le estaba haciendo la permanente a doña Brizuela. Mientras los ruleros, los cepillos y las horquillas volaban por los aires, Selva agarró la tijera que le quedaba más a mano y me corrió por todo el establecimiento.
La tercera vez fue cuando estaba comiendo milanesas en La Muñequita. Allí se me volvieron a aparecer aquellos faros alejandrinos. Se fijaron en los míos durante un segundo. Se detuvo el mundo, me atoré, tosí y volaron pedazos de ensalada rusa por todo Treinta y Tres. Medio restorán vino en mi auxilio y aquellos ojos, mis ojos, sus ojos, desaparecieron por la puerta del baño de señoritas. No volví a levantar la vista del plato hasta escuchar el sonido de la cadena del water. Entonces emprendí la huida. Dejé cincuenta pesos sobre la mesa y me fui a lo del Corto a tomarme una Irurtia para ahogar las penas.
La cuarta vez fue la peor de todas. Yo venía haciendo jogging por el arroyo del Parao y tenía los auriculares puestos escuchando La Alegría de la Huerta. Justo en el momento en que se me dio por bailar la jota se aparecieron aquellos ojos desde el lado de las chircas y yo saltando a lo bobo. Con el susto y entre que no me decidía a seguir bailando o salir corriendo, trastabillé y me fui al carajo ignominiosamente. Los ojos siguieron su camino sin prestarme ninguna atención. Por el rabillo del ojo, del mío, vi una melena negra, un pantalón azul y un par de championes blancos que se alejaban al trotecito.
La quinta fue la vencida. Y ya era hora porque me estaba volviendo loco. Entré en la farmacia Rodríguez a comprar Loratadina y me di de bruces con aquellos ojos. Me estaban mirando desde el otro lado del mostrador. Una oleada de estrógeno se estrelló contra mi frente y me pareció por un instante que se me había escapado un chorro de testosterona por las orejas. Me iba a morir ahí nomás. La nariz me entró a picar terriblemente. Miré con disimulo hacia los costados de la farmacia a la busca de un cacho de pared libre contra la cual poder refregarme. Entonces los ojos me hablaron.
– ¿Qué desea? – me preguntaron.
Enmudecí. No me salió palabra. Qué pedazo de gil. El mundo se me cayó encima. Me sentí tan insignificante como una ranita roncadora del Olimar. Intenté por segunda vez abrir la boca pero no pude. Los batracios podían al menos decir croac. Yo, ni eso.
– Ah, ya sé quién sos vos – dijeron los ojos. – Yuste casi te pega una sacudida en la plaza Gallinal. Selva te corrió con una tijera por toda la peluquería. Enchastraste La Muñequita de ensalada rusa. Y en el arroyo del Parao te atacó el mal de San Vito.
Después de un instante de silencio, agregaron:
– Sos un peligro para el Uruguay.
Yo agarré, salté por encima del mostrador y le encajé un beso que duró como cinco minutos. Qué otra cosa podía hacer, díganme. Después la aparté un poco para recuperar el aliento y ella me miró y me sonrió. Yo seguí sin decir nada. Me acerqué a la pared que me quedaba más a mano y empecé a restregarme la nariz.
– Urticaria nasal nerviosa – me dijo ella.
Yo me volví y haciendo un esfuerzo sobrehumano logré al fin articular unas palabras. Ya era hora.
– Sí – le dije. – Por eso vine. Necesito Loratadina.
Entonces fue ella la que se me acercó y se me quedó mirando. Después me dio un beso en la nariz.
– Necesitabas – me respondió.
Mannaggia
Urbano y sus cardenales daban vueltas alrededor del baldaquín. Iban con sus roquetes de lino y sus sotanas coloradas y se deshacían en elogios. Las columnas se elevaban hacia la cúpula de Michelangelo y el imbécil de Bernini les señalaba detalles del dosel. Me daban ganas de agarrarlo del cogote y sacarlo a patadas de la basílica. Pero estábamos parados sobre los huesos de San Pedro y eso me obligaba a sofrenarme. Si no hubiera sido por ese respeto que le debía al santísimo pescador de Galilea, les habría dicho al Papa y a su cohorte de payasos que había sido yo, sí yo, quien le había corregido los planos a aquel farsante de Bernini y que si no hubiera sido por mí, esos cuatro pilares salomónicos se habrían venido abajo antes de que el gallo de Mateo hubiese cantado sus tres malditas veces. Bernini me miró de soslayo y debió haber notado el fuego que me salía por los ojos y que amenazaba con destruir toda Roma porque se me acercó, me acarició la nuca frente a los prelados y me presentó:
– Este es Francesco, sus excelencias reverentísimas, una gran ayuda en mis quehaceres, un asistente de primera categoría.
“Una gran ayuda, un asistente...”. Mannaggia. La sangre napolitana me rugía en las sienes como los bramidos del Vesubio. Sentía que iba a explotar. Urbano me sonrió desde su beatífica potestad y los cardenales me dedicaron una delicada reverencia con sus cabezas tonsuradas. El mérito es mío, hubiera querido gritarles y no de este impostor al que tanto admiran, capitostes de relumbrón. Pero todo lo que atiné a hacer fue una genuflexión. Tal como se esperaba de mí. Porque el cielo era de los humildes. Ese era mi único consuelo. Ya me iba a reír yo del gran Bernini el día del juicio final cuando lo mandasen a las oscuridades del averno y a mí me reservaran un sitio en los jardines del paraíso.
Luego subimos a una de las torres del campanario. Bernini me había dado el día anterior treinta escudos para que me parase delante de las grietas. Había que evitar que sus señorías las descubriesen. Dios sabe que nunca en mi vida había aceptado sobornos pero mi padre estaba enfermo y Massari, el criado, me costaba su dinero. El cretino de Bernini no había querido escucharme. Yo le había explicado mil veces que evitara que las juntas verticales de los ladrillos coincidieran con las de la hilada inferior y le advertí además que la puzolana del cemento no estaba bien graduada. Pero a él lo único que le interesaba era el efecto artístico del conjunto. Urbano y su comparsa, a todo esto, se seguían deshaciendo en aes y en oes, maravillados ante tanta arquitectura erudita. Yo seguía recostado contra la pared preguntándome si resistiría mi peso y si saldríamos sanos y salvos de aquella torre.
-¿Está cansado? – me preguntó irónicamente uno de los prelados.
– Y sí...son unos cuantos escalones... – le contesté yo en el mismo tono de chanza. Si él hubiese sabido.
Dicho y hecho. Dos meses después Urbano se murió y lo sucedió Inocencio. Este nuevo Papa tenía, por suerte, dos dedos de frente. No pasó mucho tiempo antes de que un obrero se diera cuenta de las grietas. Entonces me mandaron a buscar. Le mostré al Papa los planos originales del maestro Maderno y le expliqué que Bernini los había ignorado por completo y que se había puesto a improvisar. Al otro día, ni lerdo ni perezoso, Inocencio ordenó derribar las torres. Una multitud de romanos se congregó frente a la fachada. Nadie quería perderse el espectáculo. Allí estaba también Bernini, embozado en su toga, tratando de pasar desapercibido. Me le acerqué con mi mejor sonrisa de revancha y le devolví los treinta escudos. Me podía dar ese lujo. Ahora me sobraba la plata. Los Pamfili me habían encargado una iglesia en el sitio donde había estado secuestrada Santa Inés en tiempos de Diocleciano.
Una tarde, años después, Massari y yo nos encontrábamos paseando por la Piazza Navona cuando de pronto nos topamos con algo que no nos esperábamos. Mannaggia. El cretino de Bernini, auxiliado por una escuadra de siervos y de artesanos, estaba instalando una fuente frente a la iglesia de Santa Inés en Agonía, la obra que yo acababa de terminar, la que me habían encargado los Pamfili. La fuente de Bernini constaba de cuatro estatuas. Una de ellas, una especie de Neptuno sin su tridente, parecía estar horrorizada por el aspecto de la fachada de mi iglesia y elevaba una mano al cielo como exclamando “qué cosa más espantosa, que alguien retire ese mamarracho de mi vista.” La gente se aglomeraba, se daba cuenta del chiste y lo festejaba alegremente. Así eran los romanos. Ignorantes y crueles. Hundí la cabeza en el pecho de Massari. Entre las lágrimas de rabia que me empezaron a salir alcancé a ver a Bernini acercándose. Lo acompañaban sus acólitos y sus once hijos. El majadero dejó caer algo al suelo como al descuido y Massari se apresuró a recogerlo.
Era una bolsa de monedas.
– Son treinta escudos – me dijo, sorprendido. – ¿Corro a devolvérselos?
No le contesté. Seguí llorando. Massari me miró con tristeza y yo le rogué a Dios que no se le fuera a ocurrir besarme allí en público. Que se diera cuenta de que había una piara de cerdos observándonos. Que el populacho de aquella ciudad se cebaba en la desgracia ajena y que no toleraba el más mínimo gesto de ternura. Ya habría momento y oportunidad para arrumacos en la tranquilidad de nuestro solárium. Lo tomé por el codo y regresamos a casa.
Un mes después mi padre se murió al fin de un ataque de gota en el dormitorio grande y Massari vino a consolarme a mi estudio. Yo estaba en ese momento dándole los últimos toques a un busto de bronce que había esculpido y que representaba a Bernini con hocico y dos enormes orejas de burro.
– Massari – le dije a mi criado – el domingo le llevas esto a Bernini. Es el regalo por su cumpleaños. Y le dices que gracias por los treinta escudos. Que me los quedo por el gasto del material.
Massari tomó la escultura entre sus manos y después me miró y se rió. Yo suspiré profundamente y le dije que había llegado la hora de mi partida. Que no me extrañase. Que no pensase en mí y que a lo sumo, me recordase como el buen amo que siempre había procurado ser. Miré por la ventana por última vez la colina del Aventino y fui hasta la pared, descolgué la espada con la que mi padre había luchado contra los turcos en el Mezzogiorno y le quité los talabartes. Revoleé aquello con un gesto inútil y espectacular de gladiador de la época del imperio. La espada tajeó vigorosamente un rayo de sol que entraba por la ventana y su destello me encegueció. Saqué pecho resignado y agradecí la llegada de la muerte que tanto anhelaba. Pero todo lo que mi torpeza me ocasionó fue un raspón en la mejilla. Massari corrió inmediatamente hacia mí y me chupó la sangre. Me abrazó. Mannaggia. Seguía condenado a la vida.
– No, ahora no, Massari – le dije, apartándolo.
Luego bajé la vista, lo tomé de la mano dulcemente y fuimos al dormitorio grande. Nos hincamos frente al lecho de muerte de mi padre y allí recitamos salmos por la salvación de su alma.
Nueva Orleans
La señorita Henry es pura sonrisa. Me siento muy a gusto con ella. Tiene la piel blanca. No sabía que había maestras blancas. En las escuelas de mi barrio todas las maestras son negras. El salón es para nosotras dos. Los pupitres están vacíos. Salvo el mío, claro. Afuera hay gente que grita. Miro por la ventana. Una muñeca negra cuelga de uno de los faroles de la calle con una soga al cuello. La policía forcejea con Teddy, el muchacho que reparte la leche. La señora Matthews, empujando su cochecito de bebé, me mira y se pasa el dedo por el pescuezo como si fuera un cuchillo. La señorita Henry escribe la palabra Ruby en el pizarrón. Ruby. Me explica que así se escribe mi nombre. Mi nombre. Qué maravilla. Mis padres no saben escribir. Ah, cuando les cuente. Después escribe Barbara. Ese es el nombre de ella, me explica. Es mi primer día de escuela. Y mira todo lo que ya aprendí. Ahora me pide que abra el cuaderno y que copie los dos nombres. Qué difícil. Pero lo voy a intentar. En mi casa no hay lápices. La señorita Henry nota mi dificultad y me ayuda. Me envuelve la mano con la suya y así a dos manos van surgiendo la ere, la u, la be y la y. Ruby. Yes. He escrito mi nombre. Me parece increíble.
– ¿Dónde están los otros niños? – le pregunto a la señorita Henry.
Ella me sonríe. Ella es pura sonrisa.
– Ya vendrán – me contesta.
– Ah.
Suena una campana.
– La hora del recreo – me dice la señorita Henry.
Nos sentamos en el patio. La gente se agolpa frente a la alambrada. Grita que no quiere negros en la escuela. A Teddy se lo llevan en un coche de la policía. Distingo a George sacándome la lengua. George tiene un monopatín y a veces me lo presta. Yo lo saludo con la mano y él me grita negra de mierda. Qué raro. Parece enojado conmigo. La señorita Henry me pasa la mano por el hombro. Me como el emparedado de manteca de cacahuete que me preparó mi madre. Uno de los cuatro agentes de policía que me acompañaron al colegio esta mañana le dijo a mi madre que no me permitiera comer lo que se preparaba en la escuela. Que me podían envenenar. Se ve que aquí no tienen buenos cocineros. Yo le pregunté a mi madre que por qué me tenían que acompañar los agentes. Porque así lo mandaba el presidente, me dijo. ¿Qué presidente? Eisenhower. Ah.
Al día siguiente aparecen los niños. Pero ninguno de ellos entra al salón. Se van a otros locales. A la hora del recreo veo a George y me le acerco. Él se aleja.
– Mi madre no me deja jugar contigo – me dice.
Me lo quedo mirando.
– ¿Por qué?
– No sé – me contesta.
A fines de junio la señorita Henry me da un diploma por haber sido la mejor alumna de la clase. No entiendo. Cómo es posible.
– ¿Mejor que quién? – le pregunto.
Ella se arrodilla frente a mí y se ríe y llora al mismo tiempo, lo cual me confunde un poco. Me dice que ha sido un orgullo haberme tenido de alumna. Que soy muy valiente. ¿Valiente? Si ella supiera. En realidad le tengo miedo a todo. Todo me asusta. Pero pongo cara como de que no. Soy flor de artista. Mi padre me aprieta la mano. Le enseñé a escribir su nombre. Se llama Abon. Se quedó maravillado cuando vio su nombre en el papel. Mi madre me pasa un emparedado de manteca de cacahuete. Salimos a la calle. En la acera de enfrente la gente sigue gritando. Lleva carteles. Ahora puedo leerlos. Los carteles dicen que los monos no van a la escuela. Y que Dios es blanco. Tienen razón. Los monos viven en el zoológico. No van a la escuela. Y Dios es blanco. También es verdad. ¿Pero por qué están tan enojados? Yo, para que se pongan contentos, alzo mi diploma de mejor alumna de la clase para que lo vean bien. Entonces se enojan más todavía. Dos muchachos se desprenden de la multitud y corren hacia nosotros. Los policías nos meten en el patrullero y salimos de allí a toda velocidad. Miro hacia atrás. La señorita Henry nos hace adiós con la mano y se sonríe. La señorita Henry es pura sonrisa.
Vuelvo a la escuela después de las vacaciones de verano. En julio y agosto hizo mucho calor. Jugué a las escondidas con Caroline y con Margareth. Me preguntaron que por qué no iba con ellas a la escuela Macarty, que era la escuela de los negros. No supe qué contestarles. Después les dije que me parecía que no iba con ellas a la Macarty sino a la escuela de los blancos porque así lo mandaba el presidente. Se rieron a carcajadas. Yo también. Esta mañana los cuatro policías me acompañan nuevamente. Pero esta vez no hay gente gritando enojada. Solo está la señora Matthews en la acera de enfrente empujando el cochecito de bebé. Yo la saludo con la mano y ella hace como que no me ve. Hay muchos niños alborotando en el pasillo. Entro al salón de segundo grado, el de la señorita Hamilton y me siento en uno de los pupitres. El salón está vacío. Pero después de unos minutos se abre la puerta lentamente y veo a George que se asoma.
– Buenos días – lo saluda la señorita Hamilton.
– Buenos días – le responde George.
Después van llegando los demás niños. Lentos, como con miedo. Cada uno va a su pupitre. La clase se llena. Qué suerte. Ahora voy a tener, al fin, compañeros. Voy a tener amigos. Después la puerta del salón vuelve a abrirse. Esta vez es la señorita Henry la que se asoma. Trae de la mano a una niña flaquita y negra como yo. Lleva una moña blanca en la cabeza. La acompaña hasta su pupitre. Luego le da un beso en la mejilla y cuando se vuelve, me ve y me sonríe. La señorita Henry es pura sonrisa.
Wamax
Wamax se trepó por la ventana, se tropezó con un ánfora llena de aceite de oliva y declamó con voz profunda que era un semidiós y que lo enviaba Hera. Pero Alala no quedó muy convencida. Aquello era un mamarracho. Ella sabía cómo se presentaba un semidiós de verdad. Con sus propios ojos había visto una vez a Hermes aparecerse frente a la posada de Demetrio, con su caduceo, su barba egregia y su siringa.
De todos modos, Wamax se ajustó la túnica tratando de recuperar la dignidad, sujetó el ánfora con las dos manos volviéndola a poner en su lugar y proclamó con noble ademán que por orden de la esposa de Zeus él debía impregnarla.
Alala no entendió. No sabía lo que quería decir impregnar. Su vocabulario se limitaba a las cosas del mar. Había nacido en un pueblo de pescadores del golfo de Ambracia y el lenguaje alambicado de los atenienses la confundía. Pero lo que no la confundía era el payaso aquel que se las daba de lo que no era. Semidiós, su madrina.
Wamax avanzó unos pasos hacia ella, pero Alala lo detuvo con un gesto de la mano y le dijo:
– Si eres un semidiós, pruébalo. Haz algo que ningún mortal pueda hacer y asi quedaré convencida.
El muchacho sacó entonces una serpiente de entre los pliegues de la túnica, la alzó en el aire con mucha ceremonia y dijo con elegante gesto de demiurgo:
– El amor es una sola alma que habita dos cuerpos.
Alala se preguntó a qué vendría aquella tontería.
El ofidio sacó la lengua, lo picó en la nariz y Wamax se cayó de espaldas.
Unos días más tarde, el muchacho aún sufría por haber hecho el ridículo, pero había aprendido de Hércules a no darse nunca por vencido. El oráculo de Dodona le había confirmado que él era, efectivamente, un semidiós, hijo de Spiridón, el artesano y de Afrodita. Por eso, sentado debajo del olivo, tranquilo y convencido de su linaje, Wamax invocó a Asclepios y prometió llevarle una cabra y un perro a su templo de Epidauro si le concedía la aquiescencia de Alala. Sabía que en las altas esferas del Olimpo, los deseos de los semidioses tenían prevalencia sobre los del resto de los mortales.
Mientras tanto, allá abajo, en el Ágora, la vida continuaba. Wamax la observaba desde la ladera de la colina. Los mercaderes de grano y de vino venteaban su mercancía, los poetas declamaban sus versos acompañándose de liras y de flautas y los filósofos de barba enrulada peroraban acerca de los elementos, la eternidad del ser y las propiedades de la materia. En medio de aquel torbellino de gritos, colores y aromas se apareció ella, ella, su Alala, su divina Alala con su canasta y sus rizos rubios cayéndole sobre las orejas. Reía, discutía y gesticulaba. Los mercaderes se agolpaban a su alrededor como moscas. Wamax se dijo a sí mismo que era hora de actuar. Que estaba escrito en los cielos que Alala sería suya. Que si Hércules había seducido a Megara y Teseo había sabido ganarse el corazón de Fedra, entonces él también podría conquistar el amor de aquella mujer. Nada era imposible cuando se era un semidiós. Por lo tanto corrió ladera abajo y la abordó frente a la fuente de Cécrope.
– ¡Alala! ¡Detente! – le gritó.
La muchacha se detuvo y lo miró extrañada.
– Por Zeus, otra vez, tú – atinó a decir.
– No te asustes. No sentirás nada. Esta flecha está impregnada del elixir del amor. Lo preparó mi madre, Afrodita. Quedarás enamorada de mí inmediatamente y ni te darás cuenta.
“¿Impregnada?”, se preguntó Alala. Oh no, otra vez esa palabra.
Antes de que pudiera contestarle algo, aquel payaso sacó un arco no se sabía de dónde, le apuntó y disparó. La flecha describió un arabesco en el aire y fue a caer a los pies del viejo Demetrio, que se había asomado a la puerta de su posada. Intrigado, la tomó y la examinó. Cuando levantó la vista, Wamax había desaparecido. Corría desesperado en dirección al parque de la Academia. Solo vio a Alala, la bella esclava de los Samaras, cargando una cesta. Caminaba mirando el suelo haciendo noes con la cabeza.
Esa misma noche, en el cielo, Orión alzaba su garrote y se cubría con su escudo. Andrómeda lloraba atada a una roca y Pegaso volaba a medio trote con la cabeza vuelta hacia el sur. A ras de tierra, el viejo Eolo, que estaba de buen humor, dejaba que una brisa cálida soplara sobre el Pireo. El mar acariciaba las rocas dulcemente. Wamax, tendido boca arriba sobre el muro de Temístocles, abría los ojos al firmamento y dejaba que aquel universo de estrellas, de gloria y de magia se le metiera en la sangre. De pronto, entre los gemelos Cástor y Pólux y las garras del León de Nemea se le apareció el rostro de Alala. La bella lo miraba con una pregunta en los ojos. Wamax se sobresaltó y se incorporó de un salto. Sí. Ahí estaba ella. De pie junto a él. Acariciada por la brisa del Egeo y alumbrada apenas por los delicados rayos de Selene.
– ¿Tú, aquí? ¿Cómo es posible? ¿Es que los Samaras te han dado permiso para salir por la noche? – le preguntó el muchacho.
Alala no le contestó. Volvió la cara y se quedó mirando el mar. Aquellos rizos rubios le caían sobre las mejillas y Wamax se sintió morir de nervios y de felicidad. Después de un silencio que al muchacho le pareció interminable, la hermosura norteña le preguntó:
– ¿De dónde sacaste esa tontería de que eres un semidiós?
– Del oráculo de Dodona – le contestó él, tratando de mantener la compostura.
Alala se rió.
– Ja, ja, pero mira que eres tonto.
Wamax no entendió,
– El oráculo me dijo que yo era hijo de Afrodita – afirmó.
– El oráculo te dice cualquier cosa – le dijo Alala, sintiendo pena por él.
Luego le puso las manos sobre los hombros, suspiró y le explicó:
– Kalinice, mi hermana, es la pitonisa y está más loca que una cabra. Pero antes no era así. Perdió la razón por esos gases que salen del suelo de la cueva donde la tienen encerrada. Y también porque se bebe todas las metretas de vino que le dejan los fieles. O sea que además de loca, vive borracha. Créeme, Kalinice no tiene ni idea de lo que dice.
Wamax dio un paso hacia atrás y bajó la cabeza.
Sobrevino un silencio que se les hizo insoportable. Entonces Alala se le acercó nuevamente, frunció el ceño, volvió a suspirar y le preguntó:
– Dime una cosa, ¿qué significa impregnar?
El muchacho la miró, totalmente desconcertado. Incapaz de hablar, le explicó lo que quería decir impregnar utilizando las manos, tratando de ser claro sin llegar a ser grosero.
Alala se rió.
– ¡Qué palabra tan difícil para algo que es tan fácil! – exclamó.
Se abalanzó sobre él. Hera, observándolos desde el Olimpo, tomó la mano de su esposo Zeus y se sonrió complacida. Afrodita y Spiridón suspiraron aliviados y Kalinice, en Dodona, volvió a eructar mientras un ayudante le acomodaba las vestiduras y le decía que procurase mantenerse en pie porque habían llegado fieles de Tracia para que les hiciera una adivinación.
Zulueta
Me coloqué la Magnum en la sobaquera y me peiné frente al espejo. Por detrás mío vi que Pecoso estaba contrariado.
– ¿Me vas a dejar solo otra vez? – me preguntó el muy insolente.
Me di vuelta y lo apunté con la pistola. Después me le acerqué y le hundí el cañón en una de sus orejotas peludas. Se quedó tan pancho.
– ¿Cuál es tu problema? – le pregunté. – Tenés a Totó y a Chucky para que te hagan compañía, ¿no?
– ¿Y Bebebú? ¿Qué pasó con Bebebú?
Tragué saliva. Me daba vergüenza decirle la verdad.
– ¿Y? ¿Qué pasó con Bebebú? ¿Dónde está? Dale, decime – insistió.
Cómo explicarle. Herrero se la había visto venir y había sacado un hacha vaya uno a saber de dónde. No me dio tiempo a desenfundar y empezó a correrme por todo el taller. Hicimos flor de desparramo. Cayeron estanterías. Saltaron cables. Hubo chispazos. Un quilombo. Al final el gordo tropezó y recién ahí pude pegarle un tiro en la nuca. La pistola tenía el silenciador puesto pero con el bochinche que armamos despertamos a medio vecindario. Yo salí rajando y se ve que Bebebú se me cayó en algún momento. Pobre patito. Tendría que volver al taller a buscarlo. Pero por ahora no podía. No podía regresar a la escena del crimen así como así, ustedes me entienden.
Agarré a Pecoso de las orejas y lo deposité en la repisa de la ventana.
– Te me quedás aquí y esperás a que vuelva – le ordené.
Para que se quedara tranquilo le puse a Totó y a Chucky a su lado. Coloqué la trompa de elefante de Totó de manera tal que quedara tocando los pies de Pecoso. Así el conejito se iba a quedar contento. Entonces me puse la campera y me dispuse a salir. Pero ahí fue que Chucky abrió su bocaza de cocodrilo y me preguntó:
– ¿Y Bebebú?
Pensé en darme media vuelta ahí nomás y pegarle un tiro en su maldita cabeza de peluche. Aquellos animalitos rompehuevos sabían cómo sacarte de quicio. Menos mal que yo era un tipo que sabía mantener la cabeza fría, que si no...
Me alejé de la ventana y fui hasta donde estaba Pancita. Le hice un arrumaco. Después besé su melena rubia de león y me lo metí en el bolsillo delantero de la campera. Me di cuenta enseguida de que estaba contento. Movía la cola.
– Nos vamos de joda, ¿no? – me preguntó.
– Sí. Pero no te muevas. Me estás haciendo bultos en el bolsillo. No debemos llamar la atención.
Cuando las cosas vienen mal, vienen mal. Lo de Herrero había sido una chapuza pero lo de Betty fue peor. Todo lo que tenía que hacer era tirarla al mar desde un pesquero abandonado en la bahía. Pero cómo podía saber yo que la puta aquella era campeona de natación del Biguá. Se volvió a trepar a bordo y me obligó a tirarla por segunda vez, no sin antes tener que forcejear con ella y pegarle varias piñas. Cayó inconciente al mar y creí morir de pena cuando vi a Pancita hundirse junto a ella en las aguas del Río de la Plata. Me cagué en mi perra alma. Lamenté que el bolsillo delantero de mi campera no tuviera cierre.
– ¡¡Pancitaaaa!! – grité desesperado.
También me odié por no saber nadar.
Regresé a casa todo lloroso. Pecoso, Totó y Chucky me miraron sin entender.
– Hoy es veinticinco – me dijo Pecoso.
Me enjugué las lágrimas con un pañuelo y después me soné la nariz.
– ¿Qué? – pregunté.
– Hoy es veinticinco. Veinticinco de junio. Es el cumpleaños de Bebebú y de Pancita.
Era verdad. Había sido un veinticinco de junio. Los había robado de un stand de la Plaza Matriz. Me pregunté cómo era posible que aquel animalito pudiera saber esas cosas. No era normal. No era lógico.
– ¿Cómo sabés que hoy, veinticinco de junio, es el cumpleaños de Bebebú y de Pancita? – le pregunté.
– Porque el veintitrés de junio cumplo yo, así que no es muy complicado, ¿no? El cumpleaños de ellos es dos días después del mío. Así que cuento: un día, dos días. No se necesita ser un Einstein para darse cuenta de eso. Elemental, Watson.
– Elemental, ¿qué?
– Nada. Dejalo ahí.
Pecoso me agotaba. Se creía un intelectual. Pero qué se le iba a hacer. Yo le tenía cariño. Me lo había encontrado el año anterior tirado en la basura de la esquina. Tenía una oreja descosida. Había pertenecido a un chiquilín que le leía libros y le había enseñado matemáticas. Por eso era tan pedante, el conejito. Solo yo lo aguantaba.
Y bueno. Puse la mesa como para cumpleaños. Saqué los sombreritos de papel y los coloqué en las cabezas de Pecoso, Totó y Chucky.
– Ta – dije – ahora cantemos el cumpleaños feliz.
Los tres se me quedaron mirando.
– ¿Y ahora qué mierda les pasa? – les pregunté.
– ¿Pero dónde están Bebebú y Pancita? – dijo Chucky, que en circunstancias normales casi nunca abría la bocaza.
– Sí – dijo Totó – ¿cómo podemos festejar el cumpleaños de ellos sin ellos?
Tuve que cantar el cumpleaños feliz yo solo. Me sentí un imbécil sentado a la mesa con aquellos muñequitos que no querían abrir la boca.
Siguió la mala racha con lo de la viuda de Gutiérrez. La vieja no había atinado a hacer nada. Yo no le había dado oportunidad. Le había metido una píldora de cianuro en el té y la viuda después de unos minutos bajó la cabeza y se quedó como dormida. Yo le revisé los cajones de la cómoda con toda comodidad y me fui metiendo en los bolsillos todo lo que me interesaba incluyendo una póliza de seguro de vida que me tenía a mí de beneficiario y que le había hecho firmar cuando ya la vieja tenía poca noción de lo que hacía. Entonces fue que el presunto cadáver entró al dormitorio tambaleándose y yo en mi confusión, en vez de sacar la Magnum saqué a Totó y le apunté con aquel elefantito de peluche. La viuda se me vino encima y yo, debo reconocerlo, me cagué en las patas. Me arrebató a Totó de la mano y lo tiró por la ventana. Corrí a ver si lo salvaba y lo vi despeñarse hacia la nada desde aquel séptimo piso de la avenida Agraciada. Cuando me di vuelta, la viuda yacía en el suelo y yo me pregunté la mato o no la mato, aunque en realidad ya la había matado. Pero para asegurarme, caminé hacia ella, le pegué un tiro en la frente y me fui.
Pecoso y Chucky me miraban con desconfianza. Yo me hacía el desentendido.
– ¿Y? – me preguntó Pecoso.
– ¿Y qué? – le contesté yo.
– ¿Cómo te fue con la viuda?
– Sí. ¿Cómo te fue con la viuda?
Esta vez el que hablaba era Chucky.
– Bien – les contesté.
– ¿Y Totó? – me preguntaron a coro.
Ahí no pude más. Me quebré. Volví a ver mentalmente a Totó cayendo a la calle y me deshice en lágrimas. Por suerte Pecoso y Chucky no insistieron. Me fui a la cocina a hacerme un huevo frito. Después me senté a comerlo mientras pensaba en Dobson. A las siete y media agarré a Chucky por la bocaza para impedir que protestara y me lo llevé conmigo a la ciudad vieja.
Dobson tenía un quiosco de revistas y chucherías en Cerrito y Zabala. A las ocho de la noche se llevaba la recaudación del día a su casa en una caja metálica que se ponía bajo el brazo. Era un viejo de mierda, medio ciego y caminaba con un bastón. Los chorros habituales le tenían lástima y por eso lo dejaban en paz. Pero no sé. A mí aquel tipo no me caía bien así que lo abordé frente al portal del conventillo donde vivía, pensando a este le afano la caja esa con toda facilidad y si se me encocora le pego un soplido y lo tiro al suelo y listo. Pero antes de que pudiera mover un dedo, aquel esqueleto con ropa me adivinó las intenciones, me dio con el bastón en la cabeza y me dejó viendo estrellitas. A continuación me pegó una patada en los huevos y cuando quedé agachado agarrándome la entrepierna me encajó una piña en la mandíbula que me mandó al suelo. Allí me quedé tirado en el empedrado en un dulce estado de ensoñación en el que me puse a bailar una rumba con Jennifer López. De pronto sentí una mano hurgándome los bolsillos y con un esfuerzo supremo abrí un ojo y logré ver al viejo Dobson sujetando a Chucky de la cola. Lo balanceaba en el aire. Me incorporé como pude y saqué la Magnum de la sobaquera. Disparé y ahora el que mordía el polvo era Dobson. Chucky rodó por la vereda y cuando iba a recogerlo empezó a salir gente del conventillo. Por eso tuve que abandonarlo. Me fui tambaleándome y me tomé el primer taxi que pasó.
El comisario puso a Bebebú sobre la mesa. Después a Pancita, a Totó y a Chucky. A mí se me caían las lágrimas de alegría. Estaban sanos y salvos. Gracias a Dios.
El comisario suspiró. Él y yo éramos viejos conocidos. Hacía rato que la policía me tenía fichado como medio loco. Las pericias siquiátricas que me habían hecho me habían salvado de la cana varias veces. Lo de “eximido de culpa por alteración síquica” me venía bárbaro a la hora de hacer cagadas. Bendita sea la ley.
– Otra vez a las andadas, ¿eh Zulueta? Un macaquito de peluche por homicidio. Vas dejando un rastro clarísimo cada vez que matás a alguien. Así hacés que mi laburo de investigación sea una papa. ¿Tenés algo que decir?
No tenía nada que decir. Solo algo que pedir. Aún me quedaba un amigo en la vida.
– ¿Puedo llevarme a Pecoso a mi celda?
– ¿Quién es Pecoso? – me preguntó el comisario escribiendo algo en su libreta. Flor de chanta. Se las daba de Mike Hammer.
– Es un conejo.
– ¿Es otro macaquito de peluche de esos con los que hablás?
– Elemental, Watson – le contesté.